I
Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?
Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota línea del horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen —¿de ese día?— de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? «No», dice en voz alta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por este voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo Domingo tres días atrás.
¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semana de vacaciones, tú que nunca tenías tiempo para conocer tantas ciudades, regiones, países que te hubiera gustado ver —las cordilleras y los lagos nevados de Alaska, por ejemplo— retornando a la islita que juraste no volver a pisar. ¿Síntoma de decadencia? ¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más. Probarte que puedes caminar por las calles de esta ciudad que ya no es tuya, recorrer este país ajeno, sin que ello te provoque tristeza, nostalgia, odio, amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina que es tu padre? A averiguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un escalofrío le corre de la cabeza a los pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reír. Basta de boberías, muchacha.
Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos con una redecilla. Bebe un vaso de agua fría y está a punto de encender la televisión para ver la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando el mar, el Malecón, y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres, cúpulas, campanarios y copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido! Cuando la dejaste, en 1961, albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de un millón. Se ha llenado de barrios, avenidas, parques y hoteles. La víspera, se sintió una extraña dando vueltas en un auto alquilado por los elegantes condominios de Bella Vista y el inmenso parque El Mirador donde había tantos joggers como en Central Park. En su niñez, la ciudad terminaba en el Hotel El Embajador; a partir de allí todo eran fincas, sembríos. El Country Club, donde su padre la llevaba los domingos a la piscina, estaba rodeado de descampados, en vez de asfalto, casas y postes del alumbrado como ahora.
Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Y está segurísima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeño jardín, el viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terraza donde solían almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y el balconcito de su dormitorio, al que salía a esperar a sus primas Lucinda y Manolita, y, ese último año, 1961, a espiar a ese muchacho que pasaba en bicicleta, mirándola de reojo, sin atreverse a hablarle. ¿Estaría igual por dentro? El reloj austríaco que daba las horas tenía números góticos y una escena de caza. ¿Estaría igual tu padre? No. Lo has visto declinar en las fotos que cada cierto número de meses o años te mandaban la tía Adelina y otros remotos parientes que continuaron escribiéndote, pese a que nunca contestaste sus cartas.
Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad; la cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavemente bajo la cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra los ojos, ganada por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempre en actividad, a no perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies en tierra dominicana, la ocupa noche y día: recordar. «Esta hija mía siempre trabajando, hasta dormida repite la lección.» Eso decía de ti el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral, jactándose ante sus amigos de la niña que sacó todos los premios, la alumna que las sisters ponían de ejemplo. ¿Se jactaría delante del Jefe de las proezas escolares de Uranita? «Me gustaría tanto que usted la conociera, sacó el Premio de Excelencia todos los años desde que entró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo, darle la mano, sería la felicidad. Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve esa salud de hierro. Y, también, por doña Julia y doña María. Háganos ese honor. Se lo pide, se lo ruega, se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo: recíbala. ¡Excelencia! ¡Jefe!»
¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿Todavía? «Ya no», dice en voz alta. No habrías vuelto si el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepción anonadándola, envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, se convirtieron en obsesionante remedio para no recordar. Entonces sí lo odiabas. Con todos los átomos de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que te cabían en el cuerpo. Le habías deseado desgracias, enfermedades, accidentes. Dios te dio gusto, Urania. El diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derrame cerebral lo haya matado en vida? ¿Una dulce venganza que estuviera hace diez años en silla de ruedas, sin andar, hablar, dependiendo de una enfermera para comer, acostarse, vestirse, desvestirse, cortarse las uñas, afeitarse, orinar, defecar? ¿Te sientes desagraviada? «No.»
Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En la planta baja del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera ya familiar de voces, motores, radios a todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock y rap, mezclados, agrediéndose y agrediéndola con su chillería. Caos animado, necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que fue tu pueblo, Urania. También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadas de modernización. Algo en los dominicanos se aferra a esa forma prerracional, mágica: ese apetito por el ruido. («Por el ruido, no por la música.»)
No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo, hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo había; tal vez, treinta y cinco años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña, provinciana, aislada y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenía el alma encogida de reverencia y pánico al Jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, era más callada, menos frenética. Hoy, todos los sonidos de la vida, motores de automóviles, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, parecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran más fuerte y los pájaros pían con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa! Nunca, en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oídos nada que se parezca a esta sinfonía brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres días.
El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada y como bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unas mujeres con pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes. «Haitianas.» Ahora están calladas, pero, ayer, cuchicheaban entre ellas en creole. Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad, acaso el país, se llenó de haitianos. Entonces, no ocurría. ¿No lo decía el senador Agustín Cabral? «Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. ¡A grandes males, grandes remedios!» El Jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el río Masacre y venían a robarse bienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros obreros agrícolas, pervertían nuestra religión católica con sus brujerías diabólicas, violaban a nuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbres occidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefe cortó el nudo gordiano: «¡Basta!». ¡A grandes males, grandes remedios! No sólo justificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenía como una hazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vez en la historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte mil haitianos si se trata de salvar a un pueblo?
Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido en club, y el balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina del Malecón y la avenida Máximo Gómez, el itinerario del Jefe en sus caminatas vespertinas. Desde que los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón, iba de la Estancia Radhamés hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, donde Uranita entró una vez a decir un discurso que casi no pudo pronunciar, y bajaba hasta este malecón George Washington, en esta esquina doblaba y seguía hasta el obelisco imitado del de Washington, a paso vivo, rodeado de ministros, asesores, generales, ayudantes, cortesanos, a respetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón esperanzado, aguardando un gesto, un ademán que les permitiera acercarse al Jefe, escucharlo, merecer un diálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser mantenidos lejos, en el infierno de los olvidados. «¿Cuántas veces paseaste entre ellos, papá? ¿Cuántas mereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque no te llamó, temeroso de no estar ya en el círculo de los elegidos, de haber caído entre los réprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia de Anselmo Paulino. Y se repitió, papá.»
Urania se ríe y una pareja en bermudas que camina en dirección contraria cree que es con ellos: «Buenos días». Pero no es con ellos que se ríe, sino con la imagen del senador Agustín Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entre los sirvientes de lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, la acrobacia de las gaviotas ni a las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos, los ojos, los movimientos del Jefe, que tal vez lo llamarían, prefiriéndolo a los demás. Ha llegado al Banco Agrícola. Luego vendrá la Estancia Ramfis, donde continúa la Secretaría de Relaciones Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y media vuelta.
«Calle César Nicolás Penson, esquina Galván», piensa. ¿Iría o regresaría a New York sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a la enfermera por el inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan a dormir sus siestas, esa terraza que se ponía roja con las flores del flamboyán. «Hola, papá. Cómo estás, papá. ¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué me vas a reconocer. La última vez yo tenía catorce y ahora cuarenta y nueve. Una punta de años, papá. ¿No era ésa la edad que tú tenías, el día que me fui a Adrian? Sí, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve. Un hombre en plena madurez. Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has vuelto viejísimo, papá.» Si está en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo en estos años para hacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija ingrata, que en treinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una felicitación de cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino el derrame y tías, tíos, primos y primas creían que te morías, vino ni preguntó por tu salud. Qué hija malvada, papá.
La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a los visitantes, en el vestíbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagen de la Virgencita de la Altagracia, con esa placa de bronce jactanciosa: «En esta casa Trujillo es el Jefe». ¿O la has conservado, en prueba de lealtad? La lanzarías al mar como los miles de dominicanos que la compraron y colgaron en el lugar más visible de la casa, para que nadie fuera a dudar de su fidelidad al Jefe, y que, cuando el hechizo se trizó, quisieron borrar las pistas, avergonzados de lo que ella representaba: su cobardía. A que tú también la desapareciste, papá.
Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble río de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tímpanos. A ratos, de algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahído. En New York, ya ni los latinos, dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse, entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los caballos a las yeguas, los puercos a las puercas.
En un intervalo de vehículos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vuelta y emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan a contornear el Hispaniola y regresar por Independencia, una avenida que, si no la traiciona su memoria, avanza desde aquí, cargada de una doble alameda de frondosos laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hasta bifurcarse y desaparecer ya en plena ciudad colonial. Cuántas veces caminaste de la mano de tu padre, bajo la sombra rumorosa de los laureles de Independencia. Bajaban desde César Nicolás Penson hasta esta avenida e iban hasta el parque Independencia. En la heladería italiana, a mano derecha, al comenzar El Conde, tomaban un helado de coco, mango o guayaba. Qué orgullosa te sentías de la mano de ese señor —el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral. Todos lo conocían. Se acercaban, le daban la mano, se quitaban el sombrero, le hacían venias, y guardias y militares chocaban los tacos al verlo pasar. Cómo echarías de menos esos años en que eras tan importante, papá, cuando te volviste un pobre diablo del montón. A ti se contentaron con insultarte en El Foro Público, pero no te metieron a la cárcel como a Anselmo Paulino. ¿Es lo que más temías, cierto? Que, un buen día, el Jefe ordenara: ¡Cerebrito a la cárcel! Tuviste suerte, papá.
Lleva tres cuartos de hora y falta un buen trecho hasta el hotel. Si hubiera sacado dinero, se metería a cualquier cafetería a tomar desayuno y descansar. El sudor la obliga a secarse la cara todo el tiempo. Los años, Urania. A los cuarenta y nueve ya no se es joven. Por más que te conserves mejor que otras. Pero, no estás para ser arrumbada como trasto viejo, a juzgar por esas miradas que, a derecha e izquierda, se posan en su cara y su cuerpo, insinuantes, codiciosas, descaradas, insolentes, de machos acostumbrados a desvestir con los ojos y los pensamientos a todas las hembras de la calle. «Unos cuarenta y nueve años maravillosamente bien llevados, Uri», dijo Dick Litney, su colega y amigo de bufete en New York, el día de su cumpleaños, audacia que ningún varón de la oficina se hubiera permitido a menos de tener, como Dick esa noche, dos o tres whiskys en el cuerpo. Pobre Dick. Se ruborizó y confundió cuando Urania lo congeló con una de esas miradas lentas con las que desde hace treinta y cinco años enfrenta las galanterías, chistes subidos de color, gracias, alusiones o majaderías de los hombres, y, a veces, de las mujeres.
Se detiene, para recuperar el aliento. Siente su corazón descontrolado, su pecho subiendo y bajando. Está en la esquina de Independencia y Máximo Gómez, esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su nariz registra una variedad tan grande de olores como el sinfín de ruidos que martillean sus oídos: el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape, lengüetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre los peatones; olores a grasa y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes y se ofrecen viandas y bebidas, y ese aroma denso, indefinible, tropical, a resinas y matorrales en descomposición, a cuerpos transpirando, un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución y evanescencia. Es un olor cálido, que toca alguna fibra íntima de su memoria y la devuelve a su infancia, a las trinitarias multicolores colgadas de techos y balcones, a esta avenida Máximo Gómez. ¡El Día de las Madres! Por supuesto. Mayo de sol radiante, lluvias diluviales, calor. Las niñas elegidas del Colegio Santo Domingo para traerle flores a Mamá Julia, la Excelsa Matrona, progenitora del Benefactor, espejo y símbolo de la madre quisqueyana. Vinieron en una guagua del colegio, en sus uniformes blancos inmaculados, acompañadas de la superiora y de sister Mary. Ardías de curiosidad, orgullo, cariño y respeto. Ibas a entrar en representación del colegio a casa de Mamá Julia. Ibas a recitarle el poema «Madre y maestra, Matrona Excelsa», que habías escrito, aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante tus compañeras, ante Lucinda y Manolita, ante papá, ante las sisters, y que habías repetido en silencio para estar segura de no olvidar una sílaba. Llegado el glorioso instante, en la gran casa rosada de Mamá Julia, aturdida por los militares, señoras, ayudantes, delegaciones que atestaban jardines, cuartos, pasillos, sobrecogida de emoción, ternura, al dar un paso adelante, apenas a un metro de la anciana que le sonreía con benevolencia desde su mecedora, con el ramo de rosas que acababa de entregarle la superiora, se le cerró la garganta y su mente quedó en blanco. Te echaste a llorar. Escuchabas risas, palabras animosas, de las señoras y señores que rodeaban a Mamá Julia. La Excelsa Matrona hizo que te acercaras, risueña. Entonces, Uranita se compuso, se secó las lágrimas, se enderezó y, firme y rápida, aunque sin la entonación debida, recitó «Madre y maestra, Matrona Excelsa», de corrido. La aplaudieron. Mamá Julia le acariñó los cabellos y su boquita fruncida en mil arrugas la besó.
Por fin, cambia la luz. Urania continúa su marcha, protegida del sol por la sombra de los árboles de la Máximo Gómez. Hace una hora que camina. Es grato andar bajo los laureles, descubrir esos arbustos de florecillas rojas y pistilo dorado, la cayena o sangre de Cristo, absorbida en sus pensamientos, arrullada por la anarquía de voces y músicas, atenta sin embargo a los desniveles, baches, hoyos, deformaciones de las veredas en que está constantemente a punto de tropezar, o de meter un pie en las basuras que husmean perros callejeros. ¿Eras feliz, entonces? Cuando fuiste con ese grupo de alumnas del Santo Domingo a llevarle flores y recitarle el poema, en el Día de las Madres, a la Excelsa Matrona, lo eras. Aunque, desde que aquella figura protectora, bellísima, de su infancia, se eclipsó de la casita de César Nicolás Penson, quizás la noción de felicidad se evaporó también de la vida de Urania. Pero tu padre y tus tíos —sobre todo, la tía Adelina y el tío Aníbal, y las primas Lucindita y Manolita— y los antiguos amigos hicieron lo posible para llenar la ausencia de tu madre con mimos y halagos, de modo que no te sintieras sola, disminuida. Tu padre había sido tu padre y tu madre aquellos años. Por eso lo habías querido tanto. Por eso te había dolido tanto, Urania.
Cuando llega a la puerta trasera del Jaragua, ancha reja por donde entran los automóviles, los mayordomos, los cocineros, las camareras, los barrenderos, no se detiene. ¿Dónde vas? No ha tomado decisión alguna. Por su cabeza, concentrada en su niñez, en su colegio, en los domingos en que iba con su tía Adelina y sus primas a las tandas infantiles del Cine Elite, no ha cruzado la idea de no entrar al hotel a ducharse y desayunar. Sus pies han decidido seguir. Camina sin vacilar, segura del rumbo, entre peatones y automóviles impacientes por los semáforos. ¿Seguro quieres ir donde estás yendo, Urania? Ahora, sabes que irás, aunque tengas que lamentarlo.
Dobla a la izquierda en Cervantes y avanza hacia la Bolívar, reconociendo como en sueños los chalets de uno o dos pisos, con cercos y jardines, terrazas descubiertas y garajes, que le despiertan un sentimiento familiar, imágenes preservadas, deterioradas, ligeramente descoloridas, desportilladas, afeadas con añadidos y pegotes, cuartitos erigidos en las azoteas, ensamblados en los flancos, en medio de los jardines, para alojar a los vástagos que se casan y no pueden vivir solos y vienen a añadirse a las familias, exigiendo más espacio. Cruza lavanderías, farmacias, florerías, cafeterías, placas de dentistas, médicos, contadores y abogados. En la avenida Bolívar va como si estuviera tratando de alcanzar a alguien, como si fuera a echarse a correr. El corazón se le sale por la boca. En cualquier momento, te desplomarás. A la altura de Rosa Duarte, tuerce a la izquierda y corre. Pero, el esfuerzo le resulta excesivo y vuelve a andar, ahora más despacio, muy cerca del muro blancuzco de una casa, por si el vértigo se repite y debe apoyarse en algo hasta recobrar el aliento. Salvo un ridículo edificio angostísimo de cuatro pisos, donde estaba la casita con púas del doctor Estanislas que la operó de las amígdalas, nada ha cambiado; hasta juraría que esas sirvientas que barren los jardines y las fachadas la van a saludar: «Hola, Uranita. Cómo estás, muchacha. Cuánto has crecido, niña. Adónde tan apurada, Santa Madre de Dios».
La casa tampoco ha cambiado tanto, aunque el gris de sus paredes lo recordaba intenso y es ahora desvaído, con lamparones, descascarado. El jardín se ha transformado en matorral de yerbas, hojas muertas y grama seca. Nadie lo habrá regado ni podado hace años. Ahí está el mango. ¿Era ése el flamboyán? Debió de serlo, cuando tenía hojas y flores; ahora, es un tronco de brazos pelados y raquíticos.
Se recuesta en la puerta de hierro calado que da al jardín. El caminito de losetas con yerbas en las junturas está enmohecido y, en la terraza y el porche, hay una silla vencida, con una pata rota. Han desaparecido los muebles de cretona amarilla. También, la lamparita de la esquina, con cristales esmerilados, que iluminaba la terraza, en torno a la cual se aglomeraban las mariposas de día y zumbaban insectos de noche. El balconcito de su dormitorio ya no tiene la trinitaria malva que lo cubría: es un voladizo de cemento, con manchas herrumbrosas.
Al fondo de la terraza, se abre una puerta con largo gemido. Una figura femenina, enfundada en un uniforme blanco, la mira con curiosidad:
—¿Busca a alguien?
Urania no puede hablar; está tan agitada, emocionada, asustada. Permanece muda, mirando a la desconocida.
—¿Qué se le ofrece? —pregunta la mujer.
—Yo soy Urania —dice, al fin—. La hija de Agustín Cabral.
II
Despertó, paralizado por una sensación de catástrofe. Inmóvil, pestañeaba en la oscuridad, prisionero en una telaraña, a punto de ser devorado por un bicho peludo lleno de ojos. Por fin pudo estirar la mano hacia el velador donde guardaba el revólver y la metralleta con el cargador puesto. Pero, en vez del arma, empuñó el reloj despertador: las cuatro menos diez. Respiró. Ahora sí, se había despertado del todo. ¿Pesadillas, de nuevo? Tenía unos minutos todavía, pues, maniático de la puntualidad, no saltaba de la cama antes de las cuatro. Ni un minuto antes ni uno después.
«A la disciplina debo todo lo que soy», se le ocurrió. Y la disciplina, norte de su vida, se la debía a los marines. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de Macorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis decidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin dificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña o sobrevivir en el monte bebiendo la propia orina y masticando tallos, yerbas, saltamontes. El sargento Gittleman le puso la más alta calificación: «Irás lejos, Trujillo». Había ido, sí, gracias a esa disciplina despiadada, de héroes y místicos, que le enseñaron los marines. Pensó con gratitud en el sargento Simon Gittleman. Un gringo leal y desinteresado, en ese país de pijoteros, vampiros y pendejos. ¿Había tenido Estados Unidos un amigo más sincero que él, los últimos treinta y un años? ¿Qué gobierno lo había apoyado más en la ONU? ¿Cuál fue el primero en declarar la guerra a Alemania y al Japón? ¿Quién untó con más dólares a representantes, senadores, gobernadores, alcaldes, abogados y periodistas de Estados Unidos? El pago: las sanciones económicas de la OEA, para dar gusto al negrito de Rómulo Betancourt y seguir mamando petróleo venezolano. Si Johnny Abbes hubiera hecho mejor las cosas y la bomba le hubiera arrancado la cabeza al maricón de Rómulo, no habría sanciones y los gringos pendejos no joderían con la soberanía, la democracia y los derechos humanos. Pero, entonces, él no hubiera descubierto que, en ese país de doscientos millones de pendejos, tenía un amigo como Simon Gittleman. Capaz de iniciar una campaña personal en defensa de la República Dominicana, desde Phoenix, Arizona, donde vivía dedicado a los negocios desde que se jubiló de los marines. ¡Sin pedir un centavo! Había varones así todavía, entre los marines. ¡Sin pedir ni cobrar! Qué lección para esas sanguijuelas del Senado y la Cámara de Representantes a las que él cebaba ya tantos años, que siempre querían más cheques, más concesiones, más decretos, más exoneraciones fiscales, y que, ahora, cuando los necesitaba, se hacían los desentendidos.
Miró el reloj: cuatro minutos todavía. ¡Gringo magnífico, Simon Gittleman! Un verdadero marine. Abandonó sus negocios en Arizona, indignado por la ofensiva contra Trujillo de la Casa Blanca, Venezuela y la OEA, y bombardeó la prensa norteamericana con cartas, recordando que la República Dominicana fue durante toda la Era de Trujillo un baluarte del anticomunismo, el mejor aliado de Estados Unidos en el hemisferio occidental. No contento con eso, fundó —¡de su propio bolsillo, coño!— comités de apoyo, hizo publicaciones, organizó conferencias. Y, para dar un ejemplo, se vino a Ciudad Trujillo con su familia y alquiló una casa en el Malecón. Este mediodía Simon y Dorothy comerían con él en Palacio, y el ex marine recibiría la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, la más alta condecoración dominicana. ¡Un verdadero marine, sí señor!
Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, se puso las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. Los huesos le dolían y sentía resentidos los músculos de las piernas y la espalda, como hacía unos días, en la Casa de Caoba, la maldita noche de la muchachita desabrida. El disgusto le hizo rechinar los dientes. Caminaba hacia la silla, donde Sinforoso había dispuesto su traje de sudar y sus zapatillas de ejercicios, cuando una sospecha lo contuvo. Ansioso, observó las sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancura del hilo. Se le había salido, otra vez. La indignación borró el desagradable recuerdo de la Casa de Caoba. ¡Coño! ¡Coño! Éste no era un enemigo que pudiera derrotar como a esos cientos, miles, que había enfrentado y vencido, a lo largo de los años, comprándolos, intimidándolos o matándolos. Vivía dentro de él, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba destruyendo precisamente cuando necesitaba más fuerza y salud que nunca. La muchachita esqueleto le trajo mala suerte.
Encontró inmaculadamente lavados y planchados el suspensor, el short, la camiseta, las zapatillas. Se vistió, haciendo gran esfuerzo. Nunca había necesitado muchas horas de sueño; desde joven, en San Cristóbal, o cuando era jefe de guardas campestres en el ingenio Boca Chica, cuatro o cinco le bastaban, aun si había bebido y tirado hasta el amanecer. Su capacidad de recuperación física, con un mínimo de reposo, contribuyó a su aureola de ser superior. Aquello se terminó. Despertaba cansado y no conseguía dormir ni cuatro horas; dos o tres a lo más, y sobresaltado por pesadillas.
La noche anterior estuvo desvelado, a oscuras. Por las ventanas veía las copas de algunos árboles y un pedazo de cielo tachonado de estrellas. En la noche clara llegaba hasta él, a ratos, el parloteo de esas viejas trasnochadoras, declamando poesías de Juan de Dios Peza, de Amado Nervo, de Rubén Darío (lo que le hizo sospechar que se hallaba entre ellas la Inmundicia Viviente, que sabía de memoria a Darío), los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda y las décimas picantes de Juan Antonio Alix. Y, por supuesto, los versos de doña María, escritora y moralista dominicana. Se echó a reír, mientras trepaba a la bicicleta estacionaria y comenzaba a pedalear. Su mujer había acabado por tomárselo en serio, y, de cuando en cuando, organizaba en el salón de patinar de la Estancia Radhamés veladas literarias donde traía declamadoras a recitar versos pendejos. El senador Henry Chirinos, que se las daba de poeta, solía participar en aquellos encierros, gracias a los cuales cebaba su cirrosis por cuenta del erario. Para congraciarse con María Martínez esas viejas pendejas, como el propio Chirinos, se habían aprendido páginas de las Meditaciones morales o parlamentos de la obrita de teatro Falsa amistad, las recitaban y las pericas aplaudían. Y, su mujer —pues esa vieja gorda y pendeja, la Prestante Dama, era su mujer, después de todo— se había tomado en serio lo de escritora y moralista. Por qué no. ¿No lo decían los periódicos, las radios, la televisión? ¿No era libro de lectura obligatoria en las escuelas, esas Meditaciones morales, prologadas por el mexicano José Vasconcelos, que se reimprimían cada dos meses? ¿No había sido Falsa amistad el más grande éxito teatral de los treinta y un años de la Era de Trujillo? ¿No la habían puesto por las nubes los críticos, los periodistas, los profesores universitarios, los curas, los intelectuales? ¿No le dedicaron un seminario en el Instituto Trujilloniano? ¿No habían elogiado sus conceptos los ensotanados, los obispos, esos cuervos traidores, esos judas, que después de vivir de sus bolsillos, ahora también, igual que los yanquis, se pusieron a hablar de derechos humanos? La Prestante Dama era escritora y moralista. No gracias a ella, sino a él, como todo lo que ocurría en este país hacía tres décadas. Trujillo podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones. Se lo recordó a María en la última pelea: «Olvidas que esas pendejadas no las escribiste tú, que no sabes escribir tu nombre sin faltas gramaticales, sino el gallego traidor de José Almoina, pagado por mí. ¿No sabes lo que dice la gente? Que las iniciales de Falsa amistad, F y A, quieren decir: Fue Almoina». Tuvo otro acceso de risa, franca, alegre. Se le había eclipsado la amargura. María se echó a llorar, «¡Cómo me humillas!», y lo amenazó con quejarse a Mamá Julia. Como si su pobre madre con sus noventa y seis años estuviera para enredos de familia. Igual que sus hermanos, su mujer recurría siempre a la Excelsa Matrona como paño de lágrimas. Para hacer las paces, hubo que untarle la mano una vez más. Pues era verdad lo que decían los dominicanos en voz baja: la escritora y moralista era una pijotera, un alma llena de roña. Lo fue desde que eran amantes. Todavía jovencita, se le ocurrió lo de la lavandería para los uniformes de la Policía Nacional Dominicana, con lo que hizo sus primeros pesos. El pedaleo le calentó el cuerpo. Se sentía en forma. Quince minutos: suficiente. Otros quince de remo, antes de empezar la batalla del día.
El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios. Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo, musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo, como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada. Pero, le envenenó esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de puta consiguió metérsela en la cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación que pasaría? No tenía huevos para eso. Ella se lo habría contado y, él, reído a carcajadas. Correría ya por las bocas chismosas, en los cafetines de El Conde. Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con regularidad. Ya sudaba. ¡Si lo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: «Trujillo nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio de terciopelo y guantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor». No sudaba si no quería. Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo para que lo hiciera. Esta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de los caballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo los árboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. «Ni los brazos de una hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán.»
Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después de secarse la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía a oscuras. Los árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eran unas manchas oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómo era el verso de Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista? «Y tiritan azules los astros a lo lejos.» Esas viejas tiritaban soñando con que algún poeta les rascara la comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, ese Frankenstein. Otra vez lo atacó una risita abierta, algo que rara vez le ocurría en estos tiempos.
Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. En La Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunos años, los boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán, propietario de La Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro, adelantó el noticiero. Las demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchaba radio mientras se rasuraba, bañaba y vestía, y se esmeraban.
La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde, anunciando una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección del profesor Gatón y el cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molina viuda Trujillo a la Madre más Prolífica. La ganadora, doña Alejandrina Francisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la medalla con la efigie de la Excelsa Matrona, declaró: «Mis veintiún hijos darán la vida por el Benefactor, si se la pide». «No te creo, pendeja.»
Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacía desde que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabía siquiera si su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día de las Madres («Manantial de caritativos sentimientos y madre del perínclito varón que nos gobierna», dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esa noche a las ocho bocas de la familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única religión que practicaba a conciencia.
Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, para cumplimentarla por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérrita esa caravana de colegios, asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo con su débil vocecita las flores y cumplidos), comenzaron los ataques a los obispos Reilly y Panal, «que no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna» («Bonito», pensó), «y se inmiscuyen en nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal». Johnny Abbes quería entrar al Colegio Santo Domingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. «¿Qué puede pasar, Jefe? Los gringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya tiempo? Por Galíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a Betancourt y mil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico, Washington, New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los ensotanados se asusten dejarán de conspirar.» No. Aún no había llegado el momento de tomar cuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal. Llegaría, pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por ahora, aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de 1960 —¡año y medio ya!—, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leída en todas las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia Católica contra el régimen. ¡Los maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él, condecorado en el Vaticano, por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio. En La Voz Dominicana, Paíno Pichardo recordaba, en un discurso pronunciado la víspera en su condición de secretario de Estado del Interior y Cultos, que el Estado llevaba gastados sesenta millones de pesos en esa Iglesia cuyos «obispos y sacerdotes hacen ahora tanto daño a la grey católica dominicana». Cambió el dial. En Radio Caribe leían una carta de protesta de centenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran Manifiesto Nacional «contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly, traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permanecer en su diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, a esconderse en Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración». Cuando oyó que el Ministerio de Educación había privado de oficialidad al Colegio Santo Domingo, por «colusión de esas monjas foráneas con las intrigas terroristas de los purpurados de San Juan de la Maguana y de La Vega contra el Estado», volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para oír anunciar al locutor otra victoria del equipo dominicano de polo, en París, donde, «en el hermoso campo de Bagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro, obtuvo la Copa Aperture, deslumbrando a la entendida concurrencia». Ramfis y Radhamés, los más aplaudidos jugadores. Una mentira, para engatusar a los dominicanos. Y a él. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada vez que pensaba en sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando polo en París y tirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de su existencia!
Se enjuagaba la cara. Su sangre se volvía vinagre cuando pensaba en sus hijos. Dios mío, no era él quien había fallado. Su raza era sana, un padrillo reproductor de gran alzada. Ahí estaban, para probarlo, los hijos que su leche procreó en otros vientres, el de Lina Lovatón sin ir más lejos, robustos, enérgicos, que merecían mil veces ocupar el lugar de ese par de zánganos, de esas nulidades con nombres de personajes de ópera. ¿Por qué consintió que la Prestante Dama pusiera a sus hijos los nombres de Aída, esa ópera que en mala hora vio en New York? Les trajeron mala suerte; habían hecho de ellos unos payasos de opereta, en vez de hombres de pelo en pecho. Bohemios, haraganes sin carácter ni ambición, buenos sólo para la parranda. Salieron a sus hermanos, no a él. Eran tan inútiles como Negro, Petán, Pipí, Aníbal, esa caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos. Ninguno había sacado ni un millonésimo de su energía, voluntad, visión. ¿Qué pasaría con este país cuando él muriera? Seguro que Ramfis ni siquiera era tan bueno en la cama como decía la fama que los adulones le echaron encima. ¡Se tiró a Kim Novak! ¡Se tiró a Zsa Zsa Gabor! ¡Pasó por las armas a Debra Paget y a medio Hollywood! Vaya mérito. Regalándoles Mercedes Benz, Cadillacs y abrigos de visón hasta el loco Valeriano se tiraba a Miss Universo y a Elizabeth Taylor. Pobre Ramfis. Él sospechaba que ni siquiera le gustaban tanto las mujeres. Le gustaba la apariencia, que dijeran es el mejor montador de este país, mejor todavía que Porfirio Rubirosa, el dominicano famoso en el mundo por el tamaño de su verga y sus proezas de cabrón internacional. ¿También jugaba polo con sus hijos, allá en Bagatelle, el Gran Estuprador? La simpatía que sentía por Porfirio desde que formó parte de su cuerpo de ayudantes militares, sentimiento que se mantuvo a pesar del fracaso del matrimonio con su hija mayor, Flor de Oro, le mejoró el humor. Porfirio tenía ambición y se había tirado grandes hembras, desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Barbara Hutton, sin regalarles un ramo de flores, más bien exprimiéndolas, haciéndose rico a costa de ellas.
Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensa satisfacción de cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Su matrimonio con Barbara Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle un millón de dólares al contado y otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamés fueran al menos como Porfirio! Ese güevo viviente chorreaba ambición. Y, como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre andaban deslizándole chismes, aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera diplomática pues sus escándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué mejor propaganda para la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba casado con Flor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que sedujo a su hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, los husmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivo y tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigas de los tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis, pobre Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecía junto a él.
Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas y consignas del «malvado inteligente», como llamaba a Johnny Abbes cuando estaba de buen humor.
Despotricaba contra «la rata de Miraflores», «la escoria venezolana», y el locutor, poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmaba que, además de hambrear al pueblo venezolano, el Presidente Rómulo Betancourt había traído la sal a Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otro avión de la Línea Aeropostal Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos? El mariconazo ese no se saldría con la suya. Consiguió que la OEA le impusiera las sanciones, pero ganaba el que reía último. Ni la rata del Palacio de Miraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto Rico, ni el pistolero costarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se lo advirtió, al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: «Cuídese de los curas, Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez». A él no lo iban a tumbar. Jodían, eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro meses exactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas, novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra él rebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de la inminente caída de Trujillo, ahora que «la Iglesia le viró la espalda».
Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había doblado la víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana. ¿A qué dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿A tirarse monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba, Angelita estudió en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también. Cómo lo habían adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez Johnny Abbes tenía razón y era hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos, las protestas de las radios y la televisión, de las instituciones, del Congreso, no los escarmentaban, golpear. ¡El pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allí para proteger a los obispos extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en el obispado de La Vega, sacó de los pelos al gringo Reilly y al español Panal, y los linchó. Vengó la afrenta a la patria. Se enviarían pésames y excusas al Vaticano, al Santo Padre Juan Pendejo —Balaguer era un maestro escribiéndolas— y se castigaría ejemplarmente a un puñado de culpables, elegidos entre criminales comunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran los cadáveres de los obispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento. Nada de dar un pretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y Figueres y ordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela, como un marine.
Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejar de vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, río de lava trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. La otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al borde del síncope. Se fue calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país.
Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con las ligas, para que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabia cuando no había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido a las ratas, sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos de que no se había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver del pérfido gallego José Almoina? ¿Y el del vasco Jesús de Galíndez, otra sierpe que picaba la mano en que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que, por ser escritor famoso, podía dar informes a The New York Times contra el gobierno que le pagaba borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las tres hermanitas Mirabal, que jugaban a comunistas y heroínas, no estaban ahí, testimoniando que cuando él soltaba la rabia no había represa que la atajase? Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde, podían dar fe al respecto.
Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Toda una institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón, entre los arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en las puertas de las elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su número de locos para que la gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había visto muchas veces a Valeriano y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos. Cuando Valeriano se creía Cristo, arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandía su palo de escoba, rugía órdenes y cargaba contra el enemigo. Un calié de Johnny Abbes informó que el loco Valeriano se había puesto a ridiculizar al Jefe, llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar, desde un auto con vidrios oscuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de cerveza, se pavoneaba, luciendo sus medallas con aire de payaso, ante un corro de gente asustada, dudando entre reírse o escapar. «Aplaudan a Chapita, pendejos», gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, la incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándolo, urgiéndolo a castigar al atrevido. Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que, después de todo, los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar a Valeriano, había que echar mano a los graciosos que habían aleccionado a la pareja, ordenó a Johnny Abbes, en un amanecer oscuro como éste: «Los locos son locos. Suéltalos». Al jefe del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó la cara: «Tarde, Excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, como usted mandó».
Se puso de pie, ya calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Él no se había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos a los tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdadera delectación, recordando una novela que leyó de joven, la única que tenía siempre presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la que nunca olvidó la imagen del refinado y riquísimo Petronio, Árbitro de la elegancia, resucitando cada mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos, esencias, perfumes y caricias de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecho lo que el Árbitro: toda la mañana en manos de masajistas, pedicuristas, manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de los ejercicios para despertar los músculos y activar el corazón. Se hacía un masaje corto al mediodía, después del almuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando podía distraer dos o tres horas a las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los tiempos para relajarse con las sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con estos diez minutos echándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de New York Manuel Alfonso —pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación—, y la suave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matin, y el agua de colonia, también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que se friccionó el pecho. Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara con prolijidad, hasta disimular bajo una delicadísima nube blanquecina aquella morenez de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya propia.
Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Lo comprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. Era una de sus supersticiones; si no entraba a su despacho a las cinco en punto, algo malo ocurriría en el día.
Se acercó a la ventana. Seguía oscuro, como si fuera media noche. Pero divisó menos estrellas que una hora antes. Lucían acobardadas. Estaba por asomar el día y pronto se correrían. Cogió un bastón y fue hacia la puerta. Apenas la abrió, oyó los tacos de los dos ayudantes militares:
—Buenos días, Excelencia.
—Buenos días, Excelencia.
Les contestó con una inclinación de cabeza. De un vistazo, supo que estaban correctamente uniformados. No admitía la dejadez, el desorden, en ningún oficial o raso de las Fuerzas Armadas, pero, entre los ayudantes, el cuerpo encargado de su custodia, un botón caído, una mancha o arruga en el pantalón o guerrera, un quepis mal encajado, eran faltas gravísimas, que se castigaban con varios días de rigor y, a veces, expulsión y retorno a los batallones regulares.
Una ligera brisa mecía los árboles de la Estancia Radhamés mientras los cruzaba, escuchando el susurro de las hojas, y, en el establo, de nuevo el relincho de un caballo. Johnny Abbes, informe sobre la marcha de la campaña, visita a la Base Aérea de San Isidro, informe de Chirinos, almuerzo con el marine, tres o cuatro audiencias, despacho con el secretario de Estado del Interior y Cultos, despacho con Balaguer, despacho con Cucho Álvarez Pina, el presidente del Partido Dominicano, y paseo por el Malecón, después de saludar a Mamá Julia. ¿Iría a dormir a San Cristóbal, a quitarse el mal sabor de la otra noche?
Entró a su despacho, en Palacio Nacional, cuando su reloj marcaba las cinco. En su mesa de trabajo estaba el desayuno —jugo de frutas, tostadas con mantequilla, café recién colado—, con dos tazas. Y, poniéndose de pie, la silueta blandengue del director del Servicio de Inteligencia, el coronel Johnny Abbes García:
—Buenos días, Excelencia.
III
—No va a venir —exclamó, de pronto, Salvador—. Otra noche perdida, verán.
—Vendrá —repuso al instante Amadito, con impaciencia—. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Los ayudantes militares recibieron orden de tenerle listo el Chevrolet azul. ¿Por qué no me creen? Vendrá.
Salvador y Amadito ocupaban la parte posterior del automóvil aparcado frente al Malecón y habían tenido el mismo intercambio un par de veces, en la media hora que llevaban allí. Antonio Imbert, al volante, y Antonio de la Maza a su lado, el codo en la ventanilla, tampoco hicieron comentario alguno esta vez. Los cuatro miraban ansiosos los ralos vehículos de Ciudad Trujillo que pasaban frente a ellos, perforando la oscuridad con sus faros amarillos, rumbo a San Cristóbal. Ninguno era el Chevrolet azul celeste, modelo 1957, con cortinillas en las ventanas, que esperaban.
Se hallaban a unos centenares de metros de la Feria Ganadera, donde había varios restaurantes —el Pony, el más popular, estaría lleno de gente comiendo carne asada— y un par de bares con música, pero el viento soplaba hacia el oriente y no les llegaba ruido de allí, aunque divisaban las luces, entre troncos y copas de palmeras, a lo lejos. En cambio, el estruendo de las olas rompiendo contra el farallón y el chasquido de la resaca eran tan fuertes que debían alzar mucho la voz para oírse entre ellos. El automóvil, las puertas cerradas y las luces sin encender, estaba listo para partir.
—¿Recuerdan cuando se puso de moda venir a este Malecón a tomar el fresco, sin estar pendientes de los caliés? —Antonio Imbert sacó la cabeza por la ventana para aspirar a plenos pulmones la brisa nocturna—. Aquí comenzamos a hablar en serio de esta vaina.
Ninguno de sus amigos le respondió de inmediato, como si consultaran su memoria o no hubieran prestado atención a lo que decía.
—Sí, aquí, en el Malecón, hace unos seis meses —dijo Estrella Sadhalá, después de un rato.
—Fue antes —murmuró Antonio de la Maza, sin volverse—. Cuando mataron a las Mirabal, en noviembre, comentamos el crimen aquí. De eso estoy seguro. Y ya llevábamos tiempo viniendo al Malecón, en las noches.
—Parecía un sueño —divagó Imbert—. Difícil, lejanísimo. Como cuando, de muchacho, uno fantasea que será un héroe, un explorador, un actor de cine. Todavía no me lo creo que vaya a ser esta noche, coño.
—Si es que viene —rezongó Salvador.
—Te apuesto lo que quieras, Turco —repitió Amadito, con firmeza.
—Lo que me hace dudar es que hoy es martes —gruñó Antonio de la Maza—. Siempre va a San Cristóbal los miércoles, tú que estás en el cuerpo de ayudantes lo sabes mejor que nadie, Amadito. ¿Por qué cambió de día?
—No sé por qué —insistió el teniente—. Pero, irá. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Ha ordenado el Chevrolet azul. Irá.
—Tendrá un buen culo esperándolo en la Casa de Caoba —dijo Antonio Imbert—. Uno nuevecito, sin abrir.
—Si no te importa, hablemos de otra cosa —lo cortó Salvador.
—Siempre me olvido que delante de un beato como tú no se puede hablar de culos —se disculpó el del volante—. Digamos que tiene un plancito en San Cristóbal. ¿Puedo decirlo así, Turco? ¿O también ofende tus oídos apostólicos?
Pero nadie tenía ganas de bromear. Ni el propio Imbert; hablaba para llenar de algún modo la espera.
—Atención —exclamó De la Maza, adelantando la cabeza.
—Es un camión —replicó Salvador, con una simple ojeada a los faros amarillentos que se aproximaban—. No soy beato ni fanático, Antonio. Un practicante de mi fe, nada más. Y, desde la Carta Pastoral de los obispos del 31 de enero del año pasado, orgulloso de ser católico.
En efecto, era un camión. Pasó rugiendo y contoneando una alta carga de cajones sujetados con sogas; su rugido se fue apagando, hasta desaparecer.
—¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? —lo provocó Imbert. Lo hacía con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran los amigos más íntimos de todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, a veces tan pesadas que quienes las presenciaban se creían que terminarían a trompadas. Pero no habían reñido nunca, su fraternidad era irrompible. Esta noche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de humor:
—Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, sí. ¿Has oído la palabra tiranicidio? En casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás de Aquino. ¿Quieres saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14 de Junio y comprendí que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui a consultárselo a nuestro director espiritual, el padre Fortín. Un sacerdote canadiense, de Santiago. Él me consiguió una audiencia con monseñor Lino Zanini, el nuncio de Su Santidad. «¿Sería pecado para un creyente matar a Trujillo, monseñor?» Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir sus palabras, con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma Teológica. Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes.
Antonio de la Maza se había vuelto a mirarlo:
—¿Le consultaste esto a tu director espiritual?
Tenía la voz descompuesta. El teniente Amado García Guerrero temió que fuera a estallar en uno de esos arrebatos a los que De la Maza era propenso desde que Trujillo hizo asesinar a su hermano Octavio, años atrás. Un arrebato como el que estuvo a punto de romper la amistad que lo unía a Salvador Estrella Sadhalá. Éste lo tranquilizó:
—Hace mucho tiempo, Antonio. Cuando comencé a ayudar a los del 14 de Junio. ¿Me crees tan pendejo de confiar a un pobre cura una cosa así?
—Explícame por qué puedes decir pendejo y no culo, coño ni tirar, Turco —se burló Imbert, tratando una vez más de aflojar la tensión—. ¿No ofenden a Dios todas las malas palabras?
—A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos —se resignó el Turco a seguirle la cuerda—. Los pendejos que preguntan pendejadas tal vez no lo ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo.
—¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el alma sacramentada? —siguió azuzándolo Imbert.
—Comulgo todos los días, hace diez años —asintió Salvador—. No sé si tengo el alma como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso.
«La tienes», pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido en sus treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casado con Urania Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde que era cadete en la Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronel José León Estévez (Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasar sus días de salida en la casa de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vuelto importantísimo en su vida; le confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas, y pedía su consejo antes de cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaron la fiesta para celebrar la graduación de Amadito como espada de honor —¡el primero en una promoción de treinta y cinco oficiales!—, a la que asistieron sus once tías abuelas maternas, y, años más tarde, también, lo que el joven teniente creyó sería la mejor noticia que recibiría jamás: la admisión de su solicitud para ingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas Armadas: los ayudantes militares, encargados de la custodia personal del Generalísimo.
Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatro ventanillas abiertas. Imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecían callados. A Imbert y De la Maza los había conocido en la casa de la Mahatma Gandhi, y la casualidad hizo que fuera testigo de la pelea entre el Turco y Antonio, tan violenta que él ya esperaba tiros, y, meses después, de la reconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo propósito: matar al Chivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959, cuando Urania y Salvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas botellas de ron, que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del martes 30 de mayo de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi 21, Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, con aire grave.
—Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que te tenemos todos en esta casa.
Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo.
—¿A qué viene eso, Salvador?
—A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tener problemas.
—¿Qué clase de problemas?
La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarma asomó en sus ojos.
—Estoy colaborando con los muchachos del 14 de Junio. Si lo descubren, sería gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo. ¡Figúrate!
El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino, ayudando a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego de la invasión castrista del 14 de Junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, que costó tantas vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador y su mujer se cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapado expresiones contra el gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían que Amadito, aunque no le interesaba la política, profesaba, como cualquier oficial del Ejército, una lealtad perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, que desde hacía tres décadas presidía los destinos de la República y las vidas y muertes de los dominicanos.
—Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya me olvidé de lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Ésta es mi casa.
Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba una sensación gratificante de la vida.
—Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.
Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuando se enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca —su preferida entre las once hermanas de su madre—, Salvador y Urania. ¡Luisita Gil! Vez que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y lo sublevaba la cólera. Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se lo prendió con su encendedor. La linda morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil. Luego de unas maniobras, había ido con dos compañeros a dar un paseo en un barquito a vela, en La Romana. En el embarcadero, dos muchachas compraban pescado fresco. Les buscaron conversación y fueron con ellas a escuchar la retreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio. Sólo Amadito pudo ir, pues tenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel. Se enamoró como un loco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes, que bailaba el merengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la segunda salida, a un cine y a una boîte, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de su vida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estas cosas a muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo de verdad. Luisa lo llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó a almorzar donde la tía Meca, en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los Estrella Sadhalá: quedaron encantados con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, lo animaron: era un encanto de mujer. Amadito la pidió formalmente a sus padres. De acuerdo con el reglamento, solicitó autorización para casarse al comando de los ayudantes militares.
Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a sus ve