Historias de la Argentina deseada

Tomás Abraham

Fragmento

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PRÓLOGO

A

Llegamos al fin del siglo, y del milenio. Esta doble característica empapelará de imágenes y palabras los medios de difusión. Un desfile de generalidades nos espera. Los filósofos serán invitados a expresar sus serias inquietudes morales; los especialistas en ciencias sociales serán consultados y cada periodista y comunicador buscará su oráculo predilecto. Los públicos degustarán del fin de la historia, de la muerte de las ideologías, de la ausencia de utopías y de otros ronquidos crepusculares. Entre diagnósticos y augurios llegará el fin del milenio con un nuevo fracaso de Nostradamus.

Pero quiero referirme aquí a nuestro fin de siglo, y más precisamente al fin del último medio siglo. Cuando digo nuestro hablo de medio siglo argentino.

Estamos acostumbrados, como lo está nuestro entusiasta público de conferencias, a escuchar reflexiones de embajadores intelectuales que nos hablan de los sesenta, los setenta, los ochenta, de la posmo, de la age, y así nos enteramos de los grandes iconos de cada década. Por ejemplo, nos enteramos de la enorme riqueza en arte y modas de los ochenta y de la apatía de los noventa, o, si se prefiere, lo mismo pero distribuido al revés. O, para no pecar de omisión, de la rutina que dice que los sesenta fueron brillantes y los setenta “de la fuerte movida”, los ochenta la década del cansancio de Occidente, y así en más.

A estas generalidades mundiales propongo reemplazarlas por otras generalidades, esta vez nacionales. No creo que tengan menos valores que las otras; sí creo que ofrecen un marco caliente de lo que vivió mi generación. Una historia que comienza con nuestros recuerdos invisibles prendidos más a relatos que a imágenes, y que llega a lo que no deja de tejerse hoy a pesar de ciertos disimulos.

Esta historia a la que me refiero tiene medio siglo de Peronismo, Revolución Libertadora, Revolución Argentina, Proceso de Reorganización Nacional, y esto que llamamos transición a la democracia. Me he invitado a meditar sobre este lapso de nuestra historia, la que ya hicimos, la que regalaremos al año 2000. Una línea quebrada puede llegar a recorrer estos pedazos de historia. No a juntar sino a recorrer. La idea de una continuidad cultural de los argentinos a través de sus avatares políticos propone, entre otras, la noción de microfascismo argentino. Pero no es para asustarse, no es cuestión de inaugurar una nueva caza de brujas negras, sólo se trata de interrogar a la Argentina deseada. ¿O acaso podemos decir que Perón no fue amado; que la Libertadora no llenó plazas con un público feliz; que Onganía no asumió el mando con el amplísimo beneplácito de la comunidad; que las acciones guerrilleras del 70 no recibieron la aprobación de grandes sectores de las clases acomodadas (ver encuestas nacionales del I.P.S.A. sobre los atentados terroristas de 1971 con su 70% de consenso sobre la legitimidad de la violencia); que el retorno del Líder no haya sido aclamado; que Videla no fue coronado con el suspiro de alivio de millones de argentinos; que Galtieri no encontró un eco multitudinario durante sus sangrientas maniobras para perpetuarse en el poder; que Alfonsín no fue votado por la mayoría de los argentinos y que el Menemismo no deja de gobernar con repetido consenso?

Historias de la Argentina deseada. Todas estas gestas inconclusas o fracasadas siempre sembraron algo; nos hemos confeccionado a la medida de aquellos deseos, de esos recuerdos, de su memoria. ¿Cuál es el país que las clases dirigentes —que nosotros apoyamos— quisieron hacer? ¿Qué Argentina quisieron construir? ¿Qué modo de vida desearon hacer experimentar? ¿Qué hemos cosechado, cuál es la materia prima con la que fabricamos nuestra sensibilidad social? No pensemos ahora en términos de violación de derechos sino en los ideales de nuestro pasado inmediato. El microfascismo es el nombre dado a un haz de actitudes que componen un estilo de vida, y que tiene momentos singulares de manifestación. Por eso, en el capítulo Operación ternura relatamos la conferencia de Massera sobre el amor, o en Introducción a la vida fascista recordamos la caza de hippies. Si queremos escuchar esta misma canción hoy, nos basta percibir la estrategia del actual gobierno sobre el sida, el macabro divertimento judicial, policial y gubernamental llamado el “flagelo de las sectas”, los exabruptos presidenciales sobre la pena de muerte, las amenazas que todos escuchamos durante las manifestaciones de los estudiantes secundarios, los crímenes jamás descubiertos, la retórica del gobernador de la provincia de Buenos Aires en su repetida invocación a la eterna unidad de la familia, el coro de ángeles que lo acompaña en su cruzada de responsabilizar a los padres de la conducta de los hijos; podemos escuchar esta canción en la sacrosanta apelación a la Doctrina Social de la Iglesia y el aliento que se da a los justicieros que anuncian la venganza purificadora frente a la corrupción de la clase política. La pureza y la eternidad del ser nacional y la ideología familiarista son la base metafísica del terrorismo de Estado.

Estoy hablando de una metafísica argentina, la que se expresa con la fuerza de un lenguaje denso y, a veces, brillante, en todas las variantes del antiliberalismo de nuestros doctrinarios. Son argumentos y principios elaborados durante décadas. Hoy se dice que la democracia es un bien, pero no hace falta rasgar demasiado la memoria activa de nuestra comunidad para encontrar palabras distintas, no menos razonadas. No es precisamente en la prosa de un Mallea, o de un Martínez Estrada, o de un Murena, o de otros grandes o pequeños escritores en los que aparece esta metafísica. No deja de ser interesante rastrearla en ideólogos más cercanos al poder, en Martínez Zuviría, Bruno Genta, en los discípulos de Ousset, en el coronel Guevara, en José Manuel Saravia, en el jesuita Julio Meinvielle, Roberto Roth, Mariano N. Castex, en Mariano Grondona, en todos aquellos que fueron maestros, consejeros y asesores de grupos efectivos de poder.

Los demócratas son púdicos, califican antes de pensar, no toman muy en serio la metafísica ni el microfascismo, se empalagan con la palabra “autoritarismo”.

Propongo pensar en los regímenes políticos desde otra perspectiva, no aquella que los encuadra en una voluntad hegemónica, sino la que los piensa como instigadores y ejecutores de una cruzada moral. Aquello que configura lo que los cruzados nombran como la Unidad de Destino en el Universo que marca a nuestro país. La vía regia de la argentinidad. Creo que la voluntad de supresión ética es un aspecto nuclear de la personalidad de base de la sociedad argentina. Repito el concepto de supresión ética para distinguirlo del de descalificación política, porque no se trata de las formas de la intolerancia, palabra demasiado muelle para entender lo que provoca un hereje en el defensor del Ser. Tampoco se trata de fundamentalismo, porque funciona como adjetivo y

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