La pasión de los nómades

María Rosa Lojo

Fragmento

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I

Genealogía de Rosaura dos Carballos

Han caído ya los poderes antiguos: el poder de los dioses y el de los elfos, el de los magos y el de las hadas, el de los duendes y los secretos moradores de bosques. Ha caído la gloria de los animales arrogantes: los magníficos señores de selvas y de montañas, los resbaladizos peces lunares de río y mar, y es una evidencia que también el reino del hombre, víctima y tirano del mundo, está por fenecer.

Nosotros, sin embargo, sobrevivimos. Hemos sido prudentes. No nos han inquietado la fama ni la figuración social en el jet-set, pero al tiempo hemos sabido realizar excelentes inversiones financieras. Mi tío se las arregló siempre para tener casa propia (más que casa, mansiones o castillos, diría yo) y buenas rentas en oro o en papeles de colores varios —según conviniese— que le han permitido llevar un aceptable tren de vida. Como lo asentó su paje en el indiscreto libro del cronista Cunqueiro[2], después de las azarosas aventuras que todo el mundo conoció o escuchó por rumores y versiones apócrifas (quizá, en definitiva, las más cercanas a la verdad), Merlín se trasladó de Bretaña y del país de Gales a las tierras verdes de Galicia, tan verdes y tan lluviosas como las de Irlanda, y allí moró durante muchísimos años sin que ningún intruso se enterase de nada, salvo aquellos a quienes realmente importaba su presencia y que pertenecían a la misma esfera dichosa y mágica de su vivir.

Pero el paje infidente —que adornó, desvaneció o enredó bastante los verdaderos sucedidos— y el curioso Cunqueiro en cuya pluma inquieta floreció aún más la embrollada fantasía, transformaron en leyenda la práctica existencia de mi práctico tío, convertido en propietario rural con rigurosas dotes administrativas, sin que por eso perdiese siquiera un ápice de su anterior aristocracia feérica. En fin: que las cosas no pasaron del todo según las cuenta el seductor libro de Cunqueiro y del paje chismoso.

En realidad Merlín se vio obligado a deshacerse de la soledosa y neblinosa propiedad (que ambas características tenía), porque de todas partes empezaron a llegar los turistas —como hace siglos marchaban los peregrinos a Santiago— para ver la residencia del más famoso de los hechiceros. Y eso que ni siquiera la décima parte de los que se amontonaban ante las puertas había leído de primera fuente la novelada crónica cunqueiresca: los más lo sabían o creían saberlo únicamente por las ponzoñosas o perfumadas alas del Rumor. El caso es que mi tío le vendió su mansión gallega a una próspera compañía hotelera, y como siempre, a un precio generoso y harto favorable para él. Quien se clavó, después de todo, fue el hotelero mismo. Atrajo gente durante dos o tres años con el sonsonete de que allí había vivido hasta el día de ayer el eficiente compañero del rey Arturo y autor intelectual de la sociedad de la Mesa Redonda, hasta que la usada y abusada publicidad pasó a ser cuento tan antañón y desvaído como la leyenda misma. Y sólo contados huéspedes —algunos raros supérstites de sutil espíritu aventurero y novelesco— se molestan todavía en adentrarse hasta el sitio del ya decaído hotel, que, dicho sea de paso, no se sitúa en el lugar estratégico más apropiado para los transportes y las compañías de turismo.

Como de costumbre, la añeja sangre escocesa que circula por las no menos añejas venas de Merlín lo guió con ciego instinto a la obtención de los mejores tratos pecuniarios con el primer enemigo del alma inventado por aburridos teólogos: el Mundo, que por la mercenaria ley del oro se mueve. No debe deducirse de esto que yo reniegue de ese viejo vino rojo (no azul ni tampoco verde, como dicen las malas lenguas) que sustenta la vida interminable de mi benemérito tío. Sería renegar de mí misma, porque tan céltica es mi sangre como la suya. Y aquí convendrá quizá que hable del notorio y peregrino misterio de mi nacimiento, que no necesitó de papeles sellados ni de bendición alguna.

Me llamo Rosaura dos Carballos. Si el nombre todavía no les dice nada, ya lo dirá en el porvenir. Además, soy harto bien conocida —aunque no sé si uniformemente respetada— en la jerarquía de los reinos feéricos, por la alta cuna de mi madre, la esclarecida y señaladísima Morgana: el hada Morgana, de la que debí heredar distinción y belleza. Mi padre —sí, mi padre— es el punto de conflicto. Y no porque no se sepa quién es. Demasiado bien se sabe. Si no se supiera siempre quedaría el recurso de cubrir el inquietante vacío de lo incógnito con un manto áureo y escogerme un origen principesco, como suelen hacer los héroes de la raza humana y muchos reyes terrenos surgidos de la más crasa vulgaridad. Pero eso sería vil, inmoral, porque no me avergüenzo de mi padre ni tengo motivo alguno para ello. Papá —digámoslo de una vez— fue un duende gallego plebeyo y sin categoría, uno de esos vagabundos —trasnos, para mis compatriotas— que gustan de andar por ahí haciendo bromas pesadas a la gente. De cuando en cuando y bajo forma humana se aparecía por las tabernas de las aldeas montañesas, borrachín y parlanchín, musicante y buscapleitos, como tantos paisanos irlandeses o galaicos. Pero era ocurrente, seductor, simpático, tanto que, no obstante su menguada estatura, su pancita antierótica y antiheroica, y un leve estrabismo congénito, se las arregló para conquistar a una dama tan encopetada como mi futura madre, y no en lecho real, sino en circunstancias mucho más picantes, pedestres y faunescas, como que me llaman dos Carballos porque —así cuentan— fui concebida jocosamente bajo uno de aquellos nobilísimos, vetustos y serios árboles que en castellano se dicen robles.

En cuanto al nombre de Rosaura, se lo debo a papá, gran lector de La vida es sueño, que quizá presentía para mí un sublime destino épico. Lo cierto es que, entre bromas y veras, mi madre vino a darse cuenta de su embarazo, fruto de aquel risueño desliz bajo el amparo del roble, y el descubrimiento no dejó de incomodarla, ignoro si porque carecía de instinto maternal (o lo tenía en medida muy escasa) o porque consideraba a mi padre como un progenitor poco apropiado. Pero él, hábil y complaciente como siempre, la consoló asegurándole que el resultado de una pareja tan disímil grabaría sus hechos singulares en todas las leyendas.

Al cabo de los meses reglamentarios que ni las hadas —salvo justificadísimas razones— pueden abreviar, nací, un helado febrero, en la casa de Merlín, donde a la sazón paraba Morgana. Ni siquiera su relativo conocimiento del porvenir pudo anunciarle que su casual visita turística a Galicia —un veraneo— se alargaría hasta convertirse casi en hibernación. Era yo muy menuda (no llegaba a los tres kilos), con grandes ojos verdes y una escandalosa pelusilla rojiza, y le agradé bastante a mi madre. Pero quien verdaderamente se entusiasmó conmigo fue papá. Cabe not

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