La princesa federal

María Rosa Lojo

Fragmento

CAPÍTULO 1

Entramos en Belsize Park al filo ya de la tarde. El cochero cabeceaba, pero para mí todo era nuevo. Más que los tristes encantos de una ciudad barrida por la lluvia, más que las señoriales escalinatas, las balaustradas severas y las ventanas en arco, me incitaba lo que aún no había visto y pronto vería, en minutos más de apretados cascos sobre la piedra.

El balanceo del coche no me dejaba reconocer los caracteres profundos de tinta roja que sin embargo resplandecían en mi memoria. Guardé el cuaderno de cuero punzó en el bolsillo interior de mi gabán y cerré los ojos para leer mejor esas palabras que otras manos habían terminado de trazar muchos años atrás: ¿Qué podría yo decir que no se haya dicho sobre aquella que llamaron Princesa de las Pampas, y exquisita flor del Plata, y luz de los ojos de los honrados federales, y encanto del suelo argentino y embeleso del pueblo más fiel? ¿Sobre la virgen compadecida por la marmórea pluma del poeta unitario y caudalosamente versificada por las voces ramplonas de la adulonería? Pues todo. Todo, improbable lector de recuerdos tercos, a quien no se halla destinado este cuaderno. Acaso, cuando la bella deje de existir, te sientas obligado a colocar una flor de ceibo bajo su litografía borrosa. Bien equivocado estarás si eso haces. ¿Pondrías flores en la tumba de Cleopatra? En su ley murió, picada por un áspid, luego de haber llevado a la deshonra o al extravío a los próceres de la romana República con su inteligente cabellera y su taimada geometría de ánfora.

Busqué mi tarjeta de visita: Gabriel Victorica, Doctor en Medicina, Universidad de Buenos Aires. Mi apellido no podía serle indiferente. ¿Sería recibido? ¿Sería bien recibido? Ante la duda, ante la sospecha de una negativa, había desechado la educada tentación de anunciarme previamente con una esquela.

El carruaje se detuvo ante una casa burguesa de Londres —Bel size Park Gardens, 50— donde nada era punzó, ni siquiera rosado, y que no hubiera podido distinguirse de cualquier otra de la misma cuadra. Esa puerta marcaba acaso el término de una larga ansiedad que nació cuando descubrí, entre papeles descartados por mi padre, el cuadernito de tapas violentas. Pedí al cochero que me esperara, pero casi inmediatamente una criada de cofia abrió la puerta de servicio, según dijo, por orden de su Mistress, eximiendo al hombre de la obligada demora bajo la lluvia.

Fiel a su fama —pensé—, la señora seguía manteniendo para con servidores y mandaderos una deferencia magnánima. Otra criada, no menos impecable, abrió la puerta principal. Estiré como pude las involuntarias arrugas de mi traje, mientras me descargaban del sobretodo y se llevaban mi tarjeta sobre una bandejita de plata. También la “amabilidad proverbial” de la que oyera hablar a mis padres se conservaba intacta: fui introducido enseguida en el mediano salón, donde se sentaba a contraluz una sombra amplia y generosa de seda oscura que me habló con voz precisa.

—Usted me dispensará, doctor Victorica, por no adelantarme a recibirlo. Pero he tenido la mala suerte de resbalar en la escalera hace unos días, y mi tobillo derecho no se ha repuesto del golpe. Acérquese usted, hijo mío, si me permite el tratamiento. No se ha de llevar tantos años con mis propios muchachos.

Obedecí de inmediato, para sorprenderme y sorprenderla. La silueta ecuestre de la princesa federal se había hundido en la de una anciana de considerables dimensiones, regular papada y —como suele suceder en esos casos— pocas arrugas. Los ojos pequeños y claros —más chicos aún en la cara llena— me miraban fijamente, hasta que empezaron a dilatarse con el asombro.

—¡Por Dios! Al leer su tarjeta, pensé que debía ser el nieto de don Bernardo. Y por cierto que no podría usted negarlo aunque se lo propusiera. Nunca pensé que se parecería tanto a su abuelo. Por un instante creí verlo de nuevo, como cuando entraba en Palermo para recibir las órdenes del día. Claro que le falta a usted algo —sonrió con un destello ácido—: la divisa, y el traje de buen federal. Otras modas hay en estos tiempos... Pero siéntese, por favor, que ésta es su casa.

Pude observar a mis anchas el salón, muy bien puesto, pero con el decoro sencillo característico, según mi madre, en las habitaciones de los Rosas, que no amaban el lujo. Por cierto que los colores sí eran distintos de lo que debieron ser allá en la época de su reinado: hasta me pareció ver, en una vitrina, algunos platos de una increíble porcelana azul. Sobre la repisa de la chimenea, don Juan Manuel, en su uniforme de Brigadier General, me miraba también desde su cara perfecta y dura, con ojos transparentes.

Una regular biblioteca hablaba de aficiones letradas que sus detractores no hubieran atribuido, por cierto, a los descendientes del Restaurador. Me llamó la atención advertir, junto a Calderón y Cervantes, a Racine y Chateaubriand, a Shakespeare y Lord Chesterfield, algunas obras argentinas, no sólo las de los escritores de la familia (Lucio y Eduardita Mansilla, Mercedes Rosas) sino otras muy recientes como La gran aldea, de López, o La Bolsa, escrita por uno de los Miró, que la había firmado con seudónimo.

Doña Manuela tenía el cutis encendido y fresco, como si acabara de lavarse la cara. En su regazo se demoraban, al descuido, un abanico cerrado y un pañuelito del que trascendía —al igual que de toda su persona— una persistente aureola de jazmín.

—¿Qué lo ha traído por estas tierras lejanas, doctor Victorica? ¿Vive aún su padre don Benjamín, verdad? ¡Qué amigos eran con mi primo Lucio! ¿Y su señora madre? ¿Y usted? —añadió mirándome las manos—, no me diga que se ha quedado soltero, o me veré obligada a presentarle una pléyade de inglesitas casaderas muy amigas mías, rubias hasta desvanecerse y de inmejorables costumbres.

Me reí con ganas.

—Ya es tarde, doña Manuelita. He dado hace tiempo el mal paso, y tengo tres hijos como resultado. Pero me quito los anillos porque me molestan algo para mis prácticas de cirugía y a veces olvido ponérmelos otra vez.

—Pues espero que ese olvido no se deba a otras causas, jovencito. Y dispénseme que me dirija así a todo un doctor, pero mi edad sobradamente me autoriza a hacerlo.

Por la chispa en el fondo de los ojos comprendí que estaba lejos de considerarse tan vieja y venerable.

—Será sólo porque usted lo dice, doña Manuela. Por lo que aparenta, jamás la autorizaría que me faltase así al debido respeto.

Nos reímos. Comenzaba a entender por qué las seducciones de la Niña habían llenado las conversaciones de mi familia y tantas páginas de crónicas sociales.

La señora agitó la campanilla.

Gladys, a cup of tea for Doctor Victorica, please.

Las miradas y los comentarios se trasladaron pronto a la repisa del hogar. Al lado de su padre estaban las fotos de marido, hijos y nietos, y un mínimo escarpín blanco. Los hijos —sus “ingleses” como los llamaba doña Manuela— relucían en magníficos marc

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