Cuentos

Liliana Heker
Liliana Heker

Fragmento

Prólogo

Escribí mi primer cuento sólo por amor propio. Un viernes a la noche, un desconocido de los que caían a las reuniones de El grillo de papel en el Café de los Angelitos leyó de prepo un texto mío y, sin que yo le hubiese pedido opinión, me dijo: “Sí, está bien, pero no es un cuento: en los cuentos la gente fuma, tiene tos, usa sombrero”. Quedé fulminada: la adolescencia me venía otorgando un aura de protección en las reuniones del Grillo y, además, yo nunca había pretendido que ese texto fuera un cuento. Supe que mi único método para no quedar maltrecha era demostrarme a mí misma que, si quería, podía escribir un cuento, de lo que se desprendería que el hombre había hablado de puro comedido. Fue así que al día siguiente, sin más recurso que mi determinación, me senté ante una Royal prestada por el novio de mi hermana y, apenas inquieta por lo que vendría después, anoté “A veces me da una risa”. Aún ignoraba que no hay tos ni sombrero que valgan si se desconoce la cualidad de ciertos sucesos de hablar por sí mismos, y que el secreto reside menos en encontrar esos sucesos que en dar con el modo de volverlos elocuentes. También ignoraba que la ficción no es una continuidad en el camino de la escritura: es un salto, y que por aquel desconocido del Café de los Angelitos —después supe que le decían El Gorrión y que estaba un poco loco; no sé siquiera si vive pero igual le doy las gracias— yo estaba dando ese salto que, en buena medida, marcó mi vida. Recuerdo el placer de estar hablando por primera vez desde una voz que no era la mía y el vértigo de teclear como suponía que teclean los escritores. También recuerdo el desconcierto cuando, de golpe, me detuve y pensé: ¿Y ahora cómo sigo? Leí la última frase que había escrito y ahí ocurrió algo en lo que hoy puedo vislumbrar cierto futuro literario: me di cuenta de que ése, y ningún otro, era el final. Nunca volví a toparme de ese modo con un final; suelo buscarlos —o saberlos— antes de sentarme a escribir. Tampoco volví a escribir otra ficción con ese grado de inocencia, o de ignorancia. Y nunca, desde entonces, dejé de convivir con el proyecto de uno o de varios cuentos.

Luego de ése, que se llamó “Los juegos”, escrito y publicado cuando yo tenía diecisiete años,1 vino un período de cuatro años en el que escribí más cuentos que en ninguna otra etapa de mi vida. Algunos no tenían salvación y fueron descartados para siempre; otros esperan una reescritura o han sido rehechos años después. Once fueron corregidos hasta donde yo podía corregir en ese tiempo e integraron mi primer libro, Los que vieron la zarza, publicado en julio de 1966.

En la versión de Los que vieron la zarza que se publica en este volumen omití uno de los cuentos, “Dios”, porque no me convence. De alguna manera, hablo de ese Dios en La crueldad de la vida y es probable que vuelva sobre Él. De los otros cuentos del libro, sólo “Retrato de un genio” permanece sin ninguna modificación. “Ahora” fue reescrito en 1972 para un volumen que publicó el Centro Editor; sólo conservó intactos el conflicto del protagonista, algunos de sus razonamientos y los párrafos finales. Los demás cuentos tuvieron sólo enmiendas menores. No es fácil corregir textos compuestos tanto tiempo atrás sin traicionar a la que entonces los escribió. Sospecho que hoy encararía de otro modo “Trayectoria de un ángel” y “Casi un melodrama”, pero tal vez serían otros cuentos. A “Los juegos” le restituí el título con que fue publicado en El grillo de papel. En el libro original figura como “Los panes dorados”: por ese tiempo yo había empezado algo que —sospechaba— iba a ser una novela y se llamaría Los juegos. Muchos años después la novela se llamó Zona de clivaje; no hay motivo, entonces, para no volver al primer nombre del cuento, menos azaroso que el que lo reemplazó; fuera de esta restitución, no le cambié nada, no porque me conforme su escritura: porque no sé cómo entrar en ella sin desbaratarla. “Las monedas e Irene”, el último en ser escrito de los cuentos de mi primer libro, es un desprendimiento prematuro de esa novela que estaba empezando.

Algo de Los que vieron la zarza que cambié para este volumen es el orden de los cuentos. Ahora me molestaba, sobre todo, que estuviera separado en partes, cosa que me parecía extraordinaria cuando publiqué el libro por primera vez. Respecto del cuento que le da título, como ya lo expliqué una vez2, lo escribí a los veinte años y, en mi historia personal, significó un mojón o variación cuántica: mientras lo estaba escribiendo, tenía el pálpito de que me había metido en una empresa por encima de mis posibilidades. Y tuve un sueño: en el sueño yo debía boxear con Raúl Parini, un excelente actor de esa época que me doblaba en tamaño. Estábamos en el Luna Park, a punto de subir al ring; yo usaba unos pantaloncitos negros de satén, muy ortodoxos, y una púdica musculosa. Mis amigos de El Escarabajo de Oro —Abelardo Castillo, Vicente Battista, Raúl Escari— me instruían acerca de la mejor manera de aplicar un cross de derecha o un uppercut. Yo pensaba: “Me alientan, quieren que gane, pero ¿a ninguno de estos hijos de puta se le cruzará por la cabeza que Parini me va a matar?”. En el sueño yo sabía que, por amor propio, lo mismo iba a subir al ring e iba a pelear. A ese sueño le debo el apellido del protagonista del cuento y también, tal vez, la manifestación de algo que sería (o ya estaba siendo) recurrente en mi narrativa.

Mi segundo libro, Un resplandor que se apagó en el mundo, publicado en noviembre de 1977, no iba a llamarse así y debió estar constituido por única nouvelle: Don Juan de la Casa Blanca. Empecé a escribir esa nouvelle en noviembre de 1975 y su escritura atravesó el golpe militar, prosiguió en medio del horror y, junto con El Ornitorrinco3, constituyó para mí el mejor modo de aferrarme a la vida, o a lo que hasta entonces había sido mi vida: dentro de las paredes de mi pieza, buscando con una pasión que no había conocido hasta ese momento las palabras exactas para contar el mundo opresivo de mis dos personajes, yo era libre. En noviembre del 76 le llevé a Enrique Pezzoni, en Sudamericana, la versión casi definitiva. Lo leyó y me dijo que publicaría el libro, sólo que, por un criterio editorial, tenía que agregarle algunos cuentos; según ese criterio, la gente no gastaba dinero en libros cortos. Yo no quería saber nada con eso; Mi Don Juan había sido concebido para estar solo; no podía colgarle unos textos porque sí. Fue Castillo quien vio cierta conexión entre Don Juan... y “Georgina Requeni o la elegida” y me sugirió que escribiera otro cuento vinculándolos. Yo había terminado “Georgina Requeni...” unos años atrás, después de un trabajo arduo y accidentado; lo entendía como uno de los cuentos que mejor representaban mi mundo narrativo. Pero conexión con Don Juan de la Casa Blanca no le veía por ningún lado. Sin muchas ganas, empecé a inventar una trama que relacionara los dos textos; la trama era posible pero yo no sentía la más mínima necesidad de trabajar en ella. Así andaba, casi resignada a que Don Juan... no se publicase,

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