Contenido
EL CUARTO ROLLO
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EL QUINTO ROLLO
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EL SEXTO ROLLO
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EL CUARTO ROLLO
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Volví a nacer en medio de unos terribles tormentos en el pequeño y maloliente camarote del barco que se balanceaba surcando los mares. Permanecía débil y mareada en la cama, que brincaba sin permitirme descansar ni de noche ni de día. Pero no me importaba; era imposible que alguien pudiera sentirse más desdichado de lo que yo me sentía, cualquiera que fuera el lugar donde estuviera o cualesquiera que fueran las cosas que me rodeaban. Pensaba que hubiera podido permanecer tendida eternamente en aquel miserable lecho, encerrada en una oscura tumba. Estaba muerta, tan muerta como César.
No comía. No despertaba... o a lo mejor es que no dormía. Y no pensaba. Por encima de todo, no pensaba. Pero los sueños... Oh, cuántos sueños se arremolinaban a mi alrededor. Veía constantemente a César, lo veía primero vivo y fuerte, después lo veía envuelto en llamas en el catafalco. Gritaba y murmuraba, y Carmiana se acercaba a mí, cogía mis manos y trataba de consolarme. Yo apartaba el rostro, volvía a cerrar los ojos y me sentía arrastrada de nuevo por los demonios de mis sueños.
No me había derrumbado en Roma. Había conseguido superar aquellos días que ahora me parecían una pesadilla mucho mayor que las verdaderas pesadillas que me atormentaban. Pero apenas los recordaba. Después del funeral, todo me parecía borroso. Me fui sin más. Me fui en cuanto pude, pero sin huir corriendo desde el Foro hasta el barco que me esperaba. Sólo cuando estuve sana y salva a bordo y vi cómo se alejaba la costa de la península Itálica a lo lejos, me fui al camarote, me tendí en la cama y me morí.
Carmiana permanecía sentada a mi lado, soportando aquel terrible camarote día tras día, leyéndome y tratando de despertar mi interés por cualquier cosa que no tuviera que ver con el absorbente mundo de mis sueños. Ella y los cocineros procuraban prepararme platos apetitosos dentro de lo que cabía... estofado de pescado fresco recién pescado, lentejas y guisantes hervidos, pastelillos de miel. Pero todo me parecía repugnante y me producía náuseas. Sacaba la cabeza fuera de la cama y vomitaba, aunque no hubiera probado los platos.
—Te vas a consumir —me decía Carmiana en tono de reproche, tomándome una muñeca y rodeándomela con su mano—. ¿Esto es realmente un brazo? Sé que Tolomeo VIII y otros antepasados tuyos eran obesos pero ¿es necesario que tú hagas penitencia de esta manera y que te conviertas en un esqueleto? —Apelaba a mi orgullo—. ¿Y si César pudiera verte ahora?
Pero todo era inútil. A veces sentía la presencia de César, me parecía que me observaba y sabía que él —que sufría la debilidad del mal caduco— hubiera comprendido mi estado de ánimo y se hubiera mostrado tolerante conmigo. Otras veces me parecía que se había desvanecido por completo y que me había dejado mucho más desnuda y abandonada en el universo que si jamás me hubiera estrechado contra su pecho. No me importaba cuál fuera mi aspecto. Él había muerto y jamás me volvería a contemplar.
Los días iban pasando, y como yo no estaba muerta sino viva, y como la vida —si eso es la vida— al final no tiene más remedio que moverse, poco a poco me sentí renacer y salí de la ingrávida y eterna oscuridad que me tenía presa.
La luz era demasiado fuerte en la cubierta y me escocían los ojos. Los vientos me azotaban demasiado la piel, y los azules del mar y del cielo eran excesivamente brillantes y dolorosos. Tenía que protegerme los ojos y entornarlos para poder soportar la contemplación del horizonte, donde ambos azules se juntaban. No se podía ver nada más, no había tierra ni nubes.
—¿Dónde estamos? —le pregunté a Carmiana el primer día en que me apoyé en ella para salir a la cubierta.
Mi voz sonaba débil y trémula.
—En el mar, a medio camino de casa.
—Ah.
Durante la travesía de ida había seguido con impaciencia nuestro rumbo, ansiando que los vientos hincharan las velas y nos condujeran a nuestro destino a la mayor brevedad posible. Ahora no tenía ni idea del tiempo que llevábamos en el mar ni de cuándo llegaríamos, pero tampoco me importaba.
—Llevamos casi treinta días lejos de Roma —me dijo Carmiana, tratando de despertar en mí alguna chispa de interés y de noción del tiempo.
Treinta días. Eso significaba que César llevaba muerto casi cuarenta y cinco. Ése era el único significado de las fechas para mí: ¿Había ocurrido antes o después de la muerte de César?
—Ya estamos a principios de mayo —me dijo dulcemente Carmiana, tratando de orientarme.
Mayo. El año anterior, por aquellas fechas, César aún estaba lejos de Roma. Había combatido la que iba a ser su última batalla, la de Munda en Hispania... Y casi exactamente un año después había caído víctima de los puñales de los asesinos. El año anterior, por aquellas fechas, yo le estaba esperando en Roma.
Pero él había tardado mucho tiempo en regresar a Roma. Antes se había ido a su finca de Lavico para redactar su testamento, el testamento en el que nombraba heredero suyo a Octavio y no mencionaba para nada a Cesarión.
Al recordarlo sentí una punzada de emoción, como la punta de un helecho que rompe la tierra tras el sueño invernal. Era pálida y endeble, pero estaba viva y ya empezaba a desenroscarse.
Era una mezcla de dolor, pesar y furia. Le hubiera costado tan poco nombrar hijo suyo a Cesarión... aunque no le hubiera legado nada, y aunque les hubiera recordado a sus albaceas que, según el derecho romano, el niño no podía heredar nada. Lo que su hijo necesitaba era el nombre de César, el reconocimiento paterno, no sus bienes. Ahora sus enemigos podrían afirmar por siempre jamás que Cesarión no era su hijo, pues el dictador no lo había mencionado en su testamento. Los testigos que le habían visto en Roma cogerlo en brazos y reconocerlo como hijo suyo se olvidarían de todo, se harían viejos y morirían, en tanto que el documento histórico del testamento seguiría existiendo.
«Oh, César —exclamé para mis adentros—, ¿por qué nos dejaste antes de abandonarnos?»
Recordé la alegría que sentí cuando regresó sin que yo supiera lo que había estado haciendo en Lavico. Se había mostrado muy sensato y racional la vez que me explicó todas las razones por las que no podía reconocer oficialmente a Cesarión, pero una sola palabra en el testamento... ¡unas cuantas palabras no le hubieran costado nada, y en cambio a nosotros su ausencia nos costaría muy cara!
Débil y temblorosa, regresé al camarote. Por aquel día, ya bastaba de luz diurna.
Mi mente se fue animando y empezó a sentirse inquieta mucho antes que mi cuerpo. No quería verse obligada a regresar al mundo de los sueños, al mundo de las pesadillas, y necesitaba alimentarse con cosas más sustanciosas: me preguntaba qué habría ocurrido en Roma desde que yo me había ido, me preguntaba qué noticias se habrían recibido en Alejandría. A lo mejor ni siquiera se habían enterado de lo que había sucedido en los Idus de marzo.
Cuando yo embarqué, los mensajeros se encontraban todavía de camino por tierra para comunicarle la noticia a Octavio. Nadie sabía lo que éste iba a hacer, aunque en realidad, ¿qué podía hacer? Era todavía un estudiante en Apolonia y los cargos de César no eran hereditarios. Los abogados se encargarían de la herencia. Su regreso a Roma hubiera sido absurdo. Allí no había ningún lugar para él. Era demasiado joven para ocupar un puesto en el Senado y carecía de dotes militares, por lo que no se podría poner al frente de las tropas. Pobre Octavio, pensé. Su futuro político era muy negro.
Pero por lo menos sería rico. César le había dejado una fortuna. Hay destinos mucho peores que el de ser un acaudalado ciudadano particular. Pero yo sabía que el muchacho quería a César y lloraría su muerte.
¿Y Antonio? ¿Qué había ocurrido con Antonio? Estaba tratando de ocupar el lugar de César y de asumir el mando del Estado, consolidarlo y desalojar a los asesinos del elevado lugar que ocupaban para poder vengarse de ellos. Pero ¿qué había ocurrido en realidad?
«¿Y eso a ti qué te importa? —me dije—. En Roma ya no tienes nada que hacer. Todo aquello murió para ti al morir César. Si Cesarión hubiera sido mencionado en el testamento, todavía formaríamos parte de aquel mundo. Pero no lo fue, y no formamos parte de él. Se acabó el Senado, se acabó Cicerón y se acabó el Foro, Antonio y Octavio. Todo ha terminado para siempre.»
Experimenté una inmensa sensación de alivio al pensarlo. No quería volver a poner los pies nunca más en la ciudad que había traicionado y asesinado a César, a pesar de lo mucho que él la amaba.
Aquella noche, mientras me preparaba para acostarme en aquella cama ya tan familiar, lancé un suspiro cuando Carmiana me cubrió con la colcha y abrió la ventanita para que entrara un poco el aire.
—Estoy cansada de esta enfermedad que ni siquiera sé lo que es —dije.
Me seguía ofreciendo exquisitos platos de comida para tentar mi apetito, aunque yo los rechazaba día tras día con gran dolor de mi corazón. Estaba muy delgada y el espejo me mostraba un rostro de pómulos más pronunciados que nunca, y una piel extrañamente rosada y translúcida.
—¿Que no sabes lo que es? —me replicó—. Creo que las dos sabemos muy bien lo que es, señora.
Me la quedé mirando. ¿Qué quería decir? ¿Acaso era algo que los demás veían y yo ignoraba? ¿Lepra tal vez? ¿Una ofuscación de las facultades que estaba clara para todo el mundo menos para la víctima?
—¿Quieres decir que sufro una determinada enfermedad? —pregunté, tratando de que no me temblara la voz.
El simple hecho de pensar que pudiera padecer una grave enfermedad me hizo comprender lo mucho que en el fondo ansiaba vivir.
—Sí, una enfermedad muy corriente. ¡Vamos, no finjas más! No tiene gracia, y no comprendo por qué razón lo has mantenido en secreto tanto tiempo, obligándome a cuidar de ti y a prepararte platos especiales. Te aseguro que ha sido agotador.
—No sé a qué te refieres.
—¡Ya basta, te lo ruego! ¿Por qué finges no saberlo?
—¿Qué?
—¡No juegues más conmigo! ¡Sabes muy bien que estás embarazada!
Me la quedé mirando en silencio. Eran las palabras que menos esperaba escuchar de sus labios.
—¿Por qué lo dices?
—¡Porque está muy claro! Tienes todos los síntomas... Y recuerda que yo puedo verte la cara y tú no. Tienes la misma cara que la primera vez.
Estallé en una amarga carcajada. ¡Qué ironía y qué crueldad! Los dioses se estaban burlando de mí, se estaban burlando de César y de mí. ¿Sería posible? De repente lo comprendí todo. Incliné la cabeza y me puse a llorar.
Carmiana se arrodilló a mi lado y me acarició la cabeza.
—Lo siento, no quería ser tan dura. No se me había pasado por la cabeza que tú no lo hubieras pensado, pero tu mente ha sufrido un sobresalto tan grande que te has desorientado y has perdido la noción del tiempo. ¡Perdóname!
Unos sollozos se escaparon de mi garganta. ¿Cómo era posible que una nueva vida hubiera surgido de tanta muerte? Me parecía obsceno y antinatural.
Si por lo menos hubiera ocurrido mientras estábamos en Roma, qué distinto habría sido todo. Toda Roma habría comprendido que el hijo era suyo. Ahora ni siquiera él lo podría saber.
La embarcación surcaba los mares dejando a su paso una gran estela blanca. Las grandes velas nos conducían hacia el este, tirando del mástil como si estuvieran impacientes por llegar. La nave, libre de las fuerza de las aguas que besaban las costas de la península Itálica, parecía haber aumentado su capacidad de flotación, como si la inflexible mano de Roma dejara sentir su influencia sobre las aguas que la rodeaban, reteniendo e inmovilizando todo lo que nadaba o navegaba por ellas.
Me pareció que mi espíritu se elevaba como unas burbujas que surgieran de las oscuras profundidades marinas. La superficie de las cosas... eso era lo que yo buscaba, lo que yo necesitaba ahora. Quería estar con personas sinceras y naturales, comer platos sencillos, contemplar las constelaciones del cielo que ya conocía, las viejas estrellas que eran mis amigas y que yo sabía localizar en sus lugares acostumbrados.
Tras su arrebato, Carmiana se había arrepentido y me había mimado más que nunca, aunque yo le había asegurado que no era necesario. No estaba ofendida porque sabía que lo que me había dicho era verdad. Al contrario, lamentaba haber sido un ama tan difícil durante tanto tiempo, tendida en la cama como una medusa abandonada en la playa. Traté de evitarlo a partir de aquel momento, pero tuve que hacer un enorme esfuerzo de voluntad. Aquel embarazo era muy distinto del primero. Recordé lo sana y rebosante de energía que entonces me sentía, corriendo de un lado a otro para presenciar los combates de la Guerra Alejandrina, ofreciendo espacio y refugio a los mandos militares, pasando las noches con César. En medio de todo el tumulto de la guerra, mi estado había pasado casi inadvertido.
Gracias a aquella guerra podía regresar ahora a Alejandría. Me la habían salvaguardado a un precio muy alto, y yo no podía permitir que aquel precio se hubiera pagado en vano.
De pie a mi lado en la cubierta del barco en una noche sin luna, el capitán calculó que llegaríamos al día siguiente. Las olas murmuraban a nuestro alrededor pero no las podíamos ver. Sólo las estrellas iluminaban el cielo. Y no se veía ningún Faro.
—Estamos todavía en alta mar —me dijo el capitán—, y desde lejos el Faro parece una estrella más. Creo que lo podremos vislumbrar al amanecer.
Mucho antes de que amaneciera salí a cubierta para disfrutar de mi primera visión de Alejandría, emergiendo del borroso horizonte gris. De pronto la vi como una blanca y trémula bruma, flotando por encima de la llana tierra. El Faro parecía un templo, y su fuego parpadeaba como una estrella.
¡Mi hogar! ¡Había regresado! ¡Mi ciudad me esperaba!
Un enorme gentío aguardaba en las playas del puerto oriental de palacio; el capitán había izado el estandarte real, y la gente había bajado corriendo a la playa. Tendida en mi lecho durante la larga travesía, me había imaginado tantas veces la ciudad que el verla ahora no me causó el menor sobresalto. Lo que me parecía desconocido era el pueblo, sutilmente distinto del romano, al menos como muchedumbre. ¿Sería por la ausencia de togas, por la viveza de los colores, por la variedad de tonos de piel y de idiomas?
Bajamos por las planchas entre aclamaciones y gritos de bienvenida, menos atronadores que los de la gente durante los Triunfos de César pero no menos entusiastas teniendo en cuenta que la multitud era menor. Las aclamaciones más dulces son las que la gente le dedica a uno, y yo llevaba dos años sin escucharlas.
—¡Vuelvo a Alejandría con profundo gozo! —grité, levantando los brazos al cielo para dar gracias a Isis por mi feliz regreso—. ¡Y vuelvo también a ti, pueblo mío!
La respuesta fue un emocionado rugido. En Roma casi había olvidado los gritos de mi pueblo. Los que le dedicaban a César eran distintos.
Cuando se abrieron las puertas, me pareció que el recinto del palacio me daba la bienvenida: los blancos y delicados templos y pabellones, los jardines con los grandes canales de agua bordeados de flores tan azules como los zafiros. La hierba estaba muy crecida, pero el verde de los tallos era todavía muy pálido.
¿Cómo era posible que hubiera permanecido ausente tanto tiempo? Aquello era el paraíso.
—¡Iras! ¡Mardo! ¡Olimpo!
Todos mis queridos ministros me estaban esperando en las gradas del palacio. Uno a uno descendieron, se arrodillaron ante mí y luego se levantaron.
—¡Al fin! —exclamó Mardo—. No puedes imaginarte cuánto he ansiado tu regreso.
—Lo que quiere decir es que ya está harto de soportar todas las cargas del Gobierno —dijo Olimpo con su acostumbrada mordacidad, que yo tanto apreciaba y tanto había echado de menos—. El peso le ha encorvado tanto la espalda como a cualquier estudioso del Museion.
—En tal caso tendrás que ir al Gymnasion para que te la enderecen —dije yo—. No tengo intención de librarte por entero de esta carga.
Había aprendido la lección observando a César: las tareas de gobierno eran demasiado difíciles como para que pudiera llevarlas a cabo una sola persona. A diferencia de él, yo tenía la suerte de contar con ministros de quienes me podía fiar.
—Majestad —dijo Iras con el rostro iluminado por una radiante sonrisa de felicidad—, han sido dos años muy largos.
Su ceremonioso comportamiento contrastaba fuertemente con la actitud de Carmiana. Pensé que Carmiana siempre estaría más cerca de mí por el hecho de haberme acompañado a Roma. Había compartido conmigo aquel difícil período y ahora sería la única persona que compartiría también los recuerdos.
Detrás de ellos vi un rostro hermoso y moreno. ¡Epafrodito! Me sorprendió verle allí, como si la sede de sus principales actividades fuera aquel lugar y no un almacén de los muelles.
—Bienvenida a casa, Majestad —dijo, adelantándose.
—Me complace mucho verte —contesté.
Y era cierto. ¿En qué momento habría comprendido que los asuntos de palacio no eran una tarea humillante para él?
Lo conocido se esfumó en el interior del palacio, y fue como si lo estuviera viendo todo por primera vez. Los múltiples y pequeños cambios que se introducen en el transcurso de la existencia cotidiana hicieron que todo me resultara extraño. ¿Siempre estaba tan oscuro aquel pasillo? ¿Siempre había antorchas en aquel lugar?
¿Sería aquélla la sensación que experimentaría un muerto si regresara a su casa poco después de morir? Recorriendo aquellos pasillos, me sentía como un fantasma.
«La casa de César, la cámara que había sido mía y nuestra, ¿le habría parecido distinta y desconocida? La mesa no está, la pared oeste se ha vuelto a pintar, el mosaico se ha trasladado de sitio... Cleopatra se ha ido...»
«Basta —me dije—. Basta, basta. No pienses más en aquella estancia.»
Me pasé el resto de la jornada volviendo a familiarizarme con mi propio palacio, contemplando las vistas que se divisaban desde las ventanas superiores que daban al fulgurante puerto, acariciando con las manos las incrustaciones de mármol de las paredes y encerrada en mi gabinete de trabajo en cuyos estantes se amontonaban las cajas de latón en las que se guardaba la correspondencia antigua, las copias de los decretos, los inventarios de los muebles y los resúmenes de las listas de los tributos y censos. Aunque los archivos generales se conservaban en otro lugar, en aquella estancia se guardaba una síntesis de todos los asuntos del Reino.
Mis ministros me habían mantenido lo mejor informada posible de todos los asuntos de Egipto, pero las largas demoras en las comunicaciones me obligarían a pasarme varios días estudiando los resúmenes y poniéndome al día. Me alegré de que las cosechas hubieran sido buenas y de que no hubiera ocurrido ninguna catástrofe en mi ausencia.
A lo mejor, mientras estaba con él, se me había contagiado una parte de la suerte de César.
Había convocado una reunión al anochecer, confiando en que podría resistir hasta aquella hora. Aquel día, que para mí había empezado al rayar el alba para ver aparecer Alejandría en el horizonte, sería extremadamente largo. Un baño y un cambio de ropa me ayudaron a sentirme mejor. Me alegré de volver a usar mi gran bañera de mármol. Mientras flotaba en el agua perfumada, contemplé la del puerto. La bañera estaba colocada detrás de una mampara de marfil, entre el dormitorio y el jardín de la azotea. A pesar de hallarse justo a la orilla del mar, en el palacio se usaba agua de lluvia tanto para los baños como para lavar. Primero se calentaba la bañera y después se enfriaba ligeramente y se le añadían perfumados aceites. Vi el suave brillo del aceite sobre la superficie del agua, formando unos pequeños escarceos iridescentes que actuaron de bálsamo tranquilizante para mis sentidos. Me parecía absurdo que aquellas comodidades y aquellos inocentes lujos pudieran existir codo con codo con un mundo de violencia y muerte y que pese a ello tuvieran la capacidad de complacernos. En el fondo somos unas criaturas conmovedoramente simples.
Me había puesto unas prendas que había dejado en el palacio y de las que apenas me acordaba, razón por la cual ahora me parecían nuevas. Lucía unos pendientes y un collar de oro de estilo griego, aunque conservaba el colgante de plata que César me había regalado. Tendría que volver a hacerme amiga de todos mis restantes collares pues a partir de ahora el colgante les haría compañía.
Nos reunimos en la sala que se utilizaba para las comidas privadas, lo cual me permitiría recostarme sobre unos almohadones. Me recliné antes de que llegaran los demás, cubriéndome los pies con la orla de la túnica. No se serviría comida porque no quería que nadie se fijara en si comía o no comía.
El primero en entrar en la sala fue Mardo, con su cada vez más corpulenta figura envuelta en una túnica con orla dorada. Me saludó sonriendo.
—¡Una reunión el primer día! —dijo, haciéndome una reverencia—. Traigo todos los documentos...
—No tengo intención de examinar los documentos esta noche —le aseguré—. Son cosas demasiado concretas. Simplemente quería hablar contigo sobre lo que ha ocurrido tanto en Roma como en Egipto desde nuestra última comunicación.
Epafrodito apareció en la puerta tan espléndidamente vestido como yo esperaba. Estaba tan apuesto con sus ropajes de color carmesí como con la túnica de azul intenso que ahora lucía.
Luego llegaron otros: Alieno, comandante de las cuatro legiones que protegían la ciudad (César había añadido otra últimamente); el supervisor de los cobradores de impuestos; el jefe de la aduana; el custodio del Tesoro del Estado; el sumo sacerdote de Serapis; el inspector de los canales y de los riegos y, como es natural, varios escribas.
Uno a uno me fueron saludando oficialmente con las estereotipadas frases de rigor, pero yo adiviné por sus expresiones y por el tono de sus voces que se alegraban sinceramente de mi regreso.
—Tengo la suerte de haber podido regresar sana y salva —dije—. Y también tengo la suerte de que vosotros hayáis cuidado el Reino con tanto esmero en mi ausencia, que lo hayáis protegido y os hayáis encargado de todo. —Los miré fijamente. Ya había llegado la hora de empezar con el acontecimiento cuya importancia superaba la de todos los demás—. ¿Os habéis enterado de... de lo que ha ocurrido en Roma?
—En efecto —contestó Mardo—. Todo el mundo se ha enterado. Ha caído el cedro más alto y el mundo se ha estremecido.
—Yo... yo no estaba allí —dije, procurando que no me temblara la voz—. Pero me informaron de inmediato y fui yo quien lo trasladó a su casa y lo puso en manos de... de su esposa Calpurnia. —Hice una pausa. Todos los ojos estaban clavados en mí. Sería mejor decirlo ahora todo de golpe en lugar de responder a sus preguntas—. Estuve presente en el funeral, cuando fue cremado en el catafalco. La multitud enloquecida se comportó como si quisiera elevar a César a la categoría de dios.
¿Y qué ocurrió después? Recordaba las llamas, las gritos de la muchedumbre, la oscuridad de la noche, y después nada más, hasta que me encontré a bordo del barco. Pero ellos no tenían que saberlo; hubieran dudado de mi fuerza y mi cordura.
—¿Y qué sabéis de lo que ocurrió después?
—Que Antonio, en su calidad de cónsul, ha ocupado su lugar al frente del Gobierno —contestó Mardo—. Los asesinos no gozan del favor del pueblo en Roma, y no han sabido controlar la situación. Es probable que se vayan muy pronto por su propia seguridad.
—¿Y qué se sabe de Octavio? —pregunté.
Se habría recibido alguna noticia.
—El joven César —pues así desea ser llamado a partir de ahora— abandonó inmediatamente Apolonia para entrar en posesión de su herencia —contestó Mardo—. En estos momentos ya tendría que estar en Roma.
O sea que había decidido adentrarse en aquel nido de confusión y de peligro... Me extrañó. Pensaba que primero habría esperado a ver qué ocurría.
—¿El joven César?
—Pues sí, ése es ahora su nombre, Cayo Julio César Octavio.
¡Aquel nombre, aquel nombre sólo podía pertenecer a una persona! ¡Aquello era una parodia indigna! Sin darme tiempo a hablar, el general Alieno dijo:
—Las legiones lo han aclamado como César. No todas, por supuesto, pero sí muchas de ellas. El nombre posee una magia especial y los soldados desean el regreso de su antiguo comandante. —Hizo una pausa—. Todos lo deseamos —añadió respetuosamente.
—Será mejor que Antonio llegue a un acuerdo con él —dijo Mardo—. Ambos tendrán que compartir el poder. Pero de momento no sabemos nada más.
Era una noticia inesperada. Los sobresaltos se extendían más allá de los confines de Roma.
—Tenemos que proteger nuestra seguridad —dije—. Egipto acababa de ser reconocido como Amigo y Aliado del Pueblo Romano, lo cual significa que se nos había garantizado la independencia y la seguridad. Pero ahora todo el mundo se encuentra en una situación inestable.
—Mis legiones están aquí, tal como César las dejó —dijo Alieno—. Protegerán Egipto de los depredadores.
¡Qué previsor había sido César, dejándolas estacionadas allí! Se lo agradecía con toda mi alma.
—Esperaremos juntos —dije— y cuidaremos del bienestar de Ale-jandría. Pero ¿y el resto del país? Quizá convendría reunir más tro-pas para fortalecer la línea de defensa que sigue el curso del Nilo y la que discurre de este a oeste, bordeando la costa.
—Siempre y cuando nos lo podamos permitir —dijo Mardo.
—¿Cuál es la actual situación del Tesoro del Estado? —le pregunté a su custodio.
—Se está recobrando poco a poco. Tardaremos años en recuperar las pérdidas de Rabirio y en reparar los daños de la guerra en la ciudad. Pero mientras no haya gastos extraordinarios, primero sobreviviremos, después viviremos bien, y finalmente seremos ricos —contestó—. Y no olvidemos que Egipto siempre tiene alimentos, y eso de por sí ya lo convierte en un país rico. Puede alimentarse no sólo a sí mismo sino también a otros en caso necesario.
Confiaba en que no tuviéramos que alimentar a nadie más que a nosotros mismos o a clientes que pudieran pagarnos bien.
Me volví hacia el jefe de los canales.
—¿Cómo están los canales de riego y los depósitos?
—En condiciones aceptables —contestó—. Las crecidas del Nilo de los últimos dos años han sido adecuadas, y eso nos ha permitido llevar a cabo obras de mantenimiento en los canales de riego, para que el nivel del agua no sea ni demasiado alto ni demasiado bajo. Pero últimamente ha habido algunas obstrucciones debido al cieno. Y eso se tiene que arreglar.
—Todo está relacionado: las cosechas no pueden crecer sin un riego adecuado, y sin el dinero de las cosechas no podemos drenar para mejorar el riego. ¿Y los impuestos?
—Los impuestos sobre la importación se han cobrado como de costumbre —contestó el jefe de aduanas.
—Los beneficios han aumentado —añadió Epafrodito—. De repente, parece que todo el mundo se vuelve loco por el aceite de oliva. No sé qué hace la gente con él; quizá lo está utilizando para bañarse...
—¿Y a nosotros qué más nos da mientras pague el cincuenta por ciento del impuesto de importación? —contestó el jefe de los cobradores de impuestos.
—Es verdad —dijo Mardo—. Hoy en día la gente pide el mejor. Antes se conformaban con el aceite de linaza, pero ahora o les das aceite de oliva o no quieren nada. No sé de qué nos quejamos.
—¿Acaso me quejo yo? —dijo el jefe de los impuestos—. ¡Por supuesto que no!
—Los grandes festejos de Serapis y las peregrinaciones al templo de Isis han atraído a grandes multitudes y a muchos peregrinos en las dos últimas estaciones —dijo el sumo sacerdote, tomando de pronto la palabra. Se había mantenido tan callado que yo casi había olvidado su presencia—. Puede que eso signifique algo.
—La gente está cansada de este mundo y busca algo —dijo Epafrodito—. Al parecer, la religión atrae a numerosos conversos en todas partes. Los misterios, el culto de Isis y de Mitra, todos los ritos orientales están muy extendidos.
—Pero no así el judaísmo —dijo Mardo—. Vuestras leyes y normas son demasiado severas. Es demasiado duro unirse a vosotros.
—De eso se trata precisamente —dijo Epafrodito—. No queremos ser excesivamente populares. Cuando las cosas crecen mucho y tienen demasiado éxito se convierten en algo distinto.
—¿Como los romanos? —preguntó de pronto el sumo sacerdote—. Cuando sólo poseían una ciudad, parece que eran muy nobles y comedidos. Pero míralos ahora, convertidos en los amos de casi todo el mundo conocido...
—Sí, nuestro Dios previó el peligro —dijo Epafrodito—. «Guárdate de olvidar al Señor tu Dios —añadió—, no sea que cuando hayas comido y estés harto y cuando edifiques hermosas casas y habites en ellas y veas multiplicarse tus ovejas y tus bueyes y acrecentarse tu oro y tu plata y tus bienes, tu corazón se vuelva soberbio y te olvides del Señor tu Dios y te digas: “Mi fuerza y el poder de mi mano me han dado esta riqueza.” Y así será si te olvidas del Señor tu Dios; yo doy testimonio de que aquel día perecerás.»
—No me extraña que no atraigáis a muchos conversos —dijo el sacerdote de Serapis—. Nuestro dios es mucho más realista con las debilidades humanas, e Isis mucho más compasiva, por supuesto.
—Nosotros esperamos a un Mesías que completará los designios de nuestro Dios —dijo Epafrodito.
—Todo el mundo espera un libertador... un niño de oro —expuso Mardo con indiferencia—. Una vez hice una lista de todos ellos. Hay muchísimos. Algunos dicen que la libertadora será una mujer, y que vendrá de Oriente. A mi juicio, todos sabemos que tiene que haber algo mejor. Somos lo bastante sensibles como para percibirlo, pero no lo suficiente como para hacerlo realidad. Y entonces pensamos: «Si un misterioso ser viniera a ayudarnos...» —Se encogió de hombros, haciendo oscilar la orla de su túnica—. Pero entretanto tenemos que seguir luchando.
—Creo que habéis luchado muy bien en mi ausencia —dije—. Todos sois dignos de elogio. Jamás gobernante alguno fue mejor servido por sus ministros.
Tendría que ocuparme de que recibieran una merecida recompensa.
De repente me sentí tan cansada que apenas podía mantener la cabeza erguida. Egipto estaba bien; había averiguado todo lo que necesitaba saber.
34
La fresca brisa del puerto penetró en mi estancia a la mañana siguiente, y el reflejo de la luz del sol jugueteó en las paredes. Me desperté muy despacio, como si estuviera sumergida en un lecho de agua de mar, que era precisamente lo que había estado soñando. Unos largos cordones de algas se habían enredado alrededor de mis piernas y me seguían como una cola; mi cabello se agitaba muy despacio, prendido en los arrecifes de coral. Al despertar me pasé la mano por el cabello para desprenderlo, y entonces me pregunté por qué razón no estaba enredado. Qué sueño tan extraño y realista.
Me desperecé. Me encontraba muy a gusto envuelta en las finas sábanas de lino, mucho más finas que cualquier tejido de Roma. Me sentía un poco mejor; la noche había ejercido en mí su efecto reparador.
Di orden a Carmiana e Iras de que deshicieran las arcas y los cofres y mandé llamar a Olimpo. Necesitaba verle tanto por mí misma como por Tolomeo. Tolomeo seguía con su tos y se había pasado casi toda la travesía mareado. Tanto él como yo habíamos puesto a dura prueba la paciencia de nuestros servidores durante el viaje. La víspera se la había pasado en los jardines, pero yo lo veía un poco decaído. A lo mejor estaba simplemente cansado. Eso esperaba que me dijera Olimpo.
Pero cuando Olimpo entró en mi cámara tras haberse pasado la mañana con Tolomeo, su sonrisa no resultó nada convincente.
—Querida —dijo, y entonces comprendí que me iba a dar una mala noticia.
—¿Qué ocurre? —le pregunté. No podía soportar los preámbulos—. ¿Qué le ocurre a mi hermano?
—Le he auscultado el pecho, le he hecho expectorar un poco de flema y la he examinado. También le he examinado la columna y las articulaciones y he estudiado atentamente el color de su piel. No me ha gustado lo que he visto.
—¿Qué has visto? ¡Dímelo!
—Es la corrupción del pulmón —contestó—. La tisis.
¡Era obra de Roma! Roma con su frío, sus heladas y su humedad.
—Ocurre en todas partes y no sólo en Roma —dijo Olimpo, como si hubiera leído mis pensamientos—. En Egipto hay muchos casos de corrupción del pulmón.
—Roma no le ha sido muy beneficiosa.
—Puede que no, pero ahora ya ha vuelto. Viene mucha gente a Egipto para curarse.
—¿Crees que lo podrá superar?
—No lo sé —contestó—. Si tú fueras otra gobernante y no una amiga de la infancia y si yo fuera otro tipo de cortesano, te diría: «Sí, sí, Majestad, estoy seguro de que se va a recuperar.» Pero tú eres Cleopatra y yo soy Olimpo, y con toda sinceridad te tengo que decir que tu hermano corre grave peligro.
—¡Oh! —exclamé. No podría sufrir otra pérdida. Tolomeo no—. Comprendo.
—No podemos hacer nada. Simplemente asegurarnos de que esté bien abrigado, tome mucho el sol, descanse todo lo que pueda y pase mucho tiempo al aire libre. Hay que esperar. Tal vez en otoño tengamos que enviarlo al Alto Egipto, donde la temperatura es más elevada y luce el sol.
Incliné la cabeza. Tener que volverle a enviar lejos cuando estaba tan contento de haber regresado a casa...
—Te veo distinta —me dijo finalmente Olimpo.
—¿Y eso?
—Más delgada —me contestó—. Se te ha consumido algo. Si fueras de oro, diría que te has refinado. Te favorece mucho. Ahora eres realmente hermosa. —Trató de sonreír—. Un atributo muy útil en una reina.
—Estoy embarazada —le dije.
—Ya lo había adivinado. Pero no hace falta que sea un adivino para darme cuenta de que esta vez lo estás pasando peor. Tanto en el corazón como en el cuerpo.
—No me encuentro nada bien.
—¿Y eso te extraña? ¿Por qué tendrías que encontrarte bien? La situación es terrible. César ha muerto, pero no ha muerto sin más sino que ha sido asesinado. Tu defensor y protector ha desaparecido; un hijo al que nadie reconocerá.
—Lo reconoceré yo.
—Y no podrás darle ninguna explicación a tu pueblo. Lamentablemente, Amón ha desaparecido, por lo menos en su manifestación humana.
Sus palabras eran muy duras, pero era un alivio que hubiera tenido la audacia de decírmelas.
—Lo siento —dijo—. Siento lo que le ha ocurrido a César.
—Sé que no lo apreciabas. Jamás lo apreciaste y siempre fuiste sincero a este respecto.
—Eso no tiene nada que ver con el hecho de que lamente su muerte, que no se merecía. Era un gran hombre —dijo Olimpo—. Pero yo nunca pensé que fuera digno de ti. Te consiguió con demasiada facilidad y temí que no te valorara tal como tú debes ser valorada.
—Creo que con el tiempo me valoró más.
—El tiempo se terminó para él. Y lo lamento.
—Gracias. —Hice una pausa—. Pero es que además no me encuentro físicamente bien. Temo que me ocurra algo extraño. Por favor, dime lo que piensas.
Me dio unas palmadas, me auscultó los latidos del corazón, me examinó el cuello y los tobillos, me hizo echarle el aliento, me comprimió las costillas y me giró los pies. Escuchó atentamente la descripción que yo le hice de todas las molestias, y al final, me dijo:
—No veo que te ocurra nada en particular, nada que no pueda atribuirse a la mala experiencia que has sufrido. Ven a dar un paseo por mi nuevo jardín. O, mejor dicho, tu jardín, porque lo he creado en el recinto del palacio. Pasearemos y yo te enseñaré algo de medicina.
El aire de fuera era suave y estaba perfumado con la última floración de los árboles frutales cuyas ramas cubiertas de hojas creaban una alfombra moteada de sol y sombra sobre el verde prado que había debajo. Qué distinto era todo aquello de la villa de César. Aquí los prados eran llanos, constelados de flores blancas, y parecían estar pidiendo a gritos un lienzo púrpura donde extender unos ricos manjares para poder disfrutar de una saludable comida al aire libre. «Venid a solazaros», parecía susurrar el prado bajo la brisa.
Vimos a Tolomeo arrodillado bajo la copa de uno de los árboles y lo llamamos. Giró bruscamente la cabeza y nos dijo, señalando un pulcro nido redondo colocado en la bifurcación de una rama por encima de su cabeza:
—Estoy vigilando este nido de pájaros.
—La hembra no regresará si te ve —le dijo Olimpo—. Ven con nosotros. Quiero enseñarte una cosa.
Le miré mientras hablaba. Él también había cambiado en mi ausencia. Sus facciones se habían afilado y ahora parecía más bien triste. Eso, combinado con su cáustico sentido del humor, posiblemente le aislaría de la gente. Me pregunté si tales rasgos resultarían tranquilizadores en un médico o si, por el contrario, inducían a la gente a apartarse de él. ¿Y su vida privada? Tenía casi mi edad... ¿pensaba casarse? Semejante información jamás se facilitaba en las cartas.
Tolomeo se levantó con cierto esfuerzo y se acercó corriendo a nosotros. Observé que tenía las piernas muy frágiles y que le faltaba la respiración debido a la corta carrera.
—Olimpo ha creado un jardín mientras nosotros estábamos en Roma —le dije.
Tolomeo hizo una mueca.
—¡Bah, un jardín! Eso es cosa de mujeres... o de inválidos. No, gracias.
—Éste es un jardín para asesinos y milagreros —dijo Olimpo—. Creo que te parecerá distinto de todos los demás.
Se extendía sobre un terreno llano no muy distante del templo de Isis, pero miraba al puerto y no al mar. Estaba cercado primero por un murete de piedra, y en la parte interior por un seto lleno de capullos rojos. Olimpo abrió una puerta provista de gruesos pestillos para que entráramos.
De una fuente que murmuraba en el centro irradiaban cuatro caminos que dividían pulcramente el jardín en cuatro partes.
—Mirad... en un extremo la muerte, y en el otro la vida.
Yo sólo veía cuadros de plantas, algunas en flor, unas altas y otras bajas. Le miré inquisitivamente.
—En el Museion encontré una lista de plantas venenosas —explicó Olimpo—. Algunas eran claramente imaginarias, como la que escupía llamas y devoraba a los espectadores, pero otras me llamaron la atención. ¿Qué efecto tenían? ¿Por qué mataban? Me pareció útil que alguien escribiera un tratado sobre ellas. A fin de cuentas, hay algunas que tomadas en pequeñas dosis son inofensivas e incluso beneficiosas. Y confieso que sentía curiosidad por estudiarlas, porque eran plantas equivalentes a las serpientes venenosas.
Tolomeo lo miraba con expresión de asombro.
—¡Venenosas! —dijo—. ¿Cuáles son?
—En primer lugar, todo este seto es venenoso —contestó Olimpo, señalándolo con un gesto de la mano.
—¡Pero si es precioso! —dije yo.
Y realmente lo era. Tenía unas brillantes hojas de color verde oscuro y estaba punteado de flores.
—Aun así, es muy venenoso. Se llama rosa de Jericó, y si se ponen las flores en agua la envenenan. Las ramas envenenan la carne si se utilizan para cocerla, e incluso el humo es venenoso. La miel de las flores es también venenosa, y tanto los caballos como los asnos se mueren si comen sus hojas. Lo curioso del caso es que las cabras son inmunes.
—O sea que si quisieras matar a un enemigo le podrías servir miel venenosa... —reflexionó Tolomeo.
—Sí, desde luego, aunque no sé qué cantidad sería suficiente para matarlo. A lo mejor tendría que comer mucha.
Echamos a andar por el camino de grava, bordeado por pulcros arriates de plantas.
—He dispuesto todas las venenosas a la izquierda —dijo Olimpo. Se detuvo delante de unas plantas de peludas hojas lobuladas, de aproximadamente un pie de altura. En el extremo de los tallos se veían unos capullos con los pétalos fuertemente enrollados—. ¿Sabéis lo que es eso? —nos preguntó.
—Una de esas hierbas que crecen en los prados —contesté—. A veces también la he visto en las grietas de los muros.
—Es el beleño negro —dijo Olimpo con semblante satisfecho—. Puede matar en pocos minutos, y en medio de fuertes dolores. Pero en pequeñas dosis creo que incluso podría ser medicinal. Me parece que es útil para detener los vómitos, aunque no hay manera de controlar su potenci