Prólogo El cielo nocturno
En esos momentos era un anciano a quien le gustaba correr riesgos.
A lo lejos, vio tres trombas que ocupaban el espacio entre la superficie acuática azul y lisa del borde de la corriente del Golfo y la falange gris negruzca de las nubes tormentosas del crepúsculo que avanzaban a un ritmo constante desde el oeste. Las trombas formaban estrechos conos de oscuridad que giraban con toda la fuerza de sus parientes terrestres, los tornados. Pero eran menos sutiles; no se presentaban con la terrorífica rapidez con que estallan las tormentas terrestres, sino que surgían de la inexorable acumulación de calor, viento y agua, para acabar alzándose formando un arco entre las nubes y el océano. Al anciano se le antojaban imponentes, al contemplar cómo se deslizaban pesadamente sobre las olas. Eran visibles a muchos kilómetros de distancia, y por consiguiente más fáciles de evitar, que es lo que todos los barcos que navegaban por el borde del inmenso caudal de agua que fluye hacia el norte desde las cálidas profundidades del Caribe ya habían hecho. El anciano se había quedado solo en el mar, meciéndose al ritmo lento de las olas, con el motor de su embarcación apagado, mientras que los dos señuelos que había lanzado hacía un rato flotaban inmóviles sobre la oscura superficie del agua.
Contempló las tres espirales y pensó que las trombas se hallaban a unas cinco millas, una distancia muy pequeña teniendo en cuenta los vientos de más de trescientos kilómetros por hora que las empujaban. Mientras observaba la escena, se le ocurrió que las trombas marinas habían adquirido paulatinamente velocidad, como si se hubieran hecho más ligeras y, de improviso, más ágiles. Parecían danzar al unísono mientras avanzaban hacia él, como tres hombres que rivalizaban por conquistar el favor de una joven atractiva, interceptándose uno a otro en la pista de baile. Uno se detenía y esperaba con paciencia mientras los restantes se movían en un círculo lento, para luego aproximarse, mientras el otro se retiraba a un lado. Como un minué, pensó, ejecutado por los cortesanos en una corte del Renacimiento. El anciano meneó la cabeza. No, no era exactamente así. Observó de nuevo las oscuras trombas. ¿Quizás una cuadrilla en un granero rural, al son de unos violines? Una brisa repentina y caprichosa agitó con violencia el gallardete de uno de los balancines, antes de que huyera también, como atemorizada por los furiosos vientos que avanzaban hacia ella.
El anciano inspiró una bocanada de aire cálido.
«Menos de cinco millas —se dijo—. Poco más de tres.» Las trombas marinas eran capaces de recorrer esa distancia en unos minutos. A pesar del voluminoso motor de doscientos caballos instalado en la parte posterior del bote, que propulsaría al pescador a través de las olas a treinta y cinco nudos, éste sabía que era demasiado tarde. Si las tormentas se proponían atraparlo, lo harían.
Al anciano se le antojó que su baile era en cierto modo elegante, estilizado, pero a la vez enérgico y entusiasta. Poseía un ritmo sincopado. El pescador aguzó el oído y durante unos instantes creyó detectar sonidos musicales en el viento. Las notas de sonoras trompetas, el batir de tambores y la cadencia de violines. Un rápido y decisivo riff de guitarra. Alzó la vista hacia el cielo, que comenzaba a oscurecerse, y vio gigantescos y negros nubarrones que se abrían paso hacia él a través del azulado aire de Florida. «La música de una gran orquesta de jazz —pensó de pronto—. Eso es. Jimmy Dorsey y Glenn Miller.» La música de su juventud. Una música que irrumpía con la fuerza y el trepidante y enérgico ritmo de las cornetas.
Un trueno estalló a lo lejos y la superficie del océano se iluminó con el relámpago. El viento arreció a su alrededor, inexorable, murmurando una advertencia al tiempo que agitaba con furia los cabos de los balancines y los gallardetes. El viejo pescador alzó de nuevo la vista y volvió a observar las trombas marinas. «Dos millas», se dijo.
«Vete y vivirás. Quédate y morirás.»
El anciano sonrió. «Todavía no ha llegado mi hora.»
Con rápido ademán giró la llave de contacto en la consola. El potente motor Johnson arrancó con un gruñido, como si hubiera aguardado con impaciencia a que el anciano le diera la orden, reprochándole que confiara su vida a los caprichos de un motor de gasolina. El anciano maniobró el bote, describiendo un semicírculo, dejando la tormenta a su espalda. Unas gotas cayeron sobre su camisa vaquera y notó en sus labios el sabor de la lluvia. Se trasladó rápidamente a popa y recogió los dos anzuelos. Vaciló unos instantes, contemplando las trombas marinas. En esos momentos se hallaban a una milla y presentaban un aspecto comunal, terrorífico. Lo contemplaban como si se sintieran asombradas por la temeridad de ese insignificante humano a sus pies de gigantes de la naturaleza que la insolencia del anciano había frenado, por el momento. El océano había mudado de color, el azul había dado paso a un gris denso y oscuro, como fundiéndose con el cielo de tormenta que se avecinaba.
El anciano emitió una carcajada cuando otro trueno, más cercano, estalló en el aire como un cañonazo.
—¡No me atraparás! —gritó al viento—. ¡Aún no!
Acto seguido empujó la palanca hacia delante. El bote se deslizó por las agitadas olas al tiempo que el motor emitía un sonido semejante a una risa burlona y la proa se alzaba sobre la superficie para luego posarse sobre ella, surcando el océano a gran velocidad, dirigiéndose hacia un cielo despejado. Lejos, los postreros rayos de sol de aquel largo día de verano; unas millas más allá, la costa.
Como tenía por costumbre, el pescador permaneció en el agua hasta mucho después de que el sol se hubiera puesto. La tormenta se había dirigido mar adentro, causando quizás algún problema a los grandes buques portacontenedores que navegaban arriba y abajo por el estrecho de Florida. A su alrededor, el aire se había despejado, en el vasto y oscuro firmamento parpadeaban las primeras estrellas. Aún hacía calor, incluso en el agua, el aire que le rodeaba estaba impregnado de una humedad pegajosa. Hacía horas que el anciano había dejado de pescar y se hallaba sentado en la popa, sobre una nevera portátil, sosteniendo una botella de cerveza semivacía. Aprovechó la oportunidad para recordar que no tardaría en llegar el día en que el motor se calaría o él no sería capaz de girar la llave del mismo con la suficiente rapidez y una tormenta como la de esa tarde le daría su última lección. Se encogió de hombros. Se dijo que había vivido una existencia maravillosa, plena de éxitos y momentos felices, y todo debido al más asombroso capricho del azar.
«La vida es sencilla —pensó— cuando uno ha estado a punto de morir.»
Se volvió hacia el norte. Divisó un lejano resplandor procedente de Miami, a ochenta kilómetros. Pero la inmediata oscuridad que le circundaba parecía completa, aunque de una extraña contextura líquida. La atmósfera de Florida tenía una liviandad que, sospechaba, era resultado de la humedad persistente. A veces, cuando alzaba la vista al cielo, anhelaba la apretada claridad de la noche en su estado natal de Vermont. Allí la oscuridad le producía siempre la sensación de estar tensada hasta el límite a través del cielo.
Era el momento que él aguardaba en el agua, la oportunidad de contemplar la inmensa bóveda celeste sin la irritación de la luz y el ruido de la ciudad. La poderosa estrella polar, las constelaciones, que le resultaban tan familiares como la respiración de su esposa mientras dormía. No tenía dificultad en identificar los astros y su constancia le reconfortaba: Orión y Casiopea, Aries y Diana cazadora, Hércules, el héroe, y Pegaso, el caballo alado. Las más fáciles de identificar, la Osa Mayor y la Osa Menor, cuyos nombres había aprendido de niño, hacía más de setenta años.
Inspiró una bocanada de aire caliente y húmedo y habló en voz alta, adoptando el acento del profundo Sur, que no era el suyo pero que había pertenecido a una persona que él había conocido —no durante mucho tiempo, pero a fondo.
—Muéstranos el camino a casa, Tommy —dijo.
Pronunció las palabras con tono cadencioso. Al cabo de más de cincuenta años, todavía le sonaban con la misma música campechana y risueña, al igual que antaño, a través del intercomunicador metálico del bombardero, el acento sureño que derrotaba incluso al estrépito procedente de los motores y del fuego antiaéreo.
Respondió en voz alta, como había hecho tantas veces.
—No os preocupéis, soy capaz de hallar la base con los ojos vendados.
Negó con la cabeza. «Salvo la última vez», se dijo. Entonces todos sus conocimientos y habilidad a la hora de interpretar los radiofaros, utilizar el método de estimación y señalar las estrellas con un octante no habían servido para nada. Oyó de nuevo la voz: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.»
«Lo siento —dijo a los fantasmas—. En lugar de conduciros de regreso a casa, os conduje a la muerte.»
Bebió otro trago de cerveza y apoyó el frío cristal de la botella en su frente. Con la otra mano se dispuso a sacar del bolsillo de la camisa una página que había arrancado del New York Times de esa mañana. Pero apenas sus dedos rozaron el papel, se detuvo, diciéndose que no necesitaba volver a leerlo. Recordaba los titulares: CÉLEBRE EDUCADOR MUERE A LOS 77 AÑOS; FUE UN PERSONAJE INFLUYENTE ENTRE LOS PRESIDENTES DEMÓCRATAS.
«Ahora soy la última persona que estuvo allí que sabe lo que ocurrió en realidad», se dijo.
Emitió un suspiro profundo. De pronto recordó una conversación con su nieto mayor, cuando el chico tenía once años y había acudido a él sosteniendo una fotografía. Era una de las pocas que el anciano tenía en aquel entonces de sí mismo cuando joven, no mucho mayor que su nieto. Se le vía sentado junto a un hornillo de hierro, enfrascado en la lectura. Al fondo se veía una litera de madera. De un improvisado tendedero colgaban prendas de ropa. Sobre la mesa, junto a él, había una vela apagada. Estaba muy delgado, casi cadavérico, y llevaba el pelo muy corto. Sus labios esbozaban una pequeña sonrisa, como si lo que estaba leyendo le resultara cómico.
—¿Cuándo te sacaron esta fotografía, abuelo? —le había preguntado su nieto.
—Durante la guerra, cuando era soldado.
—¿Qué hiciste?
—Iba a bordo de un bombardero. Al menos durante un tiempo. Luego fui un prisionero en espera de que terminara la guerra.
—Si fuiste soldado, ¿mataste a alguien, abuelo?
—Bueno, yo ayudaba a lanzar las bombas. Es probable que ellas hayan matado a personas.
—¿Pero no lo sabes?
—No. No lo sé con certeza.
Lo cual, desde luego, era mentira.
«¿Mataste a alguien, abuelo?», pensó el anciano.
Y en esos momentos respondió con sinceridad para sus adentros: «Sí, maté a un hombre, aunque no con una bomba lanzada desde el aire. Pero es una larga historia.»
Palpó a través del tejido de su camisa la esquela que guardaba en el bolsillo.
«Y ahora puedo contarla», pensó.
Volvió a alzar la vista al cielo y suspiró. Luego se afanó en localizar la estrecha ensenada que conducía a Whale Harbor. Conocía de memoria todas las boyas de navegación y cada faro que tachonaba la costa de Florida. Conocía las corrientes locales y las mareas, sentía cómo se deslizaba el bote y sabía si éste se desviaba aunque fuera mínimamente de su rumbo. Lo condujo a través de la oscuridad, navegando con lentitud y seguridad, con la confianza de un hombre que entra de noche en su propia casa.
1 El sueño recurrente del navegante
Acababa de despertar del sueño cuando el túnel que arrancaba debajo del barracón 109 se derrumbó. Estaba a punto de amanecer, y a partir de la medianoche había llovido, a ratos con fuerza. Era el mismo sueño de siempre, un sueño acerca de lo que le había ocurrido dos años antes, casi tan real como la realidad misma.
En el sueño, él no vio el convoy.
En el sueño, él no propuso dar la vuelta y atacar.
En el sueño, no cayeron abatidos por el fuego enemigo. Y en el sueño, nadie murió.
Raymund Thomas Hart, un joven delgaducho, de carácter apacible y aspecto poco atractivo, el tercero en su familia después de su padre y su abuelo que llevaba el nombre de ese santo con esta curiosa grafía, yacía en su estrecho camastro en la oscuridad. Sentía su cuello bañado en sudor, aunque la atmósfera nocturna conservaba los restos del frío invernal. En los breves momentos antes de que los puntales de madera instalados dos metros y medio por debajo de la superficie cedieran debido al peso de la tierra empapada por la lluvia y el aire saturado de los silbatos y gritos de los guardias, Tommy escuchó la densa respiración y los ronquidos de los hombres que ocupaban las literas a su alrededor. Aparte de él, había siete personas en la habitación. Los individualizaba por los sonidos que emitían por las noches. Uno solía hablar en sueños, impartiendo órdenes a los miembros de la tripulación, los cuales habían muerto hacía tiempo; otro gemía y a veces sollozaba. Un tercero padecía asma y pasaba la noche resollando cuando el aire estaba muy húmedo. Tommy Hart sintió un escalofrío y se cubrió hasta el cuello con la delgada manta gris.
Repasó todos los detalles habituales del sueño, como si estuvieran proyectándolos en la oscuridad. En el sueño, volaban en absoluto silencio, sin que se percibiera el sonido de los motores, ni el ruido del viento, deslizándose a través del aire como si se tratase de un líquido transparente y dulce, hasta que oyó la voz típicamente tejana del capitán por el intercomunicador: «Maldita sea, chicos, no hay nada contra lo que merezca la pena disparar. Indícanos el rumbo a casa, Tommy.»
En el sueño, examinaba sus mapas y cartas, su octante y su calibrador, interpretaba el indicador de la dirección del viento y veía, como una gran línea de tinta roja trazada sobre la superficie de las olas azules del Mediterráneo, la ruta de regreso a casa. Y a puerto seguro.
Tommy Hart volvió a estremecerse.
Era de noche y tenía los ojos abiertos, pero contempló el sol reflejado en las nubes bajo sus párpados. Durante unos instantes deseó que hubiera una forma de convertir el sueño en realidad, y luego la realidad en un sueño, así de fácil y agradable. No parecía un deseo disparatado. «Sigue los pasos indicados —pensó—. Rellena todos los formularios militares por triplicado. Navega a través de la burocracia del ejército. Saluda con energía y haz que el comandante firme la solicitud. Solicitud de traslado, señor: del sueño a la realidad. De la realidad al sueño.»
En cambio, después de oír las órdenes del capitán, Tommy había avanzado arrastrándose hacia el cono de plexiglás del morro del B-25 para echar un último vistazo y para tratar de divisar alguna señal de referencia en la costa de Sicilia, para cerciorarse de la situación de la nave. Volaban a poca altura, a menos de doscientos pies sobre el océano, fuera del alcance de los radares alemanes, y avanzaban a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Debería haber sido una experiencia tremendamente excitante, seis jóvenes a bordo de un bólido en una carretera vecinal llena de curvas, tras dejar atrás sus inhibiciones junto con el caucho de los neumáticos. Pero no era así. Era arriesgado, como patinar con cautela sobre un lago cubierto de una capa de hielo delgada y quebradiza.
Tommy se introdujo en el cono, junto al visor de bombardeo y donde estaban montadas las dos ametralladoras del calibre cincuenta. Durante unos momentos, Tommy tuvo la impresión de volar solo, suspendido sobre el vibrante azul de las olas, surcando el aire, aislado del resto del mundo. Oteó el horizonte, buscando algo que le resultara familiar, algo que sirviera de referencia en el mapa para hallar la ruta de regreso a la base. Buena parte de la navegación se realizaba mediante el método de estimación.
Sin embargo, en lugar de ver una cordillera que le indicara la posición de la nave, lo que divisó en la periferia de su campo visual fue la inconfundible silueta de la fila de barcos mercantes y un par de destructores que navegaban en círculos como perros pastores vigilando a su rebaño.
Dudó tan sólo unos instantes, al tiempo que realizaba apresurados cálculos mentales. Habían volado durante más de cuatro horas y se hallaban al término de su misión ofensiva. La tripulación estaba cansada, ansiosa de llegar a la base. Los dos destructores poseían temibles defensas, incluso para los tres bombarderos que volaban ala con ala bajo el sol del mediodía. Entonces se dijo Tommy: «Regresa a tu lugar y no digas nada. Los barcos mercantes desaparecerán dentro de unos segundos y nadie se enterará de lo ocurrido.» Pero hizo lo que le habían enseñado. Escuchó su voz como si no la reconociera.
—Capitán, he localizado unos objetivos frente al ala de estribor, a unos ocho kilómetros.
De nuevo se produjo un breve silencio, antes de que Tommy oyera la respuesta:
—¡Maldita sea! ¡Que me aspen! Es usted un ángel, Tommy. Recuérdeme que le lleve al oeste de Tejas e iremos a cazar juntos. ¡Menudo par de ojos tiene! Con esa vista de lince, estas liebres no se nos escaparán. Hoy las comeremos estofadas. No existe nada más sabroso en el mundo, chicos...
Si el capitán añadió algo, Tommy Hart no llegó a oírlo debido al fragor de los motores mientras reptaba con rapidez a través del estrecho túnel hacia el centro de la nave, para dejar que el bombardero ocupara su lugar en el morro. Tommy sabía que el Lovely Lydia se ladeaba con lentitud a la derecha, y sabía que su movimiento era imitado por The Randy Duck, situado a su izquierda y por Green Eyes, junto al ala de estribor. Se instaló de nuevo en el pequeño asiento de metal justo detrás del piloto y el copiloto, y volvió a examinar sus mapas. «Éste no es el momento oportuno», pensó. Le hubiera gustado cumplir la labor del bombardero, pero ellos eran los jefes de vuelo, gracias a lo cual habían obtenido otro tripulante para aquella salida. Si se ponía de pie, podía mirar por la ventanilla ente los dos hombres que pilotaban el avión, pero Tommy sabía que debía esperar hasta los últimos segundos antes de hacerlo. A algunos aviadores les gustaba ver cómo el objetivo se alzaba ante ellos. A Tommy, eso siempre le daba la impresión de mirar a la muerte cara a cara.
—¿Preparado bombardero? —La voz del capitán sonaba más aguda, pero no parecía agobiado—. No tardaremos en zamparnos a esos chicos, así que no perdamos tiempo.
Emitió una carcajada, cuyo eco resonó a través del intercomunicador. El capitán era muy apreciado por sus hombres, el tipo de persona que siempre ponía una nota de humor seco y ligero incluso en las situaciones más duras, que sabía aplacar los temores evidentes de su tripulación con esa voz tejana que nunca sonaba enojada, ni siquiera ligeramente irritada, incluso cuando estallaba el fuego antiaéreo en torno al avión y pequeños fragmentos de metralla candente impactaban contra la estructura metálica del Mitchell como insistentes golpes en la puerta de un vecino pelmazo y furioso. Pero Tommy sabía que los temores menos claros nunca podían ser eliminados del todo.
Tommy cerró los ojos a la noche, tratando de desterrar esos recuerdos. Pero no lo consiguió. Nunca lo conseguía.
Volvió a oír la voz del capitán: «De acuerdo, chicos. Allá vamos. ¿Qué es lo que dicen nuestros amigos los ingleses? Tally ho! ¿Alguno de vosotros sabe lo que significa?»
Los dos motores de catorce cilindros Wright Cyclone no tardaron en protestar cuando el capitán los accionó más allá de la línea roja. La velocidad máxima del Mitchell era de 455 km/h, pero Tommy sabía que habían sobrepasado ese límite. Descendieron alejándose del sol lo mejor que pudieron, volando a escasa altura contra el horizonte y, según supuso Tommy, presentando una silueta negra y bien definida en el punto de mira de todos los cañones del convoy.
El Lovely Lydia se estremeció ligeramente al abrirse las compuertas de las bombas, y otra vez, debido a la sacudida producida por la repentina ráfaga de fuego, cuando los cañones que les aguardaban dispararon contra ellos. En el aire flotaban nubes negras y los motores aullaron en señal de desafío. El copiloto gritó unas palabras incomprensibles mientras el avión se lanzaba a toda velocidad hacia la fila de barcos. Tommy se levantó por fin de su asiento para mirar a través de la ventanilla de la cabina, aferrado a una barra de hierro para no perder el equilibrio. Durante un instante, divisó al primero de los destructores alemanes, arrastrando una estela semejante a una cola blanca. Cuando efectuó un repentino giro, casi como la pirueta de un bailarín, se alzó en el aire el humo de todos sus cañones.
El Lovely Lydia recibió un impacto y otro. Su rumbo se vio desviado. Tommy sintió que se le secaba la garganta y de sus labios brotó un sonido, entre grito y gemido, mientras observaba los esfuerzos desesperados de la columna de barcos por escapar de la trayectoria del bombardero.
—¡Dejad que se vayan! —gritó, pero su voz fue sofocada por el aullido de los motores y el estrépito del fuego antiaéreo que estallaba alrededor. El avión portaba seis bombas de 225 kg cada una, y la técnica empleada en el bombardeo de un convoy era similar a la utilizada cuando se dispara un rifle del 22 contra una hilera de patos de feria, salvo que los patos no podían devolver el fuego. El bombardero haría caso omiso del visor Norden, que en realidad no era muy preciso: apuntaba a ojo contra cada objetivo, lanzaba una bomba, causando una pequeña sacudida al avión, y apuntaba contra el próximo objetivo. Todo era muy rápido y terrorífico.
Cuando las cosas se hacían como es debido, las bombas rebotaban en la superficie del agua y salían despedidas hacia el objetivo como una bola al ser lanzada por la bolera. El bombardero —un joven imberbe de veintidós años, que se había criado en una granja en Pensilvania, cazando ciervos en los frondosos bosques de las zonas rurales— desempeñaba su trabajo a la perfección, con frialdad y templanza, sin pensar en que cada fracción de segundo les aproximaba a su muerte y la de sus compañeros, al igual que ellos brindaban la proximidad de la muerte a sus enemigos.
—¡Una lanzada! —exclamó la voz procedente del morro del avión a través del intercomunicador, como si gritara desde un campo lejano—. ¡Dos! ¡Tres!
El Lovely Lydia se estremecía de proa a popa, al lanzar las bombas.
—¡Todas lanzadas! ¡Sáquenos de aquí, capitán!
Los motores aullaron de nuevo cuando el capitán ac cionó la palanca hacia atrás, elevando el bombardero en el aire.
—¡Torreta posterior! ¿Qué ves?
—¡Por todos los santos, capitán! ¡Hemos alcanzado un objetivo! ¡No, tres! ¡No, mejor que eso, cinco objetivos! ¡Jesús! ¡Dios santo, no! ¡Han alcanzado al Duck! ¡Dios! ¡Y al Green Eyes también!
—Calma, chicos —había respondido el capitán—. Estaremos de regreso en casa a la hora de cenar. ¡Compruébalo, Tommy! ¡Dime qué ves ahí atrás!
El Lovely Lydia tenía una pequeña burbuja de plexiglás en el techo, que el navegante utilizaba como puesto de observación, aunque Tommy prefería situarse en el morro. Había un pequeño peldaño de metal que le daba acceso a la burbuja y, al volverse, Tommy vio unas gigantescas espirales negras de humo que brotaban de la media docena de barcos que formaban el convoy, así como las rojas llamaradas que envolvieron a un petrolero. Pero acto seguido percibió otra cosa que le llamó la atención más aún que el éxito de la misión: no la velocidad, ni el rugido de los motores ni el muro de proyectiles por el que acababan de atravesar, sino el inconfundible color naranja rojizo de unas llamas que surgían del motor de babor y lamían la superficie del ala.
—¡A babor! ¡A babor! ¡Fuego! —había gritado por el intercomunicador.
Pero el capitán había respondido con calma:
—Ya sé que les hemos alcanzado. Buen trabajo, bombardero.
—¡No, maldita sea, capitán, somos nosotros!
Las llamas brotaban de la carlinga, y trazaban franjas rojizas en el aire azul, y una humareda negra se alborotaba con el viento. Tommy se dio por muerto. Al cabo de un par de segundos, a lo más cinco o diez, las llamas alcanzarían la línea de combustible, se propagarían hasta el depósito en el ala y todo volaría por los aires.
En aquel instante dejó de sentir miedo. Le produjo una sensación extrañísima contemplar algo que ocurría más allá de su control y que no era otra cosa que su propia muerte. Experimentó una leve irritación, como si se sintiera frustrado por no poder hacer nada por remediarlo, pero se resignó. Al mismo tiempo sintió una curiosa y distante sensación de soledad y preocupación por su madre y su hermano, que se hallaba en algún lugar del Pacífico, y su hermana y la mejor amiga de su hermana, que vivía a unos metros de ellos, en Manchester, y a quien amaba con dolorosa e insistente intensidad, sabiendo que todos ellos sufrirían más y durante más tiempo que él, porque la inminente explosión sería, al fin y al cabo, rápida y decisiva. Y en su sueño oyó por última vez la voz del capitán: «¡Calma, chicos, trataremos de zambullirnos en el agua!» Y el hermoso Lovely Lydia empezó a descender en picado, tratando de alcanzar las olas que constituían su única salvación, zambullirse en el agua y extinguir el fuego antes de que el avión estallara.
Tommy tenía la sensación de que el mundo que le rodeaba no gritaba palabras de memoria, ni sonidos pertenecientes a la Tierra, sino que emitía el crepitante sonido de un infernal círculo de mortíferas llamas. Siempre se había jurado que si caían en el mar, él se colocaría detrás del respaldo corredizo de acero reforzado del asiento del copiloto, pero no tuvo tiempo. En lugar de ello, se aferró con desesperación a una tubería del techo, a punto de zambullirse en las azules aguas del Mediterráneo a casi quinientos kilómetros por hora, presentando en aquellos terroríficos momentos el aspecto de un apacible ciudadano de Manhattan que regresa a casa, sujetándose a una manilla del metro mientras espera con paciencia su parada.
Volvió a estremecerse en su litera.
Recordaba a la perfección al sargento gritando en la torreta. Tommy había avanzado un paso hacia el artillero porque sabía que éste se hallaba atrapado en su asiento y que el muelle del cinturón de seguridad no funcionaría, atascado por el impacto, y el hombre gritaba pidiendo auxilio. Pero en aquel segundo, Tommy había oído gritar al capitán: «¡Sal de ahí, Tommy! ¡Aléjate de ahí! ¡Yo ayudaré al artillero!» Los otros no emitían el menor sonido. La orden del capitán fue lo último que oyó a los tripulantes del Lovely Lydia. Le había sorprendido comprobar que la escotilla lateral se había abierto y que su chaleco salvavidas había funcionado, permitiéndole flotar en el agua, como un juguete de corcho. Se había alejado del avión utilizando las manos a modo de remos; luego había girado el cuello, esperando ver salir a los otros, pero no apareció nadie.
—¡Salid de ahí! ¡Salid de ahí! ¡Por favor, salid de ahí!
Y luego había quedado flotando, esperando.
Al cabo de unos segundos, el morro del Lovely Lydia se había sumergido en el agua, deslizándose silenciosamente bajo la superficie, dejándolo solo en medio del océano.
Esto siempre le había inquietado. El capitán, el copiloto, el bombardero y los dos artilleros siempre le habían parecido mucho más ágiles y rápidos que él. Eran jóvenes y atléticos, dotados de una excelente coordinación e inteligentes. Eran rápidos y eficientes, tan hábiles a la hora de disparar una ametralladora como de encestar una pelota o de correr a gran velocidad por un campo de béisbol. Ellos eran los auténticos militares a bordo del Lovely Lydia, mientras que él se consideraba un simple estudiante amante de los libros, demasiado delgado, un tanto torpe, aunque dotado para las matemáticas y que sabía utilizar una regla de cálculo, que se había criado observando las estrellas en el firmamento que cubría su casa, allá en Vermont, y así, más por azar que por vocación patriótica, se había hecho navegante de un bombardero. Se consideraba un mero elemento del equipo, un apéndice del vuelo, mientras que los otros eran auténticos aviadores y combatientes, protagonistas de la batalla.
No comprendía por qué había sobrevivido mientras que los más fuertes habían perecido.
Flotó a la deriva, solo, por espacio de casi veinticuatro horas, mientras la sal marina se mezclaba con sus lágrimas, al borde del delirio, sumido en la desesperación, hasta que un bote de pesca italiano lo rescató. Lo tripulaban unos hombres toscos que le habían tratado con sorprendente delicadeza. Lo habían tapado con una manta y le habían ofrecido un vaso de vino tinto. Tommy recordaba aún el escozor que éste le había producido en la garganta. Cuando llegaron a tierra, lo habían entregado sumisamente a los alemanes.
Eso era lo que había sucedido en realidad. Pero en su sueño, la verdad resultaba suplantada siempre por una realidad más alegre, en la que todos estaban vivos, reunidos bajo el ala del Lovely Lydia, contando chistes sobre los comerciantes árabes que vendían sus mercancías junto a su polvorienta base en el norte de África, y alardeando de lo que harían con sus vidas, sus novias y sus esposas cuando regresaran a Estados Unidos. Tommy solía pensar, cuando éstos aún vivían, que los tripulantes del Lovely Lydia eran los mejores amigos que había tenido jamás, y en ocasiones se decía que, cuando la guerra terminara, no volverían a encontrarse. No se le había ocurrido que no volvería a verlos porque todos menos él morirían.
Tendido en su litera, pensó: «Siempre estarán conmigo.»
Uno de los prisioneros se movió en su camastro; los listones de madera crujieron y sofocaron las palabras del hombre que hablaba en sueños.
«Yo he sobrevivido y ellos han muerto.»
Con frecuencia Tommy maldecía sus ojos, por haberlos traicionado a todos al divisar el convoy. Llegó a pensar que si hubiera nacido ciego, en lugar de dotado de una vista muy aguda, los otros estarían vivos. Sabía que era inútil pensar eso. En vez de ello, se juró que si sobrevivía a la guerra, un día iría al oeste de Tejas y, una vez allí, recorrería los montes y arroyos de aquel escabroso territorio, empuñaría un rifle y se dedicaría a cazar liebres: todas las liebres que divisara. Tommy se imaginó cazando decenas, centenares, miles, organizando una auténtica matanza de liebres, hasta caer rendido en el suelo, con las municiones agotadas y el rifle humeante. Habría liebres suficientes para que su capitán comiera estofado de liebre durante una eternidad.
Sabía que no podría volver a conciliar el sueño.
Así pues, permaneció acostado boca arriba, escuchando el batir de la lluvia sobre el tejado metálico, que resonaba como disparos de rifle. Mezclado con ese sonido oyó un ruido grave y distante. Al cabo de unos momentos, unos estridentes silbatos y gritos frenéticos, todos en el inconfundible y colérico alemán de los guardias del campo de prisioneros. Se levantó de la litera y se dispuso a calzarse las botas cuando oyó los golpes en la puerta del barracón y «Raus! Raus! Schnell!» En el recinto de revista de tropas haría frío, de modo que se puso su vieja cazadora de cuero de aviador. Los demás hombres se vistieron con rapidez, enfundándose su ropa interior de lana y sus botas de aviador gastadas y rotas, al tiempo que las primeras insinuaciones del amanecer se filtraban a través de las sucias ventanas del barracón. En su prisa por vestirse, Tommy perdió de vista al Lovely Lydia y a su tripulación, dejando que se desvanecieran en la parte cercana de su memoria mientras él corría a unirse a los hombres que salían a la gélida y húmeda atmósfera matutina del Stalag Luft 13.
El teniente Tommy Hart restregó los pies sobre el barro marrón claro del recinto de revista de tropas. Las quejas habían comenzado poco después del toque de llamada —Appell, en alemán—, y cada vez que pasaba un guardia, los hombres se ponían a silbar y a protestar.
En general, los alemanes no hacían caso. De vez en cuando un Hundführer, acompañado por su agresivo pastor alemán, se volvía hacia los grupos de hombres y hacía ademán de soltar al perro, lo cual conseguía acallar a los aviadores durante unos minutos. El Oberst Edward von Reiter, de la Luftwaffe, comandante del campo, había revisado por encima las formaciones unas horas antes, deteniéndose sólo al ser abordado por el coronel estadounidense Lewis MacNamara, quien le había lanzado una andanada de quejas. Von Reiter lo había escuchado durante unos treinta segundos, tras lo cual le había saludado sin mayores ceremonias, tocando la visera de su gorra con la fusta de montar, e indicando al coronel que ocupara de nuevo su lugar a la cabeza de los grupos de hombres. Luego, sin dirigir otra mirada a la formación de aviadores, se había encaminado hacia el barracón 109.
Los kriegies protestaron y asestaron patadas en el suelo, mientras el día despuntaba en derredor. Los prisioneros se apodaban entre sí kriegies, una abreviatura del término alemán Krieggefangene, «prisionero de guerra». Esperar de pie resultaba aburrido y agotador. Aunque estaban acostumbrados a ello, lo detestaban.
Había casi diez mil prisioneros de guerra en el campo, repartidos entre dos recintos, norte y sur. Los aviadores estadounidenses —todos oficiales— se hallaban en el recinto sur, mientras que los británicos y otros aliados estaban situados en el recinto norte, a medio kilómetro de distancia. El tránsito entre ambos campos, aunque no infrecuente, era un tanto difícil. Se precisaba un escolta, un guardia armado y un poderoso motivo. Por supuesto, éste podía inventarse mediante el rápido intercambio de un par de cigarrillos pasados a uno de los hurones, que era como los kriegies llamaban a los guardias que patrullaban los campos, armados tan sólo con unas barras de acero, semejantes a espadas, que utilizaban para clavarlas en el suelo. A los guardias con los perros los llamaban por sus nombres, porque los perros infundían miedo a todo el mundo. El campo carecía de muros, pero cada recinto estaba rodeado por una valla de seis metros de altura. Dos hileras de alambre de espino se enrollaban en concertina a ambos lados de una valla de tela metálica. Cada cincuenta metros a lo largo de la valla se alzaba el recio mazacote de una torre de madera. Las vallas estaban custodiadas todo el día por guardias hoscos e insobornables, auténticos gorilas armados con metralletas Schmeisser que llevaban colgadas del cuello.
A tres metros de la alambrada principal, por la parte interior, los alemanes habían suspendido un delgado cable de alambre sobre postes de madera. Ése era el límite. Cualquiera que lo cruzara era sospechoso de tratar de escapar y abatido a tiros. En todo caso, eso era lo que el comandante de la Luftwaffe comunicaba a cada prisionero que llegaba al Stalag Luft 13. En realidad los guardias permitían que un prisionero, vestido con una blusa blanca con una cruz roja en el centro, bien visible, corriera detrás de una pelota de béisbol o de fútbol cuando ésta rodaba hasta la valla exterior, aunque a veces, para divertirse, animaban a un prisionero a que persiguiera a la pelota de marras, tras lo cual disparaban una breve ráfaga al aire sobre su cabeza o en el suelo a sus pies. Una de las actividades favoritas de los kriegies era caminar por el perímetro del campo de prisioneros; los aviadores efectuaban interminables vueltas en torno al mismo.
El sol de mayo se alzó rápidamente, caldeando los rostros de los hombres reunidos en el recinto de revista de tropas. Tommy Hart calculó que llevaban casi cuatro horas de pie en formación, mientras una constante procesión de soldados alemanes desfilaban ante ellos, dirigiéndose hacia el túnel que se había derrumbado. Los soldados rasos portaban palas y picos. Los oficiales mostraban el ceño fruncido.
—Es la maldita madera —dijo una voz entre la for mación—. Al mojarse se pudre y ha acabado por venirse abajo.
Tommy Hart se volvió y comprobó que quien hablaba era un hombre delgado, oriundo del oeste de Virginia, copiloto de un B-17, al que había educado su padre, que trabajaba en las minas de carbón. Tommy suponía que el virginiano, cuya voz nasal revelaba un profundo desprecio, era un experto en planear fugas. Los hombres con conocimientos sobre la tierra —agricultores, mineros, excavadores e incluso el director de una funeraria que había sido abatido cuando volaba sobre Francia y que vivía en el barracón contiguo— eran reclutados para colaborar en esa iniciativa a las pocas horas de su llegada al Stalag Luft 13.
Él no había hecho ningún intento de fugarse del campo de prisioneros. A diferencia de la mayoría de los cautivos, no tenía muchas ganas. No es que no deseara ser libre, pero sabía que para fugarse tenía que meterse en un túnel.
Y no estaba dispuesto a hacerlo.
Suponía que su fobia a los espacios cerrados provenía del día en que sin querer había quedado encerrado en un armario del sótano cuando tenía cuatro o cinco años. Una docena de angustiosas horas pasadas en la oscuridad, con un calor sofocante y bañado en lágrimas, oyendo la lejana voz de su madre llamándole pero incapaz de articular palabra debido al terror que lo atenazaba. Es probable que no hubiera podido definir ese temor, que no le había abandonado desde aquel día, con la palabra «claustrofobia», pero de eso se trataba. Tommy se había alistado en las fuerzas aéreas en parte porque incluso en el reducido espacio de un bombardero no tenía la sensación de estar encerrado. La idea de hallarse en el interior de un tanque o un submarino le parecía más aterradora que el peligro de las balas enemigas.
Por lo tanto, en el extraño e inestable ámbito del Stalag Luft 13, Tommy Hart sabía una cosa: si alguna vez con seguía salir, sería por la puerta principal, ya que jamás accedería a meterse en un túnel por su propia voluntad.
Eso le hacía verse a sí mismo como alguien resignado a esperar que terminara la guerra pese a los rigores del Stalag Luft 13. De vez en cuando le adjudicaban el papel de espía, que consistía en ocupar una posición desde la cual podía vigilar a uno de los hurones, ejes de un primitivo sistema de advertencia concebido por los oficiales de seguridad del campo. Cualquier alemán que se moviera dentro del campo era seguido y observado sin cesar por una red de vigilantes que se comunicaban con un código de señales. Como es lógico, los hurones sabían que eran observados, y, por consiguiente, trataban de eludir ese sistema de seguridad, modificando de continuo rutas y trayectos.
—¡Eh! ¡Fritz Número Uno! ¿Cuánto tiempo van a tenernos aquí de pie?
Esta voz exhalaba un inconfundible tono de autoridad. El hombre al que pertenecía era un capitán, piloto de un avión de transporte de mercancías de Nueva York. La andanada iba dirigida contra un alemán, vestido con un mono gris y una gorra de campaña, encasquetada hasta la frente, que constituía el uniforme de los hurones. Había tres hurones con el nombre de Fritz a quienes llamaban por su nombre de pila y número, cosa que les irritaba sobremanera.
El hurón se volvió y lo miró. Luego se acercó al capitán, que permanecía en posición de descanso en la primera fila. Los alemanes obligaban a la formación a agruparse en filas de cinco hombres, pues les resultaba más fácil contarlos.
—Si no excavaran, capitán, no tendrían necesidad de permanecer aquí de pie —repuso el alemán en un inglés excelente.
—Maldita sea, Fritz Número Uno —replicó el capitán—. No hemos estado excavando. El incidente se debe sin duda a que su asqueroso alcantarillado se ha desplomado. Nosotros podríamos enseñarles a construirlo.
El alemán meneó la cabeza.
—No, Kapitän, era un túnel. Es absurdo tratar de escapar. En esta ocasión ha costado la vida a dos hombres.
La noticia silenció a los aviadores.
—¿Dos hombres? —inquirió el capitán—. Pero ¿cómo es posible?
El hurón se encogió de hombros.
—Estaban excavando. La tierra cedió. Quedaron atrapados. Sepultados. Una desgracia.
El alemán alzó un poco la voz, contemplando fijamente la formación de sus enemigos.
—Es estúpido. Dummkopf. —Acto seguido se agachó y cogió un puñado de barro, que estrujó entre sus dedos largos y casi femeninos—. Esta tierra es buena para plantar. Cultivar productos. Es buena. Buena para los juegos que ustedes practican. Ésa también es buena... —agregó señalando el recinto del campo de ejercicios—. Pero no lo bastante resistente para túneles. —El hurón se volvió hacia el capitán—. No volverá a volar, Kapitän, hasta después de la guerra. Si sobrevive.
El capitán neoyorquino lo observaba con insistencia.
—Eso ya lo veremos —respondió al cabo de unos momentos.
El hurón le saludó perezosamente y echó a andar, deteniéndose al llegar al extremo de la formación, donde cruzó unas palabras con otro oficial. Tommy Hart se inclinó hacia adelante y observó que Fritz Número Uno había extendido la mano, con la que tomó apresuradamente un par de pitillos. El hombre que se los entregó era un capitán de bombardero, un hombre flaco, bajo y risueño de Greenville, Misisipí, llamado Vincent Bedford. Era el negociador más experto de la formación y todos lo llamaban Trader Vic, como el dueño del célebre restaurante.
Bedford hablaba nerviosamente y con un marcado acento sureño. Era un magnífico jugador de póquer y un más que pasable shortstop de ligas menores. Había sido vendedor de coches, lo cual encajaba con su personalidad. Pero lo que mejor hacía era negociar en el Stalag Luft 13, trocando cigarrillos, chocolatinas y botes de café auténtico, que llegaban en paquetes de la Cruz Roja o de Estados Unidos, por ropa y otros artículos. O bien aceptaba ropa que no necesitaban y la cambiaba por comida. Ningún trato era demasiado difícil para Vincent Bedford, y casi nunca salía perdiendo. Y en el caso poco frecuente de que saliera malparado, su instinto de jugador le permitía recuperar las pérdidas. Una partida de póquer solía reponer sus existencias con tanta eficacia como un paquete enviado de casa. Bedford negociaba también con otros artículos; siempre se enteraba de los últimos rumores, siempre averiguaba antes que nadie las últimas noticias de la guerra. Tommy Hart suponía que mediante sus tratos se había conseguido una radio, aunque no lo sabía con certeza. Lo que sí sabía era que Vincent Bedford era un prisionero del barracón 101 con quien convenía trabar amistad. En un mundo en el que los hombres apenas poseían nada, Vincent Bedford había amasado una fortuna para estar confinado en un campo de prisioneros, haciendo acopio de grandes cantidades de café, comida, calcetines de lana, ropa interior de abrigo y cualquier otro objeto que hiciera más llevadera la vida allí.
Las pocas veces en las que Trader Vic no estaba consumando algún trato, Bedford se lanzaba a grandilocuentes e idílicas descripciones de la pequeña población de la que provenía, expresándose con el dulce acento del sur profundo, lentamente, con ternura. Las más de las veces, los otros aviadores le decían que después de la guerra se trasladarían todos a Greenville, con el fin de hacerle callar, porque esos comentarios sobre el hogar, por elegíacos que fueran, propiciaban siempre una nostalgia peligrosa. Todos los hombres del campo vivían al borde de la desesperación, y el hecho de pensar en su país no les beneficiaba, aunque casi no pensaban en otra cosa.
Bedford observó al hurón alejarse unos pasos, tras lo cual se volvió y murmuró algo al siguiente hombre en la formación. La noticia tardó unos segundos en recorrer el grupo y llegar a la siguiente fila.
Los hombres que habían quedado atrapados se llamaban Wilson y O’Hara. Ambos eran importantes «ratas de túneles». Tommy Hart conocía a O’Hara sólo de una manera superficial; el desdichado prisionero ocupaba una litera en su barracón, aunque en otro dormitorio, de modo que no era sino uno más de los doscientos rostros hacinados allí. Según la información que susurraban los kriegies de una fila a otra, ambos hombres habían descendido al túnel a última hora de la noche anterior, y estaban reforzando los puntales cuando la tierra cedió. Habían quedado sepultados vivos.
Según la información recabada por Bedford, los alemanes habían decidido dejar los cadáveres en el lugar donde el suelo se había desplomado sobre ellos.
Los susurros no tardaron en dar paso a airadas voces de protesta. Las formaciones de los prisioneros adoptaron un carácter más sinuoso a medida que las filas se enderezaron y los hombres se cuadraron. Sin que nadie diera la orden, todos adoptaron la posición de firmes.
Tommy Hart hizo lo propio, no sin antes echar un vistazo a las filas hasta localizar a Trader Vic. Lo que vio lo dejó perplejo y un tanto preocupado por algo, un detalle huidizo, que no logró identificar.
En éstas, antes de que tuviera tiempo de descifrar qué le había llamado la atención, el capitán neoyorquino gritó:
—¡Criminales! ¡Malditos asesinos! ¡Salvajes!
Otras voces en la formación se hicieron eco del mensaje y los gritos de indignación llenaron el recinto.
El coronel se situó a la cabeza de la formación, volviéndose para mirar a los hombres con una expresión que exigía disciplina, aunque sus ojos grises y fríos y la crispación de su mandíbula denotaban una furia contenida. Lewis MacNamara era un veterano del ejército, un coronel con el colmillo retorcido que llevaba más de veinte años vistiendo el uniforme, que rara vez tenía que alzar la voz y estaba acostumbrado a que le obedecieran. Era un hombre envarado, que consideraba su cautiverio como otra de una larga lista de misiones militares. Cuando MacNamara adoptó la posición de descanso frente a los kriegies, con las piernas ligeramente separadas y las manos enlazadas a la espalda, un par de gorilas amartillaron sus armas, un gesto más que nada de amenaza, pero con la suficiente determinación para que los prisioneros vacilaran y enmudecieran poco a poco.
Nadie creía realmente que los gorilas fueran a disparar contra las formaciones de aviadores. Pero tampoco se podía estar seguro.
La aparición del comandante del campo, seguido por dos ayudantes que caminaban con cautela pisando el barro con sus lustrosas botas de montar, provocó silbidos y abucheos. Von Reiter no hizo caso. Sin decir una palabra al coronel, el comandante se dirigió a las formaciones:
—Ahora realizaremos el recuento. Luego pueden romper filas.
Tras hacer una pausa, el comandante añadió:
—¡En el recuento faltarán dos hombres! ¡Qué estupidez!
Los aviadores guardaron silencio, en posición de firmes.
—¡Éste es el tercer túnel en un año! —prosiguió Von Reiter—. ¡Pero es el primero que ha costado la vida a dos hombres! —gritó con un tono lleno de frustración—. ¡No toleraremos más intentos de fuga!
Se detuvo y contempló a los hombres. Luego alzó un dedo huesudo y señaló como un viejo y arrugado maestro de escuela a sus díscolos alumnos.
—¡Nadie ha conseguido nunca fugarse de mi campo! ¡Jamás! ¡Y nadie lo conseguirá!
Se detuvo de nuevo, observando a los kriegies agrupados.
—Quedan advertidos —concluyó.
En el momentáneo silencio que se hizo entre las formaciones de hombres, el coronel MacNamara avanzó un paso. Su voz tenía el mismo tono autoritario que el de Von Reiter. La espalda rígida y su postura era un ejemplo de perfección militar. Paradójicamente, el hecho de que su uniforme estuviera raído y deshilachado no hacía sino poner más de relieve su porte.
—Quisiera aprovechar esta oportunidad para recordar al Oberst que todo oficial tiene el deber de tratar de escapar del enemigo.
Von Reiter alzó una mano para interrumpir al coronel.
—No me hable de deber —replicó—. Fugarse está verboten.
—Este deber, este «requisito», no es distinto para los aviadores de la Luftwaffe apresados por nuestro bando —añadió MacNamara alzando la voz—. ¡Y si un aviador de la Luftwaffe muriera en el intento, sería enterrado por sus camaradas con honores militares!
Von Reiter frunció el ceño y se dispuso a responder, pero se detuvo. Asintió ligeramente con la cabeza. Ambos hombres se miraron de hito en hito, como si lucharan por algo que se interponía entre ellos. El afán de imponer ambos su voluntad.
Entonces el comandante indicó a MacNamara que lo acompañara, volviéndose de espaldas a los hombres formados. Los dos oficiales desaparecieron al unísono hacia la puerta que conducía al edificio de oficinas del campo. Al instante unos hurones se colocaron a la cabeza de cada formación y los aviadores iniciaron la acostumbrada y laboriosa labor de recuento. A mitad del mismo, los kriegies percibieron la primera explosión grave y sonora, al tiempo que unos zapadores alemanes colocaban las cargas a lo largo del túnel que se había desplomado, llenándolo con la tierra arenosa y amarilla que había segado la vida de dos hombres. Tommy Hart pensó que era absurdo, o cuando menos injusto, alistarse como aviador para surcar el aire diáfano y limpio, por peligroso que fuera, para morir solo y asfixiado, atrapado a más de dos metros bajo tierra. No obstante, se abstuvo de manifestarlo en voz alta.
El túnel que arrancaba del barracón 109 había sido ocultado debajo de un lavabo. Tras descender, doblaba hacia la derecha y se prolongaba en dirección a la alambrada. De los cuarenta barracones del recinto, el 109 era el segundo más cercano al perímetro. Para alcanzar la oscura línea de altos abetos que señalaba el límite de un frondoso bosque bávaro, era preciso cavar un túnel de más de cien metros. Habían logrado construir una tercera parte. De los otros tres que habían sido excavados durante el año anterior, éste era el que había llegado más lejos y ofrecía más esperanzas.
Al igual que todos los kriegies, Tommy Hart se había acercado a mediodía al límite del mismo a fin de contemplar los restos del túnel, tratando de imaginar lo que debieron experimentar los dos hombres atrapados. Los zapadores habían removido la tierra, manchando la hierba con un lodo parduzco y sembrándola de cráteres en los lugares donde las explosiones habían hecho derrumbarse el techo. Una partida de guardias había vertido cemento fresco en la entrada del túnel en el barracón 109.
Tommy suspiró. Cerca de él había otros dos pilotos de aviones B-17, abrigados con gruesas cazadoras forradas de borrego, pese a la suave temperatura, contemplando el escurridizo panorama.
—No parece que esté tan lejos —comentó uno.
—No, queda cerca —murmuró su compañero.
—Muy cerca —apostilló el primer piloto—. Te metes en el bosque, caminas entre los árboles hasta la carretera que conduce a la ciudad y ya estás. Sólo tienes que llegar a la estación y localizar una vía férrea que se dirija hacia el sur. Luego saltas a un tren de mercancías que se dirija a Suiza y lo has conseguido. ¡Ánimo! Queda muy cerca.
—No queda cerca —les contradijo Tommy Hart—. Sube a la torre norte y lo comprobarás.
Tras dudar unos instantes, los dos hombres asintieron con la cabeza, como si también supieran que sus ojos los traicionaban. La guerra tiene la facultad de reducir o ampliar las distancias, según la amenaza que suponga desplazarse a través de un espacio erizado de peligros. Siempre es difícil ver con claridad, pensó Tommy, sobre todo cuando uno se juega la vida.
—No obstante me gustaría tener una oportunidad, por pequeña que fuera —dijo uno de los hombres. Era algo mayor que Tommy y más corpulento. No se había afeitado y llevaba su gorra de campaña encasquetada hasta las cejas—. Sólo una oportunidad. Si consiguiera alcanzar el otro lado, donde no hay alambrada, juro que no habría nada en este mundo capaz de detenerme.
—Salvo un par de millones de alemanes —le interrumpió su amigo—. Además, ¿dónde ibas a ir, si no hablas una palabra de alemán?
—A Suiza. Es un país precioso. Lleno de vacas, montañas y casitas pintorescas.
—Chalés —dijo el otro—, se llaman chalés.
—Eso. Me imagino pasando un par de semanas allí, atiborrándome de chocolate. Unas gruesas y suculentas tabletas de chocolate con leche ofrecidas por una bonita campesina peinada con trenzas y cuyos papás se hallaran oportunamente ausentes. Después, regresaría directamente a Estados Unidos, donde está mi novia, y quizá me dispensarían una bienvenida digna de héroe.
El otro piloto le dio una palmada en el brazo. La cazadora de piel sofocó el sonido.
—Eres un soñador —dijo. Luego se volvió hacia Tommy y le preguntó—: ¿Llevas tiempo preso?
—Desde noviembre del cuarenta y dos —respondió Tommy.
Ambos hombres dejaron escapar un silbido.
—¡Caray! Eres todo un veterano. ¿Has logrado salir alguna vez?
—Ni una —contestó Tommy—. Ni siquiera un segundo.
—Chico —prosiguió el piloto del B-17—, pues yo sólo llevo cinco semanas aquí y estoy tan desesperado que no sé qué hacer. Es como si te picara en medio de la espalda, en un punto que no alcanzas.
—Más vale que te acostumbres —repuso Tommy—. Algunos tíos tratan de emborracharse para no pensar. Y al poco tiempo la palman.
—Jamás me acostumbraré —declaró el piloto.
Tommy asintió con la cabeza. «Jamás te acostumbras», pensó. Cerró los ojos y se mordió el labio, inspirando aire para calmarse.
—A veces —dijo Tommy con voz queda—, tienes que buscar la libertad aquí... —Y se tocó la frente.
Uno de los pilotos asintió, pero el otro aviador se volvió hacia los barracones.
—¡Eh! —dijo—. ¡Mirad quién viene!
Tommy se volvió con rapidez y vio a una docena de hombres marchando en formación a través de la amplia explanada del campo de ejercicio. Los hombres lucían sus mejores galas del Stalag Luft 13: corbata, camisa y chaqueta planchadas, y pantalones con raya bien marcada. En suma: el uniforme de gala de un campo de prisioneros.
Cada uno llevaba consigo un instrumento musical. El sol de mayo arrancaba intensos reflejos al metal de un trombón. Un hombre portaba un pequeño tambor militar sujeto a la cintura, colgando frente a él, y a medida que los hombres se aproximaron inició un rápido y metálico redoble.
El jefe del escuadrón encabezaba la marcha, a cierta distancia del resto, con la mirada fija al frente, contemplando a través de la alambrada el bosque que se extendía más allá. Sostenía dos instrumentos, un clarinete, en la mano derecha, y una trompeta reluciente en la izquierda. Todos los hombres mantenían la formación, marchando a paso ligero. De vez en cuando el jefe dictaba una orden en tono cadencioso que se superponía al constante redoble del tambor militar.
A los pocos segundos, la extraña formación atrajo la atención de los otros kriegies. Los hombres empezaron a salir de los barracones, tratando de abrirse paso entre el resto de sus compañeros para comprobar qué ocurría. Delante de algunos barracones laterales, los oficiales ocupados en sus pequeños jardines dejaron caer sus herramientas al suelo para seguir al escuadrón que marchaba por la explanada. Se interrumpió un partido de béisbol, que acababa de iniciarse. Los jugadores abandonaron sus guantes, bates y pelotas para unirse a la multitud concentrada detrás del escuadrón.
Su jefe era un hombre de baja estatura, parcialmente calvo, delgado y musculoso como un boxeador de peso gallo. Parecía no haber reparado en los centenares de aviadores que habían aparecido tras él, y continuaba avanzando con la vista al frente. Marcaba el paso del escuadrón —el cual desfilaba de tal modo que habría hecho palidecer de envidia a un grupo de instrucción de West Point— y se acercaba al límite del recinto. A la orden emitida enérgicamente por el jefe, «Escuadrón... ¡Alto!», los hombres se detuvieron a pocos pasos de la alambrada, dando un taconazo.
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