1
—¿Falta mucho?
Mara Jensch estaba aburrida y de mal humor. El trayecto hasta el poblado ngati hine se le estaba haciendo eterno y, aunque el paisaje era bonito y hacía buen tiempo, ya estaba harta de tanto manuka, rimu y koromiko, de bosques pluviales y selvas de helechos. Quería volver a casa, a la Isla Sur, a Rata Station.
—Un par de kilómetros más como mucho —respondió el padre O’Toole, un sacerdote y misionero católico que hablaba bien el maorí y acompañaba a la expedición como intérprete.
—¡Deja de refunfuñar! —intervino Ida, la madre de Mara, al tiempo que acercaba su pequeña yegua baya al caballo blanco de su hija y le dirigía una mirada ceñuda—. Pareces una niña malcriada.
Mara hizo un mohín de disgusto. Sabía que ponía de los nervios a sus padres. Ya llevaba semanas malhumorada. No le gustaba el viaje a la Isla Norte, ni compartía la fascinación de su madre por las playas extensas y el clima cálido, ni el interés de su padre por mediar entre tribus maoríes y colonos ingleses. Mara no veía la necesidad, su relación con los maoríes era estupenda. A fin de cuentas, amaba al hijo de un jefe tribal.
La muchacha se quedó absorta en ensoñaciones en las que paseaba con su amigo Eru por los infinitos pastizales de las llanuras de Canterbury. Mara le cogía la mano, le sonreía... Antes de partir, incluso se habían dado unos tímidos besos. Pero un grito horrorizado la arrancó de sus fantasías.
—¿Qué ha sido eso? —El representante del gobernador, que había reclutado al padre de Mara para esa misión, escuchaba amedrentado los sonidos del bosque—. Diría que he visto algo. ¿Es posible que nos estén observando?
Kennard Johnson, un hombre bajo y regordete, al que parecía resultarle fatigoso montar a caballo durante tantas horas, se dirigió inquieto hacia los dos soldados ingleses que lo acompañaban como guardia personal. Mara y su padre Karl no tuvieron otro remedio que echarse a reír. En caso de una emboscada, no habrían podido hacer nada. Si la tribu maorí a la que el grupo iba a visitar hubiera querido matar al señor Johnson, este habría necesitado al menos un regimiento de casacas rojas para evitarlo.
El padre O’Toole movió la cabeza.
—Debe de haber sido un animal —tranquilizó al funcionario del gobierno, para volver a alarmarlo con sus siguientes palabras—: Usted no vería ni oiría a un guerrero maorí. De todos modos, ya estamos muy cerca del poblado. Y, por supuesto, que nos están observando...
A partir de ahí Johnson adoptó una expresión temerosa. Los padres de Mara se miraron significativamente. Para Ida y Karl Jensch visitar a tribus maoríes era algo habitual. Si algo les asustaba era, como mucho, alguna reacción imprudente de los pakeha, como llamaban los maoríes a los colonos ingleses de Nueva Zelanda. Los padres de Mara ya tenían experiencia en eso. Muy pocas veces eran los maoríes los causantes de los conflictos entre las tribus y los pakeha. Era más frecuente que los ingleses liberaran su miedo con algún disparo irreflexivo que luego tenía malas consecuencias en los «salvajes» tatuados.
—Sobre todo, conserven la calma —advirtió de nuevo Karl Jensch al resto de la expedición.
Además de los representantes del gobierno, les acompañaban dos granjeros cuyas quejas contra los ngati hine habían originado todo ese asunto. Mara los contemplaba con el rencor de una muchacha a quien han desbaratado sus planes. Si no fuese por esos dos tontorrones ya haría tiempo que estaría de vuelta en casa. Su padre había querido estar en Rata Station para el esquileo y ya tenían reservados los billetes para el barco de Russell, en el extremo septentrional de la Isla Norte, a Lyttelton Harbour en la Isla Sur. En el último momento el gobernador había pedido a Karl que arreglara como mejor pudiese el conflicto entre esos granjeros y el jefe ngati hine. Esto debería conseguirse cotejando simplemente algunos mapas. Karl había medido el terreno y dibujado los planos cuando, unos años antes, el jefe Paraone Kawiti había vendido tierras para los colonos a la Corona.
—Los ngati hine no son hostiles —prosiguió Karl—. Recuerde que nos han invitado. El jefe está tan interesado como nosotros en solucionar el problema de forma amistosa. No hay razones para estar asustado...
—¡Yo no estoy asustado! —saltó uno de los granjeros—. ¡Al contrario! Son ellos los que tienen razones para estarlo, esos...
—«Esos» —señaló Ida, la madre de Mara— disponen de unos cincuenta hombres armados. Tal vez solo tengan lanzas y mazas de guerra, pero saben utilizarlas. Así que sería más sensato, señor Simson, no provocarlos...
Mara suspiró. Durante las cinco horas que llevaban cabalgando había tenido que escuchar tres o cuatro conversaciones similares. Al principio, los dos granjeros habían sido más agresivos. Parecían considerar que, para resolver el problema, aquella expedición sería menos efectiva que imponer a los nativos unas normas severas. Ahora que los jinetes se acercaban al poblado maorí (y los granjeros eran conscientes de lo mucho que se habían alejado de la colonia pakeha más cercana), al menos uno de ellos estaba más calmado. Sin embargo, el ambiente era tenso. Eso no cambió cuando apareció ante sus ojos el marae.
A Mara le resultó familiar la visión de la puerta del poblado adornada con ornamentos de colores y custodiada por figuras de dioses de talla humana. Pero para alguien que la contemplaba por primera vez podía resultar intimidante. Kennard Johnson y sus hombres seguro que nunca habían entrado en un marae.
—¿Que no son hostiles? —preguntó el funcionario, angustiado—. Para mí todo esto no tiene nada de amistoso...
El representante del gobernador señaló al comité de recepción que se aproximaba con aspecto marcial. También Mara se sorprendió, y sus padres se preocuparon. En un marae maorí lo normal era ver a niños jugando, así como hombres y mujeres realizando sus labores cotidianas. Allí, sin embargo, solo el jefe, arrogante y con un porte amenazador salía al encuentro de los blancos al frente de sus guerreros. Llevaba tatuajes en el torso desnudo y en el rostro. El faldellín de lino endurecido y primorosamente trabajado le daba un aspecto más fiero. Del cinturón le colgaban mazas de guerra y en la mano sostenía una lanza.
—¿Nos atacarán? —preguntó uno de los soldados ingleses.
—Qué va —respondió el padre O’Toole. El sacerdote, un hombre alto y flaco, ya no tan joven, desmontó tranquilamente del caballo—. Solo quieren dar miedo.
Lo que enseguida consiguieron todavía más el jefe y su grupo. Cuando los blancos se aproximaron, Paraone Kawiti, ariki de los ngati hine, levantó la lanza. Los guerreros empezaron a patear rítmicamente el suelo, avanzando y retrocediendo con las piernas separadas, al tiempo que agitaban sus lanzas. Además, elevaron las voces para entonar un lóbrego cántico. Cuanto más se aceleraba el movimiento, más fuertes eran sus voces.
Los hombres que estaban junto al comisionado del gobernador cogieron sus armas. Los dos granjeros se protegieron detrás de los soldados. El misionero permaneció tranquilo.
El padre de Mara colocó el caballo entre los soldados y los guerreros.
—Por el amor de Dios, ¡bajad las armas! —ordenó a los ingleses—. No hagáis caso. Esperad.
Ya fuera por las palabras cortantes de Karl o por las tranquilizadoras del padre O’Toole, la delegación consiguió fingir indiferencia mientras los guerreros golpeaban con la lanza el suelo, hacían muecas y soltaban improperios a los «enemigos».
Mara, que a diferencia de sus padres, los granjeros y los representantes del gobierno, entendía todas las palabras del cántico que acompañaba a la danza de guerra, puso los ojos en blanco. Tanto aspaviento de los maoríes de la Isla Norte era una tontería. La tribu ngai tahu, en cuya vecindad ella se había criado y a la que pertenecía su amigo Eru, eludía desde hacía tiempo estas demostraciones de fuerza en los encuentros con los blancos. Desde que Jane, la madre pakeha de Eru, se había casado con el jefe, el saludo consistía simplemente en estrecharse las manos. Eso simplificaba el trato con visitantes y socios. La mayoría de los pakeha iban al marae ngai tahu para hacer negocios. La madre de Eru y el padre de este, Te Haitara, se dedicaban con éxito a la cría de ovejas y con su ayuda la tribu se había enriquecido.
—Según el ritual, ahora tendríamos que ser nosotros los que... hum... cantásemos algo —murmuró el padre O’Toole cuando los guerreros concluyeron por fin—. Forma parte de las presentaciones mutuas, por decirlo de algún modo. Naturalmente, la gente de aquí sabe que esto no es corriente entre los pakeha. Fingen ser muy belicosos, pero en realidad están civilizados del todo. El jefe ha mandado colocar de nuevo el asta de la bandera que Hone Heke cortó por aquel entonces en Russell... Cielos, yo mismo bauticé a ese hombre...
Se suponía que estas palabras tenían que ser reconfortantes. Sin embargo, sonaron como si el mismo O’Toole se mostrase sorprendido y no menos inquieto ante el hecho de que Paraone Kawiti recurriera a los antiguos rituales tribales.
Mara pensó si no se podría abreviar el proceso con una canción. Si cotejar los mapas no les llevaba mucho tiempo, tal vez podrían regresar a Russell por la tarde y coger un barco para la Isla Sur por la mañana. Si por el contrario se producía un enfrentamiento y los hombres discutían durante una eternidad acerca de cómo actuar, nunca se marcharían de allí.
Mara se retiró el largo y oscuro cabello, que no llevaba recogido para visitar a los maoríes, sino suelto como las indígenas. Entonces avanzó unos pasos con toda confianza.
—Cantaré una canción —se ofreció, sacando del bolsillo su instrumento favorito, una pequeña flauta koauau.
Mientras la contemplaban asombrados tanto los pakeha como los guerreros que hasta hacía poco todavía enseñaban los dientes, se la llevó a los labios e interpretó una canción. Luego se puso a cantar: en lugar del marcial grito de guerra, una melodía que describía el paisaje de las llanuras de Canterbury. Las extensiones sin fin de pastizales ondulantes, los ríos flanqueados por bosques de raupo, las montañas nevadas, entre las cuales se escondían lagos de aguas claras como el cristal y llenos de peces. La canción formaba parte de un powhiri, el saludo ceremonial de un marae que, combinado con canciones y danzas con la indumentaria tradicional, servía para fundir a invitados y anfitriones en una unidad. Una tribu nómada debía presentarse siempre describiendo su hogar. Mara entonó la canción con sencillez y naturalidad. Tenía una voz pura de contralto que fascinaba tanto a los músicos maoríes de su hogar como a su profesora inglesa particular.
Tampoco ese día permaneció impasible el auditorio. No solo el jefe y sus hombres bajaron las armas, algo se agitó también en las casas de madera adornadas con tallas que rodeaban la plaza de las asambleas. Una mujer de más edad salió del wharenui, la casa comunal, seguida de un grupo de chicas de la edad de Mara. Decidida, las condujo delante de los guerreros y les hizo entonar a ellas también una canción. Esta hablaba de las bellezas de la Isla Norte, de las extensas playas de arena blanca, de los mil colores del mar y de los espíritus de los sagrados árboles kauri, que guardaban las vastas y verdes colinas.
Mara sonrió y esperó que los ngati hine no se tomaran eso como pretexto para realizar el powhiri entero. Podía durar horas. De hecho fue la mujer, una de las ancianas de la tribu, quien puso el punto final con una canción. Luego se aproximó a las dos mujeres del grupo pakeha. A Ida, la mayor, le ofreció el rostro para intercambiar el hongi, el saludo tradicional. Bajo la mirada recelosa de los granjeros, Johnson y los soldados, las mujeres se rozaron mutuamente la nariz y la frente.
Karl y el padre O’Toole parecían aliviados. También Mara suspiró apaciguada. Por fin avanzaban las cosas.
—He traído regalos —anunció Ida—. Mi hija y yo queremos quedarnos con la tribu mientras los hombres aclaran el malentendido. Siempre que estéis de acuerdo, claro. No sabemos si la disputa por la tierra es muy grave.
Mara tradujo diligente y la mujer asintió. Respondió a Ida que les daban la bienvenida.
Karl y el intérprete hablaban entretanto con el jefe. Paraone Kawiti se expresó al principio con hostilidad, pero luego se mostró dispuesto a aceptar la sugerencia de Karl y comprobar con los demás a quién pertenecían realmente las parcelas cuya propiedad reclamaban tanto granjeros como maoríes.
La anciana que acababa de salir con las chicas y que había pacificado las cosas se precipitó diligente a una de las casas. Enseguida volvió a salir con una copia del contrato y los mapas que la tribu había recibido al vender sus tierras. Todo estaba doblado con esmero y a todas luces guardado como un objeto sagrado.
Mara observó con interés cómo desplegaba Karl los documentos y depositaba al lado los suyos propios.
—¿Puedo saber cuáles son las parcelas de la discordia, señor Simson y señor Carter? —preguntó a los granjeros—. Eso nos ahorraría tiempo. Así no tendremos que recorrer a caballo todas las tierras.
Mara esperaba que los dos supiesen leer los mapas. Pero solo uno, Peter Carter, señaló con seguridad un territorio situado justo en la frontera con el resto de las tierras maoríes.
—Lo compré para que mis ovejas pastaran ahí. Entonces me di cuenta de que las mujeres maoríes habían cultivado un campo allí. Y cuando aun así llevé las ovejas, aparecieron de repente unos tipos con lanzas y mosquetes ¡para defender «su tierra»!
—Bien. Pues vayamos allí ahora mismo. Ariki, vendrá con nosotros, ¿verdad? ¿Y qué ocurre con sus tierras, señor Simson?
El gordinflón y rubicundo granjero se inclinó hacia delante, pero el mapa le sirvió de poco. En cambio, la mujer maorí señaló con el dedo un lugar en el papel.
—Aquí. Esas tierras no son suyas —declaró en un inglés sorprendentemente correcto—. Son de los dioses. Allí viven espíritus. ¡No tiene que destrozarlas!
—¡Ya lo oye! —se burló Simson—. Ella misma dice que no son suyas. Así que...
—Aquí están registradas como tierras maoríes —objetó Karl con severidad—. ¿Ve esa protuberancia en el mapa? Debe referirse a este lugar. De todos modos, iremos a verlo. Vamos, ariki, padre O’Toole... Cuanto antes vayamos, antes aclararemos este asunto. Y usted, señor Johnson, deje claro a los señores Simson y Carter que deberán aceptar las decisiones que se tomen. Tengo el presentimiento de que lo que nos espera...
Karl se dirigió a su caballo e Ida y Mara lo siguieron para coger de las alforjas los regalos para las mujeres maoríes. Pequeñas cosas: pañuelos de colores, bisutería barata y un par de saquitos de semillas. No habían podido transportar en los caballos regalos más prácticos como mantas o utensilios de cocina. De todos modos, Mara se dio cuenta al echar un vistazo a las mujeres que salían de las casas que tampoco los necesitaban. Era evidente que se trataba de una tribu pudiente, el jefe debía de haber repartido justamente el producto de la venta. Las mujeres y los niños llevaban indumentaria pakeha, más adecuada para el clima neozelandés que las prendas de lino tradicionales de los maoríes. Muchas llevaban crucecitas de madera sujetas con cordeles de piel al cuello. Sustituían las figurillas de dioses que las tribus solían tallar en jade pounamu. Algunas mujeres se aproximaban confiadas al padre O’Toole, hablaban con él y dejaban que las bendijera.
—¡Nosotros todos cristianos! —declaró una joven a la sorprendida Ida, al tiempo que se tocaba con orgullo la crucecita—. ¡Bautizados! ¡Misión Kororareka!
—La misión que tenemos en Russell existe desde 1838 —intervino complacido el padre O’Toole—. Fue fundada por padres dominicanos y por padres y hermanas maristas.
—¿Son... católicos? —preguntó la madre de Mara algo vacilante.
Ella misma había crecido en una comunidad de antiguos luteranos muy severa. Siempre le habían hablado de los «papistas» como de anticristos más que como de hermanos y hermanas en la fe de Jesús.
Mara nunca se había preocupado gran cosa por las diferencias entre las distintas tendencias religiosas cristianas. Cerca de Rata Station no había ninguna iglesia, por lo que los niños no podían asistir con regularidad a los servicios religiosos. Ida rezaba con sus hijas siempre que estaban en casa. Cuando acompañaba a su marido de viaje para realizar alguna medición topográfica, Mara y sus hermanas se quedaban al cuidado de Catherine Rat. La amiga de Ida y «segunda madre» de las chicas no rezaba al Dios de los cristianos. Se había criado con una tribu maorí y solía acercar a los niños a los dioses y espíritus de los indígenas. A esta mezcla de creencias se sumaba un poco de anglicanismo. La profesora particular de Mara, miss Foggerty, había impartido con fervor y escaso éxito clases de religión. Las niñas no habían aguantado a esa mujer severa y carente de humor. Antes de rezar al Dios de la profesora, preferían dirigirse a los espíritus con un par de maldiciones. Mara y Eru habrían estado encantados de enviar de vuelta a miss Foggerty a Inglaterra. No lo habían logrado. Mara no podía recordar ninguna oración que le hubiese sido atendida.
El padre O’Toole sonrió.
—Yo, por mi parte, soy irlandés, nosotros somos todos católicos. Pero esto no creo que sea tan importante aquí. Da igual con qué tendencia religiosa los maoríes se acerquen a Dios, lo decisivo es que consigamos que dejen de ser paganos.
—Lo importante es no soliviantarlos —farfulló Karl. También él quería continuar. Tenía remordimientos por haber dejado solos a Cat y a su amigo y socio Chris Fenroy con el esquileo de las ovejas—. Venga ahora, padre, ya contará más tarde a sus ovejas.
Los hombres se pusieron en camino.
Ida y Mara se unieron a la joven que acababa de enseñarles la cruz. Hablaba un poco de inglés e indicó a Ida que ayudase a las mujeres a preparar una gran fiesta que se celebraría al anochecer. Hablando animadamente entre sí, llevaron boniatos y tubérculos de raupo a la plaza de las asambleas para pelarlos y trocearlos. Otras mujeres añadieron pájaros y pescados que pensaban asar en el fuego al aire libre.
Ida tomó el cuchillo de pelar y las verduras. Mara pensó que su madre apenas llamaba la atención en el corro de mujeres. Ida Jensch tenía un cabello oscuro y liso que llevaba recogido de forma natural, pero ese peinado también se estilaba ya entre muchas maoríes. La tez de Ida tampoco era tan clara como antes, el sol de la Isla Norte había tostado su piel. Solo sus ojos claros, de un azul porcelana, la delataban como una extraña... y, claro, también su falta de conocimiento del idioma.
—Mara, ¿he entendido bien que planean hacer una fiesta? —preguntó a su hija—. Me refiero a que... por supuesto es muy amable. Pero un poco raro, ¿no? Antes nos han saludado con un haka de guerra. El jefe ha aparecido como dispuesto a abalanzarse sobre nosotros... ¿Y justo después nos preparan un gran banquete?
Mara también se había dado cuenta de ello y no estaba nada contenta. Una fiesta les obligaría a pernoctar allí.
—No es una fiesta para nosotros, Mamida —le respondió. Acababa de preguntar a unas muchachas de su misma edad al respecto—. Hace tiempo que la llevan planificando. Kawa, la esposa del jefe, está muy inquieta por ello. Esta tarde esperan a un misionero, mejor dicho, a un reverendo. Te Ua Haumene es un maorí de una tribu de la región de Taranaki. Lo educaron en una misión de la zona y estudió la Biblia. Luego prestó servicios en otras misiones, puede que hasta haya sido ordenado sacerdote. Las chicas no lo saben con exactitud. Ahora, en cualquier caso, es una especie de profeta. Unos dioses le han comunicado algo importante. Y hoy quiere predicar al respecto.
—Pero no hay nuevos profetas —objetó con severidad Ida—. Solo Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. Si hubiera nuevas revelaciones entonces... entonces habría que reescribir la Biblia.
Mara se encogió de hombros y suspiró.
—Me temo que tendremos que escucharlo. A menos que papá, el señor Johnson y esos granjeros no se peleen con el jefe. Sea como fuere, las mujeres ya nos han invitado al servicio religioso y el padre O’Toole seguro que querrá quedarse. Aunque ese Haumene sea anglicano u otra cosa.
—¡Oh, sí, el padre O’Toole hombre grande, buen cristiano! —intervino una joven maorí que estaba limpiando verdura al lado de Ida. Parecía muy orgullosa del poco inglés que conocía—. A nosotros ha leído historias de Biblia en nuestra lengua. Y ahora todavía es mejor. —La mujer estaba contenta—. Ahora Te Ua Haumene el único profeta maorí. Escribe Biblia propia para su propio pueblo.
2
Los hombres regresaron cuando apenas habían pasado dos horas de su marcha. El jefe y la anciana de la tribu que los habían acompañado, andando junto a los caballos de los pakeha, parecían eufóricos. Kennard Johnson y sus hombres se veían relajados, y el granjero Carter se mostraba satisfecho. El único que estaba furibundo era Simson.
—Ya pueden estar ustedes seguros de que esto no quedará así —advirtió a Karl Jensch y al padre O’Toole por enésima vez, según se deducía de la expresión hastiada de estos—. Acudiré al gobernador, a la Corona. Inglaterra debe proteger el derecho de un hombre.
—En Inglaterra tampoco podría usted lanzarse a talar los árboles de su vecino —le informó con acritud Kennard Johnson—. Bueno, allí no le amenazarían con matarle. En eso es cierto que el jefe tribal ha exagerado un poco...
—Para la tribu, ese árbol es sagrado —intervino Karl—. Y usted mismo lo ha visto. Un kauri espléndido, centenario con toda certeza, ¡si no milenario!
—¡De un valor de cientos, cuando no miles de dólares! —exclamó Simson—. Una madera óptima, la gente de Wellington se pelearía por ella. Pero aquí... Si hasta la vieja dice que no quieren la tierra.
Señaló a la anciana de la tribu que los seguía, caminando serena junto al jefe, y que no se dignaba ni a dirigir una mirada a Simson. Y eso que seguro que entendía al menos una parte de la conversación.
—Ella no lo ha dicho así —lo corrigió Karl—. Claro que ella reclama la tierra, y lo dejó claro entonces, cuando se vendieron las parcelas. Le he enseñado el mapa. Pero no la reclama para ella, sino para los espíritus a los que pertenece el árbol. Y eso debe ser respetado.
—¡Pensaba que esta gente estaba bautizada! —Simson no daba el brazo a torcer, incluso cuando los hombres desmontaron y ataron sus caballos—. ¿Qué dice usted de esto, reverendo?
Mara se acercó a ellos. Si su padre no desensillaba su montura, había muchas posibilidades de que se fueran de inmediato. A lo mejor hasta se ahorraba el servicio religioso. Pero sus esperanzas se vieron frustradas. Karl dio unos golpecitos al caballo en el cuello y lo liberó de la silla.
—Padre —lo corrigió O’Toole, que parecía haber mordido un limón—. Dicho con franqueza, a ese respecto tengo sentimientos encontrados, señor Simson. Mi religión me ordena talar uno de esos árboles siguiendo la tradición del santo Bonifacio. Es de paganos rezar a plantas y animales. El Señor advierte que no debemos tener otro dios que Él. Por otra parte, se trata de un árbol hermoso, un ejemplo espléndido de las maravillas del Creador.
—Señor Simson, no se trata de lo que diga el padre O’Toole al respecto —interrumpió Karl el sermón del sacerdote—. Ni de si es un árbol especial o una haya del sur como tantas otras. Se trata únicamente de si el árbol se encuentra en sus tierras o en las de sus vecinos. Y, en este caso, está claro que las tierras son de los ngati hine. Y el árbol también, por supuesto, así que déjelo correr, por favor.
—Y no vaya a creerse que va a salirse con la suya si, a pesar de todo, tala el árbol —añadió Kennard Johnson—. La Corona no emprenderá ninguna guerra si Paraone Kawiti lo ajusticia por esta razón. Hay precedentes. ¡Acuérdese del conflicto de Wairau!
Por aquel entonces, algunos ingleses perdieron la vida cuando un miembro de un grupo pakeha disparó a matar contra la esposa de un jefe. El gobernador había culpado a los colonos y pedido disculpas a los maoríes, en lugar de vengar a su gente.
Simson se marchó a caballo disgustado, mientras que el jefe invitaba también a los hombres de la comisión a la fiesta y a escuchar al «Profeta». Carter se quedó. La resolución había sido positiva para él. Cuando Karl sacó una botella de whisky de sus alforjas y la hizo circular para celebrar el acuerdo de paz, tomó un par de buenos tragos. Poco después estaba sentado junto al fuego con los soldados ingleses, rodeado de varias chicas maoríes muy risueñas.
Mara vio que sus esperanzas de una partida inminente no prosperaban.
—¿Significa esto que pernoctaremos aquí? —preguntó a su padre, al que acompañaba para ir en busca de su madre.
Karl se encogió de hombros.
—Casi diría que sí, Mara. El padre O’Toole está interesado en oír a ese predicador y el señor Johnson se mueve como si todo le doliera. Es muy poco probable que hoy mismo pueda volver a montar.
La joven hizo una mueca.
—Pensaba...
—No puedo cambiarlo, Mara —la interrumpió su padre con cierta impaciencia—. Ya sabes que yo también quiero ir a Rata Station, y por razones más importantes que tú, cariño. Tú solo quieres volver para coquetear con Eru lo antes posibles y sé por experiencia que esto solo dará problemas. Jane defenderá a su hijo con uñas y dientes...
Mara lo fulminó con la mirada.
—Yo también puedo ser muy mala —advirtió.
Karl rio.
—Cuando Eru y tú seáis mayores, Mara, podrás pelearte con su madre por él. O dejar simplemente que sea él mismo quien decida. Pero acabas de cumplir quince años y él catorce, si recuerdo bien. Así pues, tendréis que rendiros a los deseos de Jane. Por otro lado, tu madre y yo somos de la misma opinión que ella. En principio, Eru es un chico amable y tal vez algún día forméis pareja. Pero habrá que esperar un par de años. Por ahora sois demasiado jóvenes. Ah, ahí está Ida.
Karl se reunió con su esposa para contarle sus experiencias con los granjeros y los maoríes. Mara reprimió una réplica ácida sobre lo que Karl había dicho respecto al tema Eru. Ida y Karl no le harían caso. Así que ella escuchó con desgana lo que él contaba.
—Ese Simson ya puede estar contento de haber sobrevivido a su intento —empezó Karl—. Una sacerdotisa lo descubrió cuando se disponía a levantar el hacha para cortar su kauri sagrado. La mujer soltó un grito estridente y un par de guerreros enseguida lo detuvieron. ¡No quiero imaginar lo que habría ocurrido si hubiera conseguido talar el árbol!
Ida asintió.
—¿Y el otro? —preguntó—. ¿Por qué estaban peleados con el señor Carter?
Su marido sonrió.
—En este caso, el error era de los maoríes. Ya los conoces, para ellos la tierra es de quien la trabaja. Carter ni ha cultivado el prado ni lo ha utilizado de pastizal, mientras que una de las mujeres que quería ampliar su huerto de kumara se limitó a sembrarlo. La mujer no entendía por qué se enfadaba tanto, pero él tampoco debería haber destrozado el cultivo. Ahora hemos aclarado la situación y todos se han puesto de acuerdo. Este año la mujer podrá acabar de cosechar sus boniatos y le dará la mitad al señor Carter. El año que viene ya no cultivará esa tierra. No se trataba más que de un malentendido. Al granjero tampoco le iba de medio morgen de tierra. Solo tenía miedo de que la tribu siguiera actuando así.
—Bueno, al menos este caso se ha resuelto bien.
Ida cogió a su marido del brazo y los dos se acercaron a las hogueras que ya llameaban vivaces. Mara los siguió. Las mujeres acababan de empezar a cocinar y asar. Por el poblado se extendió el aroma de la comida y a la joven se le abrió el apetito. Pero antes de comer, habría que aguantar el sermón.
Cuando empezó lentamente a oscurecer, un niño informó de que se acercaban tres guerreros al poblado.
—¡Te Ua Haumene! ¡Viene!
Ida frunció el ceño.
—¿Qué es ese hombre? ¿Guerrero o sacerdote, predicador o profeta?
El padre O’Toole, que se había sentado alrededor de la misma hoguera que Ida, Mara y Karl, se encogió de hombros.
—No lo sé. No lo conozco, nosotros somos una misión católica. Solo he oído hablar de él. Y espero que sea realmente un enriquecimiento para el cristianismo en esta tierra. Lo de hoy con ese árbol al que los maoríes veneran... Tal vez ustedes no lo entiendan, pero para mí es como... como una bofetada, el fracaso de la obra de mi vida. Hace décadas que conozco a esta tribu, he enseñado a los niños y bautizado a la gente... ¡y ahora esto! Quizá debería regresar a Irlanda.
El misionero parecía deprimido. Karl le tendió la botella de whisky.
—No pueden despedirse tan fácilmente de sus dioses y espíritus —lo consoló—. A lo mejor no es algo tan terrible. ¿Acaso no conservan todavía en Irlanda, tras miles de años de cristianismo, a sus lepichans, o como se llamen esos enanos para los que construyen ustedes cabañas en los jardines?
En el rostro del religioso asomó una leve sonrisa.
—Se refiere a los leprechaun. Y esas cabañas... Sospecho que los hombres de mi tierra ocultaban ahí a sus esposas las reservas de whisky. Pero bien, si usted lo ve así...
—Así es probablemente como deba verse —dijo Karl—. Por ello, no se disguste con esta gente. Yo, personalmente, encuentro más escandalosa la conducta de ese Simson. Piensa de verdad que puede hacer lo que se le antoje con la tribu y que cuenta con el apoyo de la Corona inglesa.
O’Toole suspiró.
—Ya. Nuestros compatriotas blancos no son todos unos buenos cristianos. Hay ocasiones en que... Bah, no me haga caso, de vez en cuando no siento más que hastío. Los maoríes que se bautizan hacen luego lo que se les antoja... Esas descabelladas guerras de estos últimos años, porque un jefe testarudo y posiblemente borracho rompe el asta de una bandera y las autoridades se lo toman como una ofensa personal a la Corona... La expropiación de tierras, de lo que es comprensible que se quejen los indígenas... Gente como ese Simson... Que aparezca un cristo maorí y quiera hacer de maestro me parece una luz resplandeciente en la noche oscura. Solo espero no volver a sufrir una decepción.
Te Ua Haumene era un hombre bien parecido de mediana edad. Tenía una cara ancha y no estaba tatuado. Unas arrugas pronunciadas se extendían entre la nariz y la boca. El «Profeta» llevaba barba y sobre sus ojos oscuros y algo rasgados se arqueaban unas espesas cejas. Su indumentaria no correspondía ni a la sotana del sacerdote católico ni al hábito negro del misionero anglicano. Llevaba la ropa de un maorí bien situado —una prenda superior tejida con primor y un faldellín de lino, todo ello cubierto por una valiosa capa, digna de un jefe—. Sus acompañantes iban vestidos con más sencillez, con la indumentaria propia de los guerreros. El predicador y sus hombres habrían sido considerados por cualquiera como un ariki y su guardia.
El padre O’Toole contempló impertérrito que las mujeres del poblado corrían encantadas al encuentro de Te Ua Haumene y, devotas, le pedían su bendición igual que habían hecho poco antes con él. Los hombres se mantuvieron a distancia, si bien dos ancianos del poblado y un pariente del jefe intercambiaron el hongi con el predicador. El mismo Paraone no lo hizo: los ariki de las tribus de la Isla Norte siempre guardaban la distancia con sus súbditos.
Te Ua Haumene y sus hombres tomaron complacidos asiento en el lugar que les ofreció la esposa del ariki, en la hoguera central. Era evidente que estaban hambrientos tras el viaje. El Profeta venía de Taranaki, pero cada dos o tres días predicaba en una tribu que les daba hospitalidad a él y sus hombres. Era obvio que los ngati hine se la ofrecían de buen grado. Honraron a sus invitados con una comida espléndida y complicadas ceremonias de bienvenida. Entretanto, la esposa del jefe tribal señalaba una y otra vez al padre O’Toole, y otros habitantes del poblado mostraban sus cruces a Te Ua. Pero este no parecía deseoso de conocer al sacerdote. Le dirigió un discreto saludo.
—A lo mejor tiene algo contra los papist... hum... los católicos. —Ida intentó consolar al religioso, dolido a ojos vistas por la conducta del predicador—. Se educó entre anglicanos.
El padre O’Toole se encogió de hombros. Karl le tendió la botella de whisky y él la cogió agradecido.
A Mara también le habría gustado beberse un trago. Ya estaba harta y volvía a aburrirse. Parecía como si ese viaje no fuera a terminar nunca.
Cuando Te Ua Haumene por fin se levantó para hablar a los presentes, ya había oscurecido. La luna brillaba en el cielo y su resplandor se unía a las llamas de las hogueras formando un ambiente casi fantasmagórico. El viento apartaba el largo cabello del rostro del Profeta.
—Sé bienvenido, viento —empezó su alocución. Al hablar no miraba a sus oyentes, su mirada parecía perderse en el cielo—. ¡Saluda a tu mensajero!
El padre O’Toole traducía simultáneamente para Karl e Ida.
—¿Mensajero? —preguntó ella.
—Haumene significa «hombre del viento» —señaló Mara al tiempo que se levantaba para ir a buscar un poco de agua. Así llamó la atención, pues todos estaban sentados y quietos, escuchando devotamente las palabras de Te Ua Haumene. Una mirada inmisericorde del Profeta la reprendió.
—Escucha de mis labios las palabras de Dios. El viento nos insufla su espíritu, la buena nueva, el nuevo evangelio, ¡yo lo transmito a los creyentes!
—Pai marire! —recitaron los dos hombres del Profeta.
—Pai marire! —exclamó Te Ua y sus oyentes lo repitieron en coro.
—Significa «en paz», ¿verdad? —preguntó Karl a su hija y al sacerdote.
Ambos asintieron.
—Bueno y pacífico, exactamente —tradujo O’Toole—. Así llaman a su movimiento religioso. O también hauhau.
—Pero ¿un nuevo evangelio? —preguntó Ida incrédula.
El sacerdote volvió a mostrarse abatido.
—Os saludo, pues, mi pueblo, mi pueblo elegido... —Te Ua Haumene se detuvo un instante, como para que sus palabras obraran efecto. O’Toole lanzó un suave suspiro—. He venido hasta aquí para reuniros a todos —prosiguió— en su nombre. Para convocaros como yo también fui convocado a través del mayor de todos los jefes tribales, a través de Te Ariki Makaera, el comandante de los ejércitos del cielo.
—¿Eh? —preguntó Karl.
—Se refiere al arcángel Miguel —respondió O’Toole sarcástico.
—Mirad, soy uno de los vuestros, soy maorí, nacido en Taranaki, pero los pakeha nos llevaron a mi madre y a mí a Kawhia. Yo les serví como esclavo, pero no les guardo rencor, pues fue por voluntad de Dios que aprendí su idioma y escritura. Estudié la Biblia, la palabra de Dios, y me bauticé porque estaba seguro de que la religión de los pakeha podía conducirme a una vida mejor. Pero entonces se me apareció Te Ariki Makaera y me desveló que yo no debía ser el conducido, sino el conductor. Igual como Moisés liberó a su pueblo de la esclavitud, también yo he sido elegido. Debo hablaros del hijo de Dios, Tama-Rura, al que los pakeha llaman Jesús, si bien me fue revelado que esa era solo otra forma de llamar al arcángel Gabriel.
—Está chiflado —susurró Ida.
—Y es peligroso —observó Karl.
—Y todos ellos, todos ellos esperan con la lanza y la espada en la mano, guiar a su pueblo elegido hacia la libertad.
—Pai marire! —gritaron los hombres y lo repitieron en voz alta los aldeanos.
—Bondad y paz... ¿Encajan con eso las espadas? —preguntó Ida.
Mara arqueó las cejas resignada, un gesto con el cual le gustaba demostrar a los adultos lo que pensaba de ellos y sus ideas.
—¡Pues vosotros no sois libres, pueblo elegido! —advirtió el predicador con voz atronadora—. Compartís vuestra tierra con los pakeha y a menudo pensáis que son vuestros amigos porque os dan dinero y cosas que podéis comprar con él. Pero de verdad os digo: ¡No os lo dan a cambio de nada! ¡Se apropian de vuestra tierra, se apropian de vuestra lengua, y también se apropiarán de vuestros hijos!
Las mujeres reaccionaron con exclamaciones de miedo, parte de los hombres con protestas.
—Vosotros no habéis invitado a esas personas, han venido simplemente para quitaros vuestras tierras...
Karl iba a intervenir, pero a su lado, el padre O’Toole ya se había puesto en pie.
—¡Os trajimos también al Dios contra el que ahora blasfemas! —espetó al predicador.
Te Ua Haumene lo miró.
—Podéis haber sido la canoa en la cual llegó el auténtico dios a Aotearoa —le contestó—. Pero a veces hay que quemar la canoa cuando uno quiere sentirse como en su propio hogar. Dios todavía estará aquí cuando haga tiempo que hayamos expulsado a los pakeha de nuestra tierra. ¡Cuando el viento se los haya llevado! Pai marire, hau hau!
Desconcertado, O’Toole volvió a sentarse junto a la hoguera. Se rascó la frente mientras las criaturas a las que había convertido y bautizado iban invocando al viento el espíritu de Dios.
En ese momento, Te Ua Haumene introdujo también el movimiento en la asamblea. Mandó a sus seguidores que levantaran un poste al que llamaba niu y que, por lo visto, debía de simbolizar la buena nueva que llevaba a los maoríes. Alrededor de ese poste sus hombres se pusieron a golpear el suelo con los pies, casi como en las danzas de guerra, al tiempo que animaban a los presentes a que se unieran a ellos. Te Ua Haumene recitaba al mismo tiempo unas sílabas extrañas y propagaba más principios de su religión. Cada vez eran más los jóvenes habitantes del poblado que se levantaban y se unían a los guerreros alrededor del niu.
—Deberíamos marcharnos de aquí —sugirió Karl—. Antes de que el Profeta empiece a limpiar este país de pakeha. Mara, ve a avisar al señor Johnson y a los casacas rojas, yo sacaré al señor Carter del delirio de fraternidad con sus vecinos. No parece que nadie se haya enterado de nada, pero los chicos tampoco lo defenderán si uno de ellos enloquece. Ida, tú lleva al padre O’Toole a los caballos. No vaya a ser que vuelva a pelearse con este loco.
Mara no se lo hizo repetir dos veces, y no solo porque estaba ansiosa por marcharse. Ya se había hecho a la idea de pasar la noche en el marae, no la atraía la larga cabalgada a través de la noche. Pero la atmósfera fantasmagórica, las lúgubres palabras del Profeta y la danza delirante de los hombres alrededor del niu le daban miedo. Ella consideraba a los maoríes su pueblo. Si se casaba con Eru, se convertiría en miembro de la tribu ngai tahu. Pero nunca había visto así a sus compatriotas. Parecía como si el soplo de un viento perverso les hiciera perder la razón y la sabiduría.
El padre O’Toole así lo percibía también. Parecía estar en trance cuando Ida lo condujo entre las hogueras, por fortuna sin que nadie los molestara. Un par de nativos tal vez notaron que los pakeha se retiraban, pero al que seguro que no le pasó por alto fue al jefe, que estaba sentado en un lugar algo apartado. Sin embargo, Paraone Kawiti dejó que los blancos se marcharan sin contratiempos. Tampoco parecía entusiasmado con el Profeta que estaba cautivando a su tribu. Tal vez sentía el peligro que se desprendía de él o temía simplemente que le arrebatara el poder sobre su pueblo. Hizo una seña apenas perceptible al topógrafo y miró al padre O’Toole con una expresión que iba del desprecio a la lástima.
—¡Dese prisa! —advirtió Karl al misionero.
Mara, que había ayudado a ensillar los caballos a Carter, disgustado por tener que marcharse, y a los inquietos soldados, tendió al padre O’Toole las riendas de su huesudo bayo. Era como si el religioso no se decidiera a montarlo, como si le faltaran las fuerzas.
—¡Quiero marcharme de aquí! —lo urgió Mara.
—Yo también —susurró O’Toole—. Esto es... esto es irrevocablemente el fin. Me vuelvo a Galway. Dios proteja esta tierra.
3
—¡Dios os ha llamado y vosotros habéis seguido su llamada! —La voz del reverendo William Woodcock llenaba la pequeña iglesia del St. Peter’s College. Complaciente, el archidiácono de Adelaida deslizó la mirada por los ocho jóvenes alineados delante del altar. Estos levantaban la vista hacia él fervorosos y expectantes—. Y ahora repartíos por todo el mundo y bautizad a los pueblos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñadles todo lo que yo os he encomendado. ¡Y sabed que estaré con vosotros cada día hasta el fin del mundo!
—Amén —resonaron las ocho voces de los recién ordenados misioneros, así como las de los familiares y amigos que se habían reunido para ese solemne servicio religioso.
La Australian Church Mission Society sostenía un instituto de formación que cada año enviaba al mundo un puñado de jóvenes devotos y sólidos creyentes para convertir a los infieles. La mayoría de ellos se quedaba en el país, el enorme continente de Australia ofrecía un amplio campo de acción. Pero de vez en cuando también enviaban a alguno a Nueva Zelanda, India o África.
William Woodcock pronto asumiría la tarea de asignar su futuro campo de acción a los candidatos de ese año. Levantó los brazos para bendecir a los presentes cuando resonó el último amén. Los ocho jóvenes formaron una fila para salir ceremoniosamente de la iglesia, mientras el órgano resonaba y el coro del College entonaba un cántico. La mayoría de los presentes en el servicio se unieron al canto. Casi todos los aspirantes de la escuela misionera procedían de familias fervientemente religiosas. Ahí todos conocían el texto y la música de los himnos eclesiásticos habituales.
Franz Lange atravesó la iglesia en el tercer puesto. Como sus correligionarios, mantenía la cabeza gacha. Solo cuando en uno de los últimos bancos oyó unas palabras en alemán, levantó brevemente la vista y vio a su padre. Jacob Lange se encontraba dignamente flanqueado por los hermanastros más jóvenes de Franz y entonaba el cántico en su lengua materna. Y al hacerlo, su sonora y profunda voz ahogaba sin esfuerzo las voces de sus vecinos de banco. No notaba que desconcertaba a los demás cantando en una lengua distinta y, de haberlo notado, le habría dado igual. Para Jacob Lange, el Evangelio tenía que ser predicado en la lengua de Martín Lutero. Consideraba las lenguas extranjeras un molesto engorro. Veinte años después de haber emigrado de Mecklemburgo, todavía no hablaba inglés. Por consiguiente, no había entendido ni una palabra de la ceremonia en que Franz se había ordenado sacerdote.
Y Franz tampoco se había atrevido a esperar que su padre fuera a estar presente el día de su ordenación. Si bien la Australian Church Mission Society procedía del antiguo luteranismo, se la consideraba una organización de la Iglesia anglicana que no interpretaba el Evangelio de forma tan rígida como Jacob Lange esperaba. Pero para Franz no había habido alternativa: la comunidad alemana de Adelaida, a la que pertenecía la familia Lange desde que habían inmigrado, no disponía de ningún seminario. Si Franz quería seguir la llamada de Dios, no le quedaba otro remedio que acudir a St. Peter.
Al ver a su padre y sus hermanos —y al pensar en la llamada de Dios—, Franz sintió una pizca de remordimiento. Nunca lo hubiera confesado a nadie, pero la vocación de convertirse en predicador no era lo único que le alejaba de la granja de la colonia alemana de Hahndorf. De hecho, Franz estaba harto del monótono y duro trabajo en los campos, que interrumpía exclusivamente para ir al servicio religioso o a rezar. Desde pequeño había sido de complexión débil. En su infancia siempre había sufrido resfriados y disneas. Ni el clima de Mecklemburgo ni el de la Isla Sur de Nueva Zelanda, donde había vivido la familia de Jacob Lange al principio, eran beneficiosos para su constitución. La calidez de Australia le sentaba mejor, pero el esfuerzo que exigía hacer cultivable la nueva tierra no había contribuido a mejorar su salud. Jacob Lange había exigido al hijo menor de su primer matrimonio una entrega total al trabajo. Al llegar a Australia, enviaba a su hijo, entonces un niño de diez años, a la escuela alemana, pero por las tardes lo hacía trabajar hasta que el muchacho acababa rendido.
«¡Solo para que no se te ocurra ninguna tontería!» Franz había escuchado esta frase incontables veces durante su adolescencia. Y en cada ocasión volvía a renacer el rencor hacia los hermanos que habían escapado de forma más o menos autónoma de la autoridad paterna. Tanto el hermano de Franz, Anton, como su hermana Elsbeth se habían ido sin recibir la bendición paterna. Ambos debían de encontrarse en algún lugar de Nueva Zelanda, pero Jacob Lange no tenía ningún contacto con ellos y no mostraba ningún interés por localizarlos. Lange y su segunda esposa, Anna, solo mantenían una correspondencia esporádica con la hija mayor, Ida, si bien las cartas tampoco decían gran cosa. Ida se había casado en Nueva Zelanda con un miembro de la comunidad de la antigua Iglesia luterana y había enviudado después de modo algo turbio. Enseguida había vuelto a casarse, por lo que Franz había entendido, con un hombre que su padre no aprobaba.
Franz y los otros jóvenes misioneros salieron en ese momento por la puerta de la iglesia y esperaron fuera a sus familias.
Los Lange estaban entre los primeros que salieron a la clara luz del sol invernal australiano. Franz intentó esbozar una sonrisa y tendió ambas manos a su padre y a su madrastra. Anna y sus tres hijas volvían a reunirse en ese momento con su marido y los dos hijos varones. En la iglesia, los hombres y las mujeres se sentaban en lugares estrictamente separados. Ella, al menos, respondió a la cordial expresión de su hijastro. Algo avergonzada, le sonrió bajo la atildada capota.
Puesto que nadie tomaba la palabra, Franz se esforzó por recibirles con un sincero saludo.
—¡Padre, madrastra! ¡No sabéis cuánto me alegra que hayáis venido!
Franz esperaba que su padre tal vez lo abrazara. Pero Jacob Lange se quedó tieso delante de él.
—Ahora en invierno no hay tanto trabajo en la granja —farfulló.
Anna Lange miró a su marido y movió tolerante la cabeza. Luego se aproximó a su hijastro y le cogió las manos tendidas.
—Tu padre está muy orgulloso de ti —afirmó.
También Anna hablaba en alemán, pero al menos podía hacerse entender en inglés. La escuela de Hahndorf enseñaba la lengua del país, si bien a muchos colonos no les parecía importante lo bien que llegaran a expresarse sus hijos en ella. La mayoría nunca abandonaba el pueblo.
Para Franz Lange, por el contrario, aprender siempre había sido importante. Conservaba en su mente el ejemplo de sus hermanas. Pues por mucho que se enfureciera en secreto porque Ida y Elsbeth habían tenido la desfachatez de abandonarlo, la avidez de sus hermanas por aprender el inglés al llegar a Nueva Zelanda les había sido provechosa. Las dos eran libres. Franz sabía que tenía que hablar el idioma de su nuevo país con la mayor fluidez posible si quería evitar algún día trabajar como un esclavo en Hahndorf. Esa era la razón por la que estudiaba con verdadero afán el inglés, si bien la relación con los números le resultaba mucho más fácil. Franz calculaba con la velocidad del rayo y memorizaba con facilidad, mientras que escribir redacciones se le daba peor. Desde este punto de vista, habría sido un contable o un empleado de banco mejor que un predicador. A veces, hasta había soñado con estudiar matemáticas. Pero no podía ni pensar en ello. Si Jacob Lange dejaba marchar a su hijo, sería solo en nombre del Señor.
—Orgullo —advirtió en ese momento con expresión avinagrada y mesándose la barba poblada y blanca—. Eso es lo que siento por los hijos que saben cuál es su sitio y permanecen sumisos en su tierra, ayudando a sus padres en la ardua lucha por la existencia. Tú, Franz, más bien me has decepcionado. Pero está bien, acepto que Dios te haya llamado. Los caminos del Señor son insondables y, quién sabe, a lo mejor así expías los pecados de tus padres, marchándote a tierras extrañas para domesticar salvajes. No quiero pelearme con mi Creador, tal vez merezco perder a mi último hijo...
—¡Todavía tienes dos hijos estupendos! —le recordó Anna.
Aquella mujer bajita, siempre vestida con el traje oscuro de las antiguas luteranas, y cuyo cabello oscuro ya empezaba a clarear, no tenía muchos más años que la hermana mayor de Franz. Después de la boda había tenido siete hijos, uno tras otro. Dos chicos y tres chicas habían sobrevivido y eran fuertes y sanos. Fritz y Herbert ya ayudaban mucho en la granja. Las chicas también se estaban convirtiendo en mujeres diligentes y amantes de la casa como Anna.
Jacob Lange asintió.
—Ya digo que no me pelearé con mi Creador, me ha colmado de regalos en los últimos tiempos. Sin embargo... Franz, ¡no olvides tu antiguo hogar! No abandones tu lengua ni tu pasado. Da igual adónde llegues, piensa siempre que eres un chico de Raben Steinfeld...
—¿Vienes, Franz? —Marcus Dunn, su compañero de habitación durante el período de formación como misionero, interrumpió el sermón de Jacob Lange—. El archidiácono ya ha llamado a su despacho a John y Gerald. ¡Está informando de qué lugar se le otorga a quién! Seguro que tú eres el próximo.
Franz aprovechó la oportunidad para retirarse.
—Podéis quedaros —invitó a su familia—. En el campus hay un bufet, comida y bebida, celebramos que nos hemos licenciado...
Jacob Lange resopló.
—No veo qué es lo que hay que celebrar. Y tenemos que volver a casa, hay que ordeñar diez vacas. Por tanto, que Dios te acompañe, Franz. Espero que te guíe realmente por el camino...
Franz apretó los labios, pero su padre ya había emprendido la marcha. Desvalida, Anna se encogió de hombros. Era una persona dulce y complaciente. Cuando Jacob se casó con ella, había admitido cariñosamente a Franz como hijo suyo y le había hecho la vida mucho más fácil en muchos aspectos. Se dedicaba incondicionalmente a su esposo. Nunca le había llevado la contraria o se había opuesto a él. Franz se preguntaba si quería para sí mismo algún día a una mujer similar. Si había de ser sincero, preferiría una con la que poder conversar, que no siempre le dijera sumisa que sí, sino que alguna vez también le dijera que no. Franz plantearía de buen grado preguntas y compartiría secretos con ella.
Pero ahora no tenía tiempo de pensar en esas cosas. Ese día le procuraba una mezcla de sentimientos: la breve alegría por haber concluido con éxito su formación, el orgullo de poder llamarse en el futuro reverendo, los repetidos sentimientos de culpa frente a su padre y el profundo temor ante la decisión respecto a su futuro.
Pues había algo más que Franz no le había contado a nadie y que él mismo admitía de mala gana: por muy fácilmente que aprendiera, por mucha fluidez con que predicara y por aplicadamente que propagara la palabra de Dios, la idea de ponerse ante unos infieles a los que había de convertir, lo paralizaba de terror. Franz nunca había tenido un contacto real con los aborígenes, los nativos de Australia. Los anteriores propietarios de las tierras en que se encontraba Hahndorf habían sido trasladados a lugares más lejanos. Lo mismo le había ocurrido a la tribu que originalmente había vivido en el área de Adelaida. Por las calles de la ciudad todavía se veían algunos negros, rondando por las calles como mendigos o borrachos, desagradables pero inofensivos. A veces, durante la formación de Franz como misionero, algunos docentes invitados habían traído desde Outback a unos seres exóticos pero ya bautizados. Tampoco daban miedo, sino que eran dóciles y callados. Vestían ropa occidental y bajaban sumisos la cabeza. Pero Franz todavía recordaba la entrada de los Lange en Nueva Zelanda. Habían llegado justo durante los disturbios del conflicto de Wairau con maoríes hostiles. Si bien la familia no había tropezado con ningún maorí en la ciudad de Nelson, a ese niño pusilánime le bastó con las historias sanguinarias que corrían por la ciudad. En Australia, Franz todavía había oído cosas mucho peores. Los aborígenes estaban considerados más belicosos que los maoríes. Todos los colonos estaban al corriente de las masacres de inmigrantes, expediciones aniquiladoras y revueltas sangrientas. Circulaban reproducciones de salvajes pintados de blanco, armados con lanzas y bumeranes. Y además el Outback estaba lleno de animales peligrosos. Cuando Franz preparaba con su padre la tierra de la granja para hacerla cultivable, a menudo se había salvado por un pelo de la mordedura de una serpiente o de que lo atacara un perro salvaje. La idea de que tal vez volvieran a enviarlo a una tierra indómita para construir una misión le daba miedo.
Mientras esperaba delante del despacho del archidiácono luchaba contra los latidos de su corazón y las oleadas de sudor. Tragó sin saliva cuando William Woodcock por fin lo llamó para que entrara. ¿Qué debía hacer si efectivamente acababa en una expedición por las tierras vírgenes? ¿Podría todavía huir? ¿No le castigaría Dios por ello... o aún peor, le castigaría de inmediato a través del archidiácono, desterrándolo a un lugar mucho peor que aquel del que había escapado?
El archidiácono observó a Franz con sus ojos claros y penetrantes. Se diría que miraba directamente su corazón.
—Siéntese, reverendo Lange. Está usted muy pálido. ¿El reencuentro con la familia? ¿O acaso siente ya la responsabilidad de su oficio?
Franz musitó algo incomprensible y se recompuso.
—Todavía no he roto el ayuno —admitió.
Los futuros misioneros habían pasado la noche antes de su ordenación rezando y ayunando, y Franz casi había desfallecido de hambre durante el servicio. A continuación, el encuentro con su familia le había quitado el apetito, mientras que sus hermanastros posiblemente se habían puesto las botas con la comida que se servía en el campus.
El archidiácono asintió. Contempló con discreción al delicado joven. Franz Lange era de estatura media, muy delgado y siempre andaba algo inclinado, como si se encogiera bajo un látigo. Apenas llenaba el solemne hábito negro. William Woodcock echó un breve vistazo al informe de los profesores de Lange sobre sus aptitudes para el ejercicio de misionero. «Digno de confianza, de una fe sólida, tiene paciencia y una facilidad extraordinaria para citar la Biblia, aunque por desgracia no es un buen orador», ponía en el documento. El joven también parecía tener dificultades para sostener la mirada de su interlocutor. Pese a ello, Woodcock no apartó la vista. Miraba un rostro redondo y casi infantil con unos grandes ojos azules. Era evidente que en ellos había miedo. Woodcock no quería atormentar al joven. Le habló con amabilidad.
—Entonces no debo retenerle mucho tiempo. A fin de cuentas, tiene usted que estar fuerte para enfrentarse a los deberes que le esperan. Dígame, reverendo Lange... si tuviera usted que elegir entre las tareas que se realizan en una misión, ¿que preferiría? ¿Qué país elegiría, qué tareas?
Franz se frotó las sienes. ¿Cabía la posibilidad de que el archidiácono le hiciera partícipe de la toma de decisión? Lo mismo era una pregunta capciosa. Su padre, al menos, habría interpretado una respuesta franca como una muestra de falta de humildad y le habría confiado una tarea que le repugnara especialmente.
—Yo... yo aceptaré el lugar al que me destine Dios —titubeó—. Yo...
El archidiácono lo interrumpió con un gesto.
—Claro que lo hará. Yo ya parto de esta premisa. Pero debe de haber labores que le atraigan más o menos. Que le gusten más que otras.
Franz volvió a morderse el labio. Buscaba febrilmente una respuesta que no le comprometiera.
—Me gusta dar clases —afirmó—. Enseñar a los niños.
De hecho, Franz nunca había tenido nada que ver con otros niños que no fueran sus nuevos hermanos, y estos le parecían con frecuencia algo duros de mollera. Pese a ello, no le molestaba que Anna le pidiera que les explicara algún deber de la escuela. A cambio, mientras les enseñaba, su padre no lo enviaba a trabajar a los campos. Y en cuanto a la misión, si los nativos eran lo suficiente civilizados como para enviar a sus hijos a la escuela, no debían de ser tan peligrosos.
El archidiácono asintió y escribió una nota en el expediente que tenía delante.
—Así que un maestro nato —dijo cordialmente—. Bueno es saberlo. Por desgracia, ninguna de nuestras misiones solicita expresamente maestros. No obstante, seguro que se necesita personal en alguna misión más grande cuyo trabajo con los infieles ya esté un poco avanzado. ¿Le agradaría ocupar un cargo en uno de esos establecimientos, hermano Franz? ¿O le resultaría demasiado aburrido? Tengo aquí una solicitud de Nueva Zelanda. Uno de nuestros veteranos, el reverendo Völkner, pide refuerzos. ¿No es cierto que usted y su familia proceden de Nueva Zelanda, reverendo Lange?
Franz sintió que la esperanza nacía en su interior. No era que vinculara con Nueva Zelanda sus mejores recuerdos. De hecho, la colonia que su padre había fundado allí con sus compatriotas del norte de Alemania había sucumbido a una inundación. La ciudad de Nelson, sin embargo, le había gustado, y en el país no había serpientes, escorpiones ni animales salvajes.
—Soy de Mecklemburgo —corrigió—. Raben Steinfeld...
El archidiácono lo interrumpió con un gesto.
—Pero vivió en Nueva Zelanda. Franz, ¿le gustaría que le destinara allí? Por favor, ¡sea sincero! No puedo satisfacer todos los deseos, pero si cabe la posibilidad siempre intento que mis decisiones se adapten a las preferencias de los jóvenes misioneros. Por ejemplo, sus tres primeros cofrades deseaban fundar juntos una nueva misión en China. También necesitaríamos allí a un cuarto hombre. Así que si prefiere...
—¡No! —La réplica de Franz brotó demasiado rápida y demasiado fuerte. Si el archidiácono lo estaba poniendo a prueba, era posible que al día siguiente ya estuviera camino de China—. Yo... quiero decir que.. yo... claro que ocuparé el cargo en... en tierras lejanas, yo...
El archidiácono sonrió.
—Pero no siente la llamada realmente —observó—. Bien, reverendo Lange. Entonces le enviaremos oficialmente a Opotiki. Está en la Isla Norte de Nueva Zelanda, la misión tiene pocos años. ¡Mucha suerte, hermano Franz! ¡Vaya usted con Dios!
Franz se sentía mareado cuando volvió a salir al soleado campus... e indeciblemente aliviado. En ese momento habría podido dirigirse a los manjares expuestos en las largas mesas, acallar el hambre y bromear con sus cofrades sobre su vocación de ir a China, quizás hasta habría podido soportar sus inofensivas pullas acerca de que él «solo» se marchaba a Nueva Zelanda. Pero de hecho, dejó el campus y entró de nuevo en la pequeña iglesia.
Lleno de fervor, dio gracias a Dios.
EL REGRESO
Llanuras de Canterbury, Christchurch,
Lyttelton – Nueva Zelanda (Isla Sur)
1863
1
—Ya verás, Carol, ¡esta vez ganaremos nosotros el premio! El año pasado, con Jeffrey, solo se trataba de ir remando. ¡Joe me enseña una técnica totalmente nueva! Al fin y al cabo, él viene de Oxford. Su ocho ganó la Boat Race, ya sabéis, esa regata tan famosa del Támesis...
Linda contuvo un suspiro de aburrimiento. La señora Butler había abandonado por unos minutos el jardín para ocuparse del té y su hijo Oliver volvía a abordar su actual tema favorito: la inminente regata en el Avon, en la que participaba el club de remo de Christchurch. A Linda le resultaba difícil fingir interés. Su hermanastra Carol, por el contrario, se esforzaba pacientemente por escuchar sonriendo, animosa, la enésima explicación de su prometido y por comentarlas complacida.
Linda y Carol se alegraban de que se celebrara la regata, de las canoas pintadas de colores, de la vida social y del pícnic en la orilla del río. Todo Christchurch y sus alrededores se reunirían junto al Avon, las carreras constituían el merecido cambio después del trabajo agotador de primavera en las granjas de ovejas. El repetitivo discurso de Oliver acerca de la técnica de remo, acerca de Joe Fitzpatrick, su extraordinario compañero en los dobles y, sobre todo, el interminable análisis de sus propias posibilidades de victoria, cansaban al más paciente auditorio. A Carol solo la consolaba el hecho de que su prometido exhibía en su compromiso con el deporte perseverancia, empeño y ambición, cualidades de las que carecía en el trabajo en la granja de ovejas de su familia. Al menos de eso se quejaba el capitán Butler, su padre. La madre de Oliver encontraba lógico que su hijo se jactase de ser caballero y no granjero.
—El arte reside en no remar exactamente al mismo tiempo —proseguía Oliver—. El jefe tira un poco antes que el segundo. De ese modo se disminuye el tambaleo que se produce cuando...
Mientras Linda reprimía un bostezo, Carol asentía diligente e intentaba concentrarse más en la agradable y modulada voz de tenor de Oliver que en sus palabras. Amaba la voz del joven, así como su esbelta figura, su cabello negro y rizado, su rostro de rasgos aristocráticos y sus expresivos ojos castaños bajo unas espesas pestañas. En ese momento brillaban de emoción, pero a Carol también le gustaban cuando se oscurecían dulcemente o se abstraían en alguna ensoñación, lo que ocurría con más frecuencia. En tales ocasiones, Linda solía decir irrespetuosamente que Oliver estaba medio dormido o apático.
En su aspecto, el prometido de Carol se parecía mucho a su madre, una belleza fuera de lo común procedente de los mejores círculos de la sociedad inglesa. Los padres de Carol y Linda siempre se preguntaban con desdén, cómo el tosco capitán Butler había conseguido convencer a la mimada lady Deborah para que emigrara a su granja de ovejas recién fundada en Nueva Zelanda. Era posible que Deborah Butler simplemente se hubiera imaginado de otro modo muy distinto su vida como «baronesa de la lana» en las vastas llanuras de Canterbury salpicadas de granjas dispersas. En cuanto a la vida en el campo, debía de haber pensado más en cacerías, comidas campestres y fiestas en jardines que en dar de comer a pastores, controlar el esquileo de las ovejas y recibir las visitas más bien escasas de sus alejados vecinos.
En Nueva Zelanda había pocas invitaciones para tomar el té, la gente simplemente solía servir café en las cocinas comedor. Las conversaciones giraban menos en torno al cuidado de las rosas que acerca del adiestramiento de perros y cruces entre ovejas merino y romney. Sobre estos temas discutían también en ese momento el marido de Deborah y Catherine Rat, la madre de Linda. Catherine, a quien para espanto de Deborah todo el mundo llamaba Cat, se había dirigido enseguida al cobertizo de esquileo, tras saludar a la señora de la casa y dejar a Linda bajo su custodia. Había rechazado amablemente pero con resolución la invitación a tomar el té.
—A lo mejor luego tomo una taza, antes de marcharnos. Pero ahora es urgente que hable con su marido, señora Butler. A causa de ese joven carnero. Y luego tenemos que marcharnos. Georgie nos llevará. No contamos con mucho tiempo.
El barquero proveía de mercancías a las granjas junto al río Waimakariri y repartía también el correo. Esa mañana había llevado a Cat y a las dos chicas a casa de los Butler; era la única posibilidad de recorrer el trecho entre Rata Station y Butler Station en un día. El trayecto a caballo duraba al menos dos días, pese a que el camino que se extendía a lo largo del río estaba ya aplanado y pavimentado. Unía Rata Station con las granjas de los hermanos Redwood y los Butler, así como con dos nuevas colonias fundadas más al norte. En general, a Cat no la molestaba estar dos días de viaje y pernoctar en distintos lugares. Aprovechaba la oportunidad para charlar. Pero en la actualidad, estaban en pleno esquileo. Las últimas ovejas madre parían y en las granjas tanto hombres como mujeres tenían mucho que hacer. Únicamente Deborah Butler, a quien nunca se le habría ocurrido acercarse a una oveja, tenía tiempo en octubre para organizar una relajada tea party en su cuidado jardín.
Linda se preguntaba qué pensaría el capitán Butler de esa vida parasitaria. El viejo lobo de mar, que antes de invertir su dinero en la cría de ovejas se había enriquecido siendo capitán de un ballenero, todavía parecía, tras veinte años de matrimonio, locamente enamorado de su hermosísima esposa. Todo en Butler Station daba testimonio de tal delirio de amor. La casa señorial no estaba amueblada de forma modesta y práctica como las casas de Rat y Redwood Station, sino que parecía más bien un castillo. Para el cuidado de los jardines se había recurrido expresamente a un especialista inglés y en los establos se guardaban sensibles purasangres en lugar de caballos más robustos y pequeños ejemplares de razas cruzadas. Era evidente que el capitán Butler trataba a su esposa como una criatura de lujo similar a sus caballos, pero no así a su hijo. Si fuera por su padre, Oliver estaría trabajando en los cobertizos de esquileo en lugar de estar sentado tomando el té con su prometida, hablando sin parar de regatas.
—¡Y ahora deja de aburrir a las señoritas, Oliver!
Deborah Butler apareció por el recortado césped seguida de una joven maorí con uniforme de sirvienta inglesa que llevaba en una bandeja el servicio de té y unas pastas. La señora Butler vestía un elegante vestido de tarde azul claro con un cuerpo ceñido, chaquetita bolero y crinolina. Un encaje de color crema adornaba el borde de la falda, el escote, las mangas y la chaqueta. Deborah se había peinado el espeso cabello oscuro hacia atrás, apartado del rostro y sujetado con una redecilla de color crema. Como siempre, su aspecto correspondía al de una perfecta lady. Tanto Linda como Carol siempre se sentían mal con sus sencillas faldas y blusas en presencia de Deborah. Y eso que Carol se había esforzado por arreglarse. Su blusa blanca de muselina estaba adornada con los bramantes azul oscuro de rigor. Había renunciado a la capa a juego pues al sol ya hacía un calor primaveral. Se había recogido el cabello rubio y brillante en un complicado peinado, Linda la había ayudado a trenzarlo y a anudarle unas cintas azul oscuro que conjugaban con la blusa y la falda. De hecho, el resultado podría haber satisfecho a Deborah, pero, después de horas de viaje en barco al aire libre, algunos mechones se le habían soltado. Los rizos revoloteaban por consiguiente alrededor del hermoso rostro de Carol. Oliver la encontraba arrebatadora, mientras que su madre la contemplaba con desaprobación.
La severa mirada de Deborah Butler era inmisericorde al juzgar el aspecto de Linda. Después de aconsejar y ayudar a una nerviosa Carol a elegir la ropa y el peinado, no le había quedado tiempo para embellecerse a sí misma. Linda llevaba una blusa azul y una falda gris, y se había recogido el cabello simplemente en la nuca. Esto había ofrecido al viento más posibilidades de ataque que las trenzas de Carol. También alrededor del rostro de Linda revoloteaban unos mechones rubios.
Ambas jóvenes pasaban sin esfuerzo por mellizas, las dos cumplirían dieciocho años en mayo y tenían grandes ojos azules, los de Carol algo más oscuros y expresivos, los de Linda de un azul más claro y más dulces. Estaban un poco demasiado juntos y, al igual que los labios carnosos, eran herencia de su padre común, Ottfried Brandman. La mayoría de los hombres no podía apartar los ojos de los sensuales labios de Carol y Linda. El rostro de Carol era más delgado y el de Linda más bien oval. Pero uno percibía todo eso cuando miraba con atención. A primera vista, pesaba más la impresión de que las dos hermanas se parecían muchísimo.
—¿Qué tal le va con sus trabajos manuales, miss Carol? —preguntó cortésmente Deborah Butler, mientras servía el té a las dos jóvenes. Siguiendo la costumbre inglesa, ella misma se encargaba de hacerlo personalmente. La chica maorí no tenía otra tarea que la de quedarse de pie a cierta distancia y esperar nuevas órdenes—. ¿Se las apaña bien con el dibujo?
Carol asintió inquieta. Su futura suegra la había introducido unas semanas antes en el arte del petit point. El ribete en que estaba trabajando adornaría más tarde su traje de novia. Pero por desgracia, Carol no mostraba ni talento ni disposición para las labores de primor y por mucho que se cepillara las manos, si había manipulado todo el día riendas de caballos y correas de perros, si había tocado lana de oveja y almohazado caballos, por las más finas estrías de sus dedos y bajo las uñas todavía quedaba suciedad que teñía de gris el ribete en lugar de hacerlo resplandecer con distintos matices color crema.
Por fortuna, Linda siempre la ayudaba. Era un poco más casera que su hermanastra y, sobre todo, mucho más paciente... cuando no se trataba de estar escuchando discursos interminables sobre regatas.
—Por desgracia tengo muy poco tiempo para bordar —respondió con franqueza Carol—. Colaboro en los trabajos de la granja y por la noche estoy cansada. Además, es mejor la luz diurna para esta labor tan refinada.
Deborah Butler hizo una mueca.
—Sin duda que sí —convino amablemente—. Aunque no entiendo por qué una señorita tiene que andar ajetreada ocupándose de ovejas y perros pastores. Quiero decir que... No tengo nada en contra de que monte usted un poco a caballo, de que tenga un perrito... Por Dios, yo tenía un gatito cuando era pequeña, eso puede ser monísimo. Pero mi marido me ha contado que ha ganado usted el concurso de perros pastores de Christchurch...
Al hacer esta observación, Deborah adoptó de nuevo un gesto de desaprobación, mientras Carol asentía resplandeciente y buscaba a su collie con la mirada. Estaba orgullosa de la perra tricolor Fancy, un animal de pura raza criado por los Warden de Kiward Station. Chris Fenroy solía afirmar que Fancy había costado una fortuna, pero que valía cada uno de los céntimos que se había gastado en ella y que en los próximos años se convertiría en la madre de toda una camada propia de Rata Station.
—Cuando viva aquí con nosotros tendrá más tranquilidad para dedicarse a tareas femeninas —prosiguió Deborah Butler, antes de que Carol llegara a contestar—. En ningún caso permitiré que mi marido involucre en las tareas de la granja a la esposa de Oliver. Como miembro de la familia Butler tiene usted deberes de representación. Me refiero a que... no se habla porque sí de los barones de la lana.
Linda y Carol intercambiaron una mirada furtiva y casi se habrían echado a reír. Los deberes de representación de una baronesa de la lana en las llanuras de Canterbury se reducían a acompañar a su marido una vez al año a la reunión de los criadores de ovejas que se celebraba en Christchurch. Allí se encargaba de que este no se emborrachara hasta perder el sentido en la cena del White Hart Hotel. La anterior existencia de muchos barones de la lana, como cazadores de ballenas y de focas, era poco representativa, y no era del agrado de las damas que empezaran a rememorar, ya borrachos, sus experiencias durante la solemne cena de clausura de la reunión de criadores.
—Me gusta trabajar con los perros —defendió Carol la forma de vida que había llevado hasta entonces. No siguió, pues en ese momento Cat Rat apareció en el jardín.
—¿Podría tomar una taza de té rápida ahora, señora Butler? —preguntó sonriendo y deslizando la mirada por la extensión de césped.
En ese lugar se habían convertido casi dos hectáreas del pastizal original en un jardín y, excluyendo un haya del sur que Deborah Butler toleraba por la sombra que proyectaba, no había ni una sola planta autóctona de Nueva Zelanda. Deborah y sus jardineros habían puesto toda su energía en eliminar hasta los ubicuos matorrales de rata, que no solo daban el nombre a la granja de Cat, sino hasta al apellido de la mujer. Cat había crecido sin familia; Suzanne, su madre biológica, era una prostituta adicta al alcohol que se vendía en una estación ballenera y que ni siquiera recordaba sus apellidos. Tampoco había considerado importante dar un nombre de pila a su hija. A la niña la llamaban simplemente Kitten, «gatita».
Ya hacía tiempo que Cat lo había superado. Había huido a los trece años de la estación ballenera y luego había vivido unos años con una tribu maorí, donde había recibido el nombre de Poti, «gata». La esposa del jefe tribal y sanadora, Te Ronga, que más tarde moriría en el incidente de Wairau, la había adoptado. Cat la consideraba su auténtica madre.
—Qué jardín más bonito —observó cortésmente—. Aunque algo... raro. Son así en Inglaterra, ¿verdad?
Deborah contestó afirmativamente, mirando a Cat de forma tan crítica como esta antes había contemplado el jardín. Si no hubiera sido tan educada, habría elegido las mismas palabras para describirla: muy bonita, pero rara. Catherine Rat era una mujer que atraía la atención, aunque no hacía nada por mejorar su aspecto. Al contrario, según la escala de valores de Deborah iba vestida de forma sumamente desaliñada. Cat llevaba un vestido marrón de cotón de corte muy sencillo y totalmente inapropiado para un civilizado té de la tarde. Debajo no llevaba crinolina. Deborah temía que posiblemente no tuviera ninguna.
Claro que una crinolina habría sido muy poco práctica para trabajar en la granja y, precisamente ese día, para viajar en el bote, y Deborah casi habría podido hacer la vista gorda. Pero Cat rehusaba además usar el corsé, ¡algo realmente imperdonable! Pero eso no enturbiaba su aspecto. Cat era delgada como un junco. Su rostro dulce y oval estaba dominado por unos expresivos ojos de color avellana, que contemplaban el mundo con vivacidad e inteligencia, y en ese momento también con algo de ironía. Se había recogido en una gruesa trenza el cabello trigueño y largo hasta la cintura, lo que, con casi cuarenta años, le daba un aspecto más juvenil. Un peinado inviable para una mujer adulta, pensaba Deborah, pero ya había visto a Cat con el cabello suelto. De vez en cuando se ceñía en la frente una cinta tejida a la manera maorí para mantener el rostro despejado.
—Para dar forma a este jardín, me inspiré en el nuestro de Preston Manor —respondió Deborah con afectación—. Aunque, por supuesto, ese era mucho más grande. Incluso tenía senderos para ir a caballo y dar largos paseos a pie.
Arrojó a su hijo una breve y compasiva mirada, lo que él aprovechó para ponerse prestamente en pie. Oliver ya llevaba tiempo ardiendo en deseos por despedirse de Carol con un «paseíto» a solas: el máximo de intimidad que las severas reglas de comportamiento de Deborah permitían a los dos jóvenes enamorados.
—Miss Carol, ¿puedo mostrarle las rosas amarillas? —preguntó educadamente—. Mi madre está muy orgullosa de estos rosales, nunca prosperan en ultramar. Por supuesto, también usted está invitada, miss Linda...
Esta frase no era, naturalmente, muy invitadora. Linda la rechazó bondadosa.
—No, gracias, no me interesan las rosas —afirmó.
Lo que no era del todo cierto. De hecho, Linda tenía mucho más interés en cualquier tipo de planta que Carol. Acompañaba gustosa tanto a Cat como a las sanadoras de la tribu local maorí cuando iban a recoger hierbas. Desde que tenía un libro inglés sobre plantas curativas del Viejo Mundo, conocía los efectos del aceite de rosas contra las inflamaciones, picaduras de insectos y ligeros trastornos cardíacos, incluso cuidaba de su propio rosal en el jardín de Rata Station. Linda no solo experimentaba con aceite y agua de rosas, sino sobre todo con infusión y papilla de escaramujo contra los dolores de la menstruación y de estómago. No obstante, el color de las flores y los refinados cultivos de Deborah le resultaban indiferentes y se alegraba de que su hermana pasara un rato a solas con su prometido.
—¡Pero volved pronto! —les advirtió Cat—. Creo que Georgie llegará como mucho dentro de media hora, y no vamos a hacerle esperar.
La llegada del barquero no les pasaría inadvertida. El jardín de Deborah descendía suavemente hasta el Waimakariri, lo que posibilitaba los paseos por la orilla e incluso alguna comida campestre junto al río.
—Los dos chicos se ven poco, en realidad —observó Deborah al tiempo que servía té a Cat.
Entretanto no perdía de vista a la joven pareja. Oliver le ofrecía caballerosamente el brazo a Carol y paseaba con ella por el sendero de gravilla a través del jardín. Ambos se alejaban a toda prisa, Cat lo percibió casi como una huida. Sin embargo, no conseguirían escapar a la penetrante mirada de Deborah. La flora inglesa en Nueva Zelanda no era tan espesa como para que los enamorados se ocultasen del todo y se dieran tal vez un beso furtivo.
—El trayecto de una granja a otra resulta realmente difícil en invierno —respondió Cat relajada, si bien era de la opinión de que un joven, llevado por las alas del amor, bien podía invertir con más frecuencia unas horas cabalgando entre la lluvia y el barro. La misma Carol se habría puesto en camino de buen grado para visitar a Oliver si Cat y Chris no se lo hubiesen impedido. A fin de cuentas, podían imaginarse muy bien lo que pensaría Deborah de una muchacha que cabalgara horas, sola en medio de la naturaleza virgen, para reunirse con su prometido—. Pero en el transcurso de los próximos días habrá una oportunidad para que la joven pareja se reúna de nuevo —añadió en tono indolente—. Su marido nos vende un carnero de cría, y seguro que Oliver no pierde la ocasión para llevárnoslo en persona a Rata Station.
Deborah Butler arqueó las cejas.
—Mi hijo no es un pastor —objetó.
Cat sonrió.
—Tampoco es tan difícil —explicó—. Estoy segura de que lo conseguirá.
Linda reprimió una risita.
—Además, ha sido idea de su padre —prosiguió Cat y tomó un sorbo de té—. Es de la opinión de que Oliver estará encantado de unir el placer con el trabajo.
—En fin, esperemos que el carnero no se le escape —bromeó Linda cuando, un poco más tarde, Cat y las chicas se reunieron en el muelle.
Había consolado a Carol por la separación con la esperanza de que pronto volvería a verse con su prometido. Esto alegró, en efecto, a la muchacha. En su granja, disfrutaría más del joven que bajo la severa vigilancia de Deborah. Ni Chris Fenroy, que vivía con Cat, ni la propia Cat tenían tendencia ni tiempo para adoptar la función de carabinas. Apoyaban en todos los sentidos que su hija de acogida y el hijo único y heredero de los Butler se unieran. Carol aportaría un gran rebaño de ovejas como dote y sería la propietaria de una granja de ovejas propia. Linda —y un esposo conveniente al que todavía había que encontrar— tomaría posesión, a su vez, de Rata Station.
—¡Así seremos vecinas y seguiremos haciéndolo todo juntas! —había exclamado jubilosa Carol, cuando le había contado a su hermana que se había prometido con Oliver Butler—. ¡Ay, qué suerte tenemos!
De hecho, las muchachas no podían imaginar vivir separadas. Habían crecido como hermanas mellizas, si bien solo compartían al padre biológico, un secreto del que nada sabían los vecinos, pese a que, naturalmente, corrían rumores al respecto. Incluso en las llanuras de Canterbury, una comunidad de mentalidad abierta, las relaciones de parentesco en Rata Station debían de parecerle extrañas. Cuando Linda y Carol todavía eran más jóvenes, habían escandalizado a los vecinos hablándoles de sus dos madres y sus dos padres: la madre de Carol, Ida, y la madre de Linda, Cat, así como sus parejas respectivas, Karl Jensch y Chris Fenroy, criaban juntos a las niñas. A Deborah Butler en especial le resultaba difícil aceptarlo. Se llevaba las manos a la cabeza cada vez que Ida dejaba a Linda y Carol bajo la custodia de Cat y se iba durante meses de viaje con su marido Karl a la Isla Norte. Sin duda, sufriría un shock si se enterase del verdadero origen de Carol y Linda. De ahí que Cat y Chris, así como Ida y Karl, se hubiesen puesto de acuerdo para seguir presentando a las chicas como hijas mellizas del primer matrimonio de Ida con Ottfried Brandman y para hablar lo mínimo posible del modo en que Ida había enviudado...
2
—¿Participa usted también en la gran regata? —preguntó Cat mientras Georgie, un hombre fornido de corta estatura y cabello rojo enmarañado, dirigía con potentes golpes de remo la barca al centro del río Waimakariri. La corriente les ayudaría allí a avanzar.
El barquero negó con la cabeza.
—Que va, miss Cat. Bastante remo yo por los alrededores, no voy a hacerlo también en domingo —respondió relajado.
—Pues un par de barqueros del Avon sí que participan —intervino Carol.
El año anterior, algunos de esos hombres habrían relegado sin esfuerzo al quinto o sexto puesto a Oliver y su amigo Jeffrey.
Georgie se encogió de hombros.
—Claro. Algunos están deseando enseñarles a los jóvenes gentlemen del club de remo cómo se hace eso. Pero yo paso. Tampoco tengo ganas de entrenar. Llevar una embarcación de dos, de cuatro o de ocho no es tan fácil. Precisamente el remo en un doble... es bastante complicado. El arte consiste en no remar al mismo tiempo, sino...
—Ay, ¿en serio? —preguntó Linda con voz melosa, mientras Carol arqueaba las cejas—. ¡Qué interesante! ¡Tiene que explicarnos más!
Con un tono melifluo repitió las palabras aduladoras que Carol le dirigía a Oliver, mientras Georgie la miraba desconcertado.
—Deberíamos hablar de otro tema —gruñó Carol—. Y, Lindie, como ahora me preguntes cómo llevo la labor, te empujo por la borda.
Cat no prestaba atención a la amistosa discusión de las hermanastras. Iba relajadamente sentada en un banco en la proa mientras las orillas cubiertas de hierba y cañas del Waimakariri se deslizaban a su lado. El paisaje junto al río parecía deshabitado, pese a que esas alturas ya eran tierra para granjas. Los colonos de las llanuras de Canterbury ya hacía tiempo que habían abandonado la idea de cultivar a gran escala. Los trayectos para abastecer las ciudades estaban demasiado lejos y el ubicuo tussok se afirmaba con tenacidad frente al cereal. En cambio, las Llanuras eran el lugar ideal para la cría de ganado. Eran miles las ovejas que pacían en las vastas extensiones y en invierno arriba en las montañas. Las mayestáticas cumbres cubiertas de nieve de los Alpes del Sur se elevaban al fondo de las Llanuras. En la atmósfera diáfana de la Isla Sur parecían estar al alcance de la mano, pero de hecho, la anual subida a la montaña y la bajada después duraban varios días.
Cat estaba pensando que pronto habría que conducir de nuevo las ovejas y ya se alegraba de ello. Llevaba años acompañando a Chris y sus pastores en la subida a las montañas. Le encantaba montar el campamento en plena naturaleza, oír los graznidos de los pájaros nocturnos y contemplar las estrellas mientras se iba apagando lentamente la hoguera. Los hombres se pasaban la botella de whisky y algunos contaban sus aventuras, mientras otros sacaban la armónica o el violín de sus alforjas y entonaban melodías más o menos afinadas. Eso le recordó las noches en el poblado de los ngati toa, la tribu maorí con la que había pasado su juventud. Creía oír el canto del putorino y koauau y la dulce voz de Te Ronga hablando de los dioses de su pueblo. Y disfrutaba apretándose contra Chris; acurrucada junto a él se sentía segura y como en casa.
La embarcación avanzaba deprisa y Cat y las chicas saludaron agitando las manos cuando pasaron junto a la casa de los Redwood. Cat era amiga de Laura Redwood desde hacía años, pero ni ella, ni su marido ni sus cuñados estaban a la vista en ese momento. De todos modos, Cat quiso ser cortés por si acaso estaban mirando desde la ventana, pues era posible que Laura se hallara en casa. Había dado a luz a su cuarto hijo y era de esperar que estuviera recuperándose un poco. Solía colaborar en el trabajo de la granja con el mismo afán que Cat. Aunque Laura era una buena cocinera, prefería el trato con ovejas y caballos. Su casa presentaba un aspecto más acogedor que la de Cat. Estaba muy orgullosa del edificio de piedra que su marido Joseph había construido por fin después de haber vivido durante años en casas de madera. En la actualidad, se amontonaban en la sala de estar cojines, colchas de adorno y tapices que había tejido o bordado ella misma, mientras que Cat no se encontraba a gusto entre demasiados muebles. Ella prefería el mobiliario práctico y sobrio de las casas maoríes.
Se enderezó un poco después de que el bote hubiera pasado las tierras y cobertizos de los Redwood. Ahí, en algún lugar, discurría la frontera entre Redwood y Rata Station. Cat miró entre la vegetación de la orilla del río compuesta por lino silvestre y raupo en busca de sus ovejas. En efecto, no tardó en distinguir unos pocos ejemplares madre que pastaban a la sombra de los árboles repollo y los manuka. Uno de los animales se frotaba contra una de las rocas que brotaban directamente de la hierba. Cat encontraba que daban carácter al paisaje y sabía que los maoríes creían que en ellas habitaban dioses y espíritus que velaban por el lugar.
—¿Qué están haciendo las ovejas aquí? —preguntó a Linda y Carol—. ¿Las habéis traído vosotras? Deben subir la semana que viene a la montaña.
Carol se encogió de hombros.
—Es probable que se le hayan escapado a Chris —supuso—. Les atrae la hierba fresca. Mañana puedo ir a recogerlas a caballo. Fancy estará encantada.
La perra oyó su nombre y soltó un breve ladrido como si estuviera de acuerdo. Las tres mujeres se echaron a reír.
—Ahora que hablan de «escaparse»... —intervino Georgie y buscó en una de las bolsas en que protegía de la humedad el correo y los pedidos de los colonos—. Antes he encontrado otra carta para usted. Se habrá resbalado del montón que le di. —Sacó un sobre y se lo tendió a Cat—. Lo siento. Habría tenido que volver a pararme en su casa para entregarlo.
Cat hizo un gesto tranquilizador.
—Son cosas que pasan —dijo con calma—. Oh, mirad, chicas, es de Karl e Ida.
Linda y Carol volvieron interesadas las cabezas. Karl e Ida llevaban varios meses de viaje. Karl realizaba mediciones de terrenos en el norte de la Isla Norte e Ida y su hija menor Margaret le acompañaban. Ahora estaban a punto de volver. Cat sonrió al leer las líneas por encima.
—¡Ya están en Lyttelton! —anunció contenta—. Llegaron en el barco directos desde Wellington. Pasarán ahí un día para recuperarse, por lo visto la travesía fue bastante agitada. Ida cree que su caballo todavía está mareado. Así que pronto se ponen en camino y en un par de días estarán de nuevo aquí. Karl quiere ayudar a llevar los rebaños a las montañas. Ida cree que tiene mala conciencia porque el viaje se ha prolongado demasiado. Y dicen que tienen noticias muy emocionantes.
Carol soltó una risita.
—A lo mejor Mara se ha enamorado —sugirió. Los enamoramientos eran en esa época su tema favorito.
Linda puso los ojos en blanco.
—¡Mara solo tiene ojos para Eru! Y a él se le rompería el corazón si ella encontrara un pakeha...
—Chicas, ¡Mara solo tiene quince años! —les recordó Cat—. Ni pensar en que se comprometa con alguien. ¡Y que Jane no se entere de lo de Eru! Su hijito querido y una vecina... Si todavía tiene que ir a la universidad...
—Y luego casarse al menos con una princesa maorí que aporte al matrimonio la mitad de la Isla Norte. —Linda rio.
—¡No, mejor con una baronesa de la lana! —propuso Carol—. Deja que piense... El origen aristocrático es un «imprescindible»...
—¡No deja de ser el hijo de un jefe tribal! —Linda imitó a Jane Te Rohi to te Ingarihi, la esposa del jefe maorí del lugar, Te Haitara.
Jane era inglesa, el nombre maorí que su amante esposo le había dado con ayuda del irónico Chris Fenroy significaba «rosa inglesa». Antes de enamorarse de Te Haitara, Jane había estado casada con Chris Fenroy. Un matrimonio de conveniencia que había disuelto una ancia