No dormiremos (Primera Guerra Mundial 5)

Fragmento

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1

—¿Navidad en casa este año, capellán? —dijo Barshey Gee sonriendo con ironía. Se puso de espaldas al viento y encendió un Woodbine, luego agitó la cerilla y la arrojó al suelo fangoso. A unos tres kilómetros de allí, en medio de la creciente oscuridad, los obuses alemanes disparaban con indolencia. Al cabo de poco rato el bombardeo seguramente arreciaría. Las noches eran lo peor.

—Tal vez.

Joseph no iba a comprometerse. En octubre de 1914 todos habían imaginado que la guerra terminaría en pocos meses. Ahora, cuatro años después, la mitad de los hombres que había conocido estaban muertos; el ejército alemán se batía en retirada del terreno que había conquistado y su regimiento de Cambridgeshire había vuelto a avanzar casi hasta las puertas de Ypres. Quizá lo consiguieran aquella misma noche, de modo que el contingente entero estaba pronto para el ataque.

A su alrededor, en la penumbra del ocaso, todos los hombres aguardaban un tanto inquietos, ajustando a la espalda el peso de fusiles y macutos. Conocían bien aquella tierra. Antes de que los alemanes los hicieran retroceder, habían vivido en aquellas trincheras y refugios subterráneos. Amigos y hermanos yacían enterrados en la espesa arcilla de Flandes.

Barshey cambió el peso de pie haciendo un ruido de succión en el barro. Su hermano Charlie había resultado mutilado, y había muerto allí, desangrado, en la primavera de 1915, poco después de los primeros ataques con gas mostaza. A Tucky Nunn también le habían dado sepultura en alguna parte de allí, igual que a Plugger Arnold y a muchos otros procedentes de los pueblos cercanos a Selborne St. Giles.

Había movimiento a la izquierda de Barshey Gee, así como a su derecha. La orden de saltar el parapeto no tardaría en llegar. Joseph permanecería atrás, como hacía siempre, listo para atender a los heridos, llevarlos a los hospitales de campaña, hacer compañía a quienes padecían dolores insoportables y velar a los que agonizaban. Con frecuencia pasaba el día escribiendo cartas a la patria, dirigidas a mujeres a quienes informaba de que habían enviudado. Desde hacía un tiempo los soldados eran cada vez más jóvenes, algunos de sólo quince o dieciséis años. Contaba a sus madres cómo habían fallecido, tratando de brindarles alguna clase de consuelo: que habían sido valientes, que sus compañeros los apreciaban, que no estuvieron solos al morir y que el tránsito había sido rápido.

Joseph metió la mano en el bolsillo y apretó la carta que había recibido aquella mañana de su hermana Hannah desde la casa familiar en Cambridgeshire. Aún se resistía a abrirla. Los recuerdos podían confundirlo, llevárselo a kilómetros del presente y dispersar la concentración que necesitaba para mantenerse con vida. No podía pensar en el viento del atardecer en las hojas de los álamos de detrás del huerto, como tampoco en los olmos que se erguían inconmovibles en los campos, recortados contra el cielo del ocaso, ni en las bandadas de estorninos revoloteando como manchitas negras a contraluz. No podía permitirse respirar el silencio ni el olor a tierra, ni tampoco observar el lento avance de los caballos de tiro regresando por los senderos tras la jornada de trabajo.

Aún tendrían que transcurrir semanas, meses tal vez, antes de que todo hubiese acabado y que los que quedaban pudieran regresar a un país que jamás volvería a ser como lo habían dejado y al que habían soñado volver.

Más hombres pasaban entre las sombras. Las trincheras aliadas eran menos profundas que las alemanas. Tenías que mantener la cabeza gacha o corrías el riesgo de que te alcanzara la bala de un francotirador. El suelo era fangoso. Joseph recordaba los peores momentos, cuando el barro era lo bastante profundo como para que un hombre se ahogara y tan frío que algunos habían llegado a morir congelados. A aquellas alturas, buena parte del enjaretado estaba podrido, pero las ratas seguían allí, a millones, algunas grandes como gatos, y el hedor era el mismo en todas partes: muerte y letrinas. Alcanzabas a oler el frente varios kilómetros antes de llegar a él. La pestilencia cambiaba de un sitio a otro, según la nacionalidad de los combatientes. Los cadáveres olían de manera distinta según lo que comiera la tropa.

Barshey tiró la colilla de su cigarrillo.

—Calculo que volveremos a tomar Passchendaele antes de una semana —dijo, y echó una mirada a Joseph apurando la luz mortecina.

Joseph no contestó, consciente de que no era preciso. La memoria los había unido en un mudo dolor. Asintió con la cabeza, miró un momento a Barshey, luego se volvió para reanudar su camino por el maltrecho enjaretado y dobló el recodo hacia el tramo siguiente. El revestimiento que impedía que las paredes se desmoronasen estaba combado, como si fuese a reventar. Todas las trincheras se habían trazado en zigzag de manera que si el enemigo las tomaba por asalto no pudiera eliminar a toda una sección de un solo golpe. Encontró a Tiddly Wop Andrews justo debajo del peldaño de fuego, su perfil delineado un instante contra el pálido cielo antes de que volviera a agacharse.

—Buenas, reverendo —dijo en voz baja. Comenzó a decir algo más, pero el creciente ruido lo ahogó cuando a cien metros a la izquierda las ametralladoras empezaron a tabletear.

Había llegado el momento de que Joseph retrocediera hasta el hospital de campaña donde podría ser de ayuda para los heridos que llevarían allí. Se cruzó con otros hombres que conocía e intercambió unas pocas palabras con ellos: Snowy Nunn, con su pelo casi albino oculto por el casco; Stan Tidyman, sonriente y silbando entre los dientes; Punch Fuller, reconocible al instante por su nariz prominente, y Cully Teversham, inmóvil como un poste.

Igual que cada regimiento, al principio el de Cambridgeshire lo conformaban oriundos de una misma región: hombres que habían jugado juntos de niños y asistido a los mismos colegios. Pero ahora, con tantos muertos y heridos, también lo integraban soldados de muchos otros regimientos, mezclados para constituir juntos alguna clase de fuerza. Más de la mitad de los hombres que ahora saltaban el parapeto hacia el rugido de los cañones eran prácticamente desconocidos para Joseph.

Llegó al final del recodo y enfiló la trinchera de conexión hacia la línea de abastecimiento para dirigirse al puesto de socorro. Ya era de noche cuando lo alcanzó. Normalmente ese puesto no habría presentado demasiada actividad. Los heridos eran evacuados al hospital en cuanto estaban en condiciones de trasladarse, y los médicos, enfermeras y camilleros estarían aguardando la llegada de más heridos. Pero con tantos prisioneros alemanes afluyendo a través de las líneas, agitados, vencidos y en muchos casos lesionados, aún había una veintena de heridos allí.

A lo lejos, más columnas de soldados avanzaban acercándose a las trincheras. Si seguían ganando terreno a ese ritmo la línea de combate no tardaría en desplazarse más allá de los viejos terraplenes. En campo abierto el número de bajas sería mucho mayor.

Joseph comenzó su acostumbrada labor de atender a los heridos leves. Estaba enfrascado en esa tarea en la tienda de admisiones cuando Whoopy Teversham se asomó a la puerta de lona; la luz del farol iluminaba su rostro manchado de sangre.

—Capitán Reavley, más vale que venga —dijo con expresión de temor—. Hay dos hombres dando una paliza a un prisionero alemán. Si no los detiene, para mí que lo matan.

Joseph gritó a un auxiliar que lo relevara y salió detrás de Whoopy, casi pisándole los talones. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad, luego echó a correr hacia la parte de atrás de la tienda donde funcionaba el quirófano. El suelo estaba cubierto de baches, huellas de cureñas y restos de cráteres de bombardeos anteriores.

Los tenía delante de él, era una media docena de hombres apiñados; los heridos leves montaban guardia. Sus voces sonaban bruscas y agudas. Joseph los vio arrimarse a empellones, un brazo que daba un puñetazo y alguien que trastabillaba. Una bengala alumbró por un momento el cielo, perfilándolos desvaídamente durante varios segundos antes de caer y apagarse. A Joseph le dio tiempo de ver la figura en el suelo, medio acurrucada con la cara en el barro como si hubiese intentado protegerse.

Los alcanzó y se dirigió al único hombre que había reconocido en los instantes de claridad.

—Cabo Clarke ¿qué está ocurriendo aquí?

Los demás se paralizaron, pillados por sorpresa.

Clarke tosió y se enderezó.

—Un prisionero alemán, mi capitán. Parece que está herido. —Su voz sonó vacilante, y Joseph no veía el rostro del hombre en la oscuridad.

—¿Parece herido? —preguntó Joseph en tono mordaz—. Y entonces ¿qué hacen plantados aquí dándole puñetazos? ¿Necesita una camilla?

—¡Es un prisionero alemán! —exclamó alguien con tono de ira—. Habría que acabar con «su sufrimiento». Estos cabrones se han pasado cuatro años matando a nuestros muchachos, y ahora de repente se piensan que pueden levantar las manos y que echaremos los bofes vendándoles las heridas y cuidándolos. Sus compañeros están ahí delante —alzó un brazo en dirección a la línea de fuego— y siguen intentando matarnos. Peguémosle un tiro.

Hubo cierto grado de acuerdo en forma de airados murmullos.

—¡Cuánta valentía! —dijo Joseph con sarcasmo—. Diez de vosotros matáis a patadas a un prisionero desarmado mientras vuestros camaradas se adentran en la tierra de nadie y se enfrentan a enemigos con armas.

—¡Lo hemos encontrado así!

El sentimiento de injusticia saltó como una chispa. Otros se mostraron de acuerdo con vehemencia. Se volvieron, mirándose unos a otros.

—¡Estaba huyendo! —explicó alguien—. Volvía con los suyos para decirles dónde estamos y cuántos somos. ¡Había que detenerlo!

—¿Nombre? —inquirió Joseph.

—Turner.

—¡Turner, mi capitán! —le espetó Joseph.

—Turner, mi capitán —obedeció el soldado hoscamente—. Aun así, estaba huyendo.

El resentimiento era latente en su voz. Joseph era capellán, y por ende no combatiente, y aquel soldado lo consideraba inferior. Joseph había agravado ese sentimiento al interferir con actitud de beato, interrumpiendo el curso de la justicia natural.

—¿Y hacen falta diez de ustedes para detenerlo? —inquirió, dejando que su voz revelara incredulidad.

—Dos de nosotros —respondió Turner—. Yo mismo y Culshaw.

—Vayan a reunirse con su unidad —ordenó Joseph—. Teversham y yo lo llevaremos al puesto de socorro.

Turner no se movió.

—Es alemán, señor...

—Ya me lo ha dicho. Nosotros no matamos a prisioneros desarmados. Si merece la pena, los interrogamos; si no, los dejamos en paz.

Alguien murmuró un comentario que Joseph no entendió. Se oyó una risa entrecortada, luego silencio.

Whoopy Teversham apuntó con la bayoneta y pinchó al hombre que tenía más cerca. A regañadientes se hicieron a un lado y Joseph se agachó junto a la figura tendida en el suelo. El hombre seguía respirando, pero saltaba a la vista que estaba malherido. Si lo dejaban allí mucho más rato moriría.

Lentamente uno de los demás hombres se acercó y ayudó a levantar al prisionero de modo que Joseph pudiera cargar con él al hombro y llevarlo al menos hasta el puesto de socorro, donde hallaría un poco de luz y auxilio. Quizá tan sólo sirviera para brindarle la ocasión de morir con cierta dignidad.

El alemán no pesaba mucho; tal vez el hambre se había cobrado su cuota. Muchas personas, tanto militares como civiles, se veían privadas de comida. Aun así resultaba trabajoso llevarlo, y el suelo que pisaba Joseph era muy desigual. Le constaba que estaba causando dolor al prisionero, pero no podía hacer nada para mitigarlo.

Ya casi había llegado de nuevo a la tienda de admisiones cuando un camillero salió corriendo a su encuentro y lo ayudó a entrar al herido. Joseph se quedó anonadado al ver el rostro del soldado alemán. No podía tener más de dieciséis años y acusaba los estragos del hambre. Había recibido tal paliza que sus rasgos eran casi indiscernibles. Tenía roto el brazo izquierdo y presentaba un profundo tajo en el muslo que de tan copiosamente como sangraba resultaba imposible decir si la herida era de metralla o de bayoneta. Los ojos, hundidos por su estado de shock, miraban aterrorizados.

—No te preocupes —le dijo Joseph en alemán—. Te curaremos la herida de la pierna y te limpiaremos un poco, luego te mandaremos a un hospital.

—Me rindo —dijo el muchacho con voz sorda en el mismo idioma, las palabras poco claras por los desgarros y la hinchazón de la cara—. Me rindo.

—Ya lo sé —lo tranquilizó Joseph—. Tenemos a muchos de los vuestros. Cuando te hayamos vendado y entablillado el brazo te pondremos con los demás.

—¿Van a hacerme preguntas?

El miedo seguía asomando a sus ojos.

—No. ¿Por qué? ¿Tienes algo que decirme?

—No. Me rindo.

—Eso me parecía. Ahora estate tranquilo hasta que venga el médico.

Joseph lo dejó a cargo de los auxiliares sanitarios y se fue a atender a los demás, pero no logró apartar el incidente de su cabeza. No podía pasarlo por alto.

Sin embargo, hasta muchas horas después no tuvo ocasión de dirigirse a la línea de combate en busca de Bill Harrison, el oficial responsable de Culshaw y Turner. Conocía a Harrison desde 1915 y le caía bien. Era un hombre tranquilo, con un agudo sentido del humor, que se había ganado el ascenso desde el grado de soldado raso.

Amanecía en gris con una brisa de levante que empujaba jirones de nubes en el cielo y rizaba el agua de las charcas diseminadas por el barrizal. Joseph tuvo que abrirse camino entre tocones de árboles muertos, muchos de ellos chamuscados por el fuego, y bordeando cráteres donde cañones oxidados asomaban a través de la superficie oleosa. Los huesos de los soldados y los caballos muertos habían sido enterrados y desenterrados por sucesivos bombardeos a lo largo de los años. Los intentos por darles sepultura habían resultado vanos. El hedor atoraba la garganta, pero Joseph ya estaba acostumbrado. Encontró a Harrison en cuclillas en un angosto refugio excavado en la trinchera de avituallamiento. Se había preparado una taza de té en una perola y se la estaba tomando a pequeños sorbos. Joseph supo con toda precisión qué sabor tendría: agua amarga y restos de estofado en lata Maconochie’s.

—Buenos días, capitán —saludó Harrison de manera inquisitiva, viendo que Joseph se agachaba a su lado—. ¿Qué hace en una posición tan adelantada? —Estudió el rostro de Joseph sabiendo que tenía que haber algún problema que lo hubiese llevado tan cerca de la línea de fuego—. Hemos perdido a Henderson. Me gustaría escribir a su familia para decírselo yo mismo —agregó con una nota de disculpa en la voz.

Joseph había sabido que sería así. Era la clase de cosa que Harrison no delegaría en terceros. Tales noticias siempre deberían ser dadas por alguien que como mínimo hubiese conocido al finado. Por bueno que fuese el capellán del regimiento, una carta suya seguía siendo, en cierto modo, impersonal.

—Se trata de Culshaw y Turner —le dijo Joseph.

Harrison frunció el ceño y aguardó a que Joseph prosiguiera.

—Sorprendieron a un prisionero alemán que intentaba escapar —dijo Joseph, resumiendo el caso en la medida de lo posible—. Un chaval de unos dieciséis años, hecho un fideo. Casi lo matan de una paliza. Whoopy Teversham los sorprendió y lo impidió.

Harrison clavó la mirada en el tocón y los restos de un caballo que tenían delante. Joseph sabía que Harrison adoraba a los caballos. Le gustaban incluso las tercas y desgarbadas mulas del regimiento.

—Es difícil ponerle fin —dijo al cabo de un rato—. Esto sigue sin tregua, una muerte tras otra. Los hombres están enojados porque se sienten impotentes. No hay contra qué arremeter. El padre de Culshaw estaba en la armada, igual que su hermano mayor.

—¿Estaba? —preguntó Joseph aun sabiendo lo que Harrison iba a decir.

—Ambos se hundieron el año pasado —contestó Harrison—. Su hermana perdió a su marido, también. No sabe qué le aguardará en casa..., si consigue regresar.

—Nadie lo sabe —dijo Joseph en voz baja. Pensó en su propio hogar, llevándose la mano instintivamente al bolsillo un momento. Sabía que la carta seguía allí.

El marido de Hannah, Archie, estaba al mando de un destructor. ¿Sobreviviría las pocas últimas semanas o meses de guerra? ¿Lo lograría alguno de ellos? Joseph seguía con vida, ileso salvo por el dolor sordo que el frío le despertaba en los huesos y que le recordaba el brazo aplastado y la profun-
da herida de metralla en la pierna que lo habían mandado de permiso a casa el verano de 1916. Entonces estuvo tentado de quedarse en Inglaterra. Con su edad podría haberlo hecho. Tampoco era que eso le hubiese hecho feliz. Sí habría supuesto una traición a sus hombres que seguían en el frente, así como a las mujeres que los amaban y que confiaban en que él acompañaría a los heridos, que no los dejaría morir solos.

—Nunca volverá a ser lo mismo —agregó Joseph en voz alta mostrando su acuerdo con Harrison—. La Inglaterra por la que hemos luchado ya no existe. Todos los sabemos.

—Antes enseñaba teología en Cambridge, ¿no es cierto? —preguntó Harrison—. ¿Volverá a hacer lo mismo?

Su rostro reflejaba curiosidad y una sorprendente amabilidad.

Joseph sonrió ante la inocencia de la pregunta. Su decisión de ir a enseñar a la universidad había sido una especie de huida. Eleanor había fallecido de parto junto con el hijo que esperaban. La aflicción le resultó insoportable, la fe no bastó para sostenerlo. La idea de atender a las necesidades humanas de una congregación lo abrumaba y corrió a refugiarse en el ámbito puramente intelectual de la enseñanza de idiomas bíblicos.

—No, no lo haría —dijo en respuesta a la pregunta de Harrison—. Eso está un tanto divorciado de la realidad de la vida.

¡Menuda carga de rechazo contenía aquella frase! Cuando acunabas a un hombre en tus brazos mientras moría desangrado en el barro gélido la teoría no valía nada, por más hermosa que fuese para la mente. Sólo contaba estar presente, permanecer a su lado pasara lo que pasase, por más que tú también te helaras y estuvieras aterrado, y te sintieras tan solo como él. La promesa —«No te abandonaré»— era lo único que merecía la pena mantener.

Harrison lo miró de soslayo. Había más luz ahora, fría y blanca, y ambos se veían las caras. Encendió un cigarrillo protegiendo la breve llama entre sus manos.

—Todo ha cambiado en casa. Ahora las mujeres hacen la mitad de los trabajos que antes hacíamos nosotros. Era inevitable: los hombres están lejos o muertos. O, por supuesto, lisiados. Pero eso no quita que sea diferente. —Miró los posos de su té—. ¡Dios, qué repugnante! ¿Pero hasta cuándo el agua clara y la ausencia de cañones nos bastarán, capitán? Seremos forasteros, la mayoría de nosotros. Ahora mismo somos héroes porque todavía combatimos, pero ¿qué ocurrirá dentro de seis meses o un año? Siempre hay algo de que hablar: la gente que conocemos, las noticias, lo que ponen en los cines. ¿Querremos saber si alguien ha leído un buen libro? Pero eso no puede prolongarse para siempre. Un buen día tendremos que ocuparnos de las cosas cotidianas. Nos acostumbraremos a estar juntos, nos dejaremos de cortesías y atenciones. ¿De qué hablaremos entonces? Cuando ahora voy a casa de permiso la gente se desvive por mí. Me dan lo mejor de sí mismos.

Joseph sabía con toda exactitud a qué se refería Harrison, la amabilidad deliberada, las conversaciones banales, los silencios que nadie osaba llenar.

—Entiendo...

—Todavía tengo pesadillas cuando estoy de permiso —dijo Harrison en voz baja exhalando humo—. Oigo los cañones aun cuando no están ahí. Pienso en los hombres que no regresarán y veo esa terrible mirada en los rostros de demasiados soldados que dan sensación de entereza hasta que les ves los ojos. Nos da miedo que nos maten durante estas últimas semanas, y también nos da miedo regresar a casa y vernos desplazados, solos, porque ya no encajamos allí.

Pero para Joseph eso era mejor que la vacuidad del desierto que le aguardaba a él, la banalidad, la atormentadora soledad. Nunca sería capaz de volver a enfrascarse en estudios académicos. Constituían una parte muy pequeña de la enormidad de la vida. Necesitaba el contacto entre la mente y el corazón, la pasión de la amistad.

Joseph aguardó varios minutos antes de contestar. Todo lo que había dicho Harrison era cierto. A él también le daba miedo regresar para encontrarse con el vacío. Aquí, en cambio, lo necesitaban, lo necesitaban desesperadamente, tanto que a veces la carga que ello conllevaba resultaba aplastante.

—Es verdad —dijo al fin—. A todos nos da miedo el futuro porque no sabemos cómo será. Pero no podemos permitir que los hombres maten a patadas a un prisionero alemán, se sientan como se sientan. Si caemos tan bajo ¿para qué habrán muerto diez millones de hombres?

—Hablaré con ellos —prometió Harrison. Apagó el cigarrillo y tiró los posos del té al suelo—. No volverá a suceder.

El día siguiente, 12 de octubre, Joseph se hallaba de nuevo en el puesto de socorro con más prisioneros. Llegaban a diario cruzando las líneas. La mayoría eran obligados a marchar a los campamentos donde los retendrían mientras el ejército avanzaba hacia el este sobre los viejos campos de batalla hasta la frontera de Alemania. Los pocos que estaban heridos de gravedad permanecían en los hospitales de campaña hasta que podían ser trasladados sin que sus vidas corrieran peligro.

A veces cabía sonsacarles información aunque ahora apenas resultaba útil. El territorio había sido disputado en sucesivas ofensivas y retiradas y era conocido con todo detalle, cada refugio, cada trinchera. Sólo los cráteres eran diferentes bajo el fuego incesante de la artillería que removía la arcilla, los cadáveres y los restos de los carros blindados. Los movimientos de tropas cambiaban con tanta frecuencia que el testimonio de un soldado caído preso la víspera no servía para anticipar cómo sería el despliegue del día siguiente.

Joseph se ocupaba mayormente de hablar con los prisioneros sobre asuntos médicos traduciendo a los doctores sus necesidades y luego los tratamientos que éstos prescribían a los prisioneros. Joseph hablaba alemán con soltura desde antes de la guerra. Había pasado algún tiempo estudiando en Alemania, y había cobrado afecto por aquella tierra y sus gentes. Como a tantos otros ingleses, la idea de luchar contra Alemania le había resultado penosa y perturbadora. Le constaba que los soldados del otro lado del frente eran muy parecidos a los hombres de su propio pueblo con quienes hablaba cada día. Eran los gobiernos, el curso de la historia los que eran distintos de un país a otro.

Joseph había estado tras las líneas enemigas y tuvo ocasión de ver a la gente corriente, de comprobar su hambre y su miedo. Recordó a los soldados alemanes que los ayudaron a poner una rueda improvisada a la vieja cureña en la que llevaban al hombre que él y Edgar Morel habían ido a buscar. Les ofrecieron schnapps y juntos cantaron canciones. El hambre, el miedo y las heridas eran iguales en cualquier idioma, así como el hastío y el amor a la patria.

Ahora se encontraba en la tienda de reanimación hablando con un prisionero con una pierna amputada. La lluvia batía intermitentemente la lona. El soldado tendría poco más de veinte años, los ojos hundidos por el dolor y la impresión de verse de pronto mutilado, su país derrotado y él mismo rodeado de desconocidos. La nacionalidad parecía carecer de importancia.

Joseph había intentado transmitir toda la tranquilidad posible sin faltar a la sinceridad: que el soldado recibiría el mejor tratamiento médico disponible, alimento, transporte cuando hubiese recobrado las fuerzas y que nadie le iba a hacer daño.

Joseph sabía que debería atender a los heridos de su propio regimiento, aunque ninguno de ellos estuviera gravemente enfermo, pero no lograba dejar a un lado el terror que reflejaban los ojos de aquel hombre. Guardaba cierto parecido con el hijo mayor de Hannah; el mismo color de ojos, la misma frente. Joseph hacía tareas menores como ayudar a trasladar heridos o llevar recados y siempre regresaba junto al hombre que permanecía inmóvil bajo la sábana; todavía le salía sangre del muñón de la pierna.

—¿Cuándo llegarán a Alemania sus ejércitos? —preguntó el prisionero poco después de medianoche.

—No lo sé —dijo Joseph con franqueza—. Todavía se combate con dureza en muchos frentes. Es posible que la guerra termine antes de que lleguemos a la frontera.

—Pero ustedes nos ocuparán, habrá decenas de miles de soldados... Dejó la frase en suspenso, como si no supiera cómo terminarla. Tenía el semblante sudoroso a pesar del frío y apretaba tanto los dientes que se le tensaban los músculos de la mandíbula, visibles bajo la piel cenicienta.

De repente, con un sentimiento de culpa, Joseph supo que el temor de aquel hombre no era por sí mismo. La desesperación de su lucha no había sido fruto del odio o de las ansias de una victoria germana, sino simplemente del miedo cerval a lo que ocurriría a su familia cuando las tropas enemigas invadieran la patria de quienes habían matado a sus camaradas, a sus amigos y hermanos, y encontrasen servida en bandeja la ocasión de vengarlos. Quizá supiera lo que había sucedido en Bélgica en 1914 y que se había repetido una y otra vez en cada pueblo y ciudad. Cabía que se hubiese consternado tanto como los soldados británicos al ver a la gente vencida y desconsolada, las granjas quemadas y los ojos de las mujeres violadas.

Si la marea había ido en sentido opuesto, y había habido años en que pareció inevitable que lo hiciera, las tropas alemanas habrían marchado sobre los pequeños pueblos de Cambridgeshire: Selborne St. Giles, Haslingfield, Cherry Hinton, y todos los demás. El enemigo habría pisado los adoquines de las calles en las que Joseph había crecido. Los soldados alemanes habrían dormido bajo los tejados de paja, destrozado las huertas, quizá matado a los animales para alimentarse, disparando contra quienes opusieran resistencia. Mujeres a quienes conocía de toda la vida se verían confundidas y humilladas, avergonzadas de sonreír o de ser vistas mostrándose amables.

Vio el miedo en los ojos del alemán, así como la amarga conciencia de haber sido incapaz de proteger a sus mujeres, quizás a sus hijos. Hubiese preferido morir en batalla. Y, sin embargo, ¿de qué iba a servirles muerto? ¿De qué le serviría a nadie siendo un prisionero y con sólo una pierna?

¿Acaso podía Joseph decirle sin pecar de insincero que sus mujeres no serían violadas ni sus casas quemadas? Después de cuatro años de un horror inconcebible para quien no lo hubiese soportado y de una carnicería que nublaba todo raciocinio, ¿era lícito afirmar que los vencedores no se lo harían pagar con sangre y lágrimas? Había hombres que conservaban su humanidad incluso a las puertas del infierno. Joseph lo había visto. Podría nombrar a cientos de ellos, tanto vivos como muertos. Pero eso no valía para todos los hombres, ni mucho menos.

¿Debía consolar a aquel hombre que tenía delante diciéndole mentiras? ¿O merecía la verdad? Un dudoso honor.

¿Qué querría él si se hallara en su lugar? ¿Querría pensar que Hannah estaría a salvo aunque no fuese verdad? ¿Y sus hijos, los chicos y Jenny? ¿Y Lizzie Blaine, con quien había trabado tan buena amistad cuando estuvo en casa herido en 1916? La idea de saberla asustada y avergonzada por un soldado alemán le resultó tan espantosa que le revolvió el estómago y por poco dio una arcada.

Hacía algún tiempo que no recibía noticias de ella. Había procurado no contar cuánto, pero lo sabía con toda exactitud: seis semanas y dos días. Nunca hubiese esperado que le doliera tanto, pero cada reparto de correo sin una carta suya era como si le asestaran un golpe en una parte que ya estuviera lastimada.

El alemán seguía observándolo, dudando que fuese a darle alguna clase de respuesta.

—¿Dónde está tu familia? —le preguntó Joseph.

—En Dortmund.

Joseph sonrió.

—Pasará mucho tiempo antes de que lleguemos tan lejos. —Trató de mostrarse confiado—. Lo peor habrá pasado para entonces. Volverá a haber cierta disciplina. Serán tropas regulares. Casi todos los voluntarios habrán regresado a casa. Todos estamos cansados de esta guerra. La venganza sabe a poco cuando la sangre comienza a enfriarse.

El alemán pestañeó apretando los párpados; las lágrimas surcaban sus mejillas. Estaba demasiado débil para levantar la mano y enjugarlas.

—Gracias por no mentirme —dijo en voz baja—. Si me hubiese dicho que los soldados británicos no hacen tales cosas no le habría creído.

—La mayoría no las hacemos —dijo Joseph.

—Ya lo sé. La mayoría de nosotros tampoco —repuso el prisionero en tono desafiante pero sin acritud en la mirada.

—Todos hemos cambiado —dijo Joseph con tristeza—. Casi nada es como antes.

El alemán cerró los ojos y se retiró en un pesar o un dolor demasiado íntimos como para que un extraño pudiera acertar a descifrarlos.

Joseph aguardó un rato más por si había alguna otra cosa que el prisionero quisiera decir y al cabo se volvió y lo dejó a solas. La lluvia había arreciado y retumbaba en la lona. Joseph buscó cobijo en el corredor que unía las tiendas. El suelo estaba mojado, la luz brillaba en los charcos.

Sus pensamientos volvieron a Lizzie Blaine. Le resultaba imposible pensar en el regreso a casa sin que ella los presidiera. La recordó haciéndole de conductora todo el tiempo que él estuvo allí dos años atrás, convaleciente de unas heridas que le impedían manejar un coche por sí mismo. A pesar del asesinato de su marido, había sabido hallar fuerzas y coraje para ayudarlo a buscar al hombre que tan espantosamente los había traicionado a todos ellos, y a encararse con él cuando por fin ya no pudieran seguir evitando la verdad.

A Joseph le había caído bien desde el principio, encontrando grata su compañía porque entendía el sentimiento de pérdida y nunca lo eludía con comentarios trillados. Sabía cuándo había que hablar y cuándo guardar silencio y permitir que prevaleciera la pena, para luego asimilarla despacio y superarla.

Y sabía ser divertida. Su sentido del humor era agudo y mordaz. Le costaba poco reír y la risa brillaba en sus ojos, muy azules a pesar de ser de pelo moreno. Si alguna vez se compadecía de sí misma se lo reservaba para ella, sin culpar a los demás. Y, sin embargo, era lo bastante imperfecta como para ser vulnerable y cometer errores. De vez en cuando necesitaba ayuda.

¿Por qué no le había escrito?

¿Habría percibido el afecto que crecía en él y sabía que no podía volver a amar, al menos no a un hombre que había pasado cuatro años en las trincheras y que estaba tan inmerso en el horror que había cambiado para siempre? ¿Acaso no cambiaban todos los hombres? ¿Podría alguno de ellos volver a estar lo bastante sano y cuerdo como para hacer feliz a una mujer? Ninguna mujer deseaba sufrir de por vida. Las mujeres creaban vida, la afirmaban, amaban pasara lo que pasase. Necesitaban nutrir y comenzar de nuevo.

Tal vez sólo mujeres como su hermana Judith, que estaba allí, en el frente, podrían comprender y hablar a los soldados como a iguales, podrían soportar las pesadillas y los chistes malos, las miserias que desgarraban el corazón y que resultaba imposible dejar a un lado. Olvidar a los muertos sería traicionarlos, y eso era imperdonable. Equivaldría a negar el honor, negar la amistad, hacer que todas las heridas y las pérdidas dejaran de ser reales.

Judith lo entendía. Había estado allí desde el principio de la guerra, conduciendo su ambulancia con los heridos y los muertos, enfrentándose al hambre y al frío, igual que el resto de ellos. Resultaba irónico que pudiera hablar con Judith aunque al mismo tiempo no tenía necesidad de hacerlo porque ella lo sabía todo, igual que él.

La lluvia fina y fría mojó el semblante de Joseph cuando se encaminó a la tienda de admisiones para ver si había algún recién llegado que precisara ayuda.

¿Sería capaz de ofrecer algo de ternura o sinceridad a una mujer que no tuviera ninguna experiencia de la guerra? ¿O acaso el abismo que los separaría sería imposible de salvar por culpa de los fantasmas de todos los amigos que habían fallecido en sus brazos, todas las incursiones en la tierra de nadie desgarrado por el terror y el pesar, las noches interminables ensordecido por los cañonazos?

«Lizzie, ¿por qué no me escribes? ¿Ya no sabes qué decirme? ¿Qué horror puede haber en el futuro tan terrible como el que ya hemos soportado con el asesinato de Theo y la traición de Corcoran?»

Se paró en seco con los pies cubiertos de barro. Aún no estaba preparado para entrar en la tienda. Necesitaba un breve respiro antes de encontrar al próximo hombre a quien tendría que hablar con ánimo de confortarlo o, si tal no era el caso, al menos ayudarlo a beber agua o cambiar de costado para darle un poco de alivio.

Hasta aquel momento no había reconocido ante sí mismo que Lizzie significase tanto para él; mucho más que amistad, más que la alegría o el consuelo de alguien en quien confiar. La idea de que quizá no volvería a escribirle lo llenó de una soledad para la que no estaba preparado. Carecía de sentido eludirlo, aun cuando fuere posible: la amaba.

En Londres el hermano de Joseph, Matthew Reavley, estaba sentado en el despojado e impersonal despacho de Calder Shearing, su jefe inmediato en el Servicio Secreto de Inteligencia.

—Un mes —dijo Shearing, y apretó los labios—. A lo sumo un par de semanas más si los alemanes resisten en torno a Ypres, pero no mucho más. Todavía hay enfrentamientos violentos en Menin, en Courtrai y, por supuesto, en Verdún. Las cifras de bajas son atroces en ambos bandos.

No necesitaba mirar los nombres en el mapa, los conocía todos, mejor que los muebles de su propia casa o que el jardín descuidado de atrás.

—¿Conversaciones a primeros de noviembre? —preguntó Matthew—. ¿Alto el fuego?

—Seguramente —contestó Shearing—; pero aún no estamos preparados. Seguimos discutiendo con Wilson y con los franceses.

Hablaba con voz ronca de emoción. Había una gran carga de enojo en ella, aunque contenida porque así tenía que ser. Aquella había sido la guerra más devastadora de la historia.
Se había extendido casi hasta todos los rincones del mundo. Treinta y cinco millones de personas desaparecidas, muertas o heridas; un continente en ruinas. El equilibrio político alterado para siempre. El antiguo régimen barrido. El káiser derribado, el Imperio Austro-Húngaro se desmoronaba. En Rusia se había producido una revolución aún más terrible que la que había derrocado a la monarquía borbónica en Francia. Estados Unidos había emergido como una nueva potencia mundial.

—Los catorce puntos de Wilson —dijo Matthew con gravedad.

Era un asunto polémico. El presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, se había erigido en árbitro entre las fuerzas contrarias, y desde el mes de enero había planteado los principios que debían regir las negociaciones de paz.

La mano pulcra y fuerte de Shearing se cerró en un puño encima de su escritorio.

—No lo discuta, Reavley. Ahora no.

—Le falta una comprensión cabal de la historia —dijo Matthew, y no era la primera vez—. ¡Imponer sus condiciones a Alemania será como echar los cimientos de otra guerra tan sangrienta como ésta!

—¡Ya lo sé! —soltó Shearing tensando los músculos de su rostro—. Todos lo sabemos, pero ese hombre no nos hará caso. Tiene la mentalidad de un maestro rural y el alma de una mula del ejército. Pero lo que importa es que tiene el poder de una nación que no entró en la guerra hasta que faltaba poco para el final, cuando el resto de nosotros ya estábamos de rodillas. Nos rescató y, con toda cortesía, no tiene intención de permitir que lo olvidemos.

—Si al menos fuese un maestro rural europeo no tendría importancia —dijo Matthew secamente, recostándose en su asiento. Se sentía a sus anchas en el despacho de Shearing desde hacía muy poco, cuando por fin entendió por qué no había ningún toque personal en ese lugar—. Al menos comprendería las razones de nuestras antiguas desavenencias y sabría que no se nos puede obligar a superarlas mediante el sentido común, sobre todo con la idea que tenga un forastero sobre lo que es sensato.

—¡Ya lo sé! —repitió Shearing bruscamente—. Dermot Sandwell ha intentado señalar que si destruimos la industria pesada alemana con restricciones excesivamente gravosas deterioraremos la economía de todo el continente. Una recesión acusada en Alemania podría crear un vacío que, con el tiempo, acabaría por engullirnos a todos. Dentro de cinco o seis años podríamos sufrir una depresión económica sin precedentes.

—¿Y Sandwell tiene razón? —preguntó Matthew con un repentino escalofrío.

—Sabe Dios —contestó Shearing—. Seguramente. Y, no obstante, si no impedimos que se rearmen volveremos a estar como al principio y lo tendremos bien merecido. —Sonrió. Fue un ademán muy breve pero no libre de afecto, incluso se diría que fue una momentánea revelación de algo muy próximo a la amistad—. Supongo que todavía no sabe quién es ese «Pacificador» suyo ¿verdad?

Matthew inhaló profundamente, sobresaltado por la sensación de derrota que lo embargó.

—No —admitió.

—Lo siento —dijo Shearing en voz baja—. Me figuro que si pudiera ayudarle me lo habría hecho saber.

Resultaba irónico que Shearing fuese un hombre reservado y vehemente que nunca hablaba de sí mismo. Matthew se había enterado por terceros de la trágica y heroica historia de la familia de Shearing. Fue a partir de entonces cuando por fin confió en él y comprendió su inquebrantable lealtad para con su patria de adopción. No conservaba ni el más leve rastro de su acento original. Su inglés no era sólo correcto sino completamente coloquial. Nada lo delataba salvo la oscuridad de sus ojos y una ocasional tristeza en su sonrisa. Antes de eso, en muchas ocasiones Matthew había temido que el propio Shearing fuese el Pacificador.

Ahora había una chispa de humor en los ojos con que Shearing miraba a Matthew. Quizá también supiera eso o lo adivinase.

—Sí. Y si se me ocurre algo, se lo diré —dijo Matthew.

Shearing ordenó los apuntes que tenía delante y los guardó en su escritorio bajo llave. Era una medida innecesaria puesto que el despacho también quedaría cerrado, pero tenía la costumbre de ser muy cuidadoso con sus notas pese a que, suponiendo que alguien diera con ellas, ninguna otra persona las sabría descifrar.

—Tráigame novedades en cuanto las tenga —ordenó a Matthew.

—Sí, señor —dijo Matthew levantándose—. Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Reavley.

Matthew regresó a su despacho, guardó sus papeles bajo llave y recogió el impermeable. Al salir a la calle oscura torció a la izquierda y echó a caminar a paso vivo por la acera. Tardaría una media hora en llegar a su piso y para entonces, con la fría llovizna, estaría bastante mojado. Aun así era mejor que buscar cualquier clase de transporte. Los autobuses iban repletos y pasaban con irregularidad. Los taxis escaseaban. Todo el mundo pugnaba por la poca gasolina disponible y no le costaba nada recorrer aquella distancia a pie. En realidad, después de casi todo el día sentado frente a su escritorio pasando información por la criba le alegraba la extraña sensación de libertad que le daban las calles oscuras. Estaban atestadas de otras personas que también iban con prisa a sus casas, con la cabeza gacha y los cuellos levantados. A cada tanto los faros de un coche brillaban en las superficies mojadas: asfalto liso o adoquinado irregular, el filo de un bordillo.

Habría encontrado el camino con los ojos vendados. Pasó ante la tabaquería de la esquina. El hijo mayor del dueño había fallecido en Gallípoli y otro más joven había perdido un brazo en Verdún. Su yerno había quedado ciego en Messines. El hijo del verdulero estaba en el Real Cuerpo Aéreo. Por el momento seguía ileso, pero su madre había muerto durante el ataque aéreo de un zepelín. Y así sucesivamente. Todo el mundo había perdido a alguien, aunque fuese un amigo de toda la vida en vez de un pariente.

Cruzó la calle dando la cara al viento. La lluvia había arreciado. El «Pacificador» al que Shearing había aludido era el nombre en clave que Matthew y Joseph habían puesto al hombre que había concebido un disparatado plan para evitar la guerra en el ya lejano verano de 1914.

Matthew recordaba con toda claridad el soleado campo de críquet aquella tarde en Cambridge, como si hubiese sido ayer, y, sin embargo, en cierto modo parecía que hubiese ocurrido en otra vida. No era un partido importante, sólo un encuentro amistoso. Aún veía el cielo despejado y el blanco resplandor de los pantalones de franela y las camisas. Las mujeres llevaban vestidos de muselina pálida. Amplios sombreros protegían sus rostros y todas lucían elaborados peinados. Había sido una tarde perfecta que se diría dispuesta a prolongarse para siempre.

Él había ido allí para hacerla añicos, al menos en lo que a su familia concernía. Tenía que decirle a Joseph que sus padres, John y Alys Reavley, habían fallecido en un accidente de coche en la carretera de Hauxton. Aquella noche, estando sentados en la silenciosa y extrañamente vacía casa familiar, el agente de policía del pueblo acudió a presentar sus condolencias y refirió casi con indiferencia la noticia de que en Sarajevo el archiduque y la duquesa de Austria habían sido asesinados por un serbio loco.

Las muertes de John y Alys Reavley también resultaron ser un asesinato. John Reavley había hallado una de las dos copias de una propuesta de tratado entre el káiser Guillermo y el rey Eduardo. Se permitiría que Alemania invadiera Inglaterra, Francia y Bélgica absorbiéndolas en un Imperio Alemán en expansión que con el tiempo también abarcaría el resto de Europa. El precio se traducía en ayuda alemana para recuperar las antiguas colonias británicas de Estados Unidos y, por supuesto, conservar el resto del Imperio Británico: India, Birmania, África, Australasia y las distintas islas diseminadas por el planeta. El resultado sería de hecho un Imperio anglo-germánico mayor que cualquiera que el mundo hubiese conocido hasta entonces. Traería la paz global pero a costa del honor nacional y de la libertad individual.

John Reavley iba de camino a Londres para mostrar el tratado a Matthew quien, debido a su trabajo, podría informar a las personas adecuadas haciendo imposible que llegara a firmarse. John había muerto por ello. Pero antes de salir de Cambridge había escondido el tratado y, por más que los hombres del Pacificador lo buscaron, no lo habían encontrado. Matthew y Joseph lo habían descubierto la víspera del estallido de la guerra. Seguía oculto en su escondite dentro del cañón de un trabuco en su casa de Selborne St. Giles. Sin ambas copias, el Pacificador no había tenido ocasión de presentarlo para que fuese firmado por el rey, y no había habido tiempo suficiente para estampar la firma del káiser en otra.

Una vez comenzada la guerra el Pacificador había dirigido sus esfuerzos, y los de sus seguidores, hacia restablecer la paz lo antes posible. En los primeros años su intención fue sabotear con propaganda el reclutamiento británico, que en aquel entonces aún era voluntario. Luego había sab

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