Prólogo
Prólogo
La historia de Cartago y el Mediterráneo occidental, tal como la conocemos, no podría entenderse bien sin la figura del hijo del glorioso Amílcar, el León de Cartago. Nos referimos a Aníbal Barca, un talento militar que llevó a cabo una serie de hazañas bélicas, humanas y logísticas de una magnitud tal que empalidecieron aquellas que logró su padre. De este modo, sus hechos fueron tan enormes y destacados que nos permiten afirmar que, dentro de ese gran mundo de la Historia y la Biografía, Amílcar ha quedado relegado y se ha convertido en un destacado semidesconocido. No obstante, en la novela El León de Cartago nos unimos a autores que nos precedieron e intentamos reivindicar su figura y sus méritos, que fueron muchos.
Ahora bien, es importante destacar que Aníbal, el victorioso general cartaginés que ha asombrado a generaciones durante siglos con sus gestas inmortales, no siempre fue el genio invicto que todos recordamos, el líder que arrastró tras de sí a miles de hombres de cien naciones distintas a través de los Alpes, aquel que logró el apoyo del senado de Cartago de una manera casi unánime, el que jugó con los romanos y con los ejércitos que estos enviaban en su contra, cual si fuera un niño planeando batallas en el suelo con sus soldaditos de juguete, tendiendo trampas a sus cónsules en las que caían reiteradamente, aniquilando grandes cuerpos armados completos, llenando sus cementerios con las cenizas de sus víctimas e imponiendo un pavor en Roma de una dimensión y de una duración tan enormes, que solo Atila el huno con sus hordas, seiscientos años más tarde, sería capaz de llegar a alcanzar tales cotas de terror, de odio y de repulsa por parte de los romanos.
Pero antes de todo esto, Aníbal fue un joven que convivió con sus miedos y sus anhelos, con sus frustraciones e ilusiones, esperanzas y fracasos. Es decir, una persona en formación, desorientada, que tenía que sobrellevar todas las contradicciones que comportaba hacerse adulto con todo lo que implicaba ser un joven en crecimiento sobre quien recayó una imponente responsabilidad sobre los hombros.
Y es, precisamente, uno de los objetivos de esta novela el acercamiento a la juventud de Aníbal —compartida con sus hermanos, «la Camada del León» como les llamaba su padre, Amílcar—, así como recorrer con él su camino de aprendizaje, recordando aquellas mieles y hieles que disfrutó o sufrió a lo largo de su proceso de madurez; dado que el relato pretende rememorar esa parte de su vida, seguramente la menos conocida y divulgada.
Cuando tenía apenas veintiséis años, Aníbal Barca fue nombrado comandante supremo del mando militar de las tropas cartaginesas en España. Ese ascenso se produjo tras la muerte de su cuñado, Asdrúbal Giscón, llamado el Bello, que había dejado viuda a su hermana Sofonisba. Para poner en práctica todo lo que su padre le había recalcado sobre la familia y su importancia, de inmediato se apoyó en sus hermanos Asdrúbal, Hannon y Magón y, junto con ellos, se lanzó con entusiasmo a los quehaceres de gobierno. Desde un primer momento esa ardua tarea, a la que se entregó sin reservas, constituyó el eje de su existencia, y en el desarrollo de la misma intentó conjugar la habilidad diplomática y la perseverancia que exhibió el fallecido Asdrúbal —a quien siempre había admirado sobremanera—, con el nervio vivo y la grandeza de ánimo de su difunto padre, Amílcar, a quien jamás vio desfallecer. Todas esas virtudes fueron valoradas por Aníbal como las que le ayudarían, de manera decisiva, a desarrollar su propia identidad cartaginesa e ibérica; porque no hay que olvidar que el gran cartaginés pasó casi toda su infancia en la isla de Ibiza y su juventud en la Península, bien bajo la potestad de su padre o, cuando este murió, a las órdenes de Asdrúbal y, tras el asesinato de este, él solo como comandante en jefe.
El momento para ponerse al frente de los territorios cartagineses en España fue muy duro y complicado para él, porque desde un primer instante el senado de Cartago estudió con minuciosidad obsesiva todos sus actos y todas sus decisiones y, en dicha Alta Cámara, su conducta estuvo bajo sospecha por influencia de los poderosos enemigos políticos de su padre; sobre todo por el pavor que tenían los senadores enemigos suyos, miedo de ofender a Roma y provocar su colérica reacción bélica que les habría hecho perder sus negocios y riquezas. Por otra parte, una destacada facción de los oficiales del Estado Mayor, del propio ejército cartaginés acantonado en España, aunque le apreciaba y valoraba porque era un soldado excelente prefería nombrar a otro comandante con más experiencia y un mayor peso específico militar. Tampoco los régulos indígenas de las tribus iberas, celtas y celtíberas, sometidas a Cartago, desaprovecharon la oportunidad para tantear la fortaleza o debilidad del nuevo general al mando, en un intento forzado para lograr la independencia y recobrar su libertad perdida. Y, por supuesto, Roma que, desde una forzada neutralidad como consecuencia de sus propias circunstancias socio-político-bélicas permanecía en un discreto segundo plano, observaba atentamente y analizaba todos y cada uno de los pasos que daba el hijo de su gran enemigo, el León de Cartago, mientras iba organizando todos los territorios que le había arrebatado a la metrópoli púnica, tan solo unos pocos años antes, aprovechándose de la debilidad bélica y mercantil de su rival, en un ejercicio de rapacidad política vergonzosa. Nuevas y extensas regiones que iban conformando el comienzo del nacimiento de un imperio mediterráneo, que se tenía que administrar, el cual superaba con creces el ideal de una república latina pequeña, dura y austera.
Conviene señalar que esta etapa de la vida del gran cartaginés estuvo exenta de enfrentamientos con Roma, ya que él se sirvió de la misma para prepararlos. En ese sentido, creemos que Aníbal no juró odio eterno a los romanos delante de un altar, como pretende la memoria popular y la iconografía clásica de tiempos pasados, sin embargo, mientras compartió con su padre los mismos afanes durante la conquista de España se empapó de las vivencias y percepciones de este así como de sus opiniones, las cuales, siempre muy acertadas sobre la situación del Mediterráneo occidental, influyeron de una manera tan decisiva en él como para que, durante unos años de su vida, instruyera y estructurara el poderoso ejército que le había dejado preparado Asdrúbal el Bello, tras su muerte, hasta convertirlo en una poderosa máquina de guerra con la que poder cumplir el sueño de Amílcar: llegar por tierra hasta Roma desde el norte, atravesando los Alpes, los Pirineos y lo que hubiera por delante, ya que carecía de flota para hacerlo por mar. Y una vez en Italia poder dar la batalla definitiva a «la loba», en un intento por obtener una seguridad política y comercial, y una paz para Cartago, que de otro modo no sería posible lograr.
Por ello, durante ese período de su vida, Aníbal se dedicó a conquistar extensos territorios en el interior de España para apoderarse de sus riquezas y hacerse con la voluntad de sus feroces pobladores, consolidó su poder e influencia política en todo el ámbito púnico, se acostumbró a mandar y a ser obedecido, a tomar decisiones... Además, convivió de verdad con sus soldados, les acostumbró a su presencia hasta un punto que rayó en la adoración militar hacia él por parte de estos, investigó hasta dónde podrían ser capaces de llegar durante la instrucción y la cruenta guerra ibérica de conquista que desarrolló, y, en definitiva, de una manera premeditada y paciente preparó y dispuso la mayor pesadilla que iban a vivir los ciudadanos romanos en muchos siglos.
Roma ya se había enfrentado a Cartago, durante la Primera Guerra Púnica, y aunque había sido la primera vez que tuvo que sobrellevar un conflicto bélico tan global, en varios frentes y de unas características tan feroces, lo ganó y salió muy reforzada del mismo dando un enorme salto evolutivo hasta un estadio superior económico, político y militar; pero ni se imaginaba lo que se preparaba en la lejana Hispania contra ella. Ni podía llegar a suponer la tormenta de fuego, dolor y lágrimas que se estaba gestando y se disponía contra ella y contra sus hijos ni, por supuesto, era imaginable el huracán de sangre y destrucción que se abatiría sobre el orgullo romano en cosa de unos pocos años.
Aravaca, abril de 2013
Libro primero. Carthago Nova
Libro primero
Carthago Nova1
1
1
La noche en Carthago Nova era sencillamente maravillosa. Una agradable, templada y suave brisa soplaba desde la escasamente profunda laguna marina del Almarjal, situada al norte de la villa, y llegaba hasta esta, deslizándose a través de sus torres y almenas, recorriendo sus calles y avenidas, colándose entre sus templos y casas, haciendo que la temperatura y la humedad fueran deliciosas. Coronando el oscuro y estrellado cielo, una enorme y preciosa luna llena iluminaba por doquier con su luz argentina. A todo ello se unía una pacífica calma que se extendía por toda la próspera urbe.
Cuánto había crecido Carthago Nova. En apenas ochos años, desde que la fundara Asdrúbal el Bello sobre un poblado ibero portuario llamado Mastia, esta se había desarrollado hasta convertirse en la ciudad fortificada más importante de Isphanya2 después de Gadir.3 Y aunque la centenaria y fenicia ciudad gaditana tenía un mayor número de habitantes, contaba con numerosas industrias, sus riquezas eran proverbiales y controlaba el comercio con el Atlántico y el noroeste de Ifriquiya,4 la urbe cartagenera la había alcanzado en importancia y notoriedad dado que el mundo púnico-hispano giraba alrededor de Carthago Nova por ser cartaginesa y no fenicia, y estar asentada en las orillas del mismo mar que besaba las riberas y las playas de la ciudad madre, Kart Hadasht, o Cartago como la llamaban los romanos.
La nueva urbe contaba con diez mil habitantes y disfrutaba de uno de los mejores puertos del Mediterráneo, desde donde se podían controlar con rapidez los movimientos náuticos de Roma y se tenía una comunicación marítima rápida y directa con Kart Hadasht. Además, explotaba y se enriquecía con unas cercanas y ricas minas de plata, casi tan importantes como las de Sierra Morena en poder de los oretanos de Kastilo. También poseía factorías que transformaban e industrializaban la salazón de los pescados que la flota de bajura traía todas las tardes hasta el puerto pesquero. A todo lo anterior, se unía la riqueza de sus alrededores pues la circundaban extensos campos en los que se plantaba y florecía el esparto, auténtica riqueza natural de la antigüedad porque se utilizaba, entre otras cosas, para la fabricación de las velas y los resistentes cabos imprescindibles en los barcos, cuyos cascos también se impermeabilizaban con haces de esparto y brea. Además, el esparto se manufacturaba y se transformaba en cuerdas y sogas, con él se tejían ropas y calzados, y también servía para fabricar aperos de labranza, cestos, sacos...
Desde un punto de vista geográfico y estratégico, Asdrúbal no se había equivocado al elegir el lugar idóneo para fundar su capital. La península donde se asentaba Carthago Nova estaba defendida al norte por una extensa laguna salina de escasa profundidad cuya salida lo constituía un canal estrecho muy controlable. A los lados de ese istmo el mar y la abrupta costa conformaban su perímetro, abriéndose el puerto al sur dentro de una magnífica ensenada natural que se cerraba sobre sí misma, y se comunicaba con el mar abierto a través de un canal grande pero fácil de defender. Además, todo el recinto portuario, que compartían la armada formada por las naves de guerra, la flota de los navíos comerciales y la flotilla pesquera, cada una de ellas amarrada en sus respectivos muelles y pantalanes perfectamente organizados y estructurados, estaba protegido por una línea perimetral de fuertes y altas murallas que se levantaban alrededor del casco urbano, cuyos lienzos y poderosas torres unían las cinco colinas que dominaban y rodeaban la ciudad, y a la que prestaban una defensa natural.
Por todo ello y por su excelente situación estratégica, los cartagineses habían convertido el amurallado conjunto de sus rectilíneas y bien trazadas calles, tiradas a escuadra al modo helenístico, en capital de sus dominios hispánicos en detrimento de Akra Leuke,5 urbe fundada más al norte por el difunto Amílcar Barca que le sirvió de base de operaciones hasta su muerte, y lugar donde descansaban eternamente sus restos en una tumba situada junto a las murallas, dentro del recinto sagrado consagrado a Melkart.6
La noche era espléndida y la luz de la luna iluminaba el austero, aunque bello y majestuoso mausoleo familiar, en el que reposaban los restos de Asdrúbal el Bello, el anterior caudillo cartaginés; un edificio cuadrado de piedra caliza pulida de seis metros de lado y cuatro de altura, cuya entrada estaba flanqueada por cuatro columnas de mármol, de una sola pieza.
Dentro de la capilla funeraria, y ocupando buena parte de uno de sus lados, se encontraba el féretro antropomorfo de pulido granito rojo egipcio, en el que se había esculpido el cuerpo y la efigie de Asdrúbal, y en cuyo interior se hallaba el sarcófago con el cuerpo embalsamado y las pertenencias más queridas de Asdrúbal el Bello: cascos, corazas, espadas... Además de dos huevos de avestruz.7
Enfrente de este, y a manera de homenaje póstumo para honrar la memoria del padre de Aníbal, y suegro de Asdrúbal, se había colocado un magnífico busto de mármol policromado con la efigie de Amílcar Barca que estaba coronado por un espléndido casco ático con cimera, y en cuyo pedestal habían sido dispuestas parte de sus insignias y sus armas junto con unas coronas de laurel, que siempre estaban frescas y verdes.
—En qué soledad tan atroz e inhumana me habéis dejado los dos, mi querido padre, mi querido hermano... —se lamentaba en voz alta Aníbal, dirigiéndose a los dos difuntos, en tanto que daba cortos paseos dentro del mausoleo.
La llama de las lámparas, que iluminaba tenuemente la estancia, osciló levemente como consecuencia de la brisa que se coló por el vano que dejaba la enorme y abierta puerta de madera de cedro forrada con planchas de bronce, formando innumerables sombras.
—Tú, mi amado padre, cuya muerte se produjo hace ya ocho años... Ocho años que se me han hecho tan largos como si hubieran transcurrido ocho vidas... —continuó Aníbal hablando con abatimiento al busto de Amílcar, que destacaba en la semipenumbra gracias a los vivos colores con los que la había pintado el artista, como era habitual en la Antigüedad—. ¿Cómo llenar tu ausencia, padre amado?... ¿Cómo estar a tu altura sin tenerte?... ¿Cómo superarte, como tú deseabas?... Si nunca hubo otro hombre mejor que tú, ni lo podrá haber...
El joven caminó hasta la puerta y se asomó afuera para cerciorarse de que se encontraba solo en la estancia. Una vez en la terraza exterior, Aníbal se quedó observando, durante unos instantes, la parte de la ciudad cuyas calles y avenidas se extendían hacia el mar, partiendo desde los pies del pequeño cerro, llamado colina de Asdrúbal, en cuya acrópolis se asentaban el palacio del gobernador y su guarnición, el templo de la diosa Tanit8 y el mausoleo que él estaba honrando en ese momento.
Dando la espalda a la plateada luz de la luna, penetró de nuevo en el panteón, se dirigió a los sepulcros y prosiguió con su triste soliloquio.
—Padre venerado, generador de la vida que disfruto y protector de la misma. De quien aprendí el oficio de luchar, obedecer y mandar, el tesón y la bravura, la honradez, la valentía... El odio a Roma por todo el mal que esa loba implacable es capaz de hacernos a los púnicos...
Aníbal apoyó su mano sobre el pintado rostro marmóreo de Amílcar9 y recorrió con los dedos sus contornos con la sensibilidad y el detenimiento de un ciego, con el cariño y la ternura de un hijo, y con el respeto de un soldado.
—El odio compartido a Roma, mi padre querido, que jamás te cegó políticamente y, por ello, no te impidió actuar con una decisión y una inteligencia tan elevadas como para que los cartagineses pudiéramos renacer de nuestra injusta derrota militar ante los romanos, en Sicilia, encumbrándonos y enriqueciendo a Kart Hadasht, conquistando tierras y riquezas aquí, en Isphanya... Ardua tarea en cuyo intento dejaste tu vida, salvando de paso la de mi hermano y la mía en la tierra de los oretanos, bajo los muros de Heliké, la ciudad maldita por siempre jamás...10
El joven miró de nuevo el rostro de mármol de su padre agobiado bajo el enorme peso de la congoja.
—Padre... Mi amor por ti y mi admiración hacia tu inacabada obra no han disminuido y, bien al contrario, crecen cada día... Por ello, quiero que sepas que yo continuaré y acabaré la labor que la perfidia de ese bastardo mal nacido, el rey Orisón de los oretanos, impidió provocando tu perdición y muerte...
Aníbal se restregó las manos presa de una angustia personal que le desbordaba.
—Padre, tu asesinato no quedará sin venganza... Te lo juro por Baal Hammon...
Aníbal hizo una espantosa mueca de odio que afeó su hermoso, juvenil y varonil rostro.
—Orisón, esa alimaña que se convirtió en mi suegro atendiendo a una razón de estado que, esgrimida por Asdrúbal de manera implacable, me obligó a matrimoniar con su hija Himilce... Orisón, mi suegro por el momento... Y a ella, a ella no podré amarla jamás.
Aníbal cayó de nuevo en un silencio absoluto durante unos segundos, al cabo de los cuales y algo más animado continuó:
—Padre, yo seré digno de ti en el mundo de los vivos... Por ello, seré tus manos, tus ojos, tus piernas... Yo conquistaré y consolidaré nuestro dominio y autoridad en Isphanya, alistaré y conduciré a cuantos hombres sean precisos, aseguraré mis suministros de plata... Y en su momento, que lograré que no sea muy lejano, caeré sobre la desprevenida Italia igual que se abate el halcón peregrino sobre la paloma, y llevaré el dolor, la desesperación y la destrucción hasta las puertas de Roma... Y todo eso lo haré para salvaguardar a nuestra madre Kart Hadasht del sempiterno peligro que supone Roma para nuestra patria...
Después de permanecer unos segundos en silencio, Aníbal se giró hacia el féretro de su cuñado Asdrúbal.
—¿Y a ti, qué puedo decirte a ti, mi hermano del alma?... Si te convertiste en mi padre cuando me faltó Amílcar, si a tu lado maduré y me convertí en un hombre, si fuiste tú quien más confió en mí cuando me otorgaste el mando de las tropas, una y cien veces seguidas, permitiendo que me convirtiera en el mejor soldado del ejército cartaginés... Tú, mi amado hermano de espíritu, que me nombraste comandante en jefe en Carthago Nova, dejándome al mando durante tus ausencias cuando viajabas hasta Kart Hadasht para asistir a las reuniones del Consejo del Senado...
Aníbal, con todo respeto, depositó sobre el sarcófago una guirnalda de flores. Acto seguido, vertió sobre el mismo óleos sagrados antes de proseguir.
—Aunque mi misión requiera otras cualidades, tu memoria alentará e inspirará mis actos, razón por la que estos no estarán exentos de prudencia, diplomacia y moderación... Tu ejemplo me guiará durante la consecución de mi empresa pese a que no continuaré lo que emprendiste, puesto que no deseo ser rey de Isphanya, al estilo de los reinos helenísticos y griegos de Asia... No podría ni podré ya que estoy obligado a servir a Kart Hadasht y a la memoria de Amílcar, siempre fiel a Nueva Ciudad, y en esa devota evocación devastaré Roma porque la supervivencia de la patria y la de sus hijos depende inexcusablemente de la culminación, con éxito, de ese ineludible e irrenunciable ideal de destrucción...
2
2
Aníbal salió del mausoleo y cerró su puerta justo cuando la luna fue cubierta por unas nubes. Caminó ligero y descendió las escaleras de piedra en dirección al patio que se abría ante el conjunto arquitectónico del palacio.
A los lados de la escalinata y el pasillo enlosado se extendía la campiña salvaje de la colina donde se asentaba el mausoleo y el resto de los edificios de la acrópolis de Carthago Nova.
De repente, le pareció oír el ruido de algo que se movía entre la maleza.
Las nubes se disiparon y la luz de la luna llena iluminó de nuevo los alrededores.
—¿Qué es esto? —exclamó Aníbal sorprendido cuando observó como un pequeño gato negro, tan solo un cachorro, se defendía valientemente y sin volver la cara del acecho de una enorme culebra.
El gatito, que debía tener apenas cuatro meses de vida, observó durante unos instantes a Aníbal, mientras reculaba. De inmediato, saltó ágilmente hacia un lado, maullando y enseñando las uñas, en el momento en que la culebra le atacó abriendo mucho su boca intentando sujetarle con los dientes para, posteriormente, poder enrollar sus anillos alrededor de su cuerpecillo y asfixiarle. El felino esquivó el abrazo mortal del reptil, por el momento, pero quedó arrinconado entre unas peñas mientras maullaba con toda la fuerza de que era capaz. La culebra se percató de ello y se giró con gran velocidad. De inmediato se empinó ligeramente sobre su cuerpo, olió el aire con su lengua viperina y se dispuso a dar el golpe de gracia abriendo mucho sus fauces.
El ofidio saltó y se abalanzó sobre el indefenso gatito negro, y cuando lo iba a alcanzar, su cabeza fue desprendida del cuerpo gracias al certero sablazo que le propinó Aníbal con su falcata,11 arma que había adoptado de los mercenarios hispanos.
El felino, después de saltar hacia atrás y golpearse con las rocas, se quedó sentado y quieto mirando con curiosidad a su salvador con la cabeza ligeramente torcida y los ojos muy redondos, mientras emitía unos tenues maullidos y el cuerpo descabezado de la serpiente se convulsionaba todavía, ya que la vida lo abandonaba.
—Ven conmigo, criatura valiente, que te has ganado por derecho propio estar junto al hijo de un león —le animó Aníbal, tendiéndole la mano, mientras se ponía en cuclillas y el gato dudaba en acercarse abriendo mucho los ojos.
El felino se puso de pie y permaneció quieto olisqueando el aire, con el lomo arqueado y el rabo tieso y apuntando hacia lo alto.
—Vamos, gatito, no seas desconfiado conmigo y ven a mi lado. Como podrás comprender, no he matado a esa serpiente para ahora hacerte daño, eso sería una conducta incongruente incluso en un joven como yo —le explicó Aníbal divertido y con voz suave, como si estuviera hablando con una persona, mientras le mostraba la mano abierta y vuelta hacia abajo, incapaz de asumir que alguien o algo se le resistiera—. Ven. No olvides que te acabo de salvar la vida...
El cachorro le miró fijamente con sus ojos de color ámbar, se acercó lentamente, olisqueó la mano del cartaginés y le dio varios lametones seguidos. Por último, levantó una patita y colocó su pequeña garra, sin mostrar las uñas, sobre la mano de Aníbal en señal de confianza.
—Bien hecho, gatito, así me gusta —exclamó Aníbal cogiendo al felino con una mano por la piel del cuello e izándolo del suelo mientras él se incorporaba. Enseguida se lo acercó, protector, hasta su cuerpo.
El pequeño felino ronroneó y se dejó hacer.
—Espera un momento, pero tú no eres un gato... ¡Ojo rojo de Melkart!, tú eres una gata... —descubrió el púnico, riendo sorprendido, al comprobar la ausencia del atributo viril en el animal.
El felino maulló como si estuviera dando la razón a Aníbal, gesto que motivó más carcajadas por parte de este dado que inconscientemente estaba deseando aliviar la tensión padecida dentro del mausoleo de Asdrúbal.
—Cómo es la vida —reflexionó en voz alta Aníbal—. Hace un momento, yo estaba sumido en un triste rito muy cercano a la muerte... Y, ahora, en un encuentro fortuito con la vida, acabo de salvar a un cachorro de felino de una muerte cierta.
La gatita negra se acurrucó contra el pecho del hombre, ronroneando, mientras frotaba su cabeza y su cuello contra él.
—Como soy tu salvador, me tendré que quedar contigo, ¿no?
El cachorro pareció entender al hombre y maulló de una manera que pareció afirmativa, lo cual provocó de nuevo más carcajadas por parte de Aníbal.
—Si ya eres mía... ¿cómo te llamaré?, porque eres más negra que la noche y, dada tu agilidad y valentía, más pareces una pantera como las que traen los cazadores desde las selvas del interior de Ifriquiya y se muestran en los mercados de Kart Hadasht, que una gata egipcia...
En ese momento, las nubes volvieron de nuevo a moverse en el cielo permitiendo que la luna llena se mostrara en toda su plenitud y esplendor.
—La luna llena... —comentó Aníbal hablando para sí—. Creo que es una señal de la diosa Tanit, la señora de la noche y patrona de Kart Hadasht, que se manifiesta a través de los plateados rayos de luz lunar...
La gatita, muy tranquila, observaba en silencio a Aníbal ronroneando pero sin maullar, y se dejaba acariciar la nuca por aquel mientras el nocturno astro celestial iluminaba su negro y brillante pelo con su luz plateada.
—Ya está, decidido. Te llamaré Luna, en honor a la diosa Tanit —le explicó Aníbal muy resuelto, con un tono de alegría en la voz—. Habrás podido comprobar, mi querida amiga Luna, que yo nunca tardo mucho en tomar una decisión...
Unos minutos más tarde, Aníbal entraba en su palacio y, tras explicar el gran interés que tenía por la vida y el bienestar del cachorro, entregaba la gata a una esclava etíope de su servicio para que la cuidara y alimentara, y se dirigía a sus aposentos donde le esperaba su esposa Himilce.
3
3
—Mujer, tienes que volver ya a Kastilo12 e instalarte en el solar de tu padre, el rey Orisón —le ordenó con voz dura a su cónyuge, nada más encontrarse con ella.
—Esposo mío, ¿tú vendrás conmigo? —le preguntó Himilce con dulzura, deseosa de no provocar la cólera del cartaginés.
—No.
Ella le miró con tristeza, acostumbrada como estaba a los continuos desaires que le hacía Aníbal, y reuniendo fuerzas le dijo:
—El esposo debe estar junto a su mujer...
Aníbal, en cuyo interior pugnaban la fuerte atracción que sentía por Himilce y sus ganas de quererla, y el venenoso rencor que tenía hacia su padre, Orisón, causante de la muerte de Amílcar, contestó con odio en el tono de su voz.
—No tengo tiempo, dado que debo llevar a cabo los planes de conquista de Isphanya... Esos que mi padre no pudo culminar... Por culpa de la alevosa traición de Orisón, tu padre... —le reprochó con toda la fiereza de que fue capaz.
Himilce, al escuchar de nuevo los reproches dirigidos por su esposo contra su padre, se irguió enfadada, sacó su fuerte carácter ibero y explotó gritando:
—¡¿Dices traición?!... ¿Y qué querías que hiciera mi padre?, dímelo... ¿Entregarse a Amílcar sin luchar y postrarse a sus pies, darle las minas de plata y las plazas fuertes oretanas que le eran súbditas, eso debió hacer?...
Aníbal la miró sorprendido.
—¿Acaso no era nuestra tierra y vosotros llegabais desde más allá de nuestra frontera para arrebatarnos lo que era nuestro?... —prosiguió ella, algo más calmada.
Aníbal bajó la mirada al suelo, comprendiendo que su esposa tenía razón.
—Esposo, porque eres mi esposo ante los ojos de los dioses y ante los ojos de los hombres y te respeto como a tal, pese a tus continuas reconvenciones y desprecios... ¿Acaso los cartagineses habéis dejado de luchar contra los romanos, les habéis cedido, por ventura, la ciudad de Kart Hadasht, habéis soportado bien la derrota que sus legiones os infligieron en Sicilia?...
Aníbal observó la cara colorada de su esposa, su pecho palpitante, su estrecha cintura, su talle, su apostura, y pensó lo bella que era, y de qué manera tan intensa la deseaba en ese momento.
Furiosa como estaba, permitió que ella se desahogara. Al cabo de un instante, Aníbal objetó:
—Mujer, ¿pero era precisa una conducta tan bellaca y tan ruin para acabar con Amílcar, el mejor de los hombres? —le interrogó con un fuerte tono de reproche en su voz, sosteniendo una lucha interna enorme entre la tristeza depresiva que le abatía y la atracción pasional que sentía hacia su esposa.
Himilce resopló con abatimiento y desesperación, como quien tiene que convencer a un niño de corta edad.
—Aníbal... Mi padre defendía su tierra, sus riquezas, a su gente, su forma de vida, su libertad... —intentó argumentar Himilce.
—¡No, esa no fue la razón!... —replicó el púnico, haciendo una pequeña pausa—. Tu padre no es un hombre de honor, es un miserable codicioso que no quiso entregarnos las minas de plata de Kastilo a los cartagineses...
Ella le miró incrédula, antes de responder:
—¡Cartaginés, reflexiona si eres capaz de ello!... Si las minas pertenecen desde tiempo inmemorial a los oretanos, mi pueblo, y estos lucharon durante años contra los demás pueblos iberos y celtas para conservarlas... ¿Explícame y razóname por qué los míos tenían que ceder su explotación a los hijos de Kart Hadasht?
—Muy sencillo de entender, incluso para una mujer. Porque nuestro ejército era más poderoso y en el terreno militar era ilógico e inútil resistirse..., además, tu padre Orisón dio palabra de rendición —argumentó Aníbal de manera simple—. Si tu padre hubiera cumplido la palabra dada, se habrían podido ahorrar muchas vidas.
Himilce se revolvió, presta.
—Más vidas, aún, se habrían podido ahorrar si los cartagineses no hubierais venido a la tierra de los oretanos y os hubierais quedado en vuestra tierra... o en la que os había dejado Roma.
—Entonces, si me hubiera quedado en Kart Hadasht tú y yo no nos habríamos conocido...
—Aun así —respondió ella, tras unos segundos de pausa.
—Él prometió entregarse... —repitió Aníbal, sin encontrar sentido a sus palabras.
Himilce negó con la cabeza.
—Aníbal, los iberos nunca nos someteremos sin luchar... Y tampoco nos dejaremos arrebatar la libertad, ni lo que nos pertenece, sin pelear hasta la muerte y derramar hasta la última gota de nuestra sangre... —le espetó ella de manera lapidaria, pero orgullosa.
El matrimonio se miró en silencio. Ella desesperanzada porque no podía conseguir que Aníbal correspondiera a su amor, y por verle prisionero de sus fantasmas de odio interiores ante los que ella nada podía hacer. Él, cautivo de un rencor al que se sentía obligado por fuerzas invisibles, contra las que no podía pelear, las cuales le imposibilitaban para amar a Himilce aunque su alma lo deseaba con todas sus fuerzas; y de la que se alejaba irremediablemente contra su voluntad.
—Esposo, ¿por qué no puedes quererme como yo te amo a ti? —le preguntó ella con el corazón roto de pena, con un tono de voz asolado por la tristeza, mientras rompía a llorar en silencio, desconsolada como estaba.
Aníbal la observó sin decir nada, durante unos instantes, antes de contestar:
—Mujer, no puedo amarte porque no puedo hacerlo...
Ella levantó la cara y le miró con los hermosos ojos negros arrasados por las lágrimas, mientras proseguía el cartaginés:
—Ni puedo, ni podré quererte mientras viva Orisón... y su existencia sea un recuerdo vivo, permanente y doloroso del asesinato de mi padre Amílcar... —le intentó explicar Aníbal mientras se restregaba las manos, presa de un gran desasosiego—. El execrable y vil asesinato del mejor de los hombres que había en la tierra, que se perpetró merced a una maniobra t