El encuentro (La Saga de los Heechee 3)

Fragmento

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Créditos

Título original: Heechee Rendezvous

Traducción: Francisco Amella Vela

1.ª edición: abril 2008

© 1984 by Frederik Pohl

© Ediciones B, S. A., 2016

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-575-3

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Prólogo

1. Como en los viejos tiempos

2. Lo que ocurrió en el planeta Peggys

3. Violencia sin sentido

4. A bordo de la S. Ya.

5. Un día en la vida de un magnate

6. Al otro lado del agujero negro

7. De vuelta a casa

8. La histérica tripulación del velero

9. Audee y yo

10. El lugar donde se guarecían los Heechees

11. Encuentro en Rotterdam

12. Dios y los Heechees

13. Las penas del amor

14. El nuevo Albert

15. Al otro lado de la discontinuidad de Schwarzschild

16. Retorno a Pórtico

17. Cuando hay que armarse de valor

18. En el Alto Pentágono

19. Las permutaciones del amor

20. Encuentro no deseado

21. Abandonados por Albert

22. ¿Hay vida después de la muerte?

23. Fuera del escondite Heechee

24. La geografía del Cielo

25. Regreso a la Tierra

26. Aquello a lo que temían los Heechees

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Prólogo

Prólogo

Una charla con mi auxiliar

No soy Hamlet. Aunque, de ser humano, que no lo soy, sería candidato al trono. Soy un programa informático. Estado más que honorable del que no me avergüenzo, sobre todo porque (como puede verse) soy un programa verdaderamente sofisticado, apto no sólo para calcular una progresión o para dar una o varias entradas, sino capaz también de citar directamente de sus fuentes a los oscuros poetas del siglo veinte, con la misma facilidad con que les hablo de ello.

Y es de dar entrada a lo que me estoy refiriendo. Mi nombre es Albert, y las presentaciones son lo mío. Así que voy a empezar por darme entrada presentándome a mí mismo.

Soy uno de los amigos de Robinette Broadhead. Bueno, eso no es del todo cierto; no estoy seguro de poder pretenderme amigo de Robin, aunque hago todo lo posible por ser un amigo para él. Tal es el propósito para el que yo (este «yo» que les habla) fui creado. Básicamente, soy un simple procesador informático programado con muchas de las características del antiguo Albert Einstein. Ésta es la razón por la que Robin me llama Albert. En este punto surge una nueva ambigüedad. De un tiempo a esta parte está resultando discutible que el objeto de mi amistad sea Robinette Broadhead en persona, pues ello depende de quién —o de qué— sea ahora Robinette Broadhead. Pero ése es un complejo problema que habrá que abordar poco a poco. Ya sé que todo esto es desconcertante, y no puedo evitar el pensar que no estoy haciendo mi trabajo todo lo bien que debería, ya que mi trabajo (tal y como yo lo interpreto) es allanar el camino a lo que Robin en persona tiene que decir. Es posible que nada de lo que estoy haciendo sea necesario, si es que ya saben qué es lo que tengo que decir. En tal caso, tampoco me importa repetirlo. Nosotras, las máquinas, somos pacientes. Pero tal vez prefieran pasar de largo sobre todo esto e ir adelante de la mano de Robin, cosa que, sin lugar a dudas, el mismo Robin habría preferido.

Hagámoslo a través del sistema de preguntas y respuestas. Echaré mano de un sistema auxiliar para hacerme una auto-entrevista.

P: ¿Quién es Robinette Broadhead?

R: Robin Broadhead es un ser humano que fue al asteroide Pórtico y que, tras soportar numerosos riesgos y traumas, se ganó los cimientos de una inmensa fortuna y un sentimiento de culpabilidad todavía mayor.

P: Déjate de comentarios capciosos, Albert, y aténte a los hechos. ¿Qué es el asteroide Pórtico?

R: Se trata de un artefacto abandonado por los Heechees. Los Heechees abandonaron, hace medio millón de años más o menos, una especie de aparcamiento orbital lleno de naves espaciales en condiciones de uso. Dichas naves podían llevarle a uno a lo largo y ancho de la galaxia, pero sin posibilidad de controlar el lugar al que te llevaban. (Para más información, véanse mis otros bancos de datos; transcribo todo esto para demostrar que soy un programa.)

P: ¡Estáte atento, Albert! Limítate a los hechos, por favor. ¿Quiénes son esos Heechees?

R: ¡Mira, vamos a dejar una cosa clara! Si «tú» vas a hacerme preguntas a «mí» (a pesar de no ser más que un programa auxiliar parte de mí mismo) debes dejar que te las conteste de la mejor manera posible. Los «hechos» no bastan. Los «hechos» no son más que lo que producen los procesadores de datos muy primitivos. Soy demasiado bueno como para perder mi tiempo en ello; tengo que proporcionarte el trasfondo y las circunstancias. Por ejemplo, la mejor manera de explicarte quiénes son los Heechees es explicándote la historia de cómo aparecieron por primera vez en la Tierra. Es como sigue: Estamos en el Pleistoceno superior, hace más o menos medio millón de años. La primera criatura terrestre que advirtió su presencia fue una hembra de tigre dientes de sable. Dio a luz un par de cachorros, los lamió por los cuatro costados, gruñó para alejar a su inquisitivo macho, se echó a dormir, se despertó y se percató de que faltaba uno de los cachorros. Los carnívoros no...

P: ¡Albert, por favor! Ésta es la historia de Robinette, no la tuya, así que salta al momento en que Robin empieza a hablar.

R: Te lo he dicho ya una vez y te lo repito: ¡Si me vuelves a interrumpir, te desconecto, auxiliar! Lo estamos haciendo a mi manera, y mi manera es ésta:

Los carnívoros no cuentan bien, pero era lo bastante lista como para notar la diferencia que hay entre uno y dos. Por desgracia para su cachorro, los carnívoros tienen accesos de ira. La pérdida del otro la enfureció y en su paroxismo de furia destrozó al sobreviviente. Resulta instructivo observar que ésa fue la única desgracia que tuvo lugar entre los mamíferos de gran tamaño de resultas de la primera visita de los Heechees a la Tierra.

Una década después, los Heechees regresaron. Devolvieron algunos de los especímenes que se habían llevado, incluida una tigresa ahora vieja y rechoncha, y los cambiaron por nuevos ejemplares. Esta vez no se trataba de cuadrúpedos. Los Heechees habían aprendido a distinguir entre unos predadores y otros, y la especie seleccionada en esta ocasión fue un grupo de criaturas desgarbadas, de frente huidiza, dotados de cuatro manos y de rostro velludo y sin barbilla. Sus lejanísimos y colaterales descendientes, es decir, vosotros los humanos los llamaríais con el tiempo «Australopitecus afarensis». A éstos, los Heechees no los trajeron de vuelta. A su juicio, eran la especie terrestre con más probabilidades de evolucionar hacia una inteligencia superior. Los Heechees les habían reservado una finalidad para esas criaturas, por lo que empezaron por someterlas a un programa destinado a forzar su evolución hacia esa meta.

Éste es un ejemplo de la información a la que me resulta más fácil acceder:

«... El conflicto de la isla de la Dominica, a pesar de ser terrible, se liquidó en seis semanas dejando a ambos contendientes, Haití y la República Dominicana, ansiosos por conseguir la paz y la oportunidad de rehacer sus maltrechas economías. La siguiente crisis con la que tuvo que enfrentarse el Secretario era mucho más esperanzadora para todo el mundo, pero era también muchísimo más peligrosa para la paz mundial. Me refiero, claro está, al descubrimiento de lo que se dio en llamar Asteroide Heechee. Aunque era de todos conocido el hecho de que alienígenas tecnológicamente avanzados habían visitado tiempo atrás el sistema solar dejando tras de sí valiosos artefactos, la oportunidad de dar con este objeto y su flotilla de naves en condiciones de ser utilizadas era por completo inesperada. El valor de las naves era incalculable, desde luego, y prácticamente todos los estados miembros de las Naciones Unidas que disponían de tecnología espacial reivindicaron algún derecho sobre aquéllas. No hablaré de las delicadas y confidenciales negociaciones que condujeron a la creación del fideicomiso quintupartito de la Corporación de Pórtico, pero con su constitución, una nueva era se abrió para la humanidad.»

—Memorias, Marie-Clémentine Benhabbouche, Secretaria General de las Naciones Unidas.

Naturalmente, los Heechees no limitaron sus exploraciones al planeta Tierra, pero ningún otro planeta del sistema solar escondía el tesoro que buscaban. Buscaron. Exploraron Marte y Mercurio; peinaron la nube que cubre los gigantes gaseosos, más allá del cinturón de asteroides; descubrieron Plutón, pero no se molestaron en visitarlo; perforaron una serie de túneles en cierto asteroide excéntrico, para construir una especie de hangar para sus naves espaciales y acribillaron el planeta Venus con túneles herméticos. Si se concentraron en Venus no fue porque prefirieran su clima al de la Tierra. De hecho, detestaban su superficie tanto como los humanos; de ahí que todas sus construcciones fueran subterráneas. Pero las construyeron allí porque en Venus no había nada que se pudiera echar a perder, porque por nada del mundo habrían querido los Heechees perjudicar a una especie en plena evolución... de no ser estrictamente necesario.

Tampoco se limitaron al sistema solar de la Tierra. Sus naves atravesaron la galaxia y salieron de ella. De los doscientos mil millones de objetos de tamaño superior al de un planeta que pueblan la galaxia, ni uno solo se quedó fuera de sus cartas de navegación; también marcaron muchos otros no tan grandes. No todos recibieron la visita de una nave Heechee. Pero ni uno solo se quedó sin su correspondiente vuelo de observación ni sin los análisis de rigor, y algunos de ellos no pasaron de ser meras «atracciones turísticas».

Sólo unos pocos —apenas un puñado— contenían ese especialísimo tesoro que buscaban los Heechees, de nombre vida.

La vida era rara en la galaxia. La vida inteligente, por más generosos que fueran los términos con los que los Heechees la definían, era más rara todavía... pero no se hallaba ausente. Estaban los australopitecos terrestres, capaces ya de valerse de herramientas y que empezaban a desarrollar instituciones sociales. Había una prometedora raza alada en lo que los humanos habían de llamar constelación Ophiucus; una raza de cuerpos blandos que habitaba un denso y enorme planeta, en órbita alrededor de una estrella del tipo F-9 en Eridano; cuatro o cinco abigarrados grupos de seres que orbitaban estrellas en el distante corazón de la galaxia, oculto a toda observación humana por nubes de polvo y gas y por racimos estelares. En total, sumaban quince especies de seres, nacidas en quince planetas distintos, distantes entre sí miles de años luz, de las que podía esperarse que desarrollaran la inteligencia suficiente como para escribir libros y construir máquinas en un espacio de tiempo breve. (Para los Heechees, «breve» era cualquier período inferior a un millón de años.)

Pero aún había más. Aparte de los propios Heechees, existían otras tres sociedades tecnológicas activas en aquellos momentos, y los artefactos de otras dos, ya extintas.

De manera que los australopitecos no eran los únicos. Su valor era, no obstante, altísimo. Por eso, al Heechee que se encargó de transportar una colonia de ellos desde las planicies de huesos calcinados de su hogar ancestral hasta el nuevo hábitat que les habían preparado los Heechees, se le tributaron grandes honores.

El suyo era un trabajo duro y prolongado. Él, en particular, pertenecía a la tercera generación de una familia de exploradores y topógrafos, los encargados de organizar el proyecto del sistema solar. Suponía que también sus descendientes continuarían su labor. Pero en eso se equivocaba.

En total, el tenaz trabajo de los Heechees en el sistema solar duró algo más de cien años; y acabó de repente, en menos de un mes.

Decidieron suspenderlo, a toda prisa.

Desde los túneles madriguera de Venus hasta los pequeños puestos de avanzadilla de Dione y del polo sur marciano, pasando por cada uno de los artefactos puestos en órbita, la retirada dio comienzo. Apresurada pero concienzuda. Los Heechees resultaron unos inquilinos de lo más limpio. Se llevaron consigo prácticamente el noventa y nueve por ciento de las herramientas, máquinas, artefactos, cachivaches y quincallería sobre los que habían asentado su vida en el sistema solar, basura incluida. Muy especialmente la basura. Nada quedó atrás por accidente. Y sobre la superficie de la Tierra no quedó nada en absoluto, ni tan siquiera el equivalente Heechee a una botella de Coca-Cola o un kleenex usado. No impidieron que los colaterales descendientes de los australopitecos descubrieran que los Heechees habían pasado por su área. Se aseguraron simplemente de que antes de realizar tal descubrimiento hubieran tenido que aprender a navegar por el espacio. Gran parte de lo que se llevaron era desechable, y lo arrojaron al espacio interestelar o al sol. El resto lo cargaron en naves y lo enviaron a lugares muy lejanos con fines muy concretos. Y todo esto sucedía no sólo en el sistema solar de la Tierra, sino en todas partes. Los Heechees limpiaron el sistema solar de toda huella de su paso por él. Jamás una viuda ha entregado a sus sucesores una herencia tan inmaculada.

No dejaron tras de sí prácticamente nada, y nada de lo que dejaron carecía de propósito. En Venus solamente dejaron los túneles básicos y las estructuras de los cimientos, además de una muestra de artefactos cuidadosamente seleccionada; en los puestos de avanzadilla, apenas unos pocos signos de su paso; y otra cosa.

En cada sistema solar en el que había esperanzas de que se desarrollara una raza inteligente, dejaron un regalo, grande y misterioso. En nuestro sistema solar el regalo se encontraba en el asteroide de la esquina derecha que habían utilizado como terminal de sus naves espaciales. Aquí y allí, en remotos y escogidísimos lugares de otros sistemas, abandonaron instalaciones de mayor tamaño. Cada una de ellas contenía el inmenso regalo de una flota de naves Heechees, aquellas naves a toda prueba y plenamente operativas, capaces de viajar más rápido que la luz.

Los vestigios que dejaran en el sistema solar permanecieron en su lugar durante mucho tiempo, más de cuatrocientos mil años, mientras los Heechees se ocultaban en su agujero-núcleo. Los australopitecos terrestres resultaron ser una tentativa evolutiva fallida, aunque los Heechees no llegaron a saberlo; pero los primos de los australopitecos se convirtieron en neandertales, o cromañones, y luego en ese último capricho evolutivo llamado Hombre Moderno. Mientras tanto, las criaturas aladas evolucionaban, aprendían y daban con el desafío de Prometeo, y se autodestruían. Mientras tanto, dos de las sociedades tecnológicas se encontraban y se destruían mutuamente. Mientras tanto, seis de las restantes razas prometedoras holgazaneaban en las aguas estancadas de su evolución; y mientras tanto, los Heechees se ocultaban en su caparazón Schwarzschild, desde el cual cada pocas semanas —cada pocos milenios del tiempo que volaba fuera de él— lanzaban al exterior temerosos vistazos.

Y mientras tanto, en el sistema solar sus vestigios aguardaban, hasta que por fin los humanos dieron con ellos.

Y así fue como los seres humanos se sirvieron de las naves Heechees. En ellas, atravesaron la galaxia de un extremo al otro. Aquellos primeros exploradores eran individuos asustados, desesperados, cuya única oportunidad de escapar a la pegajosa miseria humana era la de arriesgar sus vidas en un viaje de coordenadas temporales desconocidas en dirección a un destino que lo mismo podía hacerles ricos que, cosa mucho más probable, matarlos.

He aquí, pues, una síntesis, de la historia de los Heechees completa en su relación con la humanidad hasta el momento en que Robin va a dar comienzo a su historia. ¿Alguna pregunta, auxiliar?

P: Z-z-z-z-z.

R: Auxiliar, no te pases de listo. Sé que no duermes.

P: Únicamente estoy tratando de dar a entender que te está costando lo indecible desaparecer de escena, presentador. Y además, sólo nos has hablado del pasado de los Heechees, no de su presente.

R: Estaba a punto de hacerlo. Es más, voy a hablar a continuación de un Heechee en particular que se llama Capitán (bueno, ése no es su nombre, ya que los hábitos de los Heechees en lo tocante a los nombres no son como los humanos, pero servirá para identificarlo) y que, justo por la época en que se inicia el relato de Robin...

P: Si es que alguna vez le dejas que lo empiece...

R: ¡Auxiliar, cállate! El tal Capitán es relevante para la historia de Robin porque llegará un momento en el que sus vidas se crucen de manera dramática, pero por ahora desconoce todavía por completo la existencia de Robin. Él, en compañía de su tripulación, se prepara para abandonar silenciosamente el lugar en el que los Heechees han estado ocultos, en dirección a la amplia galaxia que es nuestro hogar.

Ahora bien, acabo de hacerte un truquito. Si te he presentado al Capitán —¡que te calles, Auxiliar!—, si te he presentado al Capitán es porque él es uno de los que secuestraron al cachorro de dientes de sable y construyeron los túneles de Venus. Es ya muy viejo.

Eso no significa, sin embargo, que tenga ya medio millón de años, porque el lugar al que los Heechees corrieron a esconderse es un agujero negro situado en el corazón de la galaxia.

Ahora, Auxiliar, no quiero que vuelvas a interrumpirme, aunque vaya a tomarme cierto tiempo para referirme a un hecho curioso. Este agujero negro en el que han estado viviendo los Heechees, curiosamente los seres humanos lo conocían ya mucho antes de tener noticias de la existencia de los Heechees. De hecho, si retrocedemos hasta 1932, descubrimos que fue la primera fuente de radiación interestelar que se detectó. Hacia finales del siglo veinte, había sido clasificado por interferometría como un agujero negro de enorme tamaño, con una masa equivalente a la de miles de soles y un diámetro de unos treinta años luz. Por aquel entonces se sabía también que se encontraba a treinta mil años luz de la Tierra en dirección a la constelación de Sagitario, que estaba rodeado por un halo de polvo silicatado y que era un potente emisor de fotones de rayos gamma del tipo 511-keV. En la época en que se descubrió el asteroide Pórtico, se sabía mucho más. Se disponía, de hecho, de todos los datos de importancia excepto uno. No se tenía ni idea de que estuviera lleno de Heechees. Eso no se supo hasta que se empezó —debería decir hasta que yo empecé— a descifrar las antiguas cartas de navegación Heechees.

P: Z-z-z-z.

R: Silencio, Auxiliar. La nave en la que viajaba el Capitán era muy parecida a las que los humanos encontraron en Pórtico. No había dado tiempo a introducir modificaciones en su diseño. Por la misma razón por la que el Capitán no tiene medio millón de años de edad: el tiempo pasa despacio en su agujero negro. La única diferencia relevante entre la nave del Capitán y cualquier otra consistía en que la suya llevaba un accesorio.

En la jerga Heechee al accesorio se lo conocía familiarmente como disruptor de orden de sistemas lineales. Lo que podría muy bien traducirse, en la jerga de nuestros pilotos, como «barrena». Era lo que le permitía al Capitán atravesar la barrera Schwarzschild que rodea los agujeros negros. No parecía gran cosa, un simple cilindro de cristal retorcido sobre un soporte negro ébano, pero cuando el Capitán la puso en funcionamiento, fue como una cascada de diamantes. El resplandor diamantino se expandió y rodeó a la nave, y le abrió camino a través de la barrera, camino por el que la tripulación se deslizó fuera, al ancho universo envolvente. Y en muy poco tiempo. Según los parámetros del Capitán, menos de una hora. Según los relojes del universo exterior, casi dos meses.

El Capitán, un Heechee, no se parecía a los seres humanos. Si acaso, se parecía al esbozo de un dibujo animado. Pero podía pensarse en él como en un ser humano, ya que poseía casi todas las características de los humanos: curiosidad, inteligencia, afectuosidad, y todas esas otras cualidades que conozco pero que no he podido experimentar nunca. Por ejemplo: estaba de excelente humor porque se le había permitido incluir entre los miembros de la tripulación a una hembra que podía convertirse en su compañera sexual. (También los humanos lo hacen, en lo que ellos llaman viajes de negocios.) Por lo demás, el objetivo de la misión era, por el contrario, muchísimo menos agradable, a poco que uno pensara en ello. Cosa que el Capitán no hizo. Estaba tan preocupado por la misión como pueda estarlo un ser humano ante la perspectiva de que declaren la guerra de un día para otro; si eso ocurre, es el fin de todo, pero como el tiempo va pasando monótonamente sin que ocurra... La única diferencia es que las órdenes que tenía el Capitán no se referían a algo tan inocuo como una guerra nuclear, sino a las razones últimas por las que los Heechees se habían retirado a su agujero negro. Tenía que revisar los artefactos que los Heechees habían dejado tras de sí. Aquellos vestigios no eran accidentales. Eran parte de un plan cuidadosamente preestablecido. Casi se los hubiera podido considerar cebos.

Por lo que se refiere al sentimiento de culpabilidad de Robinette Broadhead...

P: Me preguntaba cuándo volverías a eso. Déjame que te haga una sugerencia: ¿por qué no dejas que sea el propio Robin el que nos lo explique personalmente?

R: ¡Magnífica idea! Dios sabe que es un experto en el tema. Se abre el telón... ¡Con ustedes, Robin Broadhead!

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1. Como en los viejos tiempos

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Como en los viejos tiempos

Cuando aún no me habían ampliado, sentí cierta necesidad que no había experimentado en más de treinta años, e hice algo que había creído que no volvería a hacer. Practiqué un vicio solitario. Envié a mi mujer, Essie, a que efectuara un par de visitas sorpresa a dos de sus sucursales en la ciudad. Coloqué la orden de «no molestar» en todos los sistemas de comunicación de la casa. Llamé a mi unidad de procesamiento de datos (y amigo) Albert Einstein y le di una serie de órdenes que le hicieron fruncir el entrecejo y chupetear su pipa. Al poco —cuando ya la casa quedó tranquila y Albert, reticente pero obediente, se autoesfumó, y yo me quedé cómodamente tendido en el diván de mi estudio, con un poco de Mozart sonando débilmente en la habitación de al lado, al tiempo que el sistema de refrigeración de la casa destilaba aroma de mimosas, con las luces semiapagadas— al poco, digo, pronuncié el nombre que no había pronunciado en varias décadas:

—Sigfrid von Shrink, por favor, quisiera hablar con él.

Por un momento, llegué a pensar que no acudiría. Pero entonces, en la esquina de la habitación, donde está el mueble bar, hubo una súbita neblina luminosa y un destello, y Sigfrid apareció sentado.

No había cambiado en treinta años. Llevaba un traje oscuro y recio, de esos que se ven en los retratos de Sigmund Freud. Su rostro, maduro y anodino, no había ganado ni una sola arruga, y sus ojos no brillaban menos que antes. En una mano sostenía una libretita y en la otra un lápiz, listos para tomar notas —¡como si aún tuviera necesidad de las notas!— y dijo amablemente:

—Buenos días, Rob. Por lo que veo, estás francamente bien.

—Siempre empiezas tratando de infundirme autoconfianza —le dije, y por su rostro relampagueó un amago de sonrisa.

Sigfrid von Shrink no posee existencia real. No es más que un programa informático de psicoanálisis. No tiene existencia física; lo que yo estaba viendo era solamente un holograma, y lo que oía, una síntesis de voz. En realidad, ni siquiera tiene nombre, ya que «Sigfrid von Shrink» es sólo el nombre que yo le di en una época en que era incapaz de hablarle a una máquina, sin nombre, además, de los problemas que me bloqueaban.

—Supongo —dijo meditabundo— que la razón por la que me llamas es porque hay algo que te preocupa.

—Estás en lo cierto.

Me miró con paciente curiosidad, tampoco en eso había cambiado. Yo disponía de programas mejores —bien, en particular de uno, Albert Einstein, tan bueno que rara vez pierdo el tiempo con los otros—, pero Sigfrid seguía siendo bueno de verdad. Me da todo el tiempo que necesito. Sabe que lo que va cuajando en mi interior necesita tiempo para tomar la forma de palabras, y no me mete prisas.

No obstante, tampoco me deja divagar y soñar despierto.

—¿Puedes decirme qué es lo que te preocupa en este preciso momento?

—Muchas cosas. Cosas distintas.

—Escoge una —dijo pacientemente, y yo me encogí de hombros.

—Éste es un mundo complejo, Sigfrid. Con la de cosas buenas que han ocurrido, ¿por qué tendrá la gente que...? Oh, mierda. Ya estoy otra vez, ¿no es eso?

Parpadeó al mirarme.

—Ya estás otra vez, ¿qué? —me animó.

—Digo una cosa que me molesta, no la cosa que me preocupa. Huyo del meollo del asunto.

—Ésa me parece una observación muy perspicaz, Robin. ¿Quieres probar ahora a decirme cuál es el meollo del asunto?

—Quiero decírtelo. Es más, tengo tantas ganas de decirlo que estoy a punto de echarme a llorar. Llevo sin hacerlo una jodidísima cantidad de tiempo.

—No has sentido la necesidad de llamarme en mucho tiempo —señaló, y yo asentí.

—Exactamente.

Esperó un poco, dándole la vuelta al lápiz entre sus dedos, despacito, de vez en cuando, con esa expresión tan suya de cortés y amistoso interés, sin prejuzgar nada, esa expresión que era lo único de su cara que yo podía recordar entre sesión y sesión; entonces, dijo:

—Por definición, Robin, las cosas que te preocupan en lo más hondo de tu persona son difíciles de expresar. Eso lo sabes. Lo comprendimos juntos, hace años. No debe sorprenderte el hecho de no haber tenido necesidad de verme en todos estos años, puesto que, obviamente, las cosas te han ido bien.

—Sí, realmente bien —asentí—, probablemente mucho mejor de lo que merezco... Oye, ¿no estaré expresando sentimientos de culpabilidad al decir eso?

Sigfrid suspiró, pero no había dejado de sonreír.

—Sabes que prefiero que no me hables como un psicoanalista, Robin.

Le devolví la sonrisa. Él hizo una pausa, después de la cual dijo:

—Enfrentémonos a la situación actual objetivamente. Te has asegurado de que nadie pueda oírnos. ¿Temes que te espíen? ¿Que alguien llegue a escuchar lo que no le dirías ni a tu mejor amigo? Incluso le has dicho a Albert Einstein, tu procesador de información, que desapareciera y que borrara esta conversación de cualquier banco de datos. Lo que tienes que decirme debe de ser muy, muy íntimo. Tal vez se trate de un sentimiento del que te avergüenzas. ¿Te dice eso algo, Robin?

Me aclaré la garganta.

—Acabas de poner el dedo en la llaga, Sigfrid.

—¿Y? ¿Qué tenías que decirme? ¿Puedes decírmelo ahora?

Me lancé a ello.

—¡Naturalmente que puedo! ¡Es sencillísimo! ¡Es tan obvio! ¡Maldita sea, me estoy haciendo viejo!

Ésa es la mejor manera. Cuando te cuesta decirlo, dilo y en paz. Ésta es una de las cosas que aprendí durante aquellas sesiones de hace tantos años en las que le lloraba mis penas a Sigfrid tres veces por semana, y siempre me ha dado resultado. Tan pronto como lo hube soltado, me sentí purgado, en fin, no feliz como cuando se te resuelve un problema, pero al menos aquella bola de angustia había sido excretada. Sigfrid asintió levemente. Miró el lápiz que retorcía entre sus dedos, esperando a que continuara. Y supe que sería capaz, ahora sí. Había pasado lo peor. Era una sensación familiar. La recordaba bien, de aquellas antiguas y tormentosas sesiones.

Ahora bien, yo ya no soy el de entonces. A aquel Robin Broadhead le reconcomía el sentimiento de culpabilidad por haber dejado morir a la mujer a la que amaba. Aquel sentimiento de culpabilidad se había visto aliviado en gran medida gracias a la intervención de Sigfrid. Aquel Robin Broadhead se tenía en tan poco que no podía creer que nadie lo tuviera en demasiada estima, por lo que tenía pocos amigos. Ahora tengo... qué sé yo. Docenas. ¡Cientos! (Les hablaré de algunos de ellos.) Aquel Robin Broadhead no podía aceptar la idea de ser amado, y desde entonces he disfrutado de un cuarto de siglo de maravilloso matrimonio. Así pues, era un Robin Broadhead bastante distinto de aquel otro.

Pero algunas cosas no han cambiado en absoluto.

—Sigfrid —dije—, soy viejo, voy a morirme cualquier día de éstos, ¿y sabes qué es lo que me maravilla?

Levantó la vista de su lápiz.

—¿Qué te maravilla, Robin?

—¡Lo poco que he madurado para ser tan viejo!

Hizo un mohín con los labios.

—¿Podrías explicarte mejor, Robin?

—Claro —le contesté.

Soy yo, Albert Einstein, otra vez. Creo que es mejor que aclare qué es lo que está diciendo Robin acerca de la tal Gelle-Klara Moynlin. Era una de los prospectores de Pórtico, y él estaba enamorado de ella. Ambos, junto con otros prospectores, acabaron en un agujero negro. Sacrificando a unos era posible que se salvaran los otros. Robin lo logró. Klara y los demás, no. Tal vez fue un accidente; tal vez un gesto altruista de Klara para salvar a Robin; quizá fuera el pánico lo que hizo que Robin lo logrará aun a costa de todos los demás; sigue siendo difícil decirlo. Pero Robin, un auténtico adicto al sentimiento de culpabilidad, cargó durante años con la imagen de Klara en aquel agujero negro en el que el tiempo está casi detenido, perpetuamente atrapada en aquel primer instante de conmoción y de terror, y —eso creía él— culpándole eternamente por ello. Sólo la ayuda de Sigfrid consiguió librarle de aquello.

Tal vez se pregunten cómo he conseguido enterarme de qué han hablado Sigfrid y Robin, ya que dicha conversación estaba protegida. Es fácil. Lo sé ahora igual que el propio Robin sabe ahora muchas de las cosas que hicieron otras personas no estando él presente para verlas.

Y, efectivamente, el resto salió solo porque había meditado largamente sobre el asunto, no les quepa la menor duda, antes de tomar la medida de llamar a Sigfrid.

—Creo que tiene que ver con los Heechees —continué—. Déjame que siga antes de decirme que estoy loco, ¿vale? Como sin duda recuerdas, formé parte de la generación Heechee; de niños, crecimos oyendo hablar de los Heechees, que si sabían todo lo que los humano

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