El oro de los jíbaros (Serie Martina de Santo 6)

Fragmento

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1

Pocas cosas fascinaban tanto a la inspectora Martina de Santo como el mar en invierno. El fuego, el tacto de los libros encuadernados en piel, acaso el sabor del tabaco cuando fumaba con los pulmones abiertos tras una larga carrera al aire libre... Pero el océano era su dueño.

Contemplando el Cantábrico, Martina experimentaba una mística devoción. Una sacerdotisa frente a su dios no habría recogido con mayor humildad su espíritu. Observaba el batir de la marea sin mover un músculo, indiferente al viento que peinaba su melena. Inmóvil, diríase, un elemento más de la inhóspita costa asturiana. Como los patos marinos y cormoranes que, a su vez, parecían observarla desde las rocas.

«¿Puede haber algo más hermoso?», se preguntaba mentalmente Martina, con miedo a expresarse en voz alta para no romper el hechizo.

Fanática del surf, la inspectora viajaba a aquellas playas en cuanto sus obligaciones se lo permitían.

De querer alguien encontrarla, tendría muchas probabilidades de dar con ella en el arenal de Alangre, a unos diez kilómetros de Tavares y quince de Buen Suceso.

Apenas había desayunado en una posada de los Picos de Europa llamada La Encantona, donde se alojaba, Martina se dirigía con sus tablas a la playa de Alangre. Cogía olas y más olas hasta mediodía, comía cualquier cosa en un chigre cercano y, cuando la luz del día se iba apagando, regresaba a la casa rural.

Al atardecer, en el huerto del albergue, plantado de higueras y manzanos, la inspectora se acomodaba en una butaca de teca con una manta y un tablero de ajedrez en las rodillas y jugaba contra sí misma. Al pensar solo en las piezas, no se distraía con facilidad, pero si su mirada se desviaba hacia los muros de la casa, invariablemente se preguntaba por qué la habrían bautizado como La Encantona, siendo que carecía del menor encanto.

Tampoco lo tenía su espartano interior. Ni el más mínimo lujo enriquecía las nueve habitaciones, cuatro por planta, más la buhardilla que ella solía ocupar. Su estilo se ajustaba a la austera tradición de la alcoba montañesa, con una silla, una cama y, sobre el cabezal, una pintura religiosa para reconfortar el alma. El suelo era de barro cocido. Las paredes, enjalbegadas como las de un cenáculo.

Pero el paisaje sí tenía encanto.

Afuera, en el huerto, frente al Naranjo de Bulnes, aprovechando la última claridad de la tarde, el postrer rayito de sol que doraba su cumbre, una Martina relajada y feliz fumaba y jugaba al ajedrez contra sí misma, mientras la dueña de la posada, Segismunda Ochotorena, ordeñaba sus vacas en un establo cercano. El viento solía rolar impulsando hacia el huerto la pestilencia de la cuadra, pero a la detective no le importaba. Estaba sola y eso era lo único que exigía y necesitaba. La soledad y el mar.

La Encantona era un refugio de piedra situado a mil cuatrocientos metros de altitud, en medio de agrestes peñas y rocosas laderas. «Lejos y a salvo de la civilización», solía añadir su propietaria, la escasamente civilizada Segismunda, más conocida en la despoblada comarca de Tavares de la Selva como «Segis, la de la casa rural».

La suya, La Encantona, estaba aislada, pero tampoco fuera del mundo. Tras los taludes de nieve y la bufanda de niebla que en invierno solían abrigar el desfiladero de Morín, los acantilados quedaban más cerca de lo que parecía. Y también las poblaciones, Tavares de la Selva y Buen Suceso.

Desde la posada al mar había media hora en coche por carreteras con tantas curvas como escasa circulación. A la inspectora, enamorada como estaba del invierno en el valle de Morín, le gustaba conducir su todoterreno por esas rampas con nieve en las laderas y hielo traidor, y pararse, apagar el motor y permanecer en silencio cuando un venado aparecía en la linde olfateando el aire cargado de humedad y mirándola con sus grandes ojos pardos.

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2

Aunque lloviera, Martina disfrutaba surfeando en la playa de Alangre, hasta que el frío agarrotaba sus músculos.

Raramente tenía compañía. El acceso a las dunas era precario y, al ser rocosos los fondos marinos, los surfistas que recorrían la costa cantábrica en busca de olas preferían playas más seguras.

En esos días de noviembre que llevaba en La Encantona, Martina solo había surfeado con una pareja de alemanes.

Aparecieron a bordo de una furgoneta Volkswagen de color calabaza con kilómetros suficientes como para haber dado unas cuantas vueltas a la Tierra. A Martina le maravilló comprobar cómo esa caravana con ruedas, con una suspensión tan dura como los tanques de Rommel —y, casi, pensó, con la misma edad—, era capaz de remontar los senderos de cabras y eludir las arenosas trampas de las dunas, hasta quedar aparcada a pocos metros de su Jeep.

Los alemanes eran buenos en el agua, pero tensaron los brazos para incorporarse con admiración sobre sus tablas cuando Martina, que había nadado un centenar de metros mar adentro en busca de una serie de olas, se puso en pie con una tan enorme que la impulsó en un largo vuelo y le permitió surfearla hasta la playa, primero bajando y subiendo por su líquida pared, y luego, cuando su onda fue perdiendo fuerza, clavando los brazos a los costados y deslizándose como una estatua hacia las rocas. Justo antes de impactar contra ellas, se tumbó ágilmente sobre su tabla y nadó en escorzo para sortearlas. Uno de los alemanes la felicitó alzando un pulgar.

Un par de horas después, coincidieron al salir del agua. Los tres tenían el pelo empapado, la piel enrojecida por el frío y los ojos tan chispeantes como niños en una noche de Reyes Magos.

Los alemanes eran gente abierta. Se pusieron a charlar en inglés con Martina y esta les propuso tomar una cerveza en el chigre donde acostumbraba a reponer fuerzas. Ellos aceptaron de buen grado y se presentaron formalmente.

—Me llamo Jan —dijo él.

—Y yo soy Gertrud —añadió la mujer.

Martina les condujo hasta una taberna al aire libre, sobre los acantilados. Su propietario se llamaba Damián. Era un personaje muy conocido en la zona. Había sido guía de montaña, cazador y percebeiro.

—Tres en uno —bromeó él—. Dueño, cocinero y mozo de esta sidrería. Y servidor de ustedes tres.

Con una cara lampiña, cuello de buey y una paciencia que asimismo se iba ensanchando a medida que sus clientes reclamaban más sidra, percebes, carne y pastel de la abuela, Damián era un asturiano de libro, por los cuatro costados.

—Mi menú es muy básico —les informó, tras escanciarles sidra sin derramar una gota—. Tradicional y lo bastante vitamínico como para devolver las calorías a todo aquel que las haya perdido caminando, pescando o buceando. O surfeando, como les he visto hacer a ustedes; y muy bien, por cierto. No soy hombre de pocas palabras, según estarán comprobando, pero me gusta resumir mi comida en una sola.

—¿Cuál? —preguntó Jan.

—¡Espectacular!

Además de los fresquísimos percebes y chuletones de corte sangrante, Damián solía tener pesca de anzuelo, jargos o lubinas como las que, con marea baja, se transparentaban como plateados cuchillos en las aguas mansas de las rías. Si alguien preguntaba cómo estaba el pescado, Damián propulsaba la nuca atrás, enfatizando:

—¡Espectacular!

A Gertrud y Jan les entusiasmó el chigre. Un grupito de excursionistas acababa de marcharse cuando ellos llegaban y estuvieron solos calmando su apetito mientras disfrutaban de vistas de pájaro y de una brisa que comunicaba plena sensación de vivir. Damián los había acomodado en bancos de madera, bajo las ramas de un pino negro cuyo retorcido tronco se había inclinado hasta doblarse en genuflexión ante la furia de las galernas, y los hinchó a marisco y chuletas de vaca tudanca.

Gertrud y Jan insistieron en pagar. La inspectora les convidó a otro postre de la abuela a base de almendras y crema tostada, más unas rondas de aguardiente.

Animados por el licor, los alemanes le hablaron un poco de sus vidas. Él era catedrático de griego. Gertrud había sido una de sus estudiantes. Tenían dos hijos, que se habían quedado en Alemania. Sin un plan establecido, se dirigían lentamente hacia Galicia, siguiendo el Camino de Santiago. Habían pasado frío durmiendo en la furgoneta y buscaban hospedaje para esa noche.

Martina les habló de La Encantona. Aunque había visto a algunos huéspedes entrando y saliendo, estaba segura de que el albergue disponía de habitaciones. Contribuir, gracias a su recomendación, a ocuparlas, sería una manera de recompensar los detalles que Segismunda tenía con ella.

A Gertrud y Jan les pareció una buena idea. Se despidieron afectuosamente de Damián, con la promesa de regresar para volver a disfrutar de sus chuletones y percebes, y se dispusieron a seguir al Jeep de Martina hasta esa posada de tan extraño nombre que, en su mapa, al menos, no aparecía.

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3

Aquel perdido rincón de Asturias era el paraíso secreto de la inspectora De Santo. Su santuario particular.

Allí se había refugiado la última vez —la cuarta, en su vida— que había matado a un hombre.

A Sergio Trul, un violador múltiple que actuaba en Madrid y tras cuya pista Martina llevaba meses.

La inspectora estaba tan motivada con cazarle como Trul obsesionado con ella. Una noche, él la siguió hasta Pozuelo, donde Martina había alquilado un dúplex, y la asaltó a la entrada. Intentó meterla a la fuerza en la casa pero la inspectora le hizo frente y rodaron escaleras abajo hasta el jardín. Trul era un hombre fuerte. Se le montó encima a horcajadas, la golpeó en la cara, le desgarró la camisa y el sujetador y volvió a golpearla en el rostro, pero no pudo seguir agrediéndola porque la inspectora consiguió meter una mano en su cartuchera y sacar la pistola. Apretó el gatillo una, dos, tres veces y el violador murió encima de ella, echando sangre por la boca e intentando y consiguiendo morderle en el último segundo en el cuello, donde le había quedado una cicatriz. Martina lo había apartado empujándolo con el mismo vigor con que flexionaba los brazos en la tabla de surf y un trozo de sanguinolento intestino le salió como un globo por el agujero abierto por las balas.

La investigación interna calificó la acción de legítima defensa, pero la familia Trul no dio crédito a la versión oficial y removió el asunto. Martina tuvo que enfrentarse a un juicio por homicidio. Saldría inocente, aunque más tocada de lo que le hubiera gustado admitir. Hasta la resolución de la sentencia, sufrió episodios de insomnio y brotes de anorexia. Adelgazó tanto que tuvo que comprarse ropa, pero su salud no se resintió. Quizá, según le recordaba su madre, con quien Martina seguía sin llevarse especialmente bien, porque de niña había comido y dormido «menos que un grillo».

Además de su madre, Horacio Muñoz, un agente ya retirado, antiguo colaborador de Martina en sus primeros casos, la llamó para interesarse por su estado de ánimo.

Al percatarse de que la inspectora no se encontraba en su mejor momento, Horacio le recomendó un lugar idóneo para aislarse y recuperar el equilibrio y la paz: un albergue de montaña, La Encantona, en el corazón de los Picos de Europa.

Martina aceptó el consejo de Horacio y en su nuevo coche, un Jeep de color azul metalizado con tracción en las cuatro ruedas, había viajado hasta la cordillera cantábrica y, tras perderse varias veces por pistas de montaña, había localizado la posada cerca del santuario de la Virgen de Covadonga.

Segismunda, que nunca había necesitado ayuda para llevar su negocio, la había atendido personalmente. Pidió el documento de identidad a aquella hermosa y escuálida mujer vestida como un hombre —con sombrero de fieltro, abrigo de espiguilla, traje y zapatos de cordones— y le explicó las condiciones de estancia.

—El precio que le ofrezco por una habitación individual lleva incluido un desayuno a base de productos de granja, pero si alguna vez necesita comer o cenar, sepa que en mi casa, que es esa de piedra que ve usted aquí al lado, junto al establo, siempre hay puchero. Nunca cuestione de qué, si de choto o de res, de cerdo o caballo, pero no le faltará un plato caliente de cuchara. Oficialmente, no puedo dar comidas, pero lo último que haría sería permitir que alguien se acostase en ayunas. Pregúnteme cualquier duda, señora De Santo. Lo que quiera, salvo cuánto pretenden soplarme los del Principado por una licencia para abrir un restaurante.

Martina se había limitado a mirar de soslayo a aquella rústica y parlanchina mujer y a pagar por adelantado. Al abrir su bolsa de viaje para sacar la cartera dejó entrever su contenido. A Segismunda le pareció distinguir el cañón de un revólver y entonces fue ella la que consideró inoportuno preguntar. Devolvió su documentación a la señora De Santo y, a petición suya, le adjudicó la buhardilla, desde cuyas ventanas una suave gradación de tonalidades conducía la mirada por los bosques del piedemonte al mar.

Martina había preguntado:

—¿La llave abre también el portón?

Segismunda había respondido:

—En el tiesto de la entrada queda un llavín de hierro.

—Lo usaré. Me gusta pasear en la oscuridad.

La patrona había preferido no revelar a su, pensó, lunática huésped, que los cazadores de Tavares habían descubierto loberas en el bosque, pero tampoco le dio la impresión de que aquella Martina de Santo fuese a tener miedo de nada.

En adelante, Segismunda apenas repararía en ella. Martina entraba y salía de La Encantona a horas intempestivas. Más fácil que verla en persona era sorprender su tabla de surf apoyada contra el lavadero situado en la parte trasera, o su traje de neopreno secándose en las cuerdas de tender. Al margen de intercambiar saludos convencionales y breves e informativas conversaciones sobre rutas de montaña o parajes a descubrir, la inspectora no solía relacionarse con los huéspedes con quienes coincidía en el desayuno o en la sala de lectura.

A los pocos días de pasear entre bosques de avellanos, encinas y robles, manadas de caballos asturcones y gélidos manantiales, Martina se sintió, como decía Segismunda, la dueña de la casa rural, con quien iría labrando una pintoresca amistad, «lejos y a salvo», pero no de la civilización, sino de sí misma. De aquella otra arrogante y urbana mujer policía que no utilizaba tanto sus armas de mujer como la munición de nueve milímetros Parabellum.

El Cantábrico... En Madrid, el aire que Martina respiraba estaba saturado de plomo. En los Picos, sus pulmones se esponjaban, su mente se abría y recuperaba las ganas de sonreír y vivir.

Las montañas le atraían y pronto comenzaría a escalarlas, pero su pasión se desbordaba frente al misterio del mar. Si lucía el sol, las olas la deslumbraban con su diamantino fulgor. Aunque el cielo estuviera cubierto, igualmente la seducían sus espumas, tan limpias y brillantes como las escamas de los peces.

Cuando los dioses crearon aquel lugar, estaban pensando en ella.

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4

Segismunda agradeció muy expresivamente a Martina que le llevase nuevos clientes. Ella misma, derrochando simpatía y hospitalidad, instaló a los surferos y peregrinos alemanes.

—Es una mujer fuerte —comentó Jan a Martina.

—Podría ser alemana —añadió Gertrud.

El aspecto de Segismunda, sin embargo, no le ayudaba en nada. Era una mujer gruesa, con unos ojos de huevo que inspiraban desconfianza. De juzgarla por su arrugada tez, se le habrían calculado sesenta años, incluso algunos más, siendo que no había cumplido cincuenta.

Pajares, el cartero, que le llevaba los paquetes postales y las revistas de jardinería y ganadería a que estaba suscrita, lo repetía en el bar La Encrucijada, justo en el cruce de la carretera de Tavares con Buen Suceso:

—Lo único que Segis tiene de mujer es el nombre. El resto es macho.

Como dándole la razón, Segismunda acentuaba sus rasgos y comportamientos viriles rapándose el pelo y usando un mono y botas chirucas. Tan solo los domingos, para ir a la iglesia de Tavares, se arreglaba un poco, si acaso pudiera definirse como «ponerse guapa» a tocarse la cabeza con chapela y a combinar estolas con vestidos estampados y abrigos pasados de moda.

—Busco el consuelo de Dios, no el de los hombres —aseguraba con una voz que, contrariamente a su figura, era armoniosa.

—¿Y si te entra un calentón? —le provocaba Pajares, el cartero.

Ella le espetaba con los brazos en jarras:

—Me meto en el arroyo de cintura para abajo y me bautizo el pecado.

Segismunda se bañaba poco, la verdad, aunque sudaba como un vaquero de Liébana. No paraba en toda la jornada. Lo mismo ordeñaba a sus vacas lecheras que subía a las cubiertas de pizarra para retejar o limpiar los canalones de ramas y estorninos muertos. Si el toro semental derribaba una valla o un rayo incendiaba un cobertizo, allá estaba Segismunda para desescombrar, cementar, enlosar y hasta levantar muros de ladrillo.

Y si alguien alababa su pericia en los oficios, explicaba con una nada falsa modestia:

—Al ser una mujer rota, sirvo para cualquier descosido.

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5

Martina y ella solían verse dos veces al día.

Por la mañana, temprano, cuando la posadera estaba preparando el desayuno a base de leche y nata, cecina y miel; y volvían a encontrarse por la noche, en el caso de que Martina regresase a cenar.

Si era así, Segismunda le dejaba un plato cocinado para que la inspectora, simplemente, tuviera que calentarlo en el microondas. Desde su vecina casa, no más grande que una borda de pastor, Segismunda la veía picotear como un pajarito a través de las ventanas iluminadas del comedor de la posada. En cuanto Martina se levantaba y encendía un cigarrillo, la patrona cruzaba el huerto en la oscuridad para entrar a la casona de huéspedes e invitarla a un orujo.

A solas, ambas mujeres contemplaban arder en la chimenea los chisporroteantes troncos de encina y conversaban. Aunque, en honor a la verdad, sería más exacto comentar que Segismunda hablaba por los codos y que la inspectora la escuchaba con aparente interés. A menudo, la dueña de La Encantona tenía la sospecha de que la atención de su interlocutora se hallaba muy lejos de allí.

Martina rara vez hablaba de sí misma. Segismunda compensaba su discreción opinando de todo y exponiendo sin tapujos su turbulento pasado. Parecía haber agotado varias existencias en una. Había sido novicia en un convento de Burgos, amante raptada, novia engañada, prostituta en Bilbao, mujer de un marinero gallego, viuda, esposa de un ex sacerdote —de quien volvería a enviudar— y, finalmente, «empresaria hotelera», como ella misma se intitulaba orgullosa.

—Hay varias clases de hombres —le estaba explicando a Martina, con su asturiano acento, en aquella velada del 1 de diciembre—. Pero, como los mandamientos, se resumen en dos: los que han nacido para amar y ser amados y aquellos otros de corazón seco a quienes solo muy ocasionalmente el amor hace reverdecer. Aunque verde, y no solo de viejo, el macho lo es siempre. ¿No estás de acuerdo, chatina?

—Pudiera ser —concedía Martina, aunque para ella los caballeros se dividieran, más elementalmente, entre los que cruzaban o no la frontera de la ley.

—¡Es así, no le des más vueltas! —concluyó Segismunda con el aplomo y la seguridad que le aportaba su experiencia—. Los primeros abundan poco. Son excepcionales, y los únicos capaces de volver loca a una mujer. Se muestran celosos, a menudo terriblemente. Lejos de la amada, sufren. Cuando trabajaba la noche conocí a unos pocos. Recuerdo particularmente a uno... Se llamaba Isaías. Era herrero. Vivía en una aldea de Baracaldo. Un hombrón como un poste de teléfonos, con unas manazas de árbol y el corazón envenenado de pasión hacia mí. Al principio, venía al Afrodita, el club donde yo alternaba, que estaba en la carretera de Santander, una vez al mes. Más adelante, se pasaba todas las semanas y, al final, no había noche que no se escapara del caserío para asomar por mis dominios su patético enamoramiento. Yo me sentía hasta cierto punto atraída hacia él y le complacía siempre que podía... Aunque ya tenía mi macho.

—¿Un novio? —apuntó Martina.

Segismunda rompió a reír.

—¡Si él levantara la cabeza, o alguna otra cosa, y te oyera! Me refería a Antonio, mi chulo. Sí, Martina, ya sé lo que vas a decirme... Esa clase de relación es lo peor que le puede pasar a una mujer. Si le hubieses visto... Comparado con el herrero, mi Antonio, mi Toñín, era un alfeñique. Pequeñín, delgadín... No tenía músculos, ni presencia, pero habría matado a cualquiera que me molestara. Que me faltara al respeto. Que me pisara un pie.

Un trago de orujo ayudó a Segismunda a evocar al tipo que la tiranizaba.

—Te diré una cosa, Martina, y es palabra de mujer. Nunca he conocido hombre más hombre que Toñín, y si sumas mis noches de alterne deducirás que

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