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La casa del azúcar

Àngels Gil Álvarez

Fragmento

Estación de trenes de Terreros del Jalón. Vía de carga núm. 3

25 de julio de 1936

—Tiene que ser en esta vía. Me ha dicho que es el número 23. Allí nos espera.

Juana me acaba de confirmar la llegada del vagón y todavía no me lo creo. Hace más de una semana que había perdido la esperanza y, con lo que está pasando por todas partes, estaba segura de que se había quedado en algún pueblo por el camino, o en una vía muerta, y que no iba a llegar nunca a Terreros.

Pero aquí está.

—Mira, allí, Manuela —me dice señalando con el dedo al final de la fila de vagones—. Es ése, el 23.

Bajamos a la vía. Tengo que hacer equilibrios entre el balasto con los zapatos que llevo y, mientras nos acercamos, distingo a Venancio, el jefe de estación desde hace más de veinte años. Lleva los papeles en su tablilla, que sostiene con una mano, y en la otra lleva la cadena con las llaves. Nos saluda y, mientras me pasa los formularios, abre el candado, pero no la puerta.

—Aquí lo tienes, todo tuyo. —Me pone el candado en las manos.

Me alivia comprobar que se marcha y que no hace ni el intento de ayudarme a abrir el portón, como tantas otras veces. Debe de ser verdad lo que le ha comentado a Juana hace un rato: que desde la sublevación de los militares africanos tiene más trabajo del que puede abarcar. Se para un segundo, como recapacitando, y se vuelve hacia nosotras.

—Se ha de descargar como máximo en veinticuatro horas, ya lo sabes. —Lo sé, pero me callo—. Ahora están muy rigurosos y no quiero retrasos. Se conoce que los necesitan para los suministros. Así que, cuando acabéis, me avisas y, si todo es conforme, firmamos.

Veinticuatro horas para vaciarlo, lo sé, pero esta vez tengo un problema que él no sabe: no tengo a los hombres que preciso para descargarlo.

Juana abre el portón con esfuerzo y entramos en la franja estrecha que queda entre tanto bulto. La noto mucho más inquieta que yo, aunque intente disimularlo. Se sienta en una de las pilas de sacos y se coge las manos con fuerza en el regazo.

—¿Cómo demonios nos vamos a llevar todo esto? —me dice estirando los brazos como si abarcara todo el vagón.

Estoy segura de que intenta que no note su desazón, pero jamás ha podido engañarme en eso. Son demasiados años. Me siento frente a ella y la miro, sabe lo que pienso: que esta noche nos jugamos mucho. Lo que no sabe es que igual nos lo jugamos todo. Juana calla y mira al suelo mientras intento encontrar una solución entre las tinieblas que nos envuelven. La busco, pero sigo sin verla. Qué duros pueden ser los sacos de azúcar, y éstos son como rocas. Mi trasero puede dar fe de ello. Juana también debe de estar incómoda, o me ha leído el pensamiento como tantas otras veces, porque se incorpora y, mientras se masajea el costado, apoyada en la pared de sacos más baja, levanta la vista y me mira en silencio.

—Verás —le digo. Quiero que sepa el problema que se nos viene encima y se lo suelto a bocajarro—: lo que me preocupa no es sólo encontrarles sitio a todos estos sacos, que ya va a ser muy complicado; lo que de verdad me tiene con el alma en vilo es el pago. Ahora que ya han llegado, si pasa algo...

No me deja acabar la frase.

—No me asustes, Manuela.

Pobre, a ella sólo le preocupaba el traslado, lo más inminente, pero yo voy más lejos.

—Lo que viene no va a ser bueno —le digo—. Mira cómo está todo desde Zaragoza hasta aquí. En el parte de anoche ya lo decían: Aragón es un caos si el gobierno no lo remedia y el dinero no va a valer para nada con lo que está por llegar. El azúcar puede ser nuestro único escudo. Cuando hice el pedido, hace mes y medio, también hice una apuesta sin saber lo que se avecinaba: compré más de la cuenta para tener mayor beneficio y estaba segura de que íbamos a venderlo, pero ahora... con lo que está pasando, no sé... Y lo que es peor: si nos lo quitan, no tengo suficiente para pagarlo. Hasta podría perder la casa.

Me mira incrédula. Estoy segura de que ella piensa que soy invencible y que puedo sortear cualquier contratiempo, pero yo me conozco y tengo claro cuáles son mis límites, sobre todo los económicos. Siempre ha confiado en mí ciegamente, pero yo sé que ahora no podemos afrontar una deuda como ésa, y menos aún si desaparece el azúcar.

Se me acerca y me coge de los hombros en un abrazo que me demuestra su lealtad y apoyo más allá de cualquier palabra.

—Mira lo que les pasó a los Luneros con su harina —le digo con sus brazos todavía alrededor de mi espalda—. No les quedó ni un gramo. —La verdad es que no hace falta que se lo recuerde porque estoy segura de que lo tiene presente, pero necesito hablar para no emocionarme—. Si vuelven a pasar los milicianos y encuentran los sacos, no me cabe duda de que se los llevan.

Quiere replicarme. Abre la boca para decir algo.

—Pero, Curro... —Intuyo lo que me quiere decir antes de que acabe la frase.

Me separo de sus brazos y le contesto:

—Por mucho que mi hermano conozca a los milicianos, no va a poder hacer nada por el azúcar. Y si los que llegan son los requetés, todavía va a ser peor. Ya nos podemos encomendar a la Virgen del Pilar y que nos coja confesadas. Va a ser tres cuartos de lo mismo, vengan los que vengan.

Juana se mueve nerviosa junto a mí y los pequeños montículos de granos que tapizan el suelo crujen bajo sus pies con ese ruido que me crispa los nervios.

—La descarga tendrá que ser esta noche sin falta —le digo intentando sonar firme—. No hay otra.

—La de viajes que tendremos que hacer al almacén.

—No, al almacén no. —Me mira sorprendida—. No podemos dejarlo allí. Nadie más que nosotras puede saber que ha llegado.

—Es cierto... —reconoce—, pero ¿dónde? ¿Dónde quieres que los metamos? No estamos hablando de cien sacos.

Juana está en lo cierto. No tenemos un lugar seguro para guardarlo. ¿Dónde? Es lo que llevo preguntándome desde que ha llegado.

—No es tan fácil, no. —Se calla un momento y piensa—. Igual, en el cobertizo —apunta al fin.

—No, tal como tiene el tejado y con las goteras de la primavera, imposible.

—¿Y en la bodega?

—Allí tampoco. En el calado no podemos meterlos con toda esa humedad, y si dejamos los sacos arriba, cualquiera podría encontrarlos. Además, ¿cómo vamos a explicar que cerramos la puerta de la bodega sin ningún motivo? Y, aunque la cerráramos, tantos sacos no se pueden esconder, quedarían a la vista; cualquiera podría mirar por la ventana del portón. Allí no puede ser. Imagina si se corriera la voz.

Me ha salido todo de corrido, sin pensarlo, y me doy cuenta de que, aun así, todo lo que acabo de decir es cierto.

—No, no. Me refiero al fondo de la bodega, a la sala noble —puntualiza Juana con una sonrisa de satisfacción y seguridad.

—La sala ¿qué? —le pregunto.

—Sí, la sala noble —repite—. Al fondo de la de fermentación había una puerta —dice moviendo los brazos como si estuviéramos en la parte más oscura de la bodega y me la señalara—. Nunca dejaban que me acercara, era sólo para los señores. ¿No te acuerdas? Allí guardaban el vino de más valor, el de las añadas especiales. Hace tanto que no veo esa puerta que ni me acordaba.

—No puede ser. Es mi casa, la conozco bien —atino a decirle.

Me pregunto cómo es posible que nadie me haya hablado jamás de esa sala y que nunca haya visto esa puerta. Seguro que mi cara tiene que ser de asombro porque Juana insiste:

—Que sí, Manuela, tiene que estar. Cuando jugaba cerca, o se me ocurría entrar, mi padre me regañaba.

No nos paramos demasiado a pensarlo, salimos de la estación para comprobarlo y mientras caminamos hasta casa, el sol abrasador me achicharra la espalda. En Terreros ya se sabe, desde finales de abril hasta San Roque no se puede pisar la calle a la hora de la siesta, y nosotras estamos cruzando el pueblo a paso militar para comprobar lo de esa puerta.

Al llegar a casa, ya no puedo más y me detengo un minuto en la cocina a beber un sorbo de agua antes de continuar por los trescientos metros de grava que nos separan de la bodega. La casa está en silencio y vacía. Mejor que Rita esté en casa de madre con sus patrones y la máquina de coser. Me molesta ocultarle a mi hija lo que está pasando, pero, si no me ve, no tengo que darle explicaciones. Cómo huelen los jazmines y las albahacas que plantamos la semana pasada; me marean mientras avanzamos por el corredor. Las sienes se me humedecen, se me moja el pelo que se ha vuelto a escapar del moño y ni siquiera hemos llegado a la plazoleta.

El portón de la bodega está entornado, como siempre, y cuando apoyo el hombro con fuerza sobre una de las hojas, cede y se abre de par en par, acompañándonos con el rechinar de los goznes oxidados. El ambiente dentro es fresco y me alivia el malestar y los sofocos.

La bodega nunca está cerrada porque ya no hay nada de valor en ella, porque en Terreros todos nos tenemos confianza y porque nunca ha pasado nada por tener las puertas abiertas. ¿Para qué iban a querer entrar si sólo sirve para apilar trastos viejos? Todo lo que no nos atrevemos a tirar va a parar aquí y lo olvidamos sin contemplaciones.

Dentro todo está tranquilo y su olor áspero, entre picante y agrio, me envuelve. El vino deja ese rastro acre en el ambiente cuando nadie lo cuida, y es que al vino le pasa lo que a los abuelos: cuando no los tenemos en cuenta se nos mueren de tristeza. Éstos, los de nuestra casa, a fuerza de no hacerles ningún caso, ya hace tiempo que murieron, y en las zonas donde se acumulan las cubas, todas apiladas como nichos, descansan en su propio cementerio.

Sorteo los obstáculos que me impiden moverme con soltura. A la derecha, las viejas bañeras de limpieza, ya oxidadas y acumulando polvo desde hace lustros; a su lado, una montaña de cajas para el transporte de gaseosas y sifones, y en las paredes laterales, las barricas en desuso, casi todas vacías y bien alineadas unas junto a otras. En el centro de la sala (creo que desde hace más de veinte años) está el viejo carro de Luis, con el que llegó a Terreros y con el que empezamos el negocio. Tiene un eje roto y el fondo de la caja agujereado; sin embargo, aunque ya es inservible, me da un no sé qué tirarlo, sería como si me deshiciera de uno de mis brazos.

Con la hilera de bombillas encendida a todo lo largo de la nave, a duras penas veo más allá de un pequeño círculo de luz bajo cada una de ellas. Los rincones más alejados siguen en penumbra y las sombras me devuelven recuerdos que ya hacía tiempo se me habían borrado, pero aunque intento encontrar en mi memoria esa puerta que Juana dice recordar, soy incapaz de hacerlo.

—¿Ves?, aquí no hay nada, una montaña de enredos inútiles y de cubas viejas. —El comentario me sale del alma; me molesta pensar que no conozco mis dominios.

—La puerta tiene que estar detrás de aquellos toneles —insiste Juana mientras señala al fondo—. Allá, estoy segura.

Hacía mucho que no pasaba hasta tan adentro. Casi ni recordaba que, apoyados en la pared más profunda, entre los depósitos de envejecimiento y el lugar donde había estado la cuba Margarita, hay ocho filas de barriles apilados en formación, con una altura de más de cuatro metros. Cubren la pared casi totalmente. Las marcas al fuego todavía son legibles en el frontal de cada uno de ellos, bien a la vista para que los distinga: «Heredad Prado de Sanchís».

Prado de Sanchís, ¿cuánto tiempo hacía que no me venía a la cabeza ese apellido?

Juana me saca de mis pensamientos.

—Ahí, detrás de las barricas, estoy segura —dice triunfante, señalándolas.

—Vamos a comprobarlo. Ve a buscar a alguien para que nos ayude a retirar todo esto.

Al cabo la veo entrar acompañada de su padre y de Lucas, el jornalero al que tiene más confianza. Ya hace años que Pedro dejó de ser el mayoral de la finca, pero casi todos los días se pasea por la bodega. Mientras se acercan, padre e hija discuten algo en voz baja, pero sólo entiendo alguna palabra suelta.

—Sí, tiene que ser suficiente —le oigo decir a Juana.

Pedro me mira con extrañeza en cuanto llega a mi altura, pero se calla y se pone a un lado. Lucas va a buscar la escalera larga para bajar los toneles.

—¿Qué era esa sala que dice Juana? ¿Para qué la utilizaban? —le pregunto a Pedro.

—Cosas de los señores —me responde escueto.

Se apoya en uno de los toneles y parece que se tambalea. Juana se acerca a él.

—Padre, ¿qué le pasa? —Le coge del codo y lo sujeta, pero él se suelta con rabia.

Es mayor y no quiere reconocerlo.

—No lo podéis hacer, no debéis tocar nada —nos advierte—. La sala es muy pequeña. Este azúcar lo podéis meter en el calado. Allí hay sitio para todos los sacos. —Y dirigiéndose a mí, me espeta en tono seco—: ¿Por qué tenéis que remover las cosas de la señora? Si mandó tapiar esta puerta, sus razones tendría.

Me mira con gesto hosco, como si me perdonara la vida, antes de darse la vuelta y dejarme con la palabra en boca. Juana quiere retenerlo, intenta cogerle otra vez, pero se vuelve a soltar y se va sin hacerle caso. La miro sorprendida por la reacción de su padre, y me devuelve la mirada con un mohín de paciencia.

—No le hagas caso. Cada vez tiene peor genio.

Siento verlo compungido, enfadado, y que se sienta mal porque estemos tocando su castillo, pero necesitamos esa sala por mucho que a él le moleste.

Lucas llega con la escalera grande, la que utilizamos para alcanzar las vigas más altas, y empieza a subir peldaños.

—¿Necesitas ayuda? —le pregunto.

—No, señora —contesta mientras hace equilibrios en lo alto—. Estos barriles están vacíos y muy secos, pesan poco.

Tras apilar las primeras barricas en un rincón, empezamos a comprobar que una parte de la pared había sido una puerta que fue tapiada en algún momento. Entrevemos los primeros ladrillos; debieron de ponerse hace mucho tiempo, porque de ellos cuelgan telarañas como si fueran cortinas y hay mucho polvo y tierra en cada uno de los toneles que va bajando.

Juana me mira burlona y triunfante, esperando mi reacción, cuando Lucas ha acabado de amontonar todas las barricas en el suelo. La pared está al descubierto.

—Tienes razón —le reconozco—. Si hay espacio suficiente, lo llenamos y volvemos a colocarlos —añado por lo bajo para que no lo oiga mi operario—. Será perfecto.

Lucas pica en la pared hasta que hace un buen agujero, y cuando tiene el tamaño suficiente para entrar dentro, lo envío de vuelta a su trabajo y me quedo sola con Juana. Nos asomamos a la sala y tengo la esperanza de que se trate de algo más que un pequeño almacén de herramientas. Que allí podamos guardar las cuarenta toneladas que nos preocupan.

Me remango la falda y sí, hay espacio. Lo noto. Nuestras voces reverberan cuando nos asomamos dentro, pero, al no haber ninguna luz, no podemos calcular su tamaño. Juana va a por un candil y yo me quedo sola en el quicio de ese agujero que hace las veces de puerta. Doy un par de pasos y entro. Algo me apremia a tomar posesión de esa zona desconocida de mi casa. Creía que había hecho mío cada rincón de la finca, pero está claro que eso no es cierto. No espero, ni a Juana ni a la luz. Arrastro los pies sobre un suelo cubierto por décadas de polvo, con los brazos extendidos para no encontrar ningún impedimento, y me adentro en la oscuridad. Huele a aire añejo, sin ventilar, y a cada paso siento en la cara y en las manos el roce de las telarañas que cuelgan del techo.

Juana regresa con la luz en lo que me parece un suspiro. Con la linterna de aceite todavía fuera, empiezo a entrever que no muy lejos de mí hay sombras y bultos, las paredes forradas de anaqueles, algún mueble. Cuando entra, empiezan a tomar cuerpo las formas que se me insinuaban. Varias sillas, una mesa, barriles casi carcomidos por la humedad y tirados por el suelo, estanterías repletas de botellas cubiertas de polvo. Hay espacio suficiente, lo presiento. Percibo un destello cerca, un brillo plateado en un rincón de la sala. Casi sin volverme, entorno los ojos y un escalofrío me recorre la espalda.

Harley-Davidson.

Sólo con leer estas letras me he visto montada en ella. Recuerdo lo que sentía cuando, abrazada a su cintura, volábamos por las viñas, disfrutando de la velocidad y con el viento acariciándonos la cara. Lo veo a él, a los dos. Aquel tiempo me ha encontrado y me ha dado una bofetada a traición, cruzándome la cara. No puedo quedarme aquí, tengo que salir. Juana quiere seguirme, pero se lo impido. Quiero escapar de la presión que empiezo a sentir en las sienes, el preludio que me traerá uno de mis terribles dolores de cabeza.

No sé muy bien cómo he llegado, pero aquí estoy, en mi cuarto, con la llave puesta en la cerradura, sola y a oscuras.

He de encargarme del azúcar, lo sé. Haré lo que haga falta, pero ahora no, en este preciso instante no puedo. Primero he de organizar mi memoria.

Con las letras del motor he tenido bastante. Estaban allí para avisarme de que los recuerdos, aunque dormidos, siempre nos están esperando.

Y lo he sabido. No, lo he confirmado, porque saberlo ya lo sabía desde hacía mucho tiempo.

Javier no pudo irse a Cuba.

Si está ahí su moto, porque sólo puede ser la suya, no pudo irse muy lejos.

Primera parte

PRIMERA PARTE

1. La llegada

1

La llegada

Enero de 1907

Mi familia nunca fue pobre si «pobre» significa pasar hambre. En mi casa siempre hubo un plato en la mesa para todos, pero lo que se dice dinero («perras», como decía la abuela), jamás hubo demasiado.

Nunca pasamos hambre, pero eso fue porque teníamos un huerto, alguna gallina y porque todos aportábamos algo. Desde muy pequeños, tanto mis hermanos como yo trabajamos para ayudar a mantenernos. Y si de trabajar se trataba, lo mejor era hacerlo para la Casa Grande. Al menos eso era lo que pensaba mi padre y esa idea nos la transmitió a todos durante mucho tiempo.

Desde que di los primeros pasos acompañaba a mi madre al lavadero, siempre cosida a sus faldas, y enseguida la ayudé con las coladas. A partir de los ocho estaba entre los fogones con la abuela, a los diez empecé a ir a las vendimias, y con doce me mandaron a ayudar a la mujer del maestro tres días por semana. Todo para aprender un oficio, según mi madre.

Don Pascual, el maestro del pueblo, tenía seis hijos, todos varones, enclenques y enfermizos, que sólo dejaban descansar a su madre cuando dormían o cuando estaban en la escuela. A esa casa me mandaron para ayudar a cambio de un mísero sueldo, y la verdad es que sí, aprendí con ellos, pero también he de decir que fui feliz jugando con los más pequeños, ya que yo era tan criatura como ellos.

Una tarde llegó la oportunidad que esperaban mis padres: cuando padre recogía las mulas en el establo, doña Amelia lo llamó para decirle que Jacinta, su criada, se había quedado preñada poco después de casarse, que buscaba una muchacha despierta y que había pensado en mí para sustituirla. Cuando llegó a casa y nos dio la noticia, era el hombre más feliz del mundo. Si todo iba bien, trabajaría en la Casa Grande, y con quince años recién cumplidos por fin empezaría a ganarme un jornal completo.

La mañana de mi presentación, el día 15 de enero de 1907, mi madre se levantó antes del amanecer, removió las brasas de la chimenea y avivó el fuego para templar algo la cocina antes de que nos levantáramos porque los amaneceres de invierno nos provocaban sabañones, las cortinas de toda la casa se movían por el viento que se colaba por las rendijas y cuando respirabas fuera de las mantas lo que veías era tu propio aliento.

Mientras se iba caldeando la estancia, mi madre apañó las patatas en salsa y la tajada de tocino que se llevarían, como cada día, mi padre y mis hermanos, y se despidió de ellos hasta la noche. Oí a padre pronunciar mi nombre antes de salir por la puerta. Estoy segura de que le estaba dando ánimos a madre para afrontar lo que nos esperaba esa mañana. Seguí oyéndola en la cocina. Todavía estaba en mi cama, en la habitación que compartía con la abuela, y cuando el aroma al tocino recién frito que acababa de cocinar llegó hasta nuestra alcoba, no le hice caso, bien al contrario: me envolví con la manta hasta cubrirme la cabeza y me di la vuelta hacia la ventana. Saqué del embozo sólo la nariz y me fijé en los carámbanos que esa madrugada colgaban casi hasta el alféizar, formando una verja helada que relucía con los primeros rayos.

Me revolví en la cama y me di otra vez la vuelta, inquieta por la espera. La sombra de la abuela se perfilaba en la pared. Oía su respiración profunda y pausada junto a mi cama, con los brazos apoyados en el pecho fuera de la manta, como a ella le gustaba dormir. Cuando la veía así destapada, con el frío que hacía en nuestro cuarto, más de una vez le había preguntado si no lo notaba, y todavía recuerdo la contestación que me daba siempre: «No, hija, qué va. Así amaina el calor que me sale de dentro». La verdad es que en esa época la pobre se quejaba mucho de sofocos y se pasaba las noches dando vueltas y resoplando, aunque esa madrugada estaba tranquila y quieta; era yo la que se movía sin parar en la cama dudando si quería levantarme. Rumiaba lo que nos esperaba. Sabía que a mi madre le pasaba lo mismo y que también debía de tener el pensamiento en el camino.

La puerta de la habitación, que siempre se quedaba entornada, se abrió con suavidad. Madre se sentó en mi cama y me pidió que me levantara en voz muy baja, casi un suspiro, para que no la oyera la abuela. Estaba algo sorda, pero yo tenía la seguridad de que se despertaría, aunque roncara en ese momento junto a nosotras. Y claro que se despertó, la cita de ese día era importante para todos y la abuela también estaba a mi lado para apoyarme. Se levantó antes de que yo hubiera puesto un pie en el suelo, se cubrió los hombros con la toquilla, se calzó las alpargatas y salió derecha hacia la cocina. Mi madre, todavía sentada en la cama, me dio un beso en la frente para infundirme ánimos y mientras salía de la alcoba me apremió a que me preparara.

—Tenemos que marcharnos en poco rato y todavía tienes que asearte y vestirte —me recordó desde la puerta.

La abuela me preparó un tazón de gachas que puso sobre la mesa, humeando. Tenía un nudo en el estómago que me impedía comer nada, por calientes y sabrosas que estuvieran, pero hice un esfuerzo y tragué un par de cucharadas. Intentaba contentarla dándoles vueltas a las gachas cuando la vista se me escapó poco a poco por la ventana, mirando hacia el horizonte.

En las madrugadas claras, tras las lomas, se veía la iglesia y, junto a ella, el mayor edificio del pueblo, la Casa Grande. Su altivo torreón despuntaba contra el cielo. A esa hora la niebla todavía no había despejado, sólo se percibía una mancha blanca sobre los campos y sobre el sendero que conducía hasta el pueblo. Me afané en buscarla, aunque sólo fuera la punta del torreón, pero no pude encontrarla.

Con una llamada firme la abuela me bajó de las nubes y volví a encontrarme en la cocina con la cuchara a medio camino entre el tazón y mi boca.

—Avía, que tenéis prisa —me regañó mientras se volvía hacia la pila donde fregaba unos platos.

Ya en el patio, llené el cubo del pozo y me lavé con esa agua que te helaba hasta el tuétano y te despertaba aunque no quisieras, y delante del espejo que teníamos colgado en la tapia me hice el moño, bien apretado, para que me aguantara, aunque he de decir que ésa era, y sigue siendo, una tarea imposible.

Cuando volví a la cocina, mi madre me esperaba con un delantal blanco en las manos que me puse encima del vestido de ir a misa, y cuando abrió la lata donde tenía guardadas las rosquillas que había preparado la noche anterior, la cocina se llenó de aroma a limón y canela. Extendió el pañuelo de cuadros negros sobre la mesa, las fue poniendo encima con mucho cuidado e hizo un hatillo. Primero ocho, después dos más y no se quedó tranquila hasta que volvió a abrirlo y lo rellenó con otras cuatro. En lo de contentar al prójimo, mi madre siempre fue un poco indecisa, y complacer a doña Amelia todavía se le hacía aún más cuesta arriba. Solucionadas sus dudas, metió el paquete con las rosquillas en la cesta donde ya tenía preparada una docena de huevos de nuestras gallinas, y se quedó satisfecha.

En mi casa los huevos eran un bien muy preciado: con uno comprabas seis sardinas en la tienda; con dos huevos no comíamos todos, pero con las doce sardinas y unas pocas patatas la abuela preparaba una cena para toda la familia. Así pues, llevar una docena de huevos a la Casa Grande era la confirmación, por si había alguna duda, de que aquella visita a doña Amelia era lo más importante que íbamos a hacer en mucho tiempo.

Mi abuela se me acercó y, mirándome con una de sus dulces sonrisas, me recogió tras la oreja el mechón de pelo que ya se me escapaba de las horquillas. Tenía que causar la mejor impresión a doña Amelia. Mi madre se colgó la cesta al brazo y cuando salíamos, justo en el quicio de la puerta, repitió ese gesto que ahora a mí me parece inútil pero que a ella le daba la seguridad y la fuerza que necesitaba cada vez que tenía que salir a la calle y enfrentarse a un asunto importante. Se santiguó mientras ponía el primer pie en el patio. Estábamos preparadas para recorrer los cinco kilómetros que nos separaban del pueblo.

Por el sendero todavía helado que crujía bajo nuestros pies, hablamos de sus recuerdos de la Casa Grande mucho más de lo que lo habíamos hecho nunca. De cuando doña Amelia y ella eran jóvenes e inexpertas, de cuánto había aprendido allí y de cómo había cambiado la señora; al principio era dulce, pero después se fue volviendo más seria, hasta que se le cambió el carácter y se convirtió en una mujer dura, llegando en ocasiones a ser injusta. Mi madre me contó que cuando se quedó embarazada de Damián, y tuvo que dejar de trabajar para doña Amelia, sintió tanto alivio como pena.

El cielo se fue aclarando y el sol empezó a lucir, pero seguía haciendo mucho frío. Nos iban llegando bocanadas de cierzo helado que nos envolvían, nos levantaban las faldas y nos dejaban en la boca un gusto a tierra húmeda y a musgo. Caminábamos por la orilla del sendero resguardándonos junto a los árboles, y algunas gotas que se deslizaban por los carámbanos en deshielo, bajo el tímido sol, nos mojaron el pelo. Ese viento que nos estorbaba el paso se había llevado las nubes de nieve de los últimos días y nos dejó una mañana radiante. Lo recuerdo muy bien porque tanto a mi madre como a mí nos pareció un buen presagio. En el trayecto sentí escalofríos que me recorrieron la espalda y, aún hoy, no sé muy bien si los provocaban la desazón y el miedo o el frío.

Cuando nos estábamos acercando a Terreros, mi madre se paró junto a un campo de almendros, dejó la cesta en el suelo y me acarició la cara.

—Estoy muy orgullosa de ti, trabajar en la Casa Grande es muy importante —me dijo. Luego se puso seria y me cogió las manos—. Ten en cuenta esto que te digo, Manuela. Para este trabajo que vas a empezar y, sobre todo, con doña Amelia, hay algo que te ha de servir de guía: ver, oír y callar. Ni la sombra de ti han de ver los señores, ni eso. ¿Comprendes?

Le contesté en un susurro, asintiendo con la cabeza.

Me soltó las manos, cogí el cesto del suelo y nos adentramos en el pueblo.

La Casa Grande está en la plaza de la Asunción, en el centro de Terreros. Diría que es la plaza más grande del pueblo, y aunque no lo fuera, esa mañana al atravesarla me pareció la mayor del universo.

En aquel tiempo era el edificio más imponente de Terreros. Dos pisos, un torreón en el lado derecho y la fachada cuadrada pintada de dos colores que la hacía destacar del resto de las casas de la plaza, todas pintadas del mismo blanco que la mayoría de las del pueblo. Miraras donde mirases, la vista se te iba derecha a ella porque era cierto lo que decía todo el mundo: no había casa más bonita en toda la comarca. A mí, que vivía en medio de los campos, en una casa con sólo tres estancias, muros de tapia blanca y gallinas corriendo por el patio, siempre me pareció de lo más distinguido.

Cruzamos la plaza y nos fuimos acercando a la verja de hierro forjado. Me quedé unos pasos detrás de mi madre mientras miraba embobada los detalles de la fachada color amarillo trigo: la balconada de tres puertas en el centro, flanqueada por dos grandes ventanales, enmarcados con una línea blanca, que le daba aún más carácter al edificio. Sobre la puerta principal de madera noble se podía admirar el blasón de la familia, colocado allí siglos atrás. Todo el que pasara por delante sabía que la que vivía en esa casa no era una familia cualquiera, sino la de los Prado de Sanchís, una de las más prestigiosas y antiguas de los alrededores. Y para completar la imagen de reina, su corona. Desde la plaza destacaba el tejado a dos aguas más ostentoso que uno pudiera imaginar, cubierto con tejas de color azul, caldero y tierra.

Atravesamos la verja y, cuando llegué al primer escalón que nos conduciría al interior de la casa, cada uno de los pasos que daba me hacía sentir un poco más pequeña. Allí viviría durante mucho tiempo si todo salía como esperábamos. Sentí un peso sobre la espalda, un saco de piedras que hizo que todavía me pesaran más las piernas. Nunca había dormido fuera de mi habitación y a partir de ese día no tendría a la abuela junto a mi cama. Fui consciente de esa soledad mientras subía el último peldaño de la escala.

Más que asustada, estaba aturdida, no quería defraudar a padre porque, gracias a él, tenía la oportunidad de conocer otro mundo que no fuera el de las viñas o el de mi trabajo en la casa del maestro. Se trataba de la Casa Grande, nada menos. Pero eso suponía alejarme de mi sitio, que, aunque sólo fueran cuatro paredes con media docena de personas dentro, habían sido la columna que lo sostenía todo desde que nací. No podía robarle a padre ese triunfo, llevaba toda su vida con los señores y su mayor ilusión era que sus hijos continuáramos lo que él había empezado. Claro que estaba agradecida por ello, pero, aun así, me angustiaba tanto hacer mal las cosas, que por un momento pensé en salir corriendo y no parar hasta encontrarme muy lejos de allí.

Frente a esa puerta volví a sentir escalofríos. Apreté el asa del cesto de las rosquillas con tanta fuerza que me dolieron los dedos y ni siquiera me di cuenta de que hacía mucho rato que se me habían quedado helados. En el quinto escalón, solté la mano izquierda del asa, me sequé el sudor frío de la palma con la falda, aspiré todo el aire que pude y llamé a la puerta. La suerte estaba echada.

Los tres golpes en el picaporte sonaron sordos. Después, silencio.

Sólo estuvimos unos segundos esperando, de eso estoy segura, pero tuve la sensación de que el tiempo se alargaba mientras mi madre y yo nos mirábamos. A cualquiera que no la conociera le podía parecer que se mantenía seria, pero si la mirabas bien, sus ojos me sonreían. Me daban los ánimos que a mí me estaban faltando, y se lo agradecí en silencio.

Nos abrió Jacinta y nos hizo pasar a la salita.

Era una buena chica y aunque no la conocía demasiado, me hizo un guiño con el que imaginé que quería decirme «tranquila, todo irá bien», y así calmó un poco mi inquietud.

Se fue sin cerrar la puerta del todo y nos quedamos mi madre y yo solas, de pie, sin saber qué hacer en esa sala tan elegante. Aguardamos unos segundos en la entrada, junto a la mesa camilla, y fuimos pasando hacia dentro. Nos paramos en la frontera donde lucían unos pocos rayos del sol que se colaban a través de unos cortinajes pesados, de color vino y corridos sólo de una parte, y nos quedamos quietas. No hicimos ni el amago de acercarnos a los sillones que flanqueaban la chimenea, porque estaba segura de que si nos sentábamos, aunque sólo fuera un segundo, la señora entraría por la puerta y nos pillaría en falta.

Me agradó la tibieza de los rayos del sol que entraban por la ventana y que en esa sala no hiciera frío. La lumbre debía de estar encendida desde hacía mucho tiempo y el ambiente caldeado nos fue templando el cuerpo. Buena falta que nos hacía después de la caminata desde casa, del cierzo y, sobre todo, de los nervios.

Ésa era la primera v

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