Prólogo
El día 4 de mayo de 2012, víspera de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el entonces primer ministro, François Fillon, es el invitado del programa matinal de France Inter. Una oyente le interpela en directo. Un niño de once años acaba de conseguir el título de campeón de Francia de ajedrez. Un niño sin papeles, sin domicilio, que vive como clandestino en Créteil con su padre, amenazado de expulsión en cualquier momento. Desde hace unos días, la noticia aparece en todos los medios y conmueve a la gente. En antena, François Fillon promete examinar el caso… que será resuelto en pocos días.
El niño se llama Fahim. Yo vivía en Créteil cuando se produjo el revuelo. Conocía a su padre porque había participado en la cadena de solidaridad creada a su alrededor. Conocía desde siempre a Xavier, su maestro de ajedrez. Cuando surgió la idea de escribir esta historia, se dirigieron a mí con toda naturalidad: para que escuchara a Fahim, para que tradujera sus pensamientos y sus silencios, y le acompañara en la redacción del texto.
No imaginaba que los meses que pasaríamos juntos nos acercarían tanto. Que Fahim recorrería tantas veces el camino que conduce hasta la casa donde vivo con mis hijos. Que, más allá de traducir el relato de su pasado, me pediría que le ayudase a construirse un futuro.
Su historia es la historia de un niño de cinco años que vivía en un país lejano, la historia de un muchachito bueno y amado que, como todos los niños de su edad, repartía su tiempo entre juegos y sueños. Antes de que los hombres decidieran otra cosa…
Se trata de una historia desgarradora, que cuenta cómo ese niño se vio obligado a huir de su casa, a abandonar a sus seres queridos, a perderlo todo cuando solo tenía ocho años. Cómo la vida le hirió y destruyó antes de que consiguiera conquistar el derecho a vivir normalmente. También es la historia de su encuentro con un hombre extraordinario. Un cuento moderno en el que, sobre todo gracias a este último, prevalecen la solidaridad y la esperanza.
Este libro lo he escrito con Fahim. Las palabras y los sentimientos son los suyos. Os los ofrezco. Se los devuelvo.
SOPHIE LE CALLENNEC
1
¡Ya sé jugar!

Mi padre es bueno, muy bueno, jugando al ajedrez: siempre gana. En casa, se pasa horas y horas jugando. Varias veces por semana acude al club de ajedrez y regresa tarde, de noche.
En casa, hay juegos de ajedrez por todas partes. Tableros de todas las medidas, piezas de todas las formas, y libros sobre ajedrez. Un mundo en blanco y negro. Cuando mi padre juega con sus amigos, yo me siento y le observo, sin decir nada, sin comprender nada. Luego, salgo corriendo a reunirme con mis amigos.
Un día, tengo cinco años, mi padre me dice:
—¿Quieres venir conmigo al club?
Nunca me ha llevado con él. Me da un poco de miedo aburrirme, pero acepto orgulloso. Cruzamos Dhaka hasta llegar a un hermoso edificio en el distrito financiero. Al final de un largo pasillo donde los hombres discuten y fuman, penetramos en una gran sala llena de gente. Todo el mundo conoce a mi padre y le saluda antes de preguntarme cómo me llamo o de ofrecerme una bebida.
Cuando las partidas empiezan, el ambiente se vuelve más formal y el calor se hace sofocante. Los jugadores se mueven, desplazan las piezas a toda velocidad. Golpean los relojes produciendo distintos ruidos: clics, tacs. Oigo cómo estallan gritos de sorpresa, de alegría o de desesperación. No se parece a la forma tranquila de jugar que tiene mi padre en casa. Al principio me divierto observando a los jugadores, pero muy pronto me aburro. No me atrevo a molestar a mi padre, de modo que permanezco sentado balanceando las piernas y espero.
Se me acerca un hombre.
—¿Quieres que te enseñe?
No me atrevo a decepcionarle. Murmuro:
—Sí.
Va a buscar un gran tablero de madera, coloca las piezas una por una siguiendo un orden misterioso y empieza a explicarme. Escucho, pero es complicado. No digo nada y procuro no bostezar para no mostrarme descortés.
De vuelta a casa, pienso en el ajedrez. Las ideas giran en mi cabeza y se confunden, pero deseo comprender. Le pregunto a mi padre, que se muestra sorprendido: sabe que este juego no me ha interesado nunca. Al ver que insisto, coloca un tablero sobre la mesa baja del salón y yo intento memorizar el orden de las piezas. Me las va presentando.
—Este, con la cruz, es el king (rey), y esta, con la corona de encaje, es la queen (dama, reina). Estas son las rooks (torres), los knights (caballos) y los bishops (obispos en inglés, alfiles en castellano).
—¿Por qué tienen nombres ingleses?
—Porque los británicos colonizaron Bangladesh y nos enseñaron el ajedrez en su lengua.
Descubro, divertido, a esos personajes de extraños movimientos.
Al día siguiente, vuelvo a la carga.
—Abu,[1] ¿para qué sirven las torres?
Mi padre responde y me muestra cómo se desplazan las piezas. Me enseña a «comer» las del adversario. Entre el rey que solo puede desplazarse una casilla en cada movimiento, la reina que puede cruzar todo el tablero en una jugada y los peones que avanzan en línea recta hacia delante, un escaque, a veces dos escaques, pero matan en diagonal: ¡menudo rompecabezas! Sin embargo, es excitante. De modo que insisto en mis preguntas, al día siguiente y al otro. Y al otro.
—Abu, ¿cómo se desplazan los caballos?
—Abu, ¿de qué manera se come con el rey?
—Abu, ¿son más poderosos los alfiles o las torres?
Mi padre, paciente, me va explicando, me corrige, me anima. Al cabo de un rato, suspira y se detiene prometiendo:
—Veremos si mañana lo tienes más claro.
Al día siguiente reanudamos las explicaciones. Mi padre me enseña a proteger las piezas. Me muestra cómo amedrentar al adversario. Adoro el ajedrez, pero en mi cabeza reina el caos. Juego de cualquier manera. No estoy dotado. Mi padre se da cuenta. Sin duda. Porque en cada ocasión acaba lanzando un suspiro y se detiene:
—Basta, Fahim, seguiremos mañana.
Quizá este juego es demasiado difícil para mí. Quizá soy el peor jugador del mundo. ¡Mala suerte! Yo sigo. Quiero comprender. Pongo todo mi empeño en hacer progresos, aunque sea pasito a pasito.
Un día, mi padre me enseña un truco para sorprender al adversario y capturar a su rey. De repente el tablero se anima: las piezas se yerguen y se ponen en fila, las torres avanzan en línea recta por el campo enemigo, los alfiles se mueven en diagonal, los caballos caracolean, los peones obedecen sin rechistar, incluso cuando les ordeno que pongan su vida en peligro para ir a liberar a un general prisionero en el campo enemigo; el rey, débil, lento, casi insignificante, se muestra dócil como un niño y me suplica que le salve de la muerte; y la reina, mi reina, fuerte, rápida, inteligente, se mueve sin cesar y domina el combate.
Ya no es una partida, es una batalla. Ya no es un juego, es una guerra. Reúno mis tropas, envío emisarios, preparo trampas, elijo a quién conservar y a quién sacrificar, les guío, les protejo, les llevo a la victoria.
Hace una semana que empecé a jugar y acabo de comprenderlo: ¡ya sé jugar!
2
La vida es bella

Soy maestro de ajedrez. Llevo más de treinta años enseñando ese juego. Antes de conocer a Fahim y de que se convirtiera en mi alumno, ya era capaz de situar Bangladesh en un mapa, en la frontera con la India. Sabía que es uno de los países más pobres del mundo, pero no habría sabido decir que el nombre de su capital es Dhaka ni que, azotado por tifones, ciclones, tsunamis e inundaciones, será devorado por el océano antes del fin de siglo, a menos que se ponga remedio al calentamiento global.
Al interesarme por Fahim fue cuando realmente descubrí el país en el que nació y donde vivió los ocho primeros años de su vida: un territorio más pequeño que Túnez para una población más numerosa que la de Rusia, una región del mundo en la que un niño padece hambre aun antes de venir al mundo. Y antes de que ese pequeño hombrecito desembarcara en el club que yo dirigía, desde luego no asociaba Bangladesh con el mundo del ajedrez. Fahim, me di cuenta enseguida, no se ajustaba a la idea que solemos tener del inmigrante procedente del tercer mundo. En Dhaka no vivía en un barrio de chabolas, no era uno de esos niños andrajosos que recorren las calles polvorientas esquivando coches y motocicletas para mendigar unas monedas a los transeúntes indiferentes. No se fue de su país huyendo de la miseria. Al contrario, su familia de clase media, pese a no vivir en la opulencia, llevaba una vida apacible.
Mi padre era bombero: salvaba la vida a la gente. Cuando se producía un accidente, salía en el camión rojo con la sirena ululando. Cuando se declaraba un incendio, luchaba contra el fuego. Cuando alguien se ahogaba, se lanzaba a los ríos.
Por la noche, nos hablaba de las vidas que había salvado, de los dramas que había evitado y de los que no había podido impedir, como la historia de aquel hombre, despertado en plena noche por un conato de incendio en su casa, tan pobre que su primera reacción fue salvar su único bien: el televisor. Cuando regresó para recoger a sus hijos, era demasiado tarde: el edificio era pasto de las llamas. Lanzaba alaridos al ver la casa donde sus hijos habían quedado atrapados. Entonces arrojó el televisor a las llamas. Mi padre también nos explicó que su jefe le cesó del servicio de ambulancias porque no quiso sacarle dinero a una mujer muy pobre a la que había que llevar a urgencias: estaba a punto de dar a luz.
Ahora mi padre es viejo: tiene más de cuarenta años y está jubilado. Ya no salva a la gente, pero acude todos los días al cuartel, porque vivimos al lado, porque los bomberos son sus amigos y porque le gusta cuidar el jardín. Además tiene un nuevo oficio: ha montado una empresa de alquiler de automóviles. El resto del tiempo lo pasa jugando al ajedrez. Ha fundado un club junto con un amigo. Al principio la gente se reía; ahora ya nadie bromea: ¡el club es muy bueno y muy conocido!
Somos ricos. Vivimos en una casa grande de dos habitaciones: un dormitorio con una gran cama que compartimos mi hermana y yo, y el salón con la cama de mis padres en una esquina. Y la del bebé.
Es una casa bonita, pero hay que hacer arreglos con frecuencia. Un día, se derrumba junto a mí un enorme trozo de techo: me asusto muchísimo. También tengo miedo cuando hay ciclones: parece que el viento va a arrancar las paredes. No soy el único que tiene miedo, los vecinos acuden a nuestra casa y rezan oraciones en árabe. En cambio, el monzón no me asusta. Llueve a mares, el agua lo inunda todo, la gente está harta, pero no es para asustarse. Cuando el patio se convierte en una charca, los vecinos amontonan sacos de arena para poder caminar sin mojarse. A veces el agua sube tanto que sobrepasa los escalones y entra en la casa.
Sé que somos ricos porque mi padre es el único de nuestra familia, el único del barrio que compra una vaca para la fiesta del Aïd: los otros solo tienen corderos o pollos. Yo llevo la vaca y mi padre la degüella con la ayuda de un amigo. Sale muchísima sangre, pero ya estoy acostumbrado. Lo que no me gusta es mirar los ojos de la vaca en el momento de la muerte: veo que tiene miedo. Me pregunto si a un humano le ocurriría lo mismo.
El día de la fiesta, mi madre y mi padre preparan comida para todo el mundo: la familia, los vecinos, los bomberos. La comida de mi madre es tan buena que todos quieren compartirla con nosotros. Mamá extiende en el suelo grandes telas de muchos colores y los invitados se sientan sobre ellas. La comida puede empezar. ¡Qué regalo!
¡En la vida me gusta todo! ¡Menos la escuela! Por la mañana mis padres tienen que zarandearme para despertarme, primero suavemente, luego con más fuerza. Al final me levanto, pero estoy de mal humor. No hablo hasta que llego a la escuela. Cuando me encuentro con mis compañeros las cosas mejoran.
El primer año lo cursé en una escuela modesta. Siempre era el primero. Luego mis padres me inscribieron en una escuela privada que cuesta mucho dinero. Soy un alumno bueno y obediente. De todos modos no tengo elección. En Bangladesh, los maestros son severos: si no trabajas, te pegan con un bastón. En clase somos setenta y todos, por turno, hemos recibido golpes. Bueno… todos los chicos, porque las chicas son muy trabajadoras y nunca les pegan. Un día, el maestro golpeó tan fuerte a un alumno que tuvo que quedarse en casa una semana para curar las heridas.
Como todos los alumnos, voy a la escuela por la mañana y por la tarde repaso con profesores particulares. Algunos niños de mi clase hacen trampa: van a clases particulares con los profesores de la escuela, de modo que saben lo que hay que repasar para los exámenes. Los que nos dan clase a mi hermana y a mí no saben cuáles son los temas, de modo que nos ayudan a hacer los deberes y luego nos ponen otros. A veces, cuando llega la hora de la oración, les hago creer que tengo que ir a rezar y aprovecho para reunirme con mis compañeros.
En el patio común que hay delante de la casa jugamos al críquet, a veces al bádminton. En medio se alza un gran árbol cuyas ramas nos estorban, pero nadie recuerda a quién pertenece: los vecinos discuten sobre quién lo plantó y, como no se ponen de acuerdo, nadie puede cortarlo. Cuando nos hartamos del árbol, mis amigos y yo vamos en busca de
