1
El avión sobrevoló el Lincoln Memorial. Grace tenía el maletín abierto en el regazo y un montón de cosas por recoger, pero miró por la ventanilla, deseosa de ver todos los detalles del descenso. Volar le encantaba.
El vuelo llegaba con retraso. Lo sabía porque el hombre sentado frente a ella en el asiento 3B no cesaba de quejarse. Grace tuvo ganas de darle una palmadita en la mano y asegurarle que diez minutos más o menos no eran tan importantes. Pero el hombre no tenía cara de agradecer semejante gesto.
Kathleen también se habría quejado, pensó. No en voz alta ni con aspavientos, imaginó Grace mientras sonreía y se preparaba para el aterrizaje. Su hermana se habría irritado tanto como el hombre del 3B, pero sin cometer la grosería de quejarse.
Si conocía bien a su hermana, y la conocía, Kathleen habría salido de casa una hora antes, procurando tener en cuenta el impredecible tráfico de Washington. Grace había percibido en su voz un leve disgusto porque ella, Grace, había escogido un vuelo que llegaría a las seis y cuarto, la hora punta por excelencia. Con veinte minutos de adelanto, Kathleen habría dejado el coche en el aparcamiento de estancia corta y, tras asegurarse de dejar bien cerradas ventanillas y puertas, se dirigiría a llegadas nacionales sin fijarse en las tiendas. Nunca se distraía ni mezclaba las cosas en su cabeza.
Kathleen siempre llegaba con antelación y Grace siempre llegaba tarde. No era nada nuevo, pero aun así, confiaba en que hubiese un punto de encuentro entre ellas, algo que las uniera. Aunque eran hermanas, no se entendían muy bien.
El avión tocó tierra y Grace empezó a meter sus cosas en el maletín. Amontonó el pintalabios con las cerillas, los bolígrafos con las pinzas de depilar. Era algo que jamás comprendería una mujer organizada como Kathleen, para quien cada cosa tenía su sitio. Grace estaba de acuerdo en el principio, pero sus sitios cambiaban continuamente.
A veces, Grace se preguntaba cómo podían ser hermanas. Ella era descuidada, despistada y conseguía fácilmente lo que quería. Kathleen era organizada, práctica y se esforzaba mucho por las cosas. No obstante, tenían los mismos padres, habían crecido en la misma casa de ladrillo de las afueras de Washington y habían asistido a los mismos colegios.
Las monjas de Saint Michael nunca lograron enseñar a Grace cómo organizar un cuaderno, pero en sexto curso ya les fascinaba su habilidad para contar historias.
Cuando el avión finalmente se detuvo, Grace esperó sentada mientras los pasajeros que tenían prisa colapsaban el pasillo. Kathleen seguramente se pondría nerviosa, pensando que su incorregible hermana había vuelto a perder el vuelo, pero necesitaba un minuto para centrarse. Quería recordar el afecto entre ellas, no las discusiones.
Como Grace preveía, Kathleen la esperaba en la puerta de llegadas, observando la fila de pasajeros con gesto de impaciencia. Su hermana siempre viajaba en primera clase, pero no se encontraba entre los primeros desembarcados que iban saliendo al vestíbulo. Tampoco entre los cincuenta primeros. Seguramente estaría charlando con la tripulación, pensó Kath leen, tratando de ignorar una punzada de envidia.
Grace nunca había tenido que esforzarse para hacer amigos. La gente sencillamente se acercaba a ella. A los dos años de licenciarse y tras habérselo pasado de maravilla en la universidad, su hermana ya tenía una próspera carrera. En cambio ella, Kathleen, la estudiante con matrículas de honor, después de toda una vida aún seguía en el mismo instituto donde ambas habían estudiado. Ahora se sentaba en el pupitre del profesor, pero aparte de eso, poco había cambiado.
Los anuncios de las llegadas y las salidas crepitaban en los altavoces. Había cambios de puertas y retrasos, pero Grace seguía sin aparecer. Kathleen ya se disponía a preguntar en el mostrador de información cuando de pronto la divisó. La envidia desapareció y la irritación se desvaneció. Resultaba casi imposible enfadarse con Grace cuando la tenías delante.
¿Por qué siempre parecía recién bajada de un tiovivo? Llevaba el pelo, del mismo color negro azabache que Kathleen, cortado a la altura de la barbilla y alborotado. Tenía un cuerpo largo y esbelto, como el de Kathleen, pero mientras que esta era robusta, Grace parecía un sauce a punto de inclinarse a merced de la brisa. En aquel momento presentaba un aspecto desaliñado, con un jersey holgado que le caía sobre los leotardos, unas gafas de sol torcidas y las manos cargadas de bolsas y maletines. Kathleen llevaba las mismas falda y chaqueta con que había dictado su clase de historia. Grace lucía unas zapatillas de deporte de color amarillo canario a juego con el jersey.
—¡Kath! —exclamó esta al verla, y dejó sus cosas en el suelo sin reparar en que bloqueaba el paso de los que venían detrás. La abrazó como lo hacía todo: con entusiasmo desbordante—. ¡Qué alegría verte! ¡Estás estupenda! Oh, nuevo perfume. —Olisqueó—. Me gusta.
—Señora, ¿le importaría moverse?
Sin soltar a su hermana, Grace sonrió al agobiado ejecutivo. —Pase. —El hombre lo hizo, murmurando—. Buen viaje. —Se olvidó de él como olvidaba la mayoría de los inconvenientes—. ¿Qué aspecto tengo? —preguntó—. ¿Te gusta mi pelo? Espero que sí. He gastado una fortuna en fotos publicitarias.
—Te peinarías antes, supongo.
Grace se llevó una mano al pelo.
—Probablemente.
—Te sienta bien —cedió Kathleen—. Vamos, provocaremos un altercado si no movemos tus cosas. ¿Qué es esto? —Levantó uno de los maletines.
—Es Maxwell. —Grace empezó a recoger bolsas—. Mi ordenador portátil. Tenemos una relación maravillosa.
—Pensé que venías de vacaciones. —Kathleen logró contener su súbita crispación. Aquel ordenador de última generación era un ejemplo más del éxito de Grace. Y de su propio fracaso.
—Y así es. Pero escribiré un poco cuando estés en el colegio. Si el avión se hubiese retrasado diez minutos más, habría acabado un capítulo. —Consultó su reloj, comprobó que se había vuelto a parar y al instante lo olvidó—. En serio, Kath, se trata del asesinato más increíble.
—¿Traes equipaje? —interrumpió Kathleen, sabiendo que Grace se lanzaría a contarle la trama sin necesidad de que la animara.
—Llevarán mi baúl a tu casa mañana.
El baúl era otra de las excentricidades deliberadas de su hermana.
—Grace, ¿cuándo empezarás a utilizar maletas como la gente normal?
Pasaron ante la cinta de equipajes, donde la gente se amontonaba, dispuesta a abalanzarse en cuanto apareciese su Samsonite. «Cuando el infierno se congele», pensó Grace, pero sonrió.
—La verdad es que tienes muy buen aspecto. ¿Cómo te sientes?
—Bien. —Como se trataba de su hermana, Kathleen no se puso a la defensiva—. Mejor, de verdad.
—Estás mejor sin ese cabrón —dijo Grace, mientras pasaban por las puertas automáticas—. Odio decirlo porque sé que le querías, pero es cierto. —Corría una fría brisa del norte que hacía olvidar la primavera. El fragor de los aviones que despegaban martilleaba sobre sus cabezas. Grace bajó la acera para dirigirse al aparcamiento sin mirar a derecha ni a izquierda—. La única alegría que trajo a tu vida fue Kevin. Por cierto, ¿dónde está mi sobrino? Esperaba que viniese.
La punzada de dolor iba y venía. Cuando Kathleen aceptaba algo con la cabeza, también lo aceptaba con el corazón.
—Está con su padre. Acordamos que lo mejor sería que estuviese con él durante el curso escolar.
—¿Qué? —Grace se detuvo en medio de la calle. Sonó una bocina, pero no le hizo caso—. Kathleen, no hablarás en serio. Kevin solo tiene seis años. Necesita estar contigo. Jonathan seguramente lo pondrá a ver las noticias de McNeil -Lehrer en vez de Barrio Sésamo.
—La decisión está tomada. Nos pareció lo mejor para todos.
Grace conocía esa expresión. Significaba que Kathleen se había cerrado en banda y le costaría mucho volver a abrirse.
—De acuerdo. —Grace se puso a su altura, apretando el paso. Kathleen siempre se apresuraba; Grace zigzagueaba—. Ya sabes que puedes hablar conmigo siempre que quieras.
—Lo sé. —Se detuvo ante un Toyota de segunda mano. Un año antes, conducía un Mercedes. Pero esa era la pérdida menos importante—. No quería preocuparte diciéndotelo por teléfono, Grace. Solo necesito aislarme una temporada. Casi he conseguido ordenar mi vida otra vez.
Grace dejó sus bolsas y maletines en el asiento de atrás y no dijo nada. Era un coche de segunda mano y muy inferior a lo que Kathleen estaba acostumbrada, aunque le preocupaba más la crispación de su voz que el cambio de estatus. Quería consolarla, pero sabía que Kathleen consideraba la compasión lo más cercano a dar lástima.
—¿Has hablado con papá y mamá?
—La semana pasada. Están bien. —Kathleen subió y se puso
el cinturón—. Cualquiera pensaría que Phoenix es el paraíso.
—Mientras sean felices... —Grace se sentó y se fijó en el entorno por primera vez. El aeropuerto nacional. Su primer vuelo había salido de allí ocho años, no, Dios, casi diez años antes. Y había pasado mucho miedo. Casi deseó volver a experimentar aquella sensación novedosa e inocente.
«¿Estás harta, Gracie?», se preguntó. Demasiados vuelos. Demasiadas ciudades. Demasiada gente. Había regresado, se hallaba a escasos kilómetros de la casa en que se había criado, sentada junto a su hermana. Pero no tenía la sensación de volver al hogar.
—¿Por qué has vuelto a Washington, Kath?
—Quería salir de California. Y esto me resulta familiar.
«Pero ¿no querías estar cerca de tu hijo? ¿No lo necesitabas?» No era el momento de preguntar, así que se tragó las palabras.
—Y dar clase en Nuestra Señora de la Esperanza —dijo—. También es familiar, pero ha de resultar extraño.
—Me gusta. Supongo que necesito la disciplina de las clases. —Salió del aparcamiento con estudiada precisión. En el coche guardaba el tíquet del aparcamiento y tres billetes de dólar. Grace se fijó en que su hermana verificaba el cambio.
—Y la casa, ¿te gusta?
—El alquiler es razonable y está solo a quince minutos en
coche del colegio.
Grace disimuló un suspiro. ¿Acaso Kathleen no era capaz de tener sentimientos intensos hacia nada?
—¿Estás saliendo con alguien?
—No. —Pero esbozó una leve sonrisa cuando se mezcló
con el tráfico—. El sexo no me interesa.
Grace arrugó la frente.
—A todo el mundo le interesa el sexo. ¿Por qué crees que
Jackie Collins siempre está en el primer puesto en la lista de
los más vendidos? Pero me refería más bien a compañía.
—No hay nadie con quien me apetezca estar en este momento. —Posó una mano sobre la de Grace, lo cual era todo lo que podía ofrecer a cualquiera que no fuese su marido o su hijo—. Excepto contigo. De verdad me alegro de que hayas venido.
Como siempre, Grace respondió al calor recibido.
—Habría venido antes si me hubieras dejado.
—Estabas en medio de un viaje de promoción.
—Las promociones se pueden cancelar. —Movió los hombros con inquietud. Nunca se había considerado temperamental ni arrogante, pero habría sido ambas cosas si con eso hubiera ayudado a Kathleen—. Bien, pero la promoción se ha
acabado y ahora estoy aquí. Washington en primavera. —Bajó
la ventanilla, aunque el viento de abril aún conservaba el frío
de marzo—. ¿Han florecido los cerezos?
—Se malograron con la última helada.
—Nada cambia. —¿Tenían tan poco que contarse? Grace
dejó que la radio llenase el vacío. ¿Cómo podían dos personas
crecer juntas, vivir juntas, luchar juntas y sentirse tan extrañas? Siempre esperaba que sus encuentros fuesen diferentes,
pero siempre eran lo mismo.
Cuando cruzaban el puente de la calle Catorce, se acordó de la habitación que habían compartido de niñas. Limpia como un crisol en un lado, desordenada y hecha un desastre en el otro. Había sido una de las manzanas de la discordia. También estaban los juegos que Grace inventaba. Frustraban más que divertían a su hermana. ¿Cuáles eran las reglas? Aprender las reglas siempre había sido la prioridad esencial de Kathleen. Y cuando no había reglas o eran demasiado flexibles, no conseguía asimilar el juego.
«Siempre reglas, Kath», pensó mientras ambas guardaban silencio. Colegio, iglesia, vida. No era de extrañar que su hermana se confundiese cada vez que cambiaban las reglas. Y en aquel momento habían vuelto a cambiar para ella.
«¿Abandonaste el matrimonio, Kathy, igual que abandonabas el juego cuando las reglas no se adaptaban a ti? ¿Regresaste a donde habíamos empezado para borrar el tiempo intermedio y recomenzar según tus propias reglas?» Ese era el estilo de Kathleen, pensó, y por su bien esperó que funcionase.
Lo único que la sorprendió fue la calle que Kathleen había elegido para vivir. Se había imaginado un apartamento moderno con electrodomésticos de última generación y servicio de mantenimiento permanente, más que aquel barrio trasnochado y un poco decadente de grandes árboles y casas viejas. Aquel lugar no cuajaba con el estilo de su hermana.
La suya era una de las casas más pequeñas de la manzana, y aunque Grace estaba segura de que no había hecho nada en la diminuta parcela de hierba, aparte de recortarla, unos cuantos bulbos crecían junto al sendero de entrada cuidadosamente barrido.
Cuando bajó del coche, echó un vistazo a la calle. Bicicletas, viejas camionetas y olor a pintura fresca. Usado, gastado, vivido, el barrio se encontraba a punto de renacer o de deslizarse lentamente por la pendiente del deterioro. Le gustó, desde luego que le gustó la sensación que rezumaba todo aquello.
Era exactamente lo que ella habría elegido si hubiera decidido mudarse. Y si tuviera que elegir una casa... sería la de al lado, decidió. Clamaba por una mano de pintura, una ventana estaba tapiada con tablas y se habían caído algunas tejas de la techumbre. Pero alguien había plantado azaleas. La tierra estaba recién removida y formaba montoncitos en el suelo, y las plantas eran pequeñas, de apenas treinta centímetros. Pero los brotes estaban casi a punto de abrirse. Mientras los contemplaba, esperó quedarse el tiempo suficiente para verlos florecer.
—¡Oh, Kath, qué sitio más bonito!
—Es muy diferente de Palm Springs —comentó esta inexpresivamente mientras descargaba las cosas de su hermana.
—No, cariño, lo digo de verdad. Es un verdadero hogar. —Y no mentía. Con sus ojos de escritora y su imaginación lo veía así.
—Quería poder ofrecerle algo a Kevin cuando... cuando venga.
—Le encantará —repuso Grace con su proverbial optimismo—. Esta zona es ideal para patinar. Y los árboles. —Al otro lado de la calle había uno que parecía partido por un rayo, pero Grace lo pasó por alto—. Kath, al ver esto me pregunto qué demonios hago en la parte alta de Manhattan.
—Enriquecerte y ser famosa. —De nuevo habló inexpresivamente. Le entregó las bolsas a su hermana.
Grace volvió a contemplar la casa de al lado.
—No me importaría tener un par de azaleas. —Cogió del
brazo a Kathleen—. Bueno, enséñame el resto.
El interior no deparaba sorpresas. A Kathleen le agradaban las cosas ordenadas. Los muebles eran sólidos, de buen gusto y estaban limpios. Igual que su propietaria, pensó Grace con una punzada de remordimiento. A ella le gustaba el batiburrillo de las pequeñas habitaciones abarrotadas.
Kathleen había convertido una de ellas en un despacho. La mesa brillaba por ser nueva. No se había llevado nada consigo, pensó Grace, ni siquiera a su hijo. Le pareció extraño que se permitiese tener un teléfono sobre la mesa y otro a escasos metros, junto a un sillón, pero no hizo comentarios. Conociendo a Kathleen, seguro que había una razón perfectamente lógica.
—Huelo a salsa de espaguetis. —El aroma la condujo a la cocina. Si alguien le hubiera preguntado por sus pasatiempos favoritos, comer habría encabezado la lista.
La cocina estaba tan impecable como el resto de la casa. Si Grace apostara, lo habría hecho a que no había ni una miga en el tostador. Las sobras debían de estar pulcramente guardadas y etiquetadas en el frigorífico, y los vasos ordenados por tamaño en las estanterías. Así era Kathleen, y no había cambiado un ápice en treinta años.
Antes de pisar el viejo linóleo, Grace dio gracias por haberse acordado de restregar las zapatillas en el felpudo de la entrada. Levantó la tapa de una olla e inspiró hondo.
—Juraría que no has perdido tu toque.
—Lo he recuperado. —Después de varios años de cocineras y criados—. ¿Tienes hambre? —Por primera vez esbozó
una sonrisa sincera y relajada—. No sé por qué lo pregunto.
—Espera, he traído algo.
Mientras su hermana iba al vestíbulo, Kathleen se volvió hacia la ventana. De repente reparaba en lo vacía que había estado la casa. ¿Qué magia tenía su hermana para llenar una habitación, una casa, un estadio? Y por el amor de Dios, ¿qué haría cuando volviera a quedarse sola?
—Vino de Valpolicella —anunció Grace entrando en la cocina—. Como ves, confío en Italia. —Kathleen apartó la vista de la ventana con lágrimas en los ojos—. Oh, cariño. —Grace se acercó con la botella en la mano.
—Oh, Gracie, lo echo mucho de menos. A veces creo que voy a morirme.
—Lo sé. Oh, cariño, lo sé muy bien. Lo siento mucho. —Le acarició el cabello—. Deja que te ayude, Kathleen. Dime qué puedo hacer.
—Nada. —Le costó un gran esfuerzo, pero contuvo las lágrimas—. Será mejor que prepare la ensalada.
—Olvida eso. —La condujo hasta la mesita de la cocina—. Siéntate. Yo me ocuparé de todo. Luego me contarás.
Aunque Kathleen era un año mayor, acató la autoridad de su hermana. Otra cosa que se había convertido en costumbre.
—No quiero hablar, Grace.
—Supongo que es algo demasiado malo. ¿Sacacorchos?
—En el cajón superior.
—¿Copas?
—Segundo estante del armario al lado del frigorífico.
Grace descorchó la botella. Aunque estaba oscureciendo,
no se molestó en encender la luz. Puso una copa delante de
Kathleen y la llenó hasta el borde.
—¡Bebe! Es un vino muy bueno. —Encontró un frasco vacío de mayonesa Kraft, su madre también los guardaba, y le quitó la tapa para convertirla en cenicero. Sabía que su hermana aborrecía el tabaco y Grace había decidido portarse bien, pero como la mayoría de las promesas que se hacía, la rompió fácilmente. Encendió un cigarrillo, se llenó una copa y se sentó—. Cuéntame, Kathy. No te dejaré en paz hasta que lo hagas.
Kathleen lo sabía antes de aceptar que fuese a visitarla. Tal vez por eso había aceptado.
—Yo no quería la separación. Y no me digas que soy estúpida por aferrarme a un hombre que no me quiere, porque ya lo sé.
—No creo que seas estúpida. —Grace exhaló el humo con cierta sensación de culpa, porque en realidad había pensado eso mismo más de una vez—. Amas a Jonathan y a Kevin. Te pertenecían y quieres retenerlos.
—Supongo que eso lo resume. —Bebió otro sorbo de vino. Grace tenía razón. Hablar era bueno. Le costaba admitirlo, odiaba admitirlo, pero necesitaba hablar con alguien. Y quería que ese alguien fuera Grace, porque, por encima de sus diferencias, ella la apoyaría sin vacilar—. Llegó un momento en que tuve que aceptar la separación. —Aún no era capaz de pronunciar la palabra «divorcio»—. Jonathan... me maltrataba.
—¿A qué te refieres? —Hubo un matiz áspero en su voz ligeramente ronca—. ¿Te pegó? —Y se levantó, ya decidida a coger el próximo vuelo a California para ajustarle las cuentas a aquel cretino.
—Hay otras clases de malos tratos —repuso Kathleen con expresión abatida—. Me humillaba. Había otras mujeres, muchas. Oh, claro que era muy discreto. Dudo que su agente de bolsa lo supiera, pero procuraba que yo me enterase. Para darme en las narices.
—Lo siento. —Grace se sentó otra vez. Sabía que Kathleen habría preferido un puñetazo en la mandíbula a la infidelidad. Al pensarlo, tuvo que reconocer que ambas estaban de acuerdo en eso, por lo menos.
—Sé que nunca te cayó bien.
—No, y no lo lamento. —Grace echó la ceniza en el improvisado cenicero.
—Supongo que ya no importa. En cualquier caso, cuando acepté la separación, Jonathan me dejó bien claro que él impondría las condiciones. Él presentaría los papeles y no habría acusaciones. Como un mero accidente de circulación. Ocho años de mi vida y ningún culpable.
—Kath, sabes que no tenías por qué aceptar sus condiciones. Si te había sido infiel, lo tenías todo a tu favor.
—Ya, pero ¿cómo podía demostrarlo? —repuso con amargura, alterada. Había esperado mucho para desahogarse—. No sabes en qué mundo vivía yo, Grace. Jonathan Breeze wood tercero es un hombre irreprochable. Es abogado, por amor de Dios, socio de un bufete familiar que podría representar al diablo contra Dios y alcanzar un acuerdo. Aunque lo hubieran sabido o sospechado, nadie me habría ayudado. Eran amigos de la esposa de Jonathan. La señora de Jonathan Breeze wood tercero. Esa fue mi identidad durante ocho años. —Y después de Kevin, lo más difícil de perder—. A nadie le importaba un bledo Kathleen McCabe. En eso me equivoqué, lo admito. Me dediqué a ser la señora Breezewood, la esposa perfecta, la anfitriona perfecta, la madre perfecta y el alma del hogar. Y me volví una mujer aburrida. Cuando él se aburrió de mí a su vez, no vaciló en librarse de mí.
—Maldita sea, Kathleen, ¿por qué eres siempre tu peor crítica? —Grace aplastó la colilla y bebió un sorbo de vino—. La culpa la tiene él, por Dios, no tú. Le diste todo lo que te pidió. Renunciaste a tu carrera, a tu familia, a tu hogar, y centraste tu vida en él. Ahora estás renunciando otra vez, y por si fuera poco te desprendes de Kevin.
—No he renunciado a Kevin.
—Has dicho que...
—No discutí con Jonathan, no pude. Tenía miedo de lo que
pudiera hacer.
Grace dejó la copa con cuidado.
—¿Miedo de lo que te pudiera hacer a ti o a Kevin?
—A Kevin, no —se apresuró a puntualizar Kathleen—. Al
margen de lo que haya hecho, Jonathan nunca perjudicaría a
Kevin. Lo adora. Y aunque fue un marido pésimo, es un padre
maravilloso.
—Muy bien. —Aunque Grace no estaba muy segura—. Entonces tenías miedo de lo que pudiera hacerte. ¿Físicamente?
—Jonathan casi nunca pierde los estribos. Se controla mucho porque se conoce. Es sumamente irascible. Una vez, cuando Kevin era un bebé, le regalé una mascota, un gatito. —Kathleen relató con detalle el episodio, sabiendo que Grace siempre recogía las migajas y luego hacía un pastel con ellas—. Estaban jugando y el cachorrillo arañó a Kevin. Entonces Jonathan se puso hecho un basilisco y arrojó al gatito por el balcón desde el tercer piso.
—Siempre dije que era una monada de hombre —murmuró Grace y bebió otro sorbo de vino.
—Luego pasó lo del ayudante del jardinero. El pobre hombre trasplantó uno de los rosales por error. Fue un mero malentendido, porque era extranjero y no entendía bien el inglés. Jonathan lo despidió al momento y se enzarzaron en una discusión. Acabó atizándolo de tal manera que el hombre tuvo que ir al hospital.
—Dios mío.
—Jonathan pagó la factura, naturalmente.
—Naturalmente —repitió Grace, aunque el sarcasmo sobraba.
—Luego le pagó para que no lo contara a la prensa. Pero se trataba solo de un rosal, ¿entiendes? No sé qué haría si yo quisiese trasplantar a Kevin.
—Kath, cariño, eres su madre. Tienes derechos. Estoy segura de que hay abogados excelentes en Washington. Iremos a ver a alguno y averiguaremos qué se puede hacer.
—Ya he contratado uno. —Kathleen bebió otro sorbo; tenía la boca seca. El vino hacía que las palabras le saliesen con fluidez—. Y también un detective. No va a ser fácil, y me han advertido que tal vez haga falta mucho tiempo y dinero, pero he de intentarlo.
—Estoy orgullosa de ti. —Grace le cogió las manos. El sol se había puesto y la habitación estaba en penumbra. Los ojos de Grace, grises como la luz, ardían—. Cariño, Jonathan Breezewood tercero se va a llevar una sorpresa con los McCabe. Tengo relaciones en California.
—No, Grace. Debo llevarlo con discreción. Nadie debe saberlo, ni siquiera mamá y papá. Eso podría estropearlo todo.
Grace pensó en los Breezewood un momento. Las familias de renombre y ricas tenían largos tentáculos.
—De acuerdo, seguramente será lo mejor. Puedo esperar. Los abogados y los detectives cuestan dinero, y yo tengo más del que necesito.
Por segunda vez,
