Nota del autor
He dedicado mi vida a la procrastinación. Es decir, a la conducta de dejar irracionalmente las cosas para más adelante. Y lo he hecho indagando por qué eran otros los que procrastinaban mientras era yo quien se retrasaba. Muchas veces, el que investiga lo hace sobre sí mismo, así que no se trata de una casualidad. Los científicos suelen conocer en sus propias carnes lo que estudian; los problemas que investigan, ellos mismos los sufren. Es verdad que simpatizo con la condición del que deja las cosas para más adelante; al fin y al cabo, ha sido la mía durante muchos años.[*] Hoy, mi trabajo es apreciado internacionalmente; he entrenado a campeones universitarios de las competiciones nacionales de las escuelas de negocios, y de la pared de mi despacho cuelgan premios que me han sido concedidos como educador y como investigador.
Pero durante la mayor parte de mi vida he tenido la sensación de que dentro de mí languidecían mis potencialidades, impresión que se entremezclaba con la frustración de que no lograse perseverar en ninguno de mis muchos intentos de mejorar. Conocer a personas que, por naturaleza, eran más capaces que yo para sacar adelante cualquier cosa me recordaba mis deficiencias, me agriaba el ánimo y creaba en mí no poco resentimiento mal encaminado. Por suerte, me atrajo una profesión cuyo propósito mismo era descubrir los factores que posibilitan el cambio; y esos factores los puse sistemáticamente en práctica en mi propia vida, uno a uno.
Me doctoré en Psicología Industrial y Organizativa, el estudio científico de nuestros actos y de nuestra mente tal y como son en el puesto de trabajo. La psicología aplicada al trabajo persigue mejorar el rendimiento y el bienestar de las personas, y como es natural, también su motivación, o su falta de motivación. Por desgracia, muchas de las técnicas de esta disciplina no son bien conocidas, enterradas como están en las páginas de oscuras revistas especializadas donde aparecen expresadas en un lenguaje académico que solo comprenden los iniciados. En el caso de la procrastinación, el problema se complica aún más. Es un tema que ha atraído la atención de todas las ciencias sociales; sobre él se ha investigado en todo el mundo. Con más de ochocientos artículos científicos dedicados a la procrastinación pertenecientes a disciplinas muy distintas, desde la economía hasta la neurociencia, y redactados en una diversidad de lenguas, del alemán al chino, la dificultad estriba en conocerlos todos y darles un sentido.[1] Y ahí es donde entro yo. Di con dos formas de estudiar la procrastinación. La primera, con mis propias investigaciones, y sobre ellas se podrá leer en este libro. Me dieron el fundamento de una teoría del cómo y el porqué posponemos las cosas. Pero todavía tenía que vérmelas con la multitud de disciplinas que han estudiado la procrastinación y con la publicación de sus resultados en tantas revistas y libros diferentes. Tuve la suerte de toparme con el metaanálisis, una técnica científica elaborada hacía poco. Lo adapté a mis investigaciones.
El metaanálisis extrae matemáticamente de los resultados de miles de estudios aquello en que, fundamentalmente, concuerdan. En un nivel básico, si la ciencia progresa, es gracias al metaanálisis, que hace posible una síntesis de los conocimientos que se tienen y revela así las verdades subyacentes que buscamos. Es muy potente; tiene aplicaciones en todos los campos y de él procede, cada vez más, la información que necesitamos para gestionar el mundo. Es probable, por ejemplo, que el tratamiento médico que le receta el médico, sea para el asma o el Alzheimer, esté basado en los resultados de un metaanálisis.[2] Es una disciplina que he llegado a dominar: se la enseño a otros, he creado algunas de sus técnicas básicas y he diseñado programas informáticos para ella. Me gusta verla como algo en lo que soy bueno.[3] Es natural, pues, que metaanalizase el conjunto de investigaciones sobre la procrastinación, dado que no había ninguna otra manera de conjuntar todos los hallazgos. Debo decir que el campo de la procrastinación resultó apabullante, ya que en él se ha empleado casi toda metodología y técnica científica habida y por haber. Se han hecho experimentos de laboratorio, se han leído diarios personales, se ha analizado a los neurotransmisores desde todos los ángulos y se ha escrutado el ADN; se ha sometido a observación todo tipo de entornos, desde los aeropuertos hasta los centros comerciales; se han cableado aulas enteras para seguir hasta el menor movimiento de cada alumno; y se han estudiado procrastinadores de todas las condiciones, incluso palomas, alimañas o miembros del Congreso de Estados Unidos. Casar todo ello de modo coherente fue como dirigir la orquesta de un manicomio. Las secciones de cuerda, viento, metal y percusión tocan la misma melodía, pero no en la misma sala, ni con el mismo ritmo o en el mismo tono. De la conversión de ese ruido en música trata este libro.
Mis hallazgos le sorprenderán. Ponen en entredicho lo establecido. Mi trabajo en parte ya está publicado; es el caso del artículo «La naturaleza de la procrastinación», en el Psychological Bulletin, la revista especializada más reputada en las ciencias sociales. De alguno de mis artículos han informado cientos de medios de comunicación de todo el mundo, desde la India hasta Irlanda, y desde Scientific American hasta Good Housekeeping y The Wall Street Journal. Pero lo que he descubierto, en su mayor parte, se presenta aquí por primera vez. En estas páginas verá que hemos estado diagnosticando mal la procrastinación durante muchos años, atribuyéndolo a una característica asociada a menos procrastinación, no a más. Las verdaderas razones de la procrastinación son parcialmente genéticas y están ligadas a la estructura fundamental del cerebro; por eso se trata de un elemento común a todas las culturas y a lo largo de toda la historia. El entorno, sin embargo, no es completamente inocente; no es culpable de la existencia de la procrastinación, pero sí de su intensidad: la vida moderna ha convertido a la procrastinación en una pandemia. Y ¿sabe qué? Todos estos hallazgos derivan de la aplicación de una sencilla fórmula matemática que he concebido: la ecuación de la procrastinación.
Al desentrañar los fundamentos de la dinámica que nos lleva a dejar las cosas para más adelante, pude idear también estrategias aplicables a nuestra vida —académica, laboral o personal— para combatir la tendencia innata que tenemos a posponer las cosas. ¿Cree que apunto demasiado alto? Apueste. Por eso me ha llevado tantos años escribir este libro. Espero que las horas que pase leyéndolo le compensen con una nueva forma de pensar acerca de cómo utilizar —y desperdiciar— su tiempo.
1
Retrato de un procrastinador
No dejes nunca para mañana lo que puedas hacer pasado mañana.
MARK TWAIN
Este libro trata de todas esas promesas que usted se hizo y no cumplió. Trata de todas las metas que se puso pero dejó pasar porque nunca encontraba la motivación. Trata de la dieta pospuesta, de las prisas por terminar un proyecto a última hora de la noche y de la mirada decepcionada de quienes dependen de usted... o de ese al que usted ve en el espejo. Trata del miembro de la familia que no da el callo y del que se queda atrás en su círculo de amigos. Trata del amenazador nubarrón de las tareas rutinarias por acabar, como esos recibos que ya tendría que haber pagado o todo ese desorden en casa. Trata de la cita con el médico dejada para otro día y de los problemas financieros pendientes. Trata de los días que pasan sin que se haya hecho nada, de los retrasos, de las oportunidades perdidas y de más. De mucho más. Este libro trata también de la otra cara, de los momentos de acción, cuando la procrastinación deja paso a una claridad y atención cristalinas, se van acometiendo las tareas sin vacilación y abandonar ni se le pasa a uno por la cabeza. Trata de la transformación personal, del deseo desembarazado y libre de competencia interna alguna, del placer inocente que se siente cuando ya se han hecho las tareas diarias. Este libro trata del potencial, del malgastado y del realizado; de los sueños que se desvanecen en la oscuridad y de los que podemos convertir en realidades. Y lo mejor de todo es que este libro trata de una transición que afectará al resto de su vida: de dejar las cosas para más adelante a conseguir que estén hechas.
El gozne que nos aparta de lo que queremos y debemos hacer es la procrastinación. No es pereza o vagancia, aunque sea fácil confundirla con ellas. Los procrastinadores, al contrario que los verdaderamente vagos, quieren hacer lo que tienen que hacer, y con frecuencia consiguen hacerlo, pero no sin tener antes que fajarse. Voy a demostrar que ese marear la perdiz es en parte hereditario, que estamos hechos para la dilación. Nuestra tendencia a posponer las cosas tardó cien millones de años en formarse y ahora está casi rotulada en nuestro ser. Pero las investigaciones enseñan que, pese a su arraigada naturaleza, podemos modificar nuestros hábitos y cambiar de conducta. Los procrastinadores que conocen los procesos que se esconden detrás de su inacción pueden dominarlos, sentir menos estrés ante una fecha de entrega y ser más capaces de cumplirla.
Este libro cuenta la historia de la procrastinación. Abarca desde el Menfis del antiguo Egipto hasta la moderna Nueva York, desde la clínica oncológica hasta la bolsa de valores. Espero dejarle claro por qué posponemos las cosas, qué consecuencias tiene la procrastinación y de qué estrategias podemos valernos para hacer algo al respecto. Empezaremos de una manera sencilla: se determinará qué es la procrastinación y se le ayudará a saber si usted es un procrastinador, y en caso de que lo sea, calcularemos con qué probabilidad puede sufrir usted un brote de procrastinación. Si usted es un procrastinador —y es bastante probable que lo sea—, pertenece a un colectivo bien grande. Va siendo hora de que nos conozcamos unos a otros un poco mejor.
¿QUÉ ES Y QUÉ NO ES LA PROCRASTINACIÓN?
Hay tanta confusión acerca de la procrastinación que lo mejor es colocar nuestro tema sobre la mesa de disección y separar el grano de la paja. Procrastinar no se trata meramente de dejar algo para más adelante, aunque proceder así es parte integral de este mecanismo. La palabra «procrastinación» viene del latín pro, que significa «delante de, en favor de», y crastinus, que significa «del día de mañana». Pero el significado de procrastinación abarca muchísimo más que su definición literal. La prudencia, la paciencia y el dar prioridad comportan el dejar algo para más adelante, pero no significan lo mismo que procrastinación. Desde que apareció por primera vez en inglés en el siglo XVI, la palabra «procrastinación» no se ha referido simplemente a posponer algo, sino a posponerlo irracionalmente; es decir, a cuando posponemos tareas de forma voluntaria pese a que nosotros mismos creemos que esa dilación nos perjudicará. Cuando procrastinamos, sabemos que estamos actuando en contra de lo que nos conviene.
Con todo, verá que hay quienes caracterizan erróneamente dilaciones sabias como si fueran procrastinaciones. Cuando vemos a un compañero de trabajo tirado en el sillón de su despacho con los brazos cruzados detrás de la cabeza, relajado, y le preguntamos qué está haciendo, dirá si es anglohablante, en su lengua: «¿Yo? ¡Estoy procrastinando!». Pero no está haciendo eso. Está posponiendo alegremente un informe porque sabe que hay muchas posibilidades de que el proyecto se acabe suspendiendo esa misma semana, y aunque no lo suspendan, podrá escribirlo a última hora. Eso es inteligente. En esa situación, irracional es el que, compulsivamente, tiene que terminar todo lo antes posible y aborda tareas que no servirán para nada. El obseso que concluye cualquier tarea a la primera oportunidad puede ser tan disfuncional como el procrastinador que lo deja todo para el último momento. Ni el uno ni el otro planifican su tiempo con inteligencia.
En consecuencia, no es usted procrastinador si no llega a una fiesta mucho antes que los demás o si no está en el aeropuerto con tres horas de antelación para coger un avión. Al retrasarse un poco, se ahorra momentos embarazosos con el anfitrión, que seguramente estará todavía ultimando los preparativos, y se librará de tener que pasar unas incómodas horas ante la puerta de embarque esperando a que salga el avión. Tampoco se procrastina cuando se deja (y pospone) todo lo demás ante una emergencia. No es inteligente empeñarse en cortar el césped cuando la casa está ardiendo. Puede que no quiera posponer esa tarea tan acuciante, pero sepa que el precio a pagar, las ruinas abrasadas de su casa, será demasiado alto. O al contrario: con una planificación flexible de su tiempo para atender las eventuales necesidades del cónyuge o de los hijos es probable que evite que su familia se rompa. No todo puede suceder al mismo tiempo; en su elección de qué hará ahora y qué dejará para después es donde radica la procrastinación, no en la dilación en sí.
TÚ, EL PROCRASTINADOR
Ahora que sabemos qué es la procrastinación, ¿la practica usted? En las filas de los procrastinadores, ¿por dónde cae usted? ¿Es usted un mareador de perdices del montón o pertenece a la línea dura y lleva la palabra «mañana» tatuada en la espalda? Hay algunos métodos entretenidos para establecer cuál es su propensión a procrastinar. Para empezar, podría fijarse en su caligrafía. Si es lenta y desarticulada, a lo mejor es que usted también es así. O podría mirar las estrellas. O mejor dicho, los planetas. Según los astrólogos, cuando Mercurio está en movimiento retrógrado o en oposición a Júpiter, la procrastinación tiende a ser más frecuente.[1] O podría recurrir a la lectura de las cartas del tarot. El dos de espadas suele indicar que, por el desgarro de un dilema, se le va dando largas al decidirse. Por mi parte, prefiero un enfoque más científico.
En mi página web (www.procrastinus.com), encontrará un test exhaustivo que he aplicado a decenas de miles de individuos y podrá comparar su nivel de dilación irracional con el de individuos de todo el mundo. Pero si el tiempo apremia y no quiere más dilaciones, pruebe con un cuestionario más breve, que se reproduce a continuación. Cumpliméntelo teniendoencuentaquelaspreguntas2,5y8puntúanensentido opuesto a como lo hacen las demás:


¿En qué lugar ha quedado usted? ¿Se ha hecho usted un nombre entre los que dejan las cosas para el último minuto? ¿O solo retrasa cosas como ponerse a hacer ejercicio y la declaración de la renta, como hace casi todo el mundo?
LA POLCA DE LA PROCRASTINACIÓN
Cuanto más alta haya sido su puntuación en el test de la procrastinación, mayor será la probabilidad de que esté procrastinando justo ahora. Otras tareas quizá deberían estar atrayendo en este momento su atención, lo que, desgraciadamente, querría decir que tiene algo mejor que hacer que leer este libro. Seguro que son tareas desagradables, puede que administrativas y aburridas, y quizá cueste concebir que pueda llevarlas a buen puerto. Voy a hacer unas cuantas conjeturas acerca de lo que le espera:
• El cesto de la ropa sucia, ¿está que rebosa?
• ¿Hay platos sucios en el fregadero?
• Los detectores de humo, ¿necesitan pilas nuevas?
• ¿Y la batería del coche? ¿Y la presión de las ruedas del coche? ¿Cuánto hace que cambió el aceite por última vez?
• ¿No hay una entrada que comprar, una habitación que reservar, una maleta que hacer, un pasaporte que renovar?
• ¿Ha informado al jefe de cuándo piensa tomar las vacaciones?
• ¿Ha comprado un regalo para ese cumpleaños que está al caer?
• ¿Ha rellenado los registros de horas, los partes de rendimiento y las relaciones de gastos?
• ¿Ha mantenido esa espinosa conversación con un empleado cuyo trabajo no está la altura de las circunstancias?
• ¿Le ha puesto fecha a la reunión que tanto teme?
• ¿Y el gran proyecto que el jefe ha puesto en sus manos? ¿Va usted progresando?
• ¿Ha conseguido ir al gimnasio esta semana?
• ¿Ha llamado a su madre?
¿Qué le ha parecido esta lista? Puede añadirle cosas, claro está. A lo mejor no he dado del todo en el clavo, pero seguramente estará usted en tal caso procrastinando de otra forma, dejando alguna otra tarea para el futuro. Por sí solas, cada una de esas tareas pospuestas tienen poca repercusión. Juntas, pueden acabar hundiéndole en la miseria; royéndole la vida poco a poco. El gran proyecto con una fecha de entrega estricta es la madre de todas las preocupaciones de ese jaez; le mantendrá despierto por la noche y hará que le resulte difícil llevar a cabo las demás tareas de su lista. En un momento u otro, todos nos hemos sentido abandonados a nuestra suerte en el desierto que supone la falta de motivación, incapaces de dedicarnos por entero al informe, la investigación, el escrito, la presentación que hay que preparar, el examen que hay que bordar.
Toda procrastinación sigue unas pautas parecidas. Viene a ser como sigue. Al principio de un gran proyecto el tiempo abunda. Usted se solaza en su elástico abrazo. Intenta remangarse unas cuantas veces, pero no hay nada que haga que se sienta usted implicado de todo corazón. Si se puede olvidar la tarea, usted la olvidará. En esas, llega el día en que realmente quiere ponerse manos a la obra, pero de pronto percibe que en el fondo no está haciéndolo. Le falta tracción. Cada vez que intenta envolver la tarea mentalmente, algo le distrae y derrota sus intentos de progresar, así que remite la tarea a un día con más horas, para descubrir que cada día de mañana parece tener las mismas veinticuatro. Al final de cada uno de esos mañanas se enfrenta al inquietante misterio de adónde habrán ido a parar. Esta situación se prolonga un poco.
Al final, la naturaleza limitada del tiempo se revela. Las horas, antes arrojadas con despreocupación, cada vez abundan menos y son más preciosas. Esa presión misma hace que cueste arrancar. Quiere ir adelantando el gran proyecto, y sin embargo se pone a hacer deberes secundarios. Ordena el despacho o limpia el correo electrónico; hace ejercicio, compra y cocina. Una parte de usted sabe que no es eso en lo que debería estar ocupado, y así se lo dice a sí mismo: «Estoy haciendo esto; al menos, me preparo haciendo algo». Al final, ya es demasiado tarde para empezar, así que, para el caso, se va a la cama. Y el ciclo de la elusión empieza de nuevo al amanecer.
A veces, para calmar la ansiedad, se entrega usted al puro entretenimiento. Se toma un momento para ver el correo electrónico o los resultados deportivos. Pero entonces, ¿por qué no responder unos cuantos mensajes o ver unos minutos la televisión? Pronto, esas tentaciones le han seducido. La tarea todavía se va asomando por la periferia de su visión, pero no quiere mirarla a la cara —no podrá apartarse de ella si lo hace—, así que se atrinchera aún más en sus distracciones. Escribe largos y apasionados comentarios en foros de internet, rebusca cada pequeña noticia que puede haber o cambia de canal de televisión frenéticamente a la mínima pérdida de interés. El placer se torna impotencia cuando ya no es capaz de abandonarlo.
A medida que se acerca la fecha de entrega, intensifica las diversiones para que le distraigan en grado suficiente. Anula todo lo que le recuerde lo que tanto teme; esquiva calendarios y relojes. Distorsiona deliberadamente la realidad; sus planes pasan de perfectamente realizables a apenas posibles. Cuando debería estar trabajando más que nunca, se adormece y fantasea con mundos diferentes de este, con ganar la lotería, con estar en cualquier sitio menos donde está. Si un amigo, un pariente o un compañero intentan alejarle de sus distracciones, les espetará, irritado: «¡Un minuto solo! ¡LO HARÉ DESPUÉS DE ESTO!». Por desgracia, «esto» no acaba nunca. En secreto, usted no para de recriminarse su actitud; duda de sí mismo y envidia a quienes meramente hacen las cosas.
La energía se va acumulando hasta que, por fin, se cruza un umbral y algo salta: usted se pone a trabajar. Una especie de mente interior ha ido destilando calladamente la tarea hasta dejarla reducida a lo esencial, pues ya no queda más tiempo. Se pone manos a la obra, toma decisiones implacables, va haciendo progresos asombrosos. Tras las nubes amenazantes le sobreviene una claridad destellante. Hay pureza en su trabajo, alimentada por la verdadera urgencia del ahora o nunca. A unos pocos afortunados, ese brote de eficiencia les lleva a sacar adelante el proyecto. A otros, la ebullición inicial se les muere antes de haber logrado el maldito objetivo. Tras demasiadas horas de concentración insomne, el cerebro se apaga. La cafeína y el azúcar solo proporcionan una subida insatisfactoria. Tictac..., el tiempo se ha acabado. A trancas y barrancas cruza la línea de meta, mal preparado; no le da al mundo lo mejor que usted podría haberle dado.
Es tan común que pasa desapercibido, excepto para quien lo ha sufrido y sabe que no ha rendido a la altura debida. El alivio que se siente cuando se ha cumplido una tarea no siempre compensa la mediocridad del resultado. Aunque su trabajo haya sido brillante, el logro queda empañado por un vislumbre de lo que podría haber sido. Y este tipo de procrastinación seguramente habrá ensombrecido una noche de diversión, una fiesta o unas vacaciones de las que no pudo disfrutar plenamente porque la mitad de su cabeza se encontraba en otra parte, obsesionado como estaba usted por lo que había ido eludiendo. Toma la resolución de que no volverá a pasar; el precio de la procrastinación es demasiado alto.
El problema de este tipo de resoluciones es que la procrastinación es un hábito que tiende a perdurar. En vez de encarar nuestras dilaciones, nos excusamos por ellas; el autoengaño y la procrastinación suelen ir de la mano.[2] Aprovechamos lo fina que es la línea que separa el no poder del no querer para exagerar las dificultades con que tropezamos y encontrar justificaciones: un mal catarro, una reacción alérgica que nos da sueño, una crisis de un amigo a la que tuvimos que dedicar nuestra atención. O rechazamos por completo la responsabilidad diciendo «pero ¿cómo demonios iba a saber que...?». Si no le era posible prever la situación, no se le podrá culpar. Por ejemplo, ¿cómo respondería usted a las siguientes preguntas acerca de su último ataque de procrastinación?
• ¿Sabía que la tarea le iba a llevar tanto tiempo?
• ¿Era consciente de que las consecuencias de retrasarse iban a ser tan penosas?
• ¿Podría haber esperado que se produjera una emergencia en el último minuto?
Las respuestas sinceras son «sí», «por supuesto» y «ni que decir tiene», pero responder sinceramente cuesta, ¿o no? Y ese es el problema.
Algunos procrastinadores intentarán incluso presentar su inacción autodestructiva como s
