Sobre hormigas y dinosaurios

Cixin Liu
Cixin Liu

Fragmento

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El primer encuentro

Era un día como otro cualquiera en el Cretácico superior. Es imposible determinar la fecha exacta, pero aquel era un día normal en el que reinaba la paz sobre la Tierra.

Veamos cómo era el mundo por aquel entonces. En aquella época, tanto el aspecto como la ubicación de los continentes no tenían nada que ver con los de la actualidad: la Antártida y Australia formaban una única masa de tierra que superaba en tamaño a cualquiera de los continentes que hoy conocemos, la India era una gran isla en medio del mar de Tetis, y Europa y Asia constituían dos masas de tierra separadas. La civilización de los dinosaurios estaba distribuida principalmente en dos supercontinentes, Gondwana y Laurasia. El primero había sido durante miles de millones de años la única masa continental de la Tierra, pero se había dividido y su área había quedado en gran medida reducida —si bien seguía siendo tan grande como las actuales África y América del Sur juntas—, mientras que el segundo era un continente que se había separado de Gondwana y que más tarde dio forma a la actual América del Norte.

Aquel día, todas las criaturas de todos los continentes estaban ocupadas intentando sobrevivir. En aquel mundo de barbarie, no sabían de dónde venían ni les importaba a dónde iban. Cada vez que el sol del Cretácico alcanzaba su cénit sobre sus cabezas, reduciendo a la mínima expresión las sombras de las hojas de las cicas que se proyectaban en el suelo, su única preocupación era dónde encontrar su almuerzo del día.

Un Tyrannosaurus rex de Gondwana lo había encontrado en medio de un grupo de cicas muy altas —un gran lagarto carnoso que acababa de capturar—. Usando sus voluminosas garras, partió en dos mitades el reptil que aún se retorcía y se echó a la boca el extremo de la cola. Mientras masticaba con deleite, el dinosaurio se sintió satisfecho con el mundo y con la vida en general.

A aproximadamente un metro del pie izquierdo del Tyrannosaurus había una pequeña colonia de hormigas. La mayor parte de esa ciudad que albergaba a más de mil insectos se encontraba bajo tierra, y la persecución entre el tiranosaurio y el lagarto había provocado un fuerte terremoto que la había sacudido, aunque por fortuna no la habían aplastado. Los habitantes de la colonia salieron a la superficie y levantaron la vista: desde su perspectiva, el dinosaurio ocupaba más de la mitad del cielo, como una imponente montaña que atravesara las nubes, y bajo cuya sombra sintieron como si el cielo se hubiera encapotado de repente. Vieron cómo medio lagarto pasaba de las garras del tiranosaurio a sus cavernosas fauces, y escucharon el sonido del saurio al masticar, como si de un trueno se tratara. En anteriores ocasiones, esos truenos solían ir acompañados de una fuerte lluvia de trozos de huesos y carne que no eran otra cosa que los restos de la comida del dinosaurio. Incluso una ligera llovizna bastaba para alimentar a todo el pueblo durante un día entero, pero aquel tiranosaurio mantuvo la boca bien cerrada y no cayó nada del cielo. Al cabo de un rato, se echó la otra mitad del lagarto a la boca. El trueno volvió a retumbar, pero la lluvia de huesos y carne seguía sin caer.

Cuando el tiranosaurio terminó de comer, dio dos pasos atrás y se recostó satisfecho para echarse una siesta a la sombra. Las hormigas vieron la mole desmoronarse hasta convertirse en una cadena montañosa perdida en la lejanía. La tierra se estremeció y la brillante luz del sol volvió a inundar la llanura. Las hormigas, que llevaban días pasando hambre, sacudieron la cabeza mientras suspiraban: aquel año la estación seca había sido larga, y la vida se volvía cada vez más difícil día tras día.

Justo cuando las hormigas se dirigían de regreso a su colonia con la cabeza gacha, otro terremoto sacudió el claro. Se dieron la vuelta y vieron que el tiranosaurio estaba rodando. Se metió una de las enormes garras en la boca y comenzó a escarbar con fuerza entre los dientes. Las hormigas entendieron enseguida por qué el dinosaurio no podía dormir: se le había quedado atascado entre los dientes un trozo de carne que le estaba causando molestias.

El alcalde de la ciudad de las hormigas de repente tuvo una idea. Se subió a una brizna de hierba y lanzó una feromona hacia la colonia. Todas las hormigas a las que llegó la sustancia entendieron lo que su alcalde quería decirles, y transmitieron el mensaje al resto agitando las antenas. Una marea de entusiasmo sacudió la colonia, y las hormigas, con su alcalde a la cabeza, marcharon hacia el tiranosaurio formando varios arroyos negros sobre el suelo.

Al principio esa hilera de montañas parecía estar muy lejos, visible en el horizonte pero inalcanzable; pero entonces el dinosaurio volvió a rodar hacia donde ellas se encontraban, acortando de golpe la distancia que lo separaba de la procesión de hormigas. Una de las enormes garras del dinosaurio cayó del cielo y aterrizó justo delante del alcalde con un estruendo estremecedor. El impacto hizo que la marabunta se separara del suelo, y el polvo sacudido se alzó ante las hormigas como el hongo de una bomba atómica.

Sin esperar a que se posara el polvo, las hormigas siguieron a su alcalde hasta la garra del dinosaurio. La extremidad formaba un ángulo perpendicular con el suelo, como un escarpado acantilado, pero eso no era un impedimento para las hormigas, que treparon a gran velocidad hasta alcanzar la cima que era el antebrazo del dinosaurio. Para ellas, aquella piel áspera era como una meseta surcada por múltiples barrancos, que atravesaron cruzando la parte superior del brazo rumbo a su objetivo final: las fauces del tiranosaurio. Entonces el reptil levantó su enorme garra para volver a morderse los dientes. Las hormigas que recorrían su antebrazo sintieron que el suelo comenzaba a inclinarse, y, acto seguido, tuvieron una sensación de mayor gravedad y se agarraron al suelo para evitar salir volando.

La gigantesca cabeza del dinosaurio ocupaba medio cielo, y su lenta respiración era como una ráfaga de viento que barría el firmamento. Las hormigas temblaron de miedo al ver aquellos enormes ojos que las observaban desde lo alto.

Al ver que tenía hormigas en un brazo, el tiranosaurio levantó el otro para sacudírselas de encima. Levantada, su enorme garra tapaba el sol del mediodía como una nube de tormenta, y la llanura en la que se encontraba la colonia de hormigas se oscureció de golpe. Estas miraban horrorizadas la garra en lo alto del cielo, mientras agitaban frenéticamente las antenas. El alcalde levantó la pata delantera y las demás hicieron lo propio, señalando al unísono la boca del dinosaurio.

El confundido tiranosaurio dudó unos segundos hasta que al fin entendió qué era lo que pretendían las hormigas. Tras un momento de reflexión, bajó el brazo que había levantado. Enseguida se dispersaron las nubes y el sol iluminó la llanura del antebrazo. El tiranosaurio abrió la boca de par en par y colocó junto a sus enormes dientes un dedo rematado en una garra, formando un puente entre su antebrazo y su mandíbula. Por un momento, las hormigas dudaron; luego, el alcalde enfiló el cam

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