Bonita avenue

Peter Buwalda

Fragmento

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Contenido

Portada

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Créditos

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Mi talento es innato. Y ya sé que hacerse autobombo no está bien visto, pero es la verdad. El yudo es un deporte durísimo, requiere mucha sangre fría. Y aunque a mí me han tomado el pelo muchas veces en la vida, porque soy un ingenuo, es cierto, en el tatami es otra historia. Allí soy una máquina.

WIM RUSKA

Para ti soy como un gladiador para un ciudadano romano, ¿verdad?

SASHA GREY

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Un domingo por la tarde de 1996 Joni Sigerius lo llevó a la granja para presentarlo oficialmente a la familia. El apretón de manos que le dio su padre le produjo el mismo efecto que una mordaza. «Tú sacaste la foto», le dijo el hombre. O puede que fuera más bien una pregunta.

Siem Sigerius era un tipo bajo, robusto, moreno y con unas orejas que llamaban poderosamente la atención. Eran grumosas, como si se hubieran freído en aceite. Aaron, que había practicado yudo, supo en el acto que estaba frente a unas míticas «orejas coliflor», producto del roce rápido y constante del algodón áspero de las mangas del kimono con los pabellones de las orejas, que aplastados contra músculos con vendajes y colchonetas rugosas van acumulando sangre y pus entre el cartílago y la piel, suave como la de un bebé. Si no te los cuidas, te quedas de por vida con esos bultos y ampollas encallecidos. Las orejas de Aaron eran perfectamente normales, como de piel de melocotón, y estaban intactas. Las coliflor estaban reservadas a los campeones, a los monomaníacos que se restregaban noche tras noche en el tatami. Las coliflor tenías que ganártelas, y muchos se dejaban la vida en ello. No le cabía duda de que el padre de Joni las exhibía como una condecoración, una demostración de fortaleza y hombría. En el pasado, cuando en un torneo Aaron debía enfrentarse a una de esas bestias de orejas grumosas, lo invadía un sudor frío. Cruzarse con unas coliflor siempre era señal de mal augurio. Y él no estaba hecho para competir. Así, para no mostrarle su admiración, le contestó: «Me paso la vida haciendo fotos.»

Las orejas de Sigerius se movieron ligeramente. El pelo, rizado y muy corto, parecía un trozo de fieltro pegado a su cráneo, ancho y plano. Aunque solía vestir de traje, o con pantalones de pana y polos Ralph Lauren —el uniforme del jefazo, del triunfador—, con esas orejas y ese cuerpo de búfalo nadie hubiera imaginado que dirigía una universidad, y mucho menos que estaba considerado el matemático holandés más importante desde Luitzen Brouwer. De un hombre con su aspecto uno se esperaba que trabajase en la construcción o de noche, en alguna autopista, enfundado en un chaleco reflectante, conduciendo un volquete cargado de alquitrán. «Sabes perfectamente a qué foto me refiero», le dijo.

Joni, Janis, su otra hija, y Tineke, la madre, y esposa de Sigerius, todos en aquel gran salón sabían a qué foto se refería. Hacía poco más de un año que había salido publicada a toda página en la revista de la Universidad de Tubantia, cuyo pequeño campus estaba edificado en medio del bosque, entre Hengelo y Enschede, y donde Sigerius era rector. En la imagen salía él en la orilla del canal Ámsterdam-Rin, de pie, con las piernas abiertas y los pies descalzos y hundidos en la hierba fangosa y pisoteada, con una corbata como única vestimenta y los genitales claramente visibles bajo una barriga incipiente de cincuentón. Al día siguiente la foto aparecía en casi todos los diarios de tirada nacional, desde el nrc hasta De Telegraaf, e incluso en el Bild alemán y un periódico de Grecia.

«Puedo imaginármelo», admitió Aaron, al tiempo que se preguntaba si Joni se lo habría contado a su padre, o si éste lo habría reconocido sin más: el fotógrafo alto y calvo del Tubantia Weekly que en los actos públicos revoloteaba, zumbando como un tábano, con una cámara réflex alrededor del rector. Esta segunda opción le resultaba más halagadora. Cualquiera en el campus se habría sentido halagado por haber llamado la atención de ese hombre tan carismático que en ese momento le estaba estrujando los dedos.

Desde su toma de posesión en el cargo, en 1993, Siem Sigerius era el Helio de la Universidad de Tubantia, un sol ardiente en torno al cual giraban plácidamente en elipse ocho mil estudiantes y profesores tan sorprendidos como agradecidos de que hubiera elegido calentar su campus y no La Haya, donde había rechazado una secretaría de Estado, o una de las prestigiosas universidades norteamericanas que se disputaban sus favores. Al padre de Joni lo había visto por primera vez en televisión, unos años antes, cuando aún vivía en casa de sus padres, en Venlo. Era agosto y habían terminado los exámenes de acceso a la universidad. Su hermano y él se habían aficionado a ver Zomergasten, un programa de entrevistas maratonianas en el que se discutía con el ilustre invitado de turno sobre los fragmentos que éste había elegido como contenido ideal para una tarde de televisión. Una de esas noches de domingo apasionantes y didácticas frente al presentador Peter van Ingen se había sentado un yudoca matemático, o tal vez fuera un matemático que practicaba yudo. En cualquier caso, un hombre que comentaba con la misma soltura todas las imágenes que había seleccionado, fueran de Wim Ruska, de jazz suave, de los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964 y del cómico André van Duin, o de unos documentales sobre números primos y el último teorema de Fermat. Aaron recordaba un fragmento en el que aparecía un físico muy locuaz; éste había logrado que su hermano y él, ambos de letras puras, tuvieran la sensación de haber entendido algo de mecánica cuántica. («Era Richard Feynman; habíamos ido a su entierro por la mañana», le dijo Sigerius más adelante.) En cuanto a él, la estrella del programa, no dejaba de acariciarse el mentón, hirsuto, mientras hablaba de informática, del universo o de M. C. Escher, como si hacer otra cosa fuera una absoluta pérdida de tiempo. Aunque en el tatami se había enfrentado a Geesink y Ruska, al programa lo habían invitado sobre todo por haber conseguido la medalla Fields, que Van Ingen definió como el Premio Nobel de Matemáticas.

A partir de entonces, Sigerius se convirtió en el científico preferido de los holandeses. Era habitual que el rector, después de la jornada en el campus, se sentara a la mesa del telediario de la noche, o de alguna tertulia, como Barend & Van Dorp, para comentar las noticias de

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