
PRÓLOGO A LA NOVENA EDICIÓN
He vuelto a releer ahora en 1998, con cierta calma pero con no excesiva nostalgia, las viejas páginas de éste que fue mi primer libro, de 1966. Ya en el mismo título —ésa era desde entonces mi idea central— el Estado de Derecho se vinculaba allí de modo necesario a la democracia, a la inacabable e imprescindible tarea de construir una sociedad democrática. Quiere esto decir que las exigencias éticas y políticas de la democracia, la doble participación en las decisiones y en los resultados (necesidades, derechos, libertades) se trasladan y deben trasladarse de modo coherente, aunque a través de procesos históricos complejos, al marco jurídico, institucional y normativo del que llamamos Estado de Derecho.
Hacía muchísimo tiempo que no leía yo mi libro así completo, de principio a fin, con algún detenimiento y no sólo para buscar aisladamente una referencia concreta, una cita textual o la confrontación con tal o cual concepto u opinión. Debió ser hace ya diecisiete años que es cuando apareció la que figura como octava edición de éste, en 1981, fecha en que se incorporó y republicó en la editorial Taurus, heredando de Cuadernos para el Diálogo aquel texto que, como digo, salió de imprenta por vez primera en 1966. En medio de tal cronología y hasta hoy mismo han sido numerosas las reediciones y reimpresiones del mismo: dieciséis en total, pero con tiradas pequeñas que dan un cómputo global —veo cotejando papeles— de unos cincuenta y cinco mil ejemplares. Repartidos en tantos años —aunque durar tampoco esté mal—, admito que no sea, pues, nada del otro mundo respecto de la cantidad. Pero de la calidad (y amistad) de los lectores es de lo que estoy, desde siempre, sumamente orgulloso. Me los encuentro por todas partes y veo que con frecuencia me recuerdan con agrado y hasta con gratitud, como antiguos compañeros de lucha contra toda aquella confusión: desde gentes hoy en las más modestas, plurales y, a veces, insólitas profesiones hasta buenos ministros reformistas, pasando por embajadores liberales, recios sindicalistas, demócratas antifranquistas, ilustres juristas y sabios profesores que ahora hilan, y está bien, mucho más fino en estas mismas cuestiones.
Ya se ve, por lo demás, que la casa editora no ceja en modo alguno en su empeño y precisamente a su amable requerimiento de nueva edición (¡se trata de componer nada menos que la novena!) se debe ahora esta última relectura mía y estas nuevas, algo más extensas, anotaciones en forma de prólogo a ella. Pero también aquí, como he venido haciendo desde el principio en todas las demás revisiones, mantengo prácticamente intocado, salvo leves retoques de “estilo”, el viejo texto original. En casos así carece —creo— de todo sentido cualquiera otra hipotética alternativa correctora. Para evitar reiteraciones sobre estas cuestiones de orden interno reenvío, pues, a lo ya alegado —y aquí, dada la mayor distancia temporal, con mucha más justificación— en las notas preliminares a las séptima y octava edición, que reproduzco también en ésta, así como a las advertencias que van aquí al final, en su sitio, en el correspondiente apéndice bibliográfico.
El mundo ha cambiado bastante desde aquellos ya lejanos años sesenta (en nuestro país indudablemente que para bien, desde la dictadura a la democracia) e, incluso, desde los más cercanos años ochenta: por un lado, hundimiento espectacular de los regímenes comunistas; por otro, en los sistemas democráticos, obstáculos y problemas de muy diversa condición para el Welfare State, sobre todo desde la crisis económica de los setenta, presagiados ya quizá en los mejores ideales de aquel utópico 68. Son problemas, éstos y otros, que se siguen arrastrando (conllevando) a escala mundial, agravados para muchos con la falsa salida impuesta por el neoliberalismo conservador, pero también con renovadas esperanzas en la reciente recuperación de la socialdemocracia en la dirección de importantes gobiernos y en ámbitos culturales pluralistas y de progreso radicalmente críticos del denominado “pensamiento único”. A la vista de ello, y de mil cosas más, unas positivas (a incorporar), otras negativas (a rechazar), ¿qué decir hoy en concreto respecto de las cuestiones tratadas en este libro de 1966 y que señalar aquí después de la presentación de aquella última relectura de 1981 (vísperas de gobierno para el Partido Socialista Obrero Español hasta 1996)? ¿Qué palabras, qué cuestiones, pues, para mejor acompañar al viejo libro desde este nuevo prólogo o escrito introductorio redactado en este 1998 que celebra, entre otras importantes conmemoraciones, el veinte aniversario de la Constitución?
He ido tomando no pocos apuntes, desde luego, cuando repasaba y rememoraba más bien autocríticamente cada uno de los temas y capítulos de aquél, tanto respecto de las concordancias como sobre las discrepancias propias o ajenas. Han salido así un buen montón de notas. Pero aquí sólo voy a aludir, en muy breve selección, a algunas de las observaciones (tres o cuatro) que me parecen más relevantes y oportunas, más necesarias de resaltar para mí mismo y quizá también para el todavía hipotético futuro lector. Junto a ello, junto a lo que de hecho está en el libro, para prolongar las cosas hasta hoy, reenviaría asimismo, además de a otros trabajos míos más directa y específicamente referidos al Estado de Derecho —están citados en la bibliografía final—, a dos obras que publiqué con posterioridad a ese 1981: De la maldad estatal y la soberanía popular, en 1984 (véanse ya como aviso ante cierta “razón de Estado”, por ejemplo, las pp. 14-16), y Ética contra política. Los intelectuales y el poder, en 1990; aquí (cap. I, 2) para la definición de la Constitución como “zona de mediación” entre una teoría de la legitimidad (política) y una teoría de la justicia (ética), o (cap. II, 3) para las fructíferas, necesarias, relaciones entre instituciones políticas y movimientos sociales. Asumo y me responsabilizo, por supuesto, de lo escrito en este libro de 1966. Pero añadiría que para evitar algunos análisis ahistóricos y, sobre todo, no infrecuentes críticas anacrónicas —incluso para entender mejor aquél— me parece que sería de buena utilidad recurrir también a esos otros no rupturistas materiales.
El Estado de Derecho es el imperio de la ley: exige, por tanto, la sumisión, la subordinación a ella de todos los poderes del Estado; y de todos los poderes no estatales, sociales, económicos y demás, y de todos los ciudadanos, por supuesto. El legislativo, Parlamento que representa al pueblo en quien reside la soberanía, es en este sentido poder prevalente por ser quien —de acuerdo con la Constitución— fabrica las leyes, quien puede cambiarlas y derogarlas. Y eso vale y debe valer tanto en un ámbito nacional (y/o estatal) como, con necesarias transformaciones, para el inmediato futuro transnacional (supraestatal). Los poderes ejecutivo y judicial actúan (deben actuar) siempre en su marco, dentro de la legalidad, con posibles restringidas zonas de discrecionalidad, nunca de arbitrariedad: es decir, aunque con función creadora e integradora, dentro siempre del sistema jurídico. Existe diferenciación, pues, de poderes con comunicación entre ellos, mejor que separación con escisión e incomunicación. Y especial control sobre el Gobierno, sobre la Administración, con fiscalización y responsabilidad política ante el Parlamento y jurídica ante los Tribunales de Justicia.
Estos caracteres elementales, básicos, del Estado de Derecho se han recordado aquí únicamente para subrayar en seguida que aquél, sin embargo, no es ni se reduce sin más —como a veces parece creerse— a cualquier especie de imperio de la ley. También las dictaduras modernas y los regímenes totalitarios, con doctos dóciles juristas a su servicio, podrían alegar el imperio (¡indiscutible imperio!) de la ley: los dictadores suelen encontrar bastantes facilidades, sirviéndose siempre del miedo, del terror, de la mentira y de la falta de libertad, para convertir en leyes sus decisiones y voluntades (individuales o de sus clanes minoritarios), y hasta —diríamos— para legislar sus arbitrariedades. Podrían incluso aceptar y alegar que su poder está reglado por el Derecho (por el mismo dictador creado) y sometido a (sus propias) normas jurídicas. Lo que en definitiva diferencia, pues, de manera más radical y sustancial al Estado de Derecho —como bien se señala en el Preámbulo de nuestra Constitución desde esa su necesaria correlación fáctica y prescriptiva con la democracia— es su concepción del “imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”: es decir, creada (con variantes históricas, pero no bajo unos mínimos) desde la libre participación y representación hoy de todos los ciudadanos. Si la ley, el ordenamiento jurídico, no posee ese origen democrático, podrá haber después imperio de la ley (de esa ley no democrática) pero nunca Estado de Derecho. Desde luego que cuanto mayor y mejor, en cantidad y calidad, sea dicha participación por de pronto en las decisiones, mayor legitimación y mejor legitimidad tendrán esa democracia y ese Estado de Derecho.
Obsérvese, con implicaciones teóricas y prácticas de la más decisiva importancia, que tal concepto de imperio de la ley se comprende y, a su vez, deriva todo su sentido, es decir, se sustenta y se fundamenta, en y desde valores y exigencias éticas (derechos, preferirán decir otros) que constituyen el núcleo de su misma coherencia interna y también de su justa legitimidad. Su raíz está precisamente en el valor de la libertad personal, de la autonomía moral y de todo aquello (sin perfeccionismos ahistóricos) que la hacen más real y universal.
Si el Estado de Derecho es (así democráticamente entendido) imperio de la ley, resulta evidente que aquél es y habrá de ser por encima de todo imperio de la ley fundamental, imperio de la Constitución. Desde este punto de vista resulta obvio (casi tautológico) que todo Estado de Derecho es Estado constitucional de Derecho. El poder legislativo, poder prevalente —decíamos más arriba— en el ámbito del poder constituido, es y debe ser un poder, a su vez, subordinado a la Constitución: para controlar motivadamente esto existe por de pronto el Tribunal Constitucional. Aquél está y debe estar así subordinado, en última instancia, al poder constituyente —supremo poder soberano— que es quien, por los procedimientos por él establecidos, a su vez podría asimismo revisar y reformar la propia Constitución. (Para el trasfondo último de todo ello —Kelsen y demás, hoy también quizá Habermas— reenvío a algunas puntualizaciones de mi Curso de Filosofía del Derecho, publicado en este mismo 1998).
Es verdad que en el pasado, por lo general de manera no expresa, se ha tendido con excesiva frecuencia y simplicidad (¿interesada?) a definir de modo reductivo a la Constitución con un carácter casi meramente programático, es decir, no prescriptivo, no (más o menos) directamente normativo. Frente a tales reducciones, el entendimiento actual de la Constitución como norma jurídica, con todas las mediaciones y reservas que la prudencia (incluso la jurisprudencia) autorice o permita introducir, me parece una conquista a todas luces muy positiva y por completo coherente con el mejor Estado de Derecho. Los juristas, de todos modos, no deberían disminuir más allá de la cuenta (jurídica) esa significación y esa función, política y socialmente muy relevante, adjudicada y de hecho impulsada por las Constituciones en ese conflictivo pasado del siglo XIX y parte del XX. La prueba indudable es lo mucho que se luchaba en esos tiempos por la Constitución, su tan emotiva simbología en el “inconsciente colectivo” (fiestas y plazas de la Constitución por doquier)… y —señal decisiva— la prisa que se daban los enemigos de ella para, acá o allá, derogarla, destruirla o falsearla en cuanto podían. Las leyes eran, desde luego, muy importantes (¡alguno diría que lo realmente importante eran los reglamentos!) pero también lo eran, a pesar de todo, las Constituciones.
Todo esto viene aquí y ahora a cuento de mis fuertes reservas —asumido críticamente tal proceso histórico— frente a la, en nuestros días tan en auge, extremosa contraposición doctrinal que de modo esencialista (¿iusnaturalista?) quiere establecerse entre un casi perverso Estado legislativo de Derecho y un casi perfecto Estado constitucional de Derecho. En esta perspectiva se demoniza al primero como producto espurio de los políticos y de las mayorías y se deifica al segundo como resultado excelso de la obra hermenéutica de sabios juristas y expertos minoritarios. Sin prescindir en términos concretos de la crítica, yo, sin embargo, por principio y por coherencia aproximaría mucho más ambas instancias, Constitución y legislación. La Constitución no debe ser aprioristamente utilizada contra la legislación: en definitiva, la procedencia, la génesis, la raíz de una y otra no es tan radicalmente diferente u opuesta, sin que con ello se niegue para nada la superior calidad de la cantidad procedimental acogida en la Constitución. Para esta concepción, que hago mía, todo Estado de Derecho es, pues, Estado constitucional, legislativo y hasta judicial de Derecho: y en él, por supuesto, la Constitución es la norma fundamental (a no confundir, de todos modos, con la kelseniana Grundnorm, de carácter lógico trascendental), encontrando en la norma legal su primera y principal interpretación, concreción y realización. Imprescindible en este contexto —debería resultar obvio advertirlo— la crítica y autocrítica para la siempre abierta revisión y transformación de tal Derecho positivo, así como para la necesaria reforma y autentificación de las instituciones jurídico-políticas de la democracia participativa y representativa (Parlamento, partidos políticos, sistemas electorales, etcétera) y, por tanto, del mismo Estado de Derecho.
Mis cautelas, lo reitero de modo expreso, y mis advertencias críticas frente al mimético entusiasmo actual por la fórmula del Estado constitucional de Derecho lo son y aumentan en la medida —como digo— en que éste, por un lado, implique y favorezca una real infravaloración de las instituciones legislativas democráticas y, por otro (derivado de ahí), en cuanto que la interpretación y aplicación de los superiores principios y valores constitucionales pretendan atribuirse y reducirse de manera casi exclusiva o muy predominante a las meras instancias y criterios de los órganos judiciales. Entre éstos y aquéllos, imprescindibles, están y tienen que estar, con toda su fuerza y legitimidad, las normas legales (legislativo estatal nacional o, cada vez más, supranacional, Unión Europea y demás) que, entre otras cosas, aseguren en todos los órdenes un trato mucho más igual. La invocación al Estado constitucional de Derecho de ningún modo puede servir como pretexto para puentear, obviar, al Estado legislativo de Derecho ni puede, por tanto, valer como disfraz ideológico para un reductivo Estado judicial de Derecho, poco acorde con la legalidad (incluida la constitucional) y la democrática legitimidad: en tal situación todos los conflictos y luchas políticas se trasladarían entonces (aún más) al interior del poder judicial. Para que quede bien claro todo lo anterior —así lo espero— recordaré que hace ya muchos años, defendiendo como hoy la función creadora (incluso alternativa) del juez, puse por escrito que a mi juicio donde mejor y de modo más coherente funciona una necesaria “magistratura democrática” es precisamente en el marco siempre abierto y crítico de una precedente y consecuente legislatura democrática.
Pero el Estado de Derecho no es sólo cosa de juristas, única y exclusivamente una cuestión jurídica. Aquí, como siempre, el Derecho y el Estado no son sino medios oportunos, puede que imprescindibles, para un fin más esencial: no se hizo el hombre para ellos, sino ellos para el hombre, para los seres humanos. Y a quienes en rigor más importa que aquél exista, funcione y sea real y formalmente respetado no es tanto —aunque también— a los gobernantes (así, en definitiva, más y mejor controlados) sino a los ciudadanos, a sus derechos, libertades y necesidades; y muy especialmente les interesa —tendría que interesar— a aquellos que pueden protegerse menos, o nada, por sus propios medios, empezando por los de carácter económico. Pero para que ello sea o fuere así, es necesario, requisito ineludible, que tales demandas, exigencias éticas y sociales, se encuentren efectivamente reconocidas y garantizadas por el Estado de Derecho: por unas normas jurídicas, Constitución, leyes, decisiones administrativas y judiciales, que de verdad incorporen contenidos —prescripciones— concordes con la protección y realización de tales derechos fundamentales.
Éstos, los derechos fundamentales, constituyen la razón de ser del Estado de Derecho, su finalidad más radical, el objetivo y criterio que da sentido a los mecanismos jurídicos y políticos que componen aquél. La democracia, doble participación, es, ya veíamos —además de participación en decisiones—, demanda de participación en resultados, es decir, en derechos, libertades, necesidades. El Estado de Derecho, en esa su empírica y también racional vinculación e interrelación con la democracia, lo que hace es convertir en sistema de legalidad tal criterio de legitimidad: y en concreto, en esa segunda perspectiva, institucionaliza de uno u otro modo esa participación en resultados, es decir, garantiza, protege y realiza (en una u otra medida según tiempos y espacios, historia y lugar) unos u otros derechos fundamentales.
No voy aquí a reproducir, a repetir, la historia de esa decisoria interrelación entre Estado de Derecho y derechos fundamentales. Por supuesto que se empieza por la exigencia de protección para, especialmente, derechos, libertades y necesidades de ciertos sectores sociales más poderosos, la burguesía y sus propiedades. Pero, sin embargo, la mínima coherencia interna de las justificaciones éticas ahí alegadas y, sobre todo, las presiones y luchas, digamos, externas, de los otros sectores excluidos, habrían de ir conduciendo cada vez más el proceso —con grandes esfuerzos y dificultades— por las vías de una relativa, todavía muy incipiente, universalización. Si se pide —como tan necesaria y esencial— la libertad (derecho natural y racional, se decía entonces), lo lógico es que esa libertad lo sea para todos (igual) y que sea real (no ficticia, ni sólo formal). Y, a mi juicio, también resulta completamente lógico (tanto de lógica racional como histórica, si es que en ella se puede así diferenciar) que esos procesos y progresos de los derechos fundamentales se incorporen con responsabilidad a su protección efectiva por, entonces, correlativos tipos de Estado de Derecho. Si no fuere así, si no se produce esa real correlación, tendrían razón los que alegaban ayer y hoy que, en definitiva, el Estado de Derecho es y no puede dejar de ser un Estado de derechas. Pero yo no lo creo así: creo, en cambio, en la capacidad integradora y en la fuerza creadora de aquél.
En esa básica interrelación entre democracia y Estado de Derecho es donde precisamente se inscribe y adquiere, por tanto, pleno sentido esa diferenciación conceptual e histórica (primero histórica, por supuesto) referida a estos dos ya consolidados modelos que son Estado liberal de Derecho y el Estado social de Derecho. Los caracteres de ambos son sobradamente conocidos, aunque pueda siempre debatirse y precisarse sobre ellos: en amplia medida hoy se expresarían respectivamente como deterioro o progreso del Welfare State en unos u otros países. Mis propias posiciones personales, análisis y juicios críticos incluidos, están aquí en este libro y, con posterioridad —con menores fracturas, creo, de las que en estos complejos tiempos han sido tan habituales—, en otros trabajos mucho más recientes citados en el apéndice bibliográfico que va al final de él. A todo ello reenvío para poder seguir ahora justificando, ante las insuficiencias tan radicalmente diferentes de aquellos dos (de ningún modo, pues, en una relación de equidistancia) la necesidad de ir adelante —en universalización real de libertades e igualdades— con esa propuesta, se le ponga el mote que se prefiera, que yo denomino y denominaba Estado democrático de Derecho.
Con ello —me temo que sea necesario advertirlo— no se infravaloran para nada ni las aportaciones ni, sobre todo, las potencialidades (válidas por sí mismas o como base para transformaciones más de fondo) del Estado social. Pero lo que no se ocultan son las frustraciones y contradicciones, ni las reducciones en él de hecho introducidas por otros importantes poderes: de ahí derivan los indudables déficit de universalización, los muy conservadores dogmas tecnocráticos, la ideología del fin de las ideologías, las connotaciones elitistas y discriminatorias (respecto de minorías o sectores marginados y, de manera muy especial, respecto del entonces denominado “tercer mundo”), el deterioro y degradación constante del medio ambiente, la absoluta imposición de los análisis economicistas y las especulaciones financieras, la sacralización en definitiva de la mera razón instrumental. Lo que, por tanto, aquí se critica son fundamentalmente esas graves reducciones neoliberales o ultraliberales del Welfare State que, incluso, han contaminado en más de un momento las políticas impulsadas desde partidos o gobiernos socialdemócratas. ¿O no ha sido así?
No se infravalora, pues, el Estado social de Derecho, es decir, no se le valora —creo— en menos de lo que ha sido y con dificultades sigue siendo; ni se infravalora aquí tampoco el Estado liberal de Derecho. En ellos se institucionalizan ciertas fases de la evolución democrática: ambos son Estados de Derecho frente a cualquier dictadura (que es lo que teníamos en España cuando este libro se publicó) y en ellos se protegen, aún con grandes y no equiparables deficiencias de universalización, importantísimos derechos humanos. El Estado social de Derecho es, con mucho, lo mejor que hasta ahora hemos logrado inventar e implantar. Pero entonces y hoy —con las consecuentes diferencias de tiempo y hasta de lenguaje— de lo que se trataba es de no parar la historia, ni de ocultar esas graves deficiencias económicas, políticas, sociales, culturales del mundo realmente existente. Para esa transformación —no se olvide que en nuestro país el capital, nacional y transnacional, apoyaba sin el menor pudor aquel régimen negador de la democracia y de la libertad— yo precisamente hablaba y hablo de socialismo democrático, de socialdemocracia si mis actuales críticos se quedan más tranquilos, hoy de nuevo ésta en fase de recuperación: y desde ahí propugnaba y sigo, desde luego, propugnando un —creo— muy consecuente Estado democrático de Derecho.
Cierto que mis prospecciones en este libro pretendían ser de carácter más general, incluso como utopía hasta aspiraban a serlo con carácter universal, y no se reducían pues, en modo alguno, al país y al régimen concreto del general (pido perdón, como es obvio, por el fácil pero cómodo juego de palabras). En este sentido, desde luego que yo me vedaba las impublicables alusiones directas, expresas y nominales a él, lo cual, sin embargo y a pesar de todo, no nos iba a librar —a autor y editorial— de las intromisiones políticas, policiales y judiciales de las que dejo constancia aquí en esas otras notas preliminares escritas en fechas más próximas a aquellos ya lejanos tiempos. Pero dicho esto, es verdad que, para bien y para mal (posibles méritos y seguras limitaciones), este libro se entiende mejor si no se olvida lo que, como en todo lo humano, hay que tener siempre presente: el condicionante espacio-temporal, lugar y fecha, la España franquista, y la crítica a su régimen político, en esos años anteriores a 1966.
En el fondo, casi todas sus páginas —ésa era la perspectiva y la intención— están llenas de referencias críticas y alusiones concretas a las concepciones, mitologías, consignas, palabras, ideologías, que la dictadura había en mayor medida utilizado o quería poder entonces utilizar para su imposible legítima legitimación: así, no ya sólo, en los primeros tiempos, las teorías del caudillaje, los nacionalismos imperiales, los totalitarismos éticos, las teologías políticas del origen divino del poder (“caudillo de España por la gracia de Dios”, recuérdese) sino, después, su autodefinición como democracia aunque “orgánica”, como “Estado de obras” dotado de eficacia tecnocrática supuestamente desideologizada y, sobre todo, en seguida, sus pretensiones de reconocimiento como Estado de Derecho e, incluso —¿para qué menos?—, como auténtico Estado social del Derecho. De ahí, como contrapunto, es de donde surgió precisamente este libro: para los improbables eruditos y documentalistas sobre esta genética cuestión reenvío aquí en concreto a la que sigue siendo nota 82 de él (p. 71 en aquella primera edición de 1966), así como a las explicaciones ampliadas que van en las ya mencionadas notas preliminares a algunas ediciones posteriores.
Ésa era la motivación originaria, la que de hecho daba origen a estas páginas: clarificar al máximo sobre el concepto, caracteres y exigencias del Estado de Derecho para, desde ahí, establecer el negativo contraste con, entre nosotros, un dominante no Estado de Derecho que, sin libertades y a través de la confusión y la manipulación ideológica, pretendía a toda costa presentarse y legitimarse como tal. Sin olvidar nunca aquella posición originaria (hay países donde las cosas apenas han cambiado), nuestra perspectiva actual, la hipotética lectura de este libro en la España de finales de siglo, se produce por fortuna, es decir, por el esfuerzo de muchos, en condiciones democráticas y de libertad radicalmente diferentes, mucho más favorables y positivas, logradas en muy amplia medida a través precisamente de la praxis derivada de aquella crítica oposición. Hoy, por tanto, esa perspectiva se expresaría más bien como necesario contraste de coherencia y correspondencia entre la legalidad y la legitimidad —más a fondo, entre la realidad (empírica) y la racionalidad (ética)— que exige en nuestro tiempo el modelo normativo del Estado de Derecho, el que a su vez está en alto grado recogido e impulsado en la Constitución de 1978. Pero también esa racionalidad ética y esa propuesta normativa están y deben estar siempre sometidas a los imprescindibles procesos de revisión y reconstrucción crítica.
Las sencillas reflexiones que van en este prólogo también pretendían contribuir, aunque sea de modo muy fragmentario, a tal tarea de contrastación hecha desde esa perspectiva actual. Y para ello quieren concluir con un, a mi juicio y a pesar de todo, muy efectivo reconocimiento de la consolidación y los avances de la democracia y del Estado de Derecho en la España de todo este tiempo. Pero también, a su vez, con la firme repulsa de todas sus graves degradaciones y corrupciones, causa de lógica deslegitimación de la política y de las instituciones democráticas. Y, entre ellas, de modo muy especial, en un libro que ha defendido actuar siempre dentro del Estado de Derecho, en el marco de su racionalidad, legitimidad y legalidad, es decir, en el fiel cumplimiento de las leyes y la Constitución, ha de concluir asimismo con la más absoluta condena ética y política de la “mala razón de Estado” y del “terrorismo de Estado” (GAL y demás) contra los que siempre luchó el querido amigo y compañero Francisco Tomás y Valiente, vilmente asesinado por la organización terrorista ETA el 14 de febrero de 1996 en su despacho de nuestra común Universidad Autónoma de Madrid. Sé que él no habría desaprobado que —ahora, por desgracia, en recuerdo suyo y como modesto homenaje personal— yo uniese su nombre y su pensamiento al de este viejo libro mío referido a cuestiones sobre las que en tantas y tantas ocasiones habíamos conversado y debatido a lo largo de todos estos tan difíciles años. “Tenemos que hablar”, me estaba precisamente requiriendo al teléfono aquella mañana cuando resonaron terribles los disparos que acabaron con su vida…
Eran, son, cuestiones, ésas y otras, sobre las que hay que seguir y que volver siempre una y otra vez: nunca se llega al perfecto y definitivo final. Y desde luego que en cualquier caso no lo es, ni puede serlo, ese pretendido “pensamiento único” que se quiere imponer en tiempos recientes desde aquel tan orquestado y propalado “final de la historia”. Ni hay una sola dogmática y monolítica solución, ni en la positiva pluralidad todo vale por igual. En el largo camino las cosas además se desajustan sin cesar; muchas así lo estuvieron siempre. Son, pues, problemas y obstáculos a resolver y solventar en ese necesario trabajo plural para ayudar a construir y reconstruir un mundo para todos con algo más de libertad, de justicia y de felicidad. ¿Qué otra cosa mejor se puede hacer o, al menos, intentar? Me parece —si esto es así— que en ello bien pueden y deben colaborar, con muy decisivas aportaciones, todos estos valores éticos y procedimientos políticos que definen a la democracia y a su coherente institucionalización jurídica en eso que las gentes y los libros, éste y otros, llaman Estado de Derecho.
Madrid, 9 de julio de 1998.

NOTA PRELIMINAR
A LA OCTAVA EDICIÓN
Conclusas hace ya tiempo las actividades editoriales y de otro tipo de Cuadernos para el Diálogo, que es donde se publicaron desde 1966 las anteriores versiones de esta obra, Taurus Ediciones (y personalmente su actual director, José María Guelbenzu) me brindan amablemente la oportunidad de incorporar ahora a su importante catálogo estas ya viejas reflexiones mías sobre el Estado de Derecho y su más plena hipotética realización futura a través del aquí denominado Estado democrático de Derecho.
En realidad, más que de octava edición debería hablarse, al igual que en las otras anteriores ocasiones, de nueva reimpresión, ya que estas páginas no han sufrido prácticamente cambios desde su primera aparición pública a mediados de los años sesenta. Para ser, no obstante, del todo exacto tendría más bien que señalar que hice ya antes de ahora dos revisiones de aquel texto originario, aunque introduciendo sólo muy ligeras modif
