Vera y su mundo (LoveInApp 1)

Susana Rubio

Fragmento

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1

VERA

Estaba escuchando a Aitana y Zzoilo en mi habitación mientras hacía el cambio de armario y empecé a cantar a grito pelado. El verano ya había llegado y estaba la mar de contenta. Había terminado el grado superior en desarrollo de aplicaciones multiplataforma y estaba segura de que las notas iban a ser excelentes. Adoraba el mundo de la informática, como mi mejor amiga, Ariadna.

Ariadna: Esta noche vas a ser toda mía.

Me reí al leerla.

Vera: ¿Con sexo?

Ariadna: Con lo que quieras.

Vera: Con Max incluido.

Max es mi otro amigo del alma.

Ariadna: Deja el tema, bruja.

Me reí y me puse a pensar en ellos dos.

Ariadna tiene veinte años, como yo, y es una chica alta, de talla media y con unos ojos preciosos que esconde tras unas bonitas gafas. Su pelo es castaño y lo lleva a la altura del hombro y con un espeso flequillo. Su rostro es interesante y siempre va vestida a la última. Como Max, en ese sentido son igualitos.

Mi mejor amigo tiene muy buen gusto y combina la ropa con una maestría que muchos quisieran. Es más alto que nosotras, también tiene dos años más y le sobran un par de tallas, pero lo disimula genial. Lo más bonito que tiene es su boca, con una sonrisa y unos dientes perfectos. Cuando lo conocí pensé que lo que más destacaba de él eran sus ojos claros, pero con el tiempo tuve claro que su sonrisa es de esas que te pueden dejar con la boca abierta.

Y pensaba en ellos dos porque meses atrás se habían enrollado durante una noche de esas de fiesta loca. Ambos estaban seguros de que había sido una tremenda metedura de pata. Yo también lo pensé porque una de nuestras normas (que tenemos muchas) es la de no tener sexo entre nosotros. El sexo lo acaba jodiendo todo y cuando creamos las «normas de los tres cerditos» tuvimos claro que enrollarnos entre nosotros sería algo casi incestuoso. Pero el alcohol, la noche, la música, el bailecito donde frotas y frotas... al final provocan situaciones raras como ver a Ariadna y a Max comiéndose el filete. Cuando creamos esas normas, a nuestros diecisiete años y a los diecinueve de Max, no pensamos que a veces existen factores incontrolables que te hacen actuar de forma distinta.

Ariadna: Por cierto, me he pasado al Tinder Plus.

Vera: ¿Hay tíos más buenos allí?

Ariadna: Deja el cachondeo, listilla.

Mi amiga era una adicta a Tinder y eso que el centro en el que habíamos estudiado estaba plagado de chicos. En nuestra clase, el ochenta por ciento del alumnado era del género masculino.

Vera: Nos vemos esta noche, petarda.

Éramos amigas desde los dieciséis años, hacía ya cuatro años que andábamos juntas por el mundo. Nos conocimos en el instituto cuando empezamos el grado medio de sistemas microinformáticos. Nos sentamos juntas por casualidad y al final del día nos dimos cuenta de que podíamos formar un buen equipo. Tanto la una como la otra demostramos el primer día que se nos daba bien la informática, anulamos un poco a nuestros compañeros con nuestras respuestas, pero no nos importó. La tecnología era nuestra pasión y estábamos allí para aprender. Eso comportó que al día siguiente algunos de los chicos pulularan a nuestro alrededor como las abejas en la miel.

—¿Vera?

—¿Sí?

Un chico muy alto con gafas redondas de metal me miraba desde su altura.

—Ayer no me quedó claro que es un sistema operativo monopuesto. ¿Podrías explicármelo?

Lo miré alzando las cejas. ¿Me lo preguntaba en serio?

Con el tiempo me di cuenta de que había algunos alumnos que solo estaban allí porque la idea de que la informática es el futuro les había obnubilado la mente. Como es lógico, aquel tipo de alumnos acababan abandonando los estudios. El mundo de la informática es algo que debes llevar en la sangre, algo que has mamado desde bien pequeño. No puedes levantarte un día de la cama pensando: «Voy a ser programador, me voy a forrar». Esto no funciona así.

—¡Vera! ¿Has hecho algo en mi iPad?

Mi hermana Miriam entró en mi habitación dando un portazo.

—No tengo nada mejor que hacer —le respondí a la enana.

Tenía cinco años menos que yo y a sus quince era una adolescente terrible: presumida, repelente, contestona y rebelde. Pero era mi hermana y debía entender que estaba en esa época en la que parece que todo el mundo está en contra de ti.

—Veraaa...

Cambió su gesto a uno de total inocencia y me reí. Tenía más registros en esa cara que el propio Leonardo DiCaprio. Cuando quería, también era un encanto y debo confesar que era mi debilidad.

—Anda, dime, ¿qué te pasa en la tableta? —le pregunté buscando mis gafas.

—No se enciende, no sé por qué.

Le di un vistazo y vi que no tenía ningún golpe. Saqué la batería, tal vez con el simple hecho de restablecer el ciclo de energía había suficiente.

—Ahora esperamos diez minutos.

—¿Y ya estará?

—Ya lo veremos. Mientras, cuéntame qué tal con ese amigo tuyo del barrio, el del jamón y queso.

—¿Con Jacobo?

Nos reímos las dos por mi broma, aunque era un tema que me preocupaba un poco. Mi hermana no había salido en serio con ningún chico, solo tenía quince años, y ese en concreto le iba detrás casi con desesperación. Era un chico del barrio que iba en moto y en patinete, parecía uno más, pero me daba malas vibraciones. No me gustaba, no sabía exactamente por qué, aunque a Miriam no se lo había dicho. Sabía que si lo hacía no me explicaría nada más, que era lo que le había ocurrido a mi madre con ella en más de una ocasión.

—Bueno, bien. Ya sabes.

—Pues yo con Andrés muy bien también. Hemos pensado en irnos un fin de semana fuera este verano. ¿Y vosotros?

Había visto varios vídeos sobre cómo tratar a un adolescente, a mi madre no se le daba demasiado bien y yo no quería que mi hermana terminara odiándonos a todos. En uno de esos vídeos de YouTube, una psicóloga de renombre decía que nunca había que avasallarlos con preguntas: ¿Cómo te ha ido el colegio? ¿Qué tal en Inglés? ¿Quiénes son tus amigas? Lo que necesitaba era provocar un diálogo de tú a tú con ella y para eso yo también tenía que explicarle mis cosas.

—¡Anda! Qué planazo... Nosotros no tenemos ni idea. A Jacobo le gusta mucho ir en patinete, así que quizá nos dedicamos a eso.

—Genial, así que tenéis en común las ruedecitas.

Mi hermana patinaba desde los cinco años, entrenaba cuatro veces a la semana y había ido a competiciones de patinaje a nivel nacional. Hacía un año que había dejado las competiciones, pero seguía entrenando duro.

—Y más cosas —me dijo aleteando sus pestañas cargadas de rímel.

La enana sabía maquillarse mejor que yo, estas nuevas generaciones no venían con un pan bajo el brazo, sino con un eyeliner de lo más sofisticado. Había visto a Miriam trazarse la línea negra encima del ojo con una rapidez alucinante. Estudiar no era lo suyo, pero en el tema de la cosmética podía sacar una matrícula de honor.

—¿Starbucks? —le pregunté sonriendo.

Mi hermana y yo éramos unas fanáticas de esa cafetería.

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque si no le

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