Llego con tres heridas

Violeta Gil

Fragmento

Capitulo I

I

El tanatorio de mi pueblo lo abrieron hace cuatro años. Mi abuelo me lo mostró satisfecho, por fin el pueblo se moderniza. Se acabó velar a los muertos en casa, es un atraso, es un peligro, me dijo.

Llego a Cheles en coche desde Madrid con mi madre, aparcamos frente a la casa de mi tío, hay mucha gente desperdigada. Estoy confusa y un poco mareada, bajo del coche y una mujer a la que no reconozco me agarra del brazo y me lleva dentro de la casa. No sé dónde está mi madre, la pierdo de vista durante un buen rato. La mujer me lleva directamente a la habitación en la que está mi abuela, la madre de mi padre, expuesta. No estoy preparada. Parado, junto a mi abuela, está mi tío. Cuando me ve entrar se pone a llorar. Miro en derredor, hay dos mujeres más, no sé de dónde han salido, si ya estaban allí o si han entrado detrás de mí. Una me explica lo bien que han preparado a mi abuela, me muestran el maquillaje, ves, le hemos cosido la boca, ha quedado muy bien. Y entonces me fijo y veo que, en efecto, mi abuela tiene los labios cosidos. Sus labios tan finitos y secos, ahora unidos, para que no entre ni salga nada. Mi abuela ya no es mi abuela. Lleva mucho maquillaje, está peinada hacia atrás, con los ojos cerrados y una postura imposible, tumbada en diagonal. Hay flores y telas brillantes. Mi tío me abraza y llora. No recuerdo si yo lloro. Me había despedido de ella dos días antes, aún en Madrid; ella en la cama, se estaba muriendo, mi tía me llamó para avisarme de que le quedaba poco. Tenía un cáncer muy doloroso y estaba muy sedada ya, pero le dije adiós, me despedí, le di un beso. Espero haberle dicho que la quería, pero no lo sé. Tenía veintidós años, hacía poco que vivía en Madrid, compartía piso, estudiaba, y en aquel momento era más bien fría con mi familia. La habitación estaba a oscuras y ella encogida en la cama, muy pequeña; mi tía le daba agua con una pajita, la morfina te seca mucho la boca. No parece que pueda ser el mismo cuerpo que tengo delante. Ni rastro de mi madre. Después le pregunto y no, ella no entra en ningún momento a verla. Las mujeres están hablando con naturalidad, mezclan detalles de cómo la han arreglado con frases cariñosas sobre lo buena persona que era y con suspiros tristes. Su facilidad para pasar de una cosa a otra. La naturalidad con que tratan todo. Lloran también, es parte de lo mismo.

Ahora esto ya no se hace en las casas. Ni son otras mujeres las que se encargan de preparar al muerto. Ahora, como dice mi abuelo, hemos avanzado, alguien de la funeraria realiza estas tareas, y es allí, en una habitación del tanatorio, donde se hace el velatorio. Así nadie tiene que cargar con el muerto en su casa, así no hay que cargar con el peso, ni moverlo con cuidado, ni vestirlo. Ninguna habitación quedará marcada. Los niños no pasarán corriendo por delante del féretro. Las plañideras regresarán a su casa por la noche. Nadie preparará café.

Aparece una de mis tías y me habla de los sonidos que hacía mi abuela al morir. Sonidos que salían de su cuerpo involuntariamente. Una de las mujeres interviene y explica que es así como la gente se muere. Son los sonidos que anuncian el fin.

No recuerdo el momento en que veo a mi abuelo. Lo que recuerdo es que nos avisan de que nos vamos ya a la iglesia. Caminamos junto a él, mis primas, mis tíos, mi madre... estamos todos. La abuela dentro del coche fúnebre, nosotros detrás, despacio hasta la iglesia. Allí ya nos espera la gente del pueblo. En el interior las mujeres aguardan de pie a la izquierda, los hombres a la derecha. No cabe todo el mundo, se queda gente fuera. Mi abuela era querida, pero no es solo eso, mi abuela era de buena familia y hay que mostrar respeto.

La misa se me hace larga. Cuando por fin acaba alguien me agarra y me lleva al altar; frente al ataúd, toda mi familia. De pie junto a mi abuela miramos la nave llena de gente llorosa, esperamos a que pasen a darnos el pésame. Por el lateral derecho avanza la fila de hombres, por el izquierdo la de mujeres. Se hace eterno. Cuando todo el mundo ha pasado, unos hombres cargan a hombros el ataúd y lo llevan fuera, vuelven a meterlo en el coche fúnebre. Vamos a ir caminando detrás de ella hasta el cementerio. Está a algo más de un kilómetro, en la carretera hacia Monsaraz, pero tardamos mucho más de lo que se tarda en ir a buen paso. Un tramo del camino lo hago con mi madre, otro con una de mis tías y un amigo que ha venido desde Lisboa. Mi pueblo está en la frontera con Portugal y no se tarda mucho en llegar. Mi tía no ha parado de llorar, pero su amigo le cuenta historias de cuando eran pequeños y le hace reír.

En el momento en el que estamos a punto de entrar al camposanto, mi abuelo nos agarra a mi madre y a mí. Nos coge del brazo y tira de las dos por otro camino, no seguimos ya a mi abuela. Y de pronto, allí estamos los tres, frente a la tumba de mi padre. Mi madre nunca la ha visto. Cuando mi padre murió y lo enterraron en el cementerio de La Granja de San Ildefonso, mi madre no fue. Y tampoco cuando, pasado el tiempo reglamentario, mi abuela se lo trajo al pueblo. La lápida es blanca, con algunas vetas grises, pero casi blanca, tiene dos vasijas de cerámica también blanca a los lados, con unas flores moradas dibujadas, parecidas a la lavanda. En letras plateadas pone el nombre de mi padre, 27 años. Vuela alto. Tus hermanas y tus padres no te olvidan. José Gil Sierra. Mi padre. Mi madre está en un shock absoluto, no sabe qué hacer. Nos mira, y entonces los tres nos ponemos a llorar, un llanto sin límite, bruto, con mocos, con hipo, con angustia. Y mi abuelo dice, al menos ahora se han encontrado. Mi abuela y mi padre. Y los tres nos quedamos un buen rato detenidos. Cuando por fin vamos al nicho de mi abuela, en otro pasillo, ya han metido el ataúd, y unos hombres están poniendo cemento para tapar el agujero. No me lo puedo creer. Nos hemos perdido el momento en que han metido a mi abuela en el nicho. De hecho, la gente ya se está yendo. No hacemos nada, no nos despedimos. Mi abuelo se ha perdido el entierro de mi abuela y nadie ha venido a buscarnos. Cuando terminan de poner el cemento emprendemos la retirada. Mi tía Lola me coge del brazo y me lleva a ver a su padre, mira, tiene foto y todo, me dice. Es el hermano mayor de mi abuela, su hermano favorito. Salimos del cementerio más tranquilos. El camino de vuelta al pueblo se hace más ligero.

Aunque yo sí había estado en la tumba de mi padre antes, no es hasta algunos años después que empiezo a hacer un pequeño rito de mi visita al cementerio. De adolescente lo hacía un poco fantasiosamente, queriendo estar triste, queriendo ser algo trágica, tener una historia que contar. Después empecé a hacerlo como un gesto para mí misma, para entender mejor. Hay algo extrañamente real en esas visitas. Siempre lloro. A veces nada más llegar, a veces a la mitad, o cuando ya me estoy marchando. Me doy unos minutos, lo miro, acaricio las letras, hago un gesto. He venido a verte. A veces imagino qué quedará dentro, cómo será el ataúd, ¿habrá algo de ropa?, ¿será todo polvo? Sea como sea, me da paz, me sienta bien. Mi madre no ha vuelto a ir, para qué. Soy yo quien ha necesitado, en estos últimos años, constru

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