El último gol apache

José Manuel Ruiz Blas

Fragmento

1. Rojo y negro

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Rojo y negro

Los llamaron Pieles Rojas, y sin duda había algo de encarnizamiento apache en la manera en que jugaban al fútbol. Aquel equipo vivió poco, pero intensamente. Dejó un cadáver bonito, de acuerdo a una efímera cualidad rockera, y, si alguien lo desenterrara, vería los arañazos que dejó en la tapa del ataúd.

Pocos recuerdan hoy la aventura de aquellos iluminados del primitivo fútbol madrileño, pero fueron el equipo de moda de su tiempo. Campeones a la vez que antagonistas de casi todo y todos. Uno de los pocos que alcanzó a contar lo que vio u oyó fue el historiador Félix Martialay, quien resumió su espíritu en pocas palabras: «Equipo chamberilero de rompe y rasga. Castizo. Golfo. Futbolísticamente era la furia desatada. El equipo quebrantahuesos del señoritismo del Madrid, del caganchismo del Athletic[1] y del sportivismo de la Gimnástica madrileña, que eran los equipos establecidos». El equipo del que habla era el Racing de Madrid.

Murió en Nueva York. Su última función tuvo lugar en lo que hoy es un parque del barrio polaco de Greenpoint, al norte de Brooklyn, entre antiguos edificios de ladrillo y una atmósfera decadente. El solar donde el Racing dio sus últimas y deprimentes patadas al balón hoy es vandalizado regularmente por las bandas juveniles que aterrorizan al vecindario. Hace unos años incendiaron la caseta de mantenimiento, lo que provocó un apagón que los gamberros aprovecharon para pintar grafitis y poner navajas en el cuello de los perros, ante la mirada horrorizada de sus dueños. Es seguro que los chicos del Racing no se habrían sentido intimidados en un ambiente así.

Aquel día jugaron ante el impresionante telón de fondo del skyline de Manhattan. Fue su último partido, y lo perdieron. Daba igual, porque las estaban pasando canutas. Ese día les acuciaban otras inquietudes, como pagar la pensión donde se alojaban o llevarse algo a la boca. Al otro lado del East River, el arrogante Empire State, el pináculo del edificio Chrysler o el anguloso Flatiron eran los altos testigos inmóviles de la muerte del Racing de Madrid.

Fue la ambición lo que los empujó hasta allí. Habían estado en la cima, pero su armadura de campeones se pudrió de manera definitiva. En su tránsito de patito feo a cisne fue el rival que más amedrentó al Madrid, incluso físicamente: la policía tuvo que intervenir en algunos de los duelos que los enfrentaron. Sucios, urbanos, con sus bellas camisetas de rayas rojinegras. Hoy son apenas una sombra romántica del fútbol de entreguerras que dejó tras de sí un perfume popular y bohemio. Tuvieron más fuerza que nadie, y la fijeza lunática de los que fundan su fe desde las catacumbas.

Se habrían sentido cómodos con el eslogan del Lejano Oeste que dice que, cuando los hechos se convierten en leyenda, se escribe la leyenda. Hoy el único rastro de su paso por el mundo de los vivos es una placa de mármol en la plaza de Chamberí, en la fachada de la Junta Municipal del Distrito, a cuyos pies, a veces, algunos niños del barrio dan patadas a un balón, y donde se lee:

EL RACING CLUB
A LOS HIJOS DEL DISTRITO

DE CHAMBERÍ
QUE DIERON SU VIDA
POR LA PATRIA
XIV-IX-MCMXXVI

A escasos metros de allí, en el paseo del General Martínez Campos, que un día se llamó paseo Novelesco, se emplazó el campo donde el Racing vivió su época dorada. Pero ¿quién o qué fue ese enigmático Racing Club?

El fútbol llegó a Madrid de la mano de la Institución Libre de Enseñanza, el proyecto pedagógico que aspiró a la regeneración del país entre finales del siglo XIX y principios del XX. Sus educadores, tipos modernos, creían que la cultura física y la práctica deportiva eran elementos esenciales para la formación del individuo. Eran anglófilos, en un momento en que la crisis de autoestima de los pueblos latinos llevaba a estos a preguntarse por la superioridad de los anglosajones. De por medio estaban los miedos de fin de siglo a la degeneración de la raza, que las escuelas inglesas trataban de contrarrestar atrayendo a la juventud hacia la educación física como medio para inculcar valores de disciplina y obediencia, sin renunciar a la libertad individual.

Algunos profesores de la Institución habían estudiado en Oxford y Cambridge, donde se empaparon de su espíritu deportivo. Chaquetas de regatas, tazas de té sorbido con meñique alzado y una juventud que aspiraba a llenar el «minuto implacable» de Kipling con violentas hazañas coloniales o de empresa. El gentleman inglés se curtía en los campos de juego gracias a actividades físicas agresivas.

A su regreso a Madrid llamaron la atención. Usaban palabras en inglés, fumaban en pipa, vestían trajes a cuadros y se habían afeitado el bigote. Uno de los profesores de la Institución se trajo con él un balón de foot-ball. Ligado al desarrollo industrial y el colonialismo, el fútbol era por entonces, junto al rugby o el críquet, un poderoso embajador cultural del estilo de vida británico que penetró en las escuelas europeas, dirigidas a los hijos de la mediana burguesía.

El balón saltó de la escuela a los descampados y a las praderas. Aquel juego, cuyas virtudes estaban en sintonía con el ideal regeneracionista, causó furor en la Institución, y alumnos y profesores lo practicaban durante sus paseos dominicales por Moncloa, la Florida o Puerta de Hierro, entre cazadores furtivos que vendían pieles de conejos capturados con lazo. Luego merendaban y jugaban a la gallina ciega a orillas del Manzanares.

Los deportes anglosajones eran, por tanto, una herramienta ideal para que una España deprimida se adaptara al mundo moderno. Por su propia naturaleza, la equitación, el golf, la esgrima, el tenis o la caza eran privativos de las clases acomodadas, que tenían tiempo y dinero para su práctica. En cambio, el fútbol era barato, educativo e higiénico, y estaba al alcance de las clases medias ilustradas y de las populares.

Los alumnos más inquietos de la Institución crearon a finales del siglo XIX la Sociedad de Foot-Ball Sky Club. Su propio nombre, Sky, parecía tomar prestada la inflada retórica de Sanz del Río, el primero en traer de Alemania las ideas krausistas inspiradoras de la Institución, que escribió: «Saca Dios al hombre a la escena del mundo [...] y le da por techo el cielo».

Las ansias celestes del Sky se fragmentarían en varios pedazos. De uno de ellos surgió el Madrid F. C., que aún tardaría algunos años en recibir aquel relamido telegrama del mayordomo de Alfonso XIII que le otorgaba la denominación de «Real». Partía con ventaja al hacer suyo el nombre de la ciudad, y pronto se hizo también con el cotarro del fútbol madrileño, que apenas le disputaba otro equipo: el Español, nacido de otra disensión del Sky. Si el Madrid era el club del señorial barrio de Salamanca, el Español madrileño atrajo a la burguesía de los Jerónimos. También andaban por ahí el Moderno (una escisión merengue), el afrancesado Amicale y el Moncloa. Los dos primeros ingresarían más tarde en el Madrid. Había también un grupo de vasco

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