Bilbao

Fragmento

Unamuno

Unamuno

A comienzos del segundo trimestre del curso 1963-1964, en la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao, ubicada entonces en los bajos de la Escuela de Comercio, en la calle Elcano, se hizo una encuesta entre el alumnado. Su objetivo era averiguar el nivel de conocimiento de los estudiantes sobre la vida y la obra de Miguel de Unamuno. La primera pregunta era: «¿Sabías que este año se celebra el centenario del nacimiento de Unamuno?». Seguían otras sobre las obras del autor bilbaíno que cada cual había leído, o visto representar, o de las que había oído hablar, etc.

Mi devoción por ese escritor era por entonces bastante intensa. Había comenzado a leerlo a los quince años, poco después de que mi padre me regalara, por consejo del padre espiritual del colegio, llamado Gregorio Valencia, el tomo IV de Literatura del siglo XX y cristianismo, obra del dominico belga Charles Moeller, que incluía un ensayo sobre Unamuno. Mi inclinación hacia el autor de Paz en la guerra creció en proporción al desprecio con que a él se refería el profesor de Literatura, padre Augusto Martínez, en los últimos cursos del bachillerato. Un par de años después, estando en preuniversitario, durante unos ejercicios espirituales celebrados en Portugalete, el director de los mismos, un enjuto jesuita cuyo nombre no he olvidado, se dedicó a meterse veladamente conmigo a cuenta de mi afición a la lectura en general, y a la de Unamuno en particular. Algún condiscípulo, sin duda aterrado por aquel siniestro personaje, le habló de esa afición mía, y el cura decidió convertirme en blanco de sus sarcasmos.

Mi recuerdo de aquellos ejercicios —sobre los que uno de los participantes, Javier Viar, el poeta, escribió años después una obrita de teatro— figura entre los más lúgubres que guardo en la memoria. En un cuestionario que tuvimos que rellenar el primer día, yo había contestado que no a la pregunta de si era creyente. En la clase éramos tres, Juan Carlos Ayesta, José Ignacio Urrutia y yo, los que desde finales del curso anterior nos considerábamos «agnósticos», habiéndonos conjurado para reconocerlo así en caso de que nos lo preguntaran. Pero los otros dos, a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos —el cura era realmente aterrador—, decidieron convertirse rápidamente, y en el cuestionario indicaron que eran fervientes católicos. Así es que me quedé solo ante el peligro y con la sensación de haber sido traicionado. El jesuita aprovechó mi desvalimiento para reforzar sus pullas y amenazas. En un momento dado me amenazó directamente con informar a mi familia. Dijo: «Ya que eres tan unamuniano y tan librepensador, ¿no deberías decírselo a tu padre para que te saque de un colegio confesional como es el tuyo y te mande al instituto?».

El Instituto de Bilbao se llama Instituto Miguel de Unamuno. Yo nací en él. Mi abuelo materno era bedel. Y mi abuelo paterno, jubilado de la Renfe, lo era de la Escuela de Comercio, situada en el mismo edificio, por la parte que da a la calle Elcano. En la zona alta de esa ala estaban las viviendas de los bedeles, y allí nací yo. De manera que cuando empecé la carrera de Ciencias Económicas volví al escenario de mi infancia, incluido el pequeño patio lateral en el que aprendí a andar, a pronunciar las primeras palabras y a perseguir mi primer pelotón.

El consejo de redacción de la revista de la Facultad preparaba a comienzos de 1964 un número especial con motivo del centenario de Unamuno. De aquel consejo de redacción formaban parte, entre otros que recuerdo, Pedro Barea, escritor y crítico teatral, y Joaquín Leguina, que a comienzos de los setenta se fue a Chile —donde, tras el golpe de Pinochet, se le dio por desaparecido durante varios meses— y cuya posterior carrera política es conocida. También eran redactores habituales de la revista el ya poeta y futuro crítico José Miguel Ullán, y Javier Echebarrieta, a quien desde los tiempos del colegio llamábamos Txabi, y cuyo trágico destino es también conocido.

Por influencia de Echebarrieta, que era un año mayor que yo, había decidido matricularme en Económicas. Ambos habíamos oído idénticos sarcasmos al profesor de Literatura, en los Escolapios, por lo que compartíamos la afición por Unamuno. Durante años llevé en la cartera un recorte de prensa en el que se reproducía un escrito del obispo de Bilbao, don Pablo Gurpide, titulado «Los errores de Unamuno». Otro amigo del colegio, apellidado Vallejo —muy popular porque su familia tenía una bodeguilla a la que solíamos ir los estudiantes: el Palas, en Licenciado Poza— me había prestado un tomo de las obras completas de Unamuno. Precisamente el que recoge la mayoría de sus escritos sobre Bilbao y otros de asunto vasco. A raíz de haberlo leído se me ocurrió escribir un artículo para la revista de la Facultad sobre las relaciones del escritor con el nacionalismo vasco. La tesis era que Unamuno (como Meabe y Arteta, pensaba yo entonces) era en el fondo un nacionalista al que la cerrazón de los primeros seguidores de Sabino Arana había apartado del buen camino para precipitarlo en el abismo españolista. Quería yo demostrar que el hecho de haber concursado por la plaza de profesor de lengua vasca del Instituto de Bilbao indicaba que íntimamente había seguido siendo nacionalista, al menos hasta su marcha a Salamanca, y que seguramente la amargura que le produjo no sacar esa plaza había influido en sus ulteriores desvaríos. Discutí el asunto con Echebarrieta, y le pareció bien. Pero no fui capaz de acabar el artículo. La verdad es que la hipótesis era absurda. Es cierto que existió en el joven Unamuno una veta fuerista, filonacionalista; pero se trató de una veta sentimental y adolescente, pasajera en su pensamiento, mucho más próximo ya en los años ochenta o noventa a la tradición liberal que a la carlista en que había germinado el nacionalismo.

Con todo, cuando me disponía a contestar al cuestionario propuesto por los redactores de la revista de la facultad, en enero de 1964, podía considerarme casi un experto en Unamuno, o al menos más puesto en él que la mayoría de mis condiscípulos. Escribí un «sí» en la casilla correspondiente a la primera pregunta. La chica que estaba sentada junto a mí vio de reojo lo que yo había escrito y me preguntó, incrédula, si de verdad sabía lo del centenario. Era una chica de Vitoria, algo gordita, muy risueña y colorada. Puso un «no» en la primera casilla. Siguió preguntándome cosas relacionadas con el cuestionario, que ambos seguíamos rellenando. Cuando hubimos acabado, ella leyó en voz alta: «¿Sabías que este año se celebra el centenario del nacimiento de Unamuno?». Bajando algo el tono, se respondió: «Pues ahora ya lo sé». Tachó el «no» y puso un «sí» grande en el recuadro.

El habla de Bilbao

En 1890, Unamuno escribió, a propósito del habla de Bilbao, lo siguiente: Â

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