DIVINE NAILS
Detrás de todos esos K, hubo momentos tristes. Pero eso quién se lo imagina. La gente solo ve un número de seguidores, una foto con filtro, y ya se hace una idea de ti. Nunca piensan en lo que hay detrás. Antes de convertirme en manicurista de famosas, yo era una chica normal. Vivía en el Little Habana de Miami, los domingos por la tarde me dejaba ver en los juegos recreativos de Game Zone o en los restaurantes de Miami Beach en temporada baja. Nunca he sabido si soy guapa o si soy normal.
Estudié psicología en la Universidad Internacional de Florida porque me interesaban las personas, por supuesto, pero por encima de todo me interesaban sus manos: jugar con las uñas para burlar la forma de sus dedos, alargarlas hasta el infinito. Una mujer que gesticula con unas uñas cuidadas hace mover la belleza a su antojo. Las uñas son poderosas, siempre lo he sabido. Por eso nos las mordemos como forma de automutilación. Cuando me atreví a decirle a mi madre que lo que yo quería era ser manicurista, me dijo que eso era un oficio y que yo debía tener una profesión de verdad. Me aseguró que los oficios existían por si estallaba la guerra y las empresas desaparecían. Me faltaron argumentos para contradecirla. La vida de verdad de una manicurista tampoco me seducía; con suerte habría terminado empleada en algún centro de belleza en la isla de Key Biscayne consintiendo los delirios de las esposas de hombres ricos, riendo las gracias a manos insulsas para recibir con suerte una buena propina.
Pero ese bot cambió mi vida. Era mi primer año de universidad y me encontraba en plena época de exámenes. Decidí contratar un plan de 139,90 dólares al mes que me ayudaría a aumentar la visibilidad de mi cuenta de Instagram en la que iba publicando las obras de uñas que les hacía gratis a mis compañeras de clase. Por aquel entonces solo tenía doscientos seguidores: cien eran amigos y conocidos, y el resto eran cuentas falsas compradas de Bangladesh. El bot se pasaba todo el día poniendo likes y siguiendo a gente que usara los hashtags que yo le indicaba: #uñasdegel, #acrílico, #beauty, #esmalte, #gelUV, #nails, #miami, etc.
Cada mañana, nada más abrir los ojos, entraba en mi cuenta y veía cómo los seguidores habían aumentado durante la noche. En mi bandeja de entrada podía ver decenas de mensajes de chicas por la zona de Miami preguntándome dónde tenían que acercarse para tener esas uñas. Vi la magia con mis propios ojos por primera vez en la vida. Así que acomodé el sótano del piso donde todavía vivía con mis padres y empecé a recibir a mis primeras clientas. Unos meses más tarde, mis ingresos eran tales que podía contratar el leasing de un coche, retocarme las orejas de soplillo que tanto me habían traumatizado desde pequeña, vivir la boda que soñábamos, mudarme a un piso en el edificio Echo Park de Brickell Avenue con mi nuevo marido y dos chicas venezolanas, cenar ceviche en el hotel Mandarín sin nada que celebrar… Tuve que dejar la universidad, no hacía más que recibir clientas. Oír el teclear de las uñas de gel en las pantallas de sus móviles al finalizar el tratamiento hacía que todo valiese la pena.
Si algo he aprendido es que nadie habla nunca de las relaciones que tiene con sus esteticistas. Nunca se lee en las memorias de una celebridad: «Esa tarde de verano tuve una conversación con mi maquilladora que cambió el curso de mi vida». Y, sin embargo, algo cósmico sucede mientras tocamos sus manos, embellecemos partes de su cuerpo, y ellas nos miran a los ojos durante horas, entregadas a nuestra técnica. Puedo asegurar que me cuentan muchas más cosas de lo que confiesan a sus psicoanalistas judíos de Downtown Miami. Esos momentos en apariencia tan banales son cápsulas de la intimidad más generosa. Pero se olvidan conforme la clienta sale por la puerta, eso también lo he asumido. Ya no me importa que se evaporen. Lo que sí me da mucha pena es que nunca se acuerden de despedirse cuando se mudan de barrio.
Ya sé que los seguidores no se pueden tocar como toco las manos, pero los sentía a mi lado allá donde fuese. Cada vez que Divine Nails aumentaba de diez mil seguidores, abría una botella de champán con mi marido, pero llegó un punto en el que perdimos la cuenta. Conseguí el check azul muy rápidamente, eso me daba una especie de inmunidad diplomática en las redes. La gente me contestaba solo por tenerlo, mis comentarios salían destacados en cualquier foto. Conducía por Instagram como por el Florida Express Lane. Era el tiempo del sí.
Pero ese mismo bot también me trajo angustia. Uno de los likes automáticos que puso fue a una chica de Coral Gable que hacía lo mismo que yo. Yuli me dio a seguir y me escribió un mensaje ipso facto con el emoji de las uñas y muchos corazones. Al principio me hizo gracia conocerla. Nos ayudábamos, nos pasábamos clientas cuando alguna no podía atenderlas, nos etiquetábamos en fotos, nos recomendábamos en stories. En esa época, la revolución feminista no tenía ninguna intención de mirar a otro lado, y la sororidad era casi una caza de brujas. Éramos del mismo gremio, teníamos una edad parecida, ser amigas era lo natural. Siempre decíamos que teníamos que vernos pero al final pasaba algo. Desde luego yo no paraba de trabajar. En las redes éramos mejores amigas. Yuli nunca supo que había sido el bot y no yo quien le había dado ese like. Ella me decía que nos habíamos encontrado por providencia divina. No encontré el momento de decirle la verdad.
Divine Nails llegó al cielo cuando un buen día recibí un DM de Rosalía. Me decía que estaba en Miami y que le encantaría que le hiciera las uñas para el concierto que iba a dar esa noche. Cancelé todas las citas programadas, compré lirios rosas y perfumé toda la sala con velas de Diptyque. No me podía creer lo que estaba pasando: el arte de las uñas de gel de Rosalía era icónico mundialmente. Podría haber elegido a cualquier manicurista de todo Miami, y me eligió a mí. Esa noche encendí varias velas en el altar del salón pidiéndole a Dios que bendijera ese encuentro. Rosalía quedó muy contenta, o al menos eso es lo que escribió en su story. Por esa mención, las cifras de mi negocio se multiplicaron, y qué decir de mis seguidores. Otras famosas empezaron a querer mis servicios, mi trabajo salía en Vogue Magazine mensualmente, OPI me encargó inventarme nuevos colores para sus esmaltes. Sentía el calor de la luz en mis hombros.
Ahí es cuando todo cambió con Yuli. Al principio fueron cambios muy sutiles, después se convirtieron en pruebas evidentes. Solo me miraba las stories si yo le ponía un like. Ella solo me ponía likes en las fotos de mi perro, jamás en las que salía mi trabajo o mi cara. Solo contestaba a mis DM con emojis muy secos. Dejó de usar corazones. Ponía memes confusos dirigidos a mí, o eso me parecía. Publicaba citas de instapoetas hablando de la decepción en las amistades. Jamás volvió a recomendarme en las redes. Aparecía cada noche en mis sueños, a pesar de no haberla visto nunca en persona. Soñaba que me robaba las clientas, que me había superado en el número de seguidores, que Rihanna la había contratado.
Lo peor es que al final yo tampoco soportaba su éxito. De pronto, todo lo que hacía me sacaba de quicio. Sentía que me copiaba en todas sus publicaciones. Hacía las fotos de las uñas con el mismo ángulo que yo. Me dolía el estómago cada vez que entraba a su Instagram, y sin embargo no podía dejar de hacerlo. Mi marido no quería oír ni una palabra más sobre ella. Huía de los sitios en los que podía estar. Tuve que dejar de ir a las ventas especiales de esterilizadores y lámparas de UV en el Dolphin Mall. Me convertí en un elefante asustado por un ratón.
Fruto de mi desesperación y mi anhelo de quitármela de la cabeza, fui a ver a una bruja cubana que había hecho que una de mis clientas dejase de ver a su difunto hijo por todas partes. Le conté todo lo que me estaba pasando con Yuli, lo amenazada que me sentía por sus ínfimos éxitos. Traté de articular mi angustia lo mejor que pude: si mi éxito había llegado como por arte de magia gracias a un bot, ¿Yuli me lo podría arrebatar con la misma facilidad? La bruja me escuchó sin decir palabra. Cuando terminé de hablar, me agarró de las manos y me contestó: «Pero, mija, ¡Yuli eres tú!». Nunca entendí qué quiso decir con eso. Pero algo hizo que necesitara irme de ese lugar de inmediato. Le dejé cincuenta dólares encima del mantel y no regresé jamás.
Todavía recuerdo el día en que Yuli anunció que estaba embarazada por un Instagram direct. Mi furia fue explosiva. En esa época mi marido y yo estábamos intentando concebir sin éxito. Fue el peor jarro de agua fría que me podía haber tirado a la cara. Yuli me estaba diciendo: «Puedes tener todo el dinero del mundo, cariño, pero yo soy fértil y tú no». La tuve que borrar de todas mis redes. Es como si hubiera dejado de existir, ya no sabía nada de ella. Y así, sentí que la paz había vuelto. Yuli se había erosionado.
He soñado tanto con ella que a veces dudo de si la he llegado a ver en persona o no. Eso es lo que hacen las pantallas, supongo. Cuando oigo a gente diciendo que las redes sociales son el nuevo tabaco, no puedo evitar reírme. ¿Desde cuándo el tabaco ha permitido celebrar las Noches Viejas en los Cayos, trabajar las uñas de ganadoras de premios Grammy, tocar el cielo, como lo hice yo?
Yuli fue el precio de ese cielo. Pero un Cuatro de Julio conseguí inesperadamente cerrar por fin el capítulo. Me escribió por Linkedin, la única red en la que había olvidado eliminarla. Me explicaba que el parto se estaba complicando, y me indicaba el hospital en el que la habían ingresado. Su mensaje me dejó muy confundida. Hacía meses que no sabíamos nada la una de la otra: ¿por qué justo en ese momento tan difícil pensaba en mí y quería tenerme a su lado? Después de darle muchas vuelta, decidí no ir a verla al hospital. Al fin y al cabo, ni siquiera fui yo quien le puso ese primer like.
TRENES
En la profunda noche, en cualquier parte del mundo, hay madres amamantando a sus hijos en una habitación a oscuras. Nunca pensé en eso, ni siquiera en mi propia madre amamantándome a mí, hasta que me convertí en una de esas mujeres. Pasaba las noches en vigilia, sosteniendo a mi hija en brazos mientras la alimentaba con mi leche. Si bajaba los ojos, podía ver la silueta de su diminuto cuerpo gracias a la farola de la calle.
Aquel año fui testigo de la transición lenta pero segura de la luz pasando del verano al otoño, del horario de la farola ajeno a ese cambio, de las ventanas empañadas de mi habitación cuando por fin llegó el frío.
Sentía en el sonido de la lluvia una compañía nueva, el único capaz de superar al de los trenes pasando por la estación más cercana, a cuatrocientos metros de casa. Lo cierto es que nunca me había percatado de aquellos trenes. Gracias a ellos, ya no necesitaba reloj: el primero pasaba a las 4.50 y había uno cada hora. Desde mi cama me imaginaba algunos vagones vacíos y otros donde viajaban trabajadores adormecidos, con las cabezas recostadas contra la ventana, que despertaban por el traqueteo del tren. Si era fin de semana me imaginaba a adolescentes volviendo de alguna fiesta y cantando la canción del momento a pleno pulmón. Me sentía más unida a esas personas que a mi novio, que balbuceaba dormido en el otro lado de la cama.
La casa a la que llevé a mi hija del hospital envuelta en una muselina blanca pertenecía a mi tía Annie. Ese 4 de agosto yo tenía veinticinco años, una licenciatura en Bellas Artes y una carpeta de documentos importantes ideada con mi novio que solo contenía pegatinas con la cara de nuestra hija. Así de poco preparados estábamos para lo que se venía. La casa en la que me convertí en madre estaba muy lejos de la persona que yo era en ese momento.
Tía Annie murió viuda y sin hijos. Era veintidós años mayor que mi madre. Lo natural, cuando falleció, hubiera sido que todo se lo quedara mi madre. Pero por algún motivo que nunca supe, tía Annie nombró heredero a un monasterio y a mí me dejó su casa como legado.
Nunca me llevé especialmente bien con ella. Era una mujer demasiado soberbia para una niña pequeña con escasas habilidades sociales. Los miércoles por la tarde mis padres me dejaban con mi tía y cuando yo ganaba al Scrabble nos hacía darnos la mano a los que estuviéramos jugando y cantar «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda». De adulta caí en la cuenta de que la canción no tiene nada que ver con una victoria. Tía Annie no era malévola, pero tampoco era una presencia de la que yo disfrutara. Desde pequeña siempre me decía que una mujer tiene que sufrir, sufrir, sufrir. Lo repetía tres veces cada vez. Se quejaba de mis «greñas», se reía de que mi novio fuera un pintor de brocha gorda y no uno como Casas, Pichot, o cualquiera de los artistas que habían retratado sus rasgos y que colgaban en los grandes salones de la casa.
Pero lo cierto es que fue ella quien me dio un sentido de pertenencia en mi propia familia. Mis hermanos y mis padres eran gordos, bajos y de nariz chata. Todos tenían una mancha de nacimiento en la espalda menos yo. En cambio, mi parecido con tía Annie era innegable. Ambas teníamos las muñecas y los tobillos delgados y la nariz de perfil griego. Era tradición en mi familia que los pequeños se midieran en una pared del gimnasio de la casa. Cuando yo dejé de crecer, mi marca y la de tía Annie se quedaron exactamente en la misma altura. Nuestro cuerpo se estiraba en vertical, como el ciprés que veía desde mi cama, que ella misma había plantado con sus manos y que sobresalía entre todos los otros árboles, incluso entre las chimeneas de las casas vecinas.
Recuerdo su elegancia. Ni de anciana abandonó sus cuellos altos cárdigan de Santa Eulalia, sus zapatos de medio talón, sus gabardinas Aquascutum que compraba en los viajes a Londres con su marido. Nunca la vi llorar, ni siquiera cuando enterramos a mi tío, que había muerto desangrado en el suelo de la casa. Contaba los detalles más escabrosos de cómo se lo encontró totalmente desprovista de emoción.
Cuando recibía invitados y elogiaban la casa, lo primero que mencionaba era la cercanía con la estación de tren. Le encantaba desplazarse así a la gran ciudad. A veces solo iba a buscar las peonías a mejor de precio a su florista de confianza y volvía en el tren de media tarde.
Me mudé a su casa en el último año de carrera, antes de quedarme embarazada. Por pura comodidad, empecé a tomar prestados los jerséis que todavía seguían en su armario. Me costó quitarles el olor a naftalina. Los días lluviosos usaba su gabardina de piel de serpiente para ir a la universidad. Jamás hubiera tenido una gabardina semejante, pero de repente para el resto del mu
