Alias. Obra completa en colaboración

Jorge Luis Borges
Adolfo Bioy Casares

Fragmento

cap

Prólogo

Como se sabe, Borges y Bioy Casares compartieron cincuenta años de amistad literaria, buena parte de los cuales los pasaron encerrados, escribiendo juntos. La dinámica de esos cónclaves era más bien misteriosa. Se sabía que Borges, quince años mayor, solía engolosinarse: se cebaba fácil, perdía el hilo y se iba por las ramas. Bioy, secuaz fiel, compartía esos entusiasmos y los acompañaba, hasta que veía lo lejos que habían quedado de la costa y procedía a frenarlo. Borges era pura inspiración y brillantez verbal; Bioy defendía cierta sensatez narrativa, la eficacia de un contar natural, seco, cuanto más invisible mejor. A fines de los años sesenta, mientras trabajan en el guión de Los otros, Hugo Santiago, el director, les pide que escriban como si el film fuera mudo, sin mucha conversación. Bioy observa que no es la instrucción que Borges quería oír. «Ve la proposición del dire como si lo condenara a renunciar al teatro para pasar al mimo. Su pasión por la palabra lo pierde. Para cualquier situación, en el acto suministra comentarios inteligentes; le proponemos que los reprima, que se los trague. Ahora comprendo por qué nadie se animó a representar El paraíso de los creyentes ni Los orilleros». El diferendo no es nuevo. Bioy ya lo había notado antes, cuando redactaban los primeros cuentos de Isidro Parodi y veía cómo le gustaba a Borges amontonar bromas: «Yo sabía que arruinaba el texto», escribe Bioy, «pero el agrado de las bromas, el gusto de reír, allanaba el camino». Es en todo caso la risa, más que las desinteligencias, lo que mejor ha sobrevivido de esas sesiones de trabajo a puertas cerradas. Según una escena ya mítica, la escritora Silvina Ocampo, mujer de Bioy, pegaba la oreja contra la puerta del cuarto donde escribían y oía sus carcajadas con envidiosa incredulidad: «¿De qué se reirán éstos?».

La pregunta era retórica, pero se contesta fácil: de todo. De Shakespeare a Manucho Mujica Lainez, de Sabato a Goethe, de James Joyce a la señora Bibiloni de Bullrich, Borges y Bioy se reían absolutamente de todo y de todos, como dos cuadros de honor que, hartos de hacer buena letra, ceden a la impunidad que les promete alguna autoridad suprema, se arrancan las máscaras y prenden el ventilador. Durante las miles de noches en que Bioy invita a comer a Borges a su casa —un ritual que los rige como una superstición o un vicio—, los dos tótems de la respetabilidad literaria argentina se transforman en verdaderos artistas de la irrisión, y la conversación que mantienen no tarda en derivar en géneros menores como el chisme o la lista negra. Portento de inteligencia y malicia, la de Borges y Bioy es una amistad literaria particularmente sarcástica, cuyos perdigonazos contradicen el manual de discreción y buenos modales que ambos escritores acataban en la escena pública. Pero es también un laboratorio, un espacio de producción y puesta a prueba de ideas, razones, hipótesis, modus operandi artísticos. De ese darkroom cotidiano, festivo y sin freno, nacerá una obra a cuatro manos polimorfa, bastante infatigable, que no dejará esfera de la industria literaria y cultural sin tocar. La complicidad entre Borges y Bioy Casares engendró libros de relatos, argumentos y guiones de cine (Los orilleros, El paraíso de los creyentes, Invasión, Los otros), artículos periodísticos, ediciones anotadas, traducciones, algunas de las antologías más influyentes del siglo XX (Antología de la literatura fantástica, Los mejores cuentos policiales, Cuentos breves y extraordinarios, El libro del cielo y del infierno, Poesía gauchesca), colecciones editoriales (El Séptimo Círculo, La Puerta de Marfil), juradurías literarias. Y hasta un libro à deux a la manera de Boswell y Samuel Johnson, el Borges de Bioy —diario de 1.100 páginas donde éste consigna medio siglo de conversaciones con Borges—, cierre monumental de un ciclo iniciado en 1935, cuando, amigos incipientes, escriben juntos el folleto comercial «Leche cuajada» para La Martona, la empresa láctea de la familia de Bioy.

Pocas piezas publicitarias tan desatinadas y fértiles. Ni Borges ni Bioy necesitan ceder su fuerza de trabajo por dinero; saben poco y nada del producto que deben vender («un alimento más o menos búlgaro», según palabras de Bioy) y decididamente nada sobre el arte de venderlo («un folleto comercial, aparentemente científico...»). Apuntalada por la adversidad del setting —estancia en ruinas, el frío del campo, dieta de cocoa, una chimenea ávida de quebrachos—, la experiencia quedará como un hito del diletantismo criollo. Aunque (o porque) saquea la divulgación científica de la época, inventa longevas dinastías balcánicas y cita a Bernard Shaw, el folleto es un resonante fracaso. «Nadie nos creyó una sola línea», recordaba Bioy. Camino al desastre, sin embargo, el dúo encuentra lo que no sabía que buscaba: una manera compartida de delirar. De la leche cuajada saltan, ateridos, a «un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso los molinos, los ángeles, las eles», y de ahí —más cocoa, otro leño al fuego— a «un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Preetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora) torturaba y mataba a niños».

Se podría decir que ahí está todo. Los escritores a solas, lejos del mundo; el desafío filisteo que no quieren ni consiguen llevar a cabo y del que no tardan en desviarse, llamados por una fruición traviesa, hostil a toda obligación; el devenir narrativo (un «argumento») de esa fruición, primer avatar de un imaginario extremo, teñido de euforia y violencia, que nada en sus obras individuales hacía prever. Algo ha comenzado para ambos, y es algo nuevo. Borges y Bioy siempre ponderaron el valor pedagógico de esa semana en Pardo. Para Bioy, aquel folleto significó «un valioso aprendizaje: después de su redacción yo era otro escritor». Borges descubrió lo que ganaba su virtuosismo si lo sometía al principio de naturalidad de Bioy. Sólo que el valor pedagógico presupone otro, la complementariedad: cada uno le daba al otro lo que el otro no tenía. Por idílica que suene, esa fórmula de compensación recíproca y equilibrio no es exactamente la que despunta triunfal tras el exigente séjour en la estancia de los Casares. Bioy era otro escritor, en efecto; Borges también. Pero «otro» en sentido literal: no «mejores» sino alienados. Borges y Bioy eran el mismo otro: un tercer escritor, inasimilable a uno tanto como al otro, profundamente excéntrico. Borges: «Empezamos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Creamos de algún modo entre los dos un tercer personaje [...] Ese personaje existe, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos conversando».

De ahí que Bustos Domecq y Suárez Lynch —los alias con que Borges y Bioy formalizan la existencia del Tercer Escritor— sean algo más que seudónimos. Son escritores de derecho, tan autores como los autores que los inventaron. Bustos Domecq, famoso por firmar en 1942 el debut oficial de esta otra obra completa de Borges y Bioy, los Seis problemas para don Isidro Parodi, tiene la densidad propia de los heterónimos de Pessoa.

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