Nocturno

Nora Roberts
Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuando tenía nueve años y su madre bailó su primera danza mortal con el cáncer, se convirtió en ladrón. En aquel momento no lo vio como una elección, una aventura o algo emocionante, aunque años después sí pensaría que su carrera era todo aquello. Para el joven Harry Booth, robar equivalía a sobrevivir.

Había que comer, pagar la hipoteca y a los médicos, y comprar medicamentos, a pesar de que su madre estaba demasiado enferma como para trabajar. Ella hacía todo lo que podía; siempre hacía todo lo que podía, esforzándose aun cuando el cabello se le caía a puñados y los kilos se le escapaban de un cuerpo ya de por sí delgado.

La pequeña empresa que había montado con su hermana, su tía Mags la loca, no bastaba para hacer frente a los costes del cáncer, a la colosal cantidad de dólares necesaria para combatir lo que le invadía el cuerpo. Su madre constituía el pilar fundamental de los Servicios de Limpieza Hermanas Relucientes y, aunque Harry echaba una mano los fines de semana, perdieron clientes.

A menos clientes, menos ingresos. Y a menos ingresos, uno tenía que buscar dinero para pagar la hipoteca de la encantadora casita de dos habitaciones en el West Side de Chicago. Tal vez no fuera gran cosa como casa, pero era suya… y del banco. Su madre no se había saltado ni una sola de las estúpidas cuotas hasta que cayó enferma, pero, en cuanto uno empezaba a retrasarse, a los bancos eso les daba igual. Todo el mundo quería su dinero, y si no pagabas a tiempo, la deuda aumentaba cada vez más. Si uno tenía tarjeta de crédito, podía comprar cosas como medicinas y zapatos (los pies de Harry no dejaban de crecer), pero entonces llegaban más facturas y más recargos por demora y más intereses y más de todo, hasta que al final oía llorar a su madre por la noche cuando creía que estaba dormido.

Harry sabía que Mags ayudaba. Se esforzaba mucho por conservar a los clientes y pagaba algunas de las facturas o de los recargos por demora con su propio dinero. Pero no era suficiente.

A los nueve aprendió que las palabras «acción hipotecaria» significaban que podías quedarte en la calle, y «embargo», que podían venir a llevarse tu coche. Así pues, aprendió por las malas que respetar las reglas, tal y como hacía su madre, no tenía demasiado valor para la gente de traje, corbata y maletín.

Harry sabía robar carteras. Su tía Mags la loca había pasado un par de años en una feria ambulante y había aprendido unos cuantos trucos, que le había enseñado a él como si se tratara de una especie de juego. Y se le daba bien, se le daba de vicio, así que había aprovechado su talento. El bien y el mal, que su madre le había enseñado a distinguir cuidadosamente, tampoco significaban gran cosa cuando acababa vomitando en el baño tras la quimio o cuando se ataba un pañuelo alrededor de la cabeza calva para arrastrarse a limpiar alguna casa elegante con vistas a un lago.

Harry no culpaba a la gente de las casas elegantes con vistas a un lago, ni a la de los áticos impecables, ni a la de los impolutos edificios de oficinas. Esa gente simplemente había tenido más suerte que su madre.

Harry viajaba en trenes, deambulaba por las calles, elegía a las víctimas. Tenía buen ojo para distinguirlas. Los turistas descuidados, el tipo que se había pasado con la bebida durante la hora feliz, la mujer demasiado ocupada con los mensajes del móvil como para estar pendiente del bolso. Aquel muchacho delgado, a punto de dar el estirón, con su mata ondulada de pelo castaño y los ojos azules de párpados perezosos que irradiaban inocencia, no tenía pinta de ladrón. Era capaz de mostrar una sonrisa encantadora o esbozar lentamente otra tímida. Un día se cubría la cabellera con una gorra de los Chicago Cubs vuelta hacia atrás (su look de pringado) o se la engominaba para convertirse en lo que él llamaba un relamido de colegio privado.

Durante el tiempo en el que su madre estuvo demasiado enferma como para enterarse de lo que pasaba, se pagó la hipoteca (Mags no preguntó y él no le dijo nada) y las luces permanecieron encendidas. Y aún le llegó para rebuscar por las tiendas de segunda mano lo que consideró un vestuario apropiado: una americana clásica, pantalones de vestir y una sudadera gastada de los Chicago Bears. Se cosió bolsas y bolsillos por dentro de un abrigo de invierno de segunda mano, o puede que de tercera. Y se compró su primer juego de ganzúas.

Siguió sacando buenas notas. Tenía una mente ávida y brillante; estudiaba, hacía los deberes y no se metía en líos. Se planteó poner en marcha un negocio: cobrar por hacerles la tarea a sus compañeros, pero entendió que la mayoría de los chavales se iría de la lengua. Así que se dedicó a practicar con las ganzúas y a investigar sobre sistemas de seguridad y alarmas en el ordenador de la biblioteca.

Entonces su madre se puso mejor. Aunque seguía pálida y muy delgada, cogió fuerzas. Los médicos lo llamaron «remisión»: se convirtió en su palabra favorita.

Su vida fue normal durante los tres años siguientes. Siguió mangando carteras. También robó en tiendas, aunque con mucha cautela. Nada demasiado caro ni reconocible. Había llegado a un acuerdo bastante ventajoso con una casa de empeños del South Side. Tenían una montaña de facturas a las que hacer frente, y con el dinero que ganaba dando clases particulares a sus compañeros no les llegaba. Además, le había cogido el gusto.

Su madre y Mags remontaron el negocio y, durante tres años, Harry se pasó los veranos limpiando, restregando y ojeando casas y negocios. Era un jovencito con la vista puesta en el futuro. Entonces, cuando la montaña de deudas se había erosionado hasta convertirse en una pequeña colina, cuando la preocupación dejó de velar los ojos de su madre, el cáncer volvió para sacarla a bailar.

Dos días después de su duodécimo cumpleaños, Harry allanó su primera casa. El terror que había sentido a que lo descubrieran y lo mandaran a la cárcel, así como el trauma que esto supondría y que, unido al cáncer, mataría a su madre, se evaporó en cuanto puso el pie en la oscuridad silenciosa del interior.

Años después, al echar la vista atrás, entendió que aquel había sido el momento en el que encontró su propósito en la vida. Tal vez no fuera uno bueno ni aceptable entre la sociedad respetable, pero era el suyo. Allí estaba, un chico alto tras el esperadísimo estirón, mirando por los ventanales a la luz de la luna que rielaba sobre el lago. Olía a rosas, a limones y a libertad. Solo él sabía que se encontraba allí. Podía tocar lo que quisiera, llevarse lo que quisiera. Sabía qué salida en el mercado tenían la electrónica, la plata, la joyería…, aunque las joyas buenas se hallarían a buen recaudo. Aún no sabía cómo abrir cajas fuertes, pero aprendería, se prometió a sí mismo. En ese momento no tenía ni tiempo ni capacidad para llevarse todo lo que relucía.

Habría querido quedarse allí y saborear el momento, pero se obligó a ponerse manos a la obra. Había aprendido

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