Proyecto Ernetti

Roland Portiche

Fragmento

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1

En algún lugar del nordeste de Sicilia, en la región de Mesina, un hombre miraba el mar. Hacía frío y la lluvia caía a rachas. Era el mes de marzo de 1938. La guerra ya impregnaba el aire, como un mal olor imposible de eliminar.

El hombre esperaba el transbordador que debía llevarlo a Regio de Calabria. Se llamaba Ettore Majorana y solo tenía treinta y dos años. ¿Quién iba a sospechar que ese siciliano alto y delgadísimo, pálido a causa de la desesperanza, vestido con un modesto abrigo que apenas lo protegía del frío, era uno de los físicos más importantes del siglo XX?

Dos días antes, había escrito una carta al director del Instituto de Química y Física de Nápoles, donde daba clases, para anunciarle que había tomado una «decisión inevitable» y quería desaparecer. No veía otra manera de cerrar el paso a una idea que lo consumía como un cáncer. Por desgracia, no había tenido el valor necesario para matarse. «El mar —escribió— me ha rechazado». Así pues, huía. Pero ¿cómo era posible huir de uno mismo?

En su mente había germinado la intuición de un invento terrorífico, una máquina producto de esa nueva física, tan extraña, que llamaban «mecánica cuántica». Su poder de destrucción sería infinito, pues llegaba a lo más profundo del alma humana.

Por el momento, no era más que una idea. Pero ¿qué puede haber peor que una idea, cuando la inspira el Diablo?

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2

Cuatro monjes capuchinos rodeaban la estrecha camita en la que el padre Pío parecía dormir. Esperaban un milagro. Un estremecimiento recorrió a la multitud que se extendía desde la pequeña habitación del bienaventurado hasta la salida del convento de Pietrelcina.

—¡Mirad! Las manos…

El padre, de setenta y siete años, padecía un mal singular que muchos italianos consideraban un prodigio. Las manos, los pies y el pecho a menudo se le cubrían de estigmas que hacían pensar de manera inevitable en las llagas de Jesucristo en la cruz. Estos estigmas iban acompañados de intensos dolores y, en ocasiones, sangraban.

—¡Mirad! —gritó de nuevo la mujer—. ¡En los pies también!

Se arrodilló y empezó a rezar febrilmente. Manchas rojizas cubrían los pies y las manos del monje. Un murmullo, formado por decenas de avemarías pronunciadas en voz baja, llenó entonces la habitación y el pasillo del convento. Por lo general, los creyentes iban a confesarse; algunos a pedir una curación milagrosa. En determinados periodos, el sacerdote llegaba a recibir hasta ciento veinte visitas al día.

El padre Pellegrino Ernetti, en primera fila, no se perdió ni un detalle del prodigio. Este joven conservaba cierto aire de estudiante, con las pequeñas gafas de montura metálica, el pelo castaño y rizado, y la mirada traviesa. Cuando vio que aparecían los estigmas en las extremidades del padre, percibió ese suave perfume que, según decían, era característico de la sangre del favorecido por un milagro. Se arrodilló y, con lágrimas en los ojos, comenzó también a rezar con intensidad.

En ese momento tomó conciencia de que el padre Leonardo, el enviado del papa, lo observaba. Se le tiñeron las mejillas de rojo. ¿Estaría tomándole por un simplón, tan crédulo como las pobres campesinas que los rodeaban? Era probable. Haciendo un gesto con la mano, el hombre del Vaticano invitó al joven Ernetti a levantarse y salir con él.

El padre Leonardo era un psicólogo reconocido, además de miembro eminente de la Academia Pontificia de las Ciencias. Había destacado en el esfuerzo que hacía entonces el Vaticano para reconciliar la cultura científica con la fe cristiana. Ese creyente sincero era también un temible polemista que combatía enérgicamente las supersticiones y las creencias irracionales. El currículo del padre Ernetti había atraído su atención. Por eso le había propuesto que se reunieran en Pietrelcina. Por desgracia, el joven pensaba que, al ceder con ingenuidad al fervor general, había echado a perder la oportunidad que se le presentaba.

Dieron unos pasos en silencio por el jardín del convento. El padre Ernetti, balbuceando, intentó justificarse.

—Es la primera vez que presencio una escena como esa. Y confieso que… ¡que me ha impresionado!

—Es comprensible. Sin embargo, se trata de un fenómeno psíquico. Un amigo mío, especialista en hipnosis, me ha mencionado un extraño experimento con una medalla de metal. ¿Ha oído hablar de él?

—No, no me suena.

—Durante una sesión, convenció a una paciente de que iba a ponerle una medalla ardiendo en el antebrazo. La temperatura de la medalla era normal, pero la paciente presentó todos los signos de una quemadura e incluso le salió una ampolla.

—¿Autosugestión?

—Exacto. La medicina psicosomática, hijo mío, está aún en mantillas. Pero un día iluminará muchos males que padecen los humanos. Y explicará los estigmas del padre Pío.

El padre Ernetti estaba convencido solo a medias. Lo que había visto treinta minutos antes era tan impresionante que le costaba creer que no se tratara de un milagro.

—Pero yo he visto las llagas en el cuerpo del padre. Sangraban. ¿De verdad cree que era su imaginación?

Leonardo se detuvo y observó, divertido, a su interlocutor.

—¿Quiere que se lo demuestre?

El joven sacerdote se quedó un poco desconcertado ante su seguridad.

—Pues… sí…

—Hace veinte años, un médico anatomista estudió experimentalmente el suplicio de la crucifixión. Demostró que las palmas de las manos del condenado no podrían soportar el peso del cuerpo, que se desgarrarían de inmediato. Esto le llevó a deducir que a Jesús lo clavaron por las muñecas o que simplemente le ataron los brazos a la cruz. Son los pintores los que han imaginado a Jesús clavado en la cruz por las palmas de las manos. ¿Dónde están los estigmas del padre Pío?

—En las palmas de las manos —admitió el joven.

—Por lo tanto, no se inspiran en la realidad de Jesucristo, sino en las imágenes que tienen en la mente, las de los cuadros de Rubens, Rembrandt o Tiepolo.

La demostración era impecable, imposible de refutar.

—A los hombres les gusta contarse historias —prosiguió Leonardo echando de nuevo a andar—, y después se las creen. Usted ha estudiado los rituales del exorcismo, ¿verdad?

—Sí, durante dos años, en el seminario.

—¿Quiere hacerse exorcista, padre Ernetti?

—No a tiempo completo, más bien como complemento de mi trabajo.

—Está bien conocer los rituales, y desarrollar la intuición, todavía mejor. Yo también dediqué tiempo a hacerlo. Percibo cuándo tengo delante a un falso poseso, es decir, en el noventa y ocho por ciento de los casos. Los verdaderos milagros son muy raros, amigo mío. Afortunadamente. Si no, el mundo sería insoportable, ¿no cree?

—Sin duda, padre.

Se produjo otro silencio. Era evidente que el padre Leonardo tenía algo más que decirle.

—Padre Ernetti, no le he hecho venir aquí para sermonearlo. Tengo

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