Cara de susto

Laura Santolaya

Fragmento

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1

Nunca había soportado a los magos. No me gustaba que se creyeran más inteligentes que yo y tratasen de demostrarlo. Que pensasen que me estaban ocultando algo e intentasen hacerme quedar como una estúpida. Ninguno había conseguido sorprenderme nunca. Jamás. Quizá fuese por eso que los odiaba. En aquel momento iba con uno en el ascensor. Llevaba una americana negra, camisa de licra y olía a sudor. Saqué el váper del bolsillo para tranquilizarme y me lo llevé a la boca.

—Perdona —me dijo—. No se puede fumar aquí dentro.

—No es tabaco, sino vapor de regaliz —respondí.

—Ya. Es que me marea.

Me hubiera gustado abrir la puerta y empujarlo por el hueco del ascensor. No lo hice porque el mago era el marido de mi hermana, así que metí el váper en el bolsillo y me dio las gracias. «Hay que joderse», pensé, pero sonreí. Era tarde y estaba cansada. Había arrastrado una maleta de treinta kilos por todo Madrid y después había viajado cinco horas en tren. Cualquier pueblo del norte de España cercano a Francia y al que no llegaba la alta velocidad estaba más o menos a esa distancia. Podría haber comprado un billete para irme a otro sitio, uno más alegre y soleado, pero no, regresé de nuevo a la ciudad donde nací. Siempre lo hacía. Cuando tenía una crisis, terminaba en un tren con destino a casa. Las decisiones de romper con mi anterior pareja, aceptar un nuevo trabajo o empezar la terapia las había tomado en un tren. Cuando la vida me venía grande, yo necesitaba sentirme pequeña. Me visualizaba tumbada en la alfombra de mi habitación adolescente y todos mis recuerdos aparecían para infundirme una fuerza vital que le daba sentido a todo.

El pueblo no era tal, sino una ciudad de trescientos mil habitantes, pero siempre me había referido a ella de ese modo, porque lo cierto es que cualquier lugar en el que puedes encontrarte a tu primo en Tinder lo es. No mencionaré la ciudad exacta, pues podría ser cualquiera, y a los escritores nos resulta más fácil hablar de personas y lugares inventados para que la realidad no pueda reprocharnos nada.

La estación de tren estaba a las afueras y nunca había suficientes taxis. Mi hermana se había ofrecido a recogerme, pero mi sobrino se puso enfermo y tuvo que venir su marido. Ir a buscar a alguien a la estación o al aeropuerto era un ritual que solo seguía pasando en los sitios pequeños. Ane nunca hubiera permitido que cogiese un taxi, habría sido una falta de respeto; sin embargo, le dijo al mago que se acercara a la estación, que para mí era algo parecido. «A él no le importa nada», me aseguró. A la que le importaba era a mí, pero me mordí la lengua por ella. Ane siempre ha sido atenta, servicial y detallista, aunque le haya gustado la magia desde pequeña.

Mi hermana y yo nacimos mellizas, aunque a simple vista era imposible adivinar que éramos hermanas, pues ella era alta y rubia, y yo, baja y morena. Crecimos junto a los abuelos y mamá, que se quedó viuda cuando cumplimos dos años. Ella nunca nos contó mucho sobre nuestro padre, salvo que era de Niza, le gustaban los perfumes caros y había muerto en un accidente de coche. Nosotras tampoco preguntamos demasiado, pues era de mala educación hablar de las desgracias en casa.

Mamá era muchas cosas, entre ellas una bibliotecaria jubilada que amaba la ópera y que había conseguido que a sus hijas les fascinase su repostería. Era la mujer más histriónica e imprevisible que había conocido nunca, una mezcla entre Mata Hari y una tradicional mujer de provincias. Lo mismo se ponía las perlas y el abrigo de visón para ir a Eroski que nos dejaba a cargo de una canguro para pasar un fin de semana con sus amigas en San Sebastián. Su única preocupación era que no nos faltara comida. Según ella, llegaba una edad en la que no importaba nada más.

La primera vez que ella nos hizo el truco de quitarse el pulgar me impresionó mucho, pero cuando descubrí que no se había amputado ningún miembro, me llevé una gran decepción. Ahí terminó mi interés por el ilusionismo. En nuestro sexto cumpleaños mamá contrató a un mago para la fiesta. Varios niños con los ojos muy abiertos lo miraban estupefactos sentados en el suelo. Aquel mago espeluznante entretenía a nuestros amigos sacándoles monedas de detrás de las orejas, con absurdos juegos de cartas o haciendo que los objetos desaparecieran. No llevaba ningún sombrero de copa, ni una capa, ni siquiera una varita mágica. Solo era un tipo normal que resultaba ser un mago. ¿Había algo más deprimente que eso? Después de la tarta, llegó el truco final. Sacó unas flores mustias de una bolsa y colocó un pañuelo encima. Recé para que estuviera impregnado en cloroformo y no presenciáramos semejante espectáculo, pero no tuve suerte. Al levantarlo, las flores se convirtieron en un sucio conejo de peluche. No pude más. El maldito mago me estaba poniendo enferma, así que fui hacia él y le planté con todas mis fuerzas una patada en la pierna. Se cayó al suelo retorciéndose de dolor y tuvieron que llevarlo al hospital. Al parecer le rompí la tibia. Mi hermana nunca me lo perdonó.

Más tarde apareció en nuestras vidas David Copperfield. Ane y yo pasábamos muchas horas frente a la televisión observando cómo hacía desaparecer la estatua de la Libertad o atravesaba la Gran Muralla china. Yo odiaba a David Copperfield y a Ane le encantaba. Cuando decía que cogiéramos una baraja de cartas, ella iba a por una y cuando pedía que pusiéramos una mano en la pantalla, lo hacía solícita. Saltaba de un lado a otro del salón exigiendo saber cómo había hecho cada truco, pero sus preguntas nunca obtuvieron respuesta. Yo llegué a la conclusión de que la mejor manera de lidiar con algo que no me gustaba era no pelearme con ello en absoluto. Así que dejé de prestar atención a los magos y ese tiempo lo invertí en la lectura.

Después hubo un periodo bastante bueno sin magos en mi vida hasta que llegamos al instituto. Mi hermana y yo acudimos a la fiesta de uno de nuestros amigos. No recuerdo de quién era ni tampoco qué celebraba, pero nunca olvidaré al mago que actuó, pues más tarde se convirtió en mi cuñado. Llegué a la conclusión de que había muchas cosas peores para odiar que la magia, pero eso no cambiaba el hecho de que si alguna vez alguien me invitaba a un espectáculo de prestidigitación, yo deseaba enseguida darle una patada en la espinilla. Aún me ocurre.

Le dije a Noel, el mago, que llegaría a las ocho en punto y se plantó en la estación a las nueve, con sus cojones. Era una noche fría de mediados de marzo. Había empezado a llover, algo nada raro, así que lo esperé en la cafetería de la estación, un lugar tétrico y vacío con luz de tanatorio y bollos industriales expuestos en el mostrador de la barra. Lo vi llegar empapado y ojeroso a través de la cristalera. Llevaba el mismo corte de pelo, estilo mohicano, desde que lo conocí, que consistía en dejar los lados más cortos y una franja central de pelo más largo peinado en forma de cresta. Si no hubiera sido por mi hermana, me habría tirado a la vía. Me saludó con dos besos poco efusivos y se disculpó por el retraso. Había tenido que echar horas extras en el trabajo, Noel también

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