La educación de Polly McClusky

Jordan Harper

Fragmento

educa-polly-6

1

POLLY

FONTANA

Encorvaba la espalda como una perdedora y escondía la cara detrás del pelo, pero la niña tenía ojos de pistolero.

Ojos de pistolero igualitos que los de su padre, le decía su madre después de unos cuantos whiskies con soda, cuando conseguía hablar de su exmarido sin que la envenenase la rabia que sentía hacia él. Trituraba el hielo y le hablaba a Polly de ese tipo concreto de ojos azul pálido, de que Wild Bill Hickok, Jesse James y los pilotos de combate tenían los ojos así; de que las escuelas de francotiradores buscaban reclutas con ojos de ese azul apagado. Polly no le dijo a su madre lo que pensaba en realidad, pero si lo hubiera hecho, le habría contestado que todo eso de los ojos de pistolero le parecía una tontería. Polly no podía tener ojos de pistolero porque no era un pistolero. La única violencia que Polly ejercía era contra los padrastros alrededor de sus uñas y las pielecillas de los labios que se arrancaba sin piedad.

Así que Polly no pensaba demasiado en los ojos de pistolero. Al menos no lo hizo hasta el día en que, al salir de la escuela secundaria de Fontana, se quedó mirando los ojos de su padre.

Ojos de pistolero, efectivamente. De un azul desvaído, como los suyos, pero con algo bajo la superficie que le hizo palpitar el cuello. Después aprendió que los ojos no solo reflejan lo que están viendo, también reflejan lo que ya han visto.

Polly llevaba casi la mitad de sus once años sin ver a su padre, pero lo reconoció sin dudar. Y al verlo allí de pie supo algo más: tenía que haberse fugado. Su padre era un hombre malo y un ladrón, y se suponía que tenía que estar en la cárcel. Le gustaba más ser malo que ser marido o padre, eso es lo que decía su madre. Polly sabía que en ocasiones había enviado cartas, pero su madre nunca le había dejado leerlas y, de todas formas, había dejado de mandarlas hacía ya unos años. Sabía que tener a un hombre malo como padre era prácticamente lo mismo que no tenerlo. Especialmente si estaba en la cárcel. Había oído a su madre decir que todavía le quedaban por lo menos otros cuatro años antes de tener siquiera la más remota esperanza de que lo soltaran, y eso si mostraba buen comportamiento, lo cual dudaba mucho que Nate McClusky pudiera hacer.

Así que, si estaba ahí de pie y no en Susanville, tenía que haberse fugado. Polly se preguntó si debía echar a correr o si quizá debía gritar para que la ayudara un adulto, alguno de los otros padres o un profesor. Pero no hizo nada de eso. Se quedó de pie y dejó que el miedo la inmovilizara.

Quizá no le hiciera falta gritar y pedir ayuda; cualquier adulto que los viera entendería que estaba pasando algo. El aspecto de su padre no pegaba nada con el de los demás, de tierno gesto y ojos paternales. El suyo tenía una cara esculpida en roca y tatuajes por todas partes, como los dibujos que los chicos de su clase dibujaban en las contraportadas de los cuadernos: dragones, águilas, hombres con hachas. Su musculatura parecía tan grande y prominente que parecía que le faltaba piel, como si los tatuajes estuvieran grabados directamente en el músculo. En lugar de pelo, que en las fotografías era de un rubio sucio como el de ella, llevaba la cabeza afeitada. En su rostro había una mirada que Polly no había llegado a ver nunca en las pocas fotografías que había encontrado a lo largo de los años ni en sus borrosos recuerdos. No acababa de dar con el significado de esa mirada, pero fuera lo que fuese, la inquietó aún más.

Era un día caluroso de cielo sucio, y los niños se alejaron rápidamente hacia los coches con aire acondicionado de sus padres. La ignoraron como los leones ignoran a las gacelas cuando ya tienen sangre en las fauces. Aun en ese momento de locos, mientras su padre fugado se cernía sobre ella como en una película de miedo, Polly sintió el alivio de los perdedores cuando los demás pasan de largo a su lado.

Madison Cartwright, la primera que, en cuarto, la había llamado Polly Culo de Pudin, chocó con ella, demasiado entretenida con el teléfono como para saber por dónde iba. Madison siempre llevaba ropa nueva, ya tenía pecho y se movía despreocupada por la vida, como si estuviera en la luna. Su mirada hizo que Polly sintiera calor, como si sus ojos disparasen rayos de Superman. Madison abrió la boca, a punto de decir algo cortante como un cuchillo. Entonces vio al padre de Polly de pie, todo músculo, dragones y ojos de pistolero. Se dio la vuelta y reanudó la marcha a toda velocidad con la boca abierta, tan ridícula que Polly se habría reído si no hubiera estado a punto de llorar.

Así que ahí se quedaron Polly y su padre, separados únicamente por el aire sucio y el silencio, como en uno de los duelos a pleno sol de las películas de vaqueros que le gustaban a su padrastro.

—Polly —dijo su padre, con la voz áspera como la lana—, ¿me reconoces? ¿Sabes quién soy?

Notaba la lengua demasiado espesa como para hablar, así que se limitó a asentir. Casi sin pensar, alargó la mano hacia su espalda para alcanzar la cabeza del oso que asomaba por su mochila y le apretó una oreja. Eso ayudó, como siempre. Se aguantó la necesidad urgente de sacar al oso y apretarlo contra su pecho.

—Escúchame bien —dijo su padre—. Vas a venir conmigo. Ahora mismo, sin montar una escena.

Se dio la vuelta y caminó hacia la calle. La razón le dictaba que no lo siguiera; la razón le dictaba que corriera al interior y buscara al señor Richardson; le dictó que gritase «¡Socorro, socorro, socorro!».

Pero no hizo nada de eso. Aunque quería correr con todas sus fuerzas, siguió a su padre. Se tragó las ganas de correr y de pedir ayuda a gritos como se tragaba todo lo demás. ¿Qué más podía hacer?

Su padre la llevó hasta un coche viejo con las ventanillas bajadas. Polly se subió y se colocó la mochila entre las piernas para que el oso la mirara con el ojo negro rallado que le quedaba.

El bombín plateado del bloque del volante donde debía insertarse la llave no estaba; en su lugar había un agujero del que salían cables y piezas metálicas. Su padre metió la mano bajo el asiento y sacó un destornillador largo y romo. Lo introdujo en el agujero y lo giró. El coche tosió, pero no arrancó.

Polly relacionó la ausencia de la llave con el hecho de que su padre era malo y comprendió que estaba sentada en un coche robado. Miró por la ventanilla hacia el colegio, que había quedado atrás, como si de algún modo fuera a ver a la Polly real allí de pie, bajo el cielo sucio.

Abrió la cremallera de la mochila lo suficiente para sacar al oso. Medía treinta centímetros y era marrón, con las patas, las orejas y el hocico blancos, aunque en realidad ya no lo eran. Tenían el color del papel manila que Polly usaba en clase de plástica. Le faltaba uno de los ojos negros de cristal; solo le quedaba un grumo seco de pegamento, como si fuera un glaucoma. Movió al oso con destreza, hasta que se quedó de pie en su regazo, y miró a su alrededor. Había practicado con él horas y horas, por lo que se movía con una gracia líquida, como si de verdad fuera un ser vivo.

«Caray, chiquilla —le había dicho su madre una vez—, algunos días siento que conozco muchísimo mejor lo que piensa ese oso de peluche que lo que piensas tú».

Al oír a su madre en su

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