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La tragedia de Colosio

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

La tragedia de Colosio

Prólogo

COLOSIO EN SU LABERINTO

Noviembre 1993.

Está la persona pública, luego está la muralla, y atrás de la muralla está Luis Donaldo Colosio, el elegido de los dioses. La victoria desciende sobre él y lo viste de luces. Luego la victoria se vuelve un laberinto que el héroe debe cruzar. El héroe cruza el laberinto, la victoria desciende nuevamente sobre él. Pero a la salida del laberinto lo espera su asesino. Dice Max Weber que detrás del poder nos mira la solemnidad de la muerte. A Colosio lo mira detrás del triunfo.

Es el 28 de noviembre de 1993 en la Ciudad de México. El presidente Salinas ha nombrado a Colosio como su sucesor en el puesto. Lo ha escogido entre un grupo de colaboradores que él mismo ha designado y puesto en situación de ser elegidos. Puede hacer ambas cosas porque manda en el PRI, el partido político que manda a su vez en México. Hace seis años, durante su campaña presidencial, Salinas hizo a Colosio senador de la República. Más tarde, presidente del PRI. Después, secretario de Desarrollo Social. Ahora lo ha convertido en candidato priista a la presidencia. La clave del juego que Colosio ha ganado es que no tiene clave: tiene dueño. El dueño juega el juego emitiendo señales que los jugadores deben leer, pero que no pueden descifrar del todo. Es la esencia del juego.

Son días de señales y augurios. El miércoles 17 de noviembre la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprueba el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. El viernes 19 lo aprueba el Senado. El sábado 20 es el día de la Revolución Mexicana, una celebración que muchos sienten burlada por la firma del Tratado. El presidente Salinas está de plácemes. Luce radiante en el balcón central de Palacio. Comenta con los miembros de su gabinete el desfile militar que se despliega abajo. Luego los llama su despacho. Hace un elogio encendido del Tratado y de sus artífices: Jaime Serra, el secretario de Comercio, y José Córdoba, jefe de la Oficina de la Presidencia. A Córdoba le reprochan el poder que tiene en el gobierno de Salinas y su origen francés. Salinas dice que Córdoba es un gran mexicano, que algún día se conocerán sus aportaciones al país.

Cuando el presidente se va, Manuel Camacho, regente de la ciudad, externa su molestia por los elogios a Córdoba. Camacho es uno los candidatos visibles en el juego de sombras que es la sucesión presidencial mexicana. Los otros son Colosio, Pedro Aspe —el secretario de Hacienda—, y Ernesto Zedillo —el de Educación—. Camacho lee en los elogios de Córdoba, que es aliado de Colosio, una mala señal para su candidatura. Otra es que ese mediodía, a la vista de todos, Colosio recibe de un ayudante del Estado Mayor Presidencial la noticia de que Salinas lo invita a almorzar a Los Pinos. Camacho no lo sabe, nadie lo sabe a ciencia cierta hasta ese día, pero al parecer es en esa comida cuando el presidente dice a Colosio que él será el candidato, aunque no le dice cuándo.

Camacho dedica el domingo 21 de noviembre a revisar su estrategia. Tiene una semana clave por delante. El lunes tiene acuerdo con el presidente. El miércoles tiene una comparecencia ante la Cámara de Diputados, ocasión inmejorable para los anuncios políticos. Hace un tiempo Camacho juega con la idea de lanzar por la libre su candidatura presidencial, sin esperar que decida el dueño del juego. Durante su acuerdo del lunes, Camacho pone las cartas sobre la mesa. Si él es el candidato, dice a Salinas que habrá respeto para él y seguridad para su familia, a la que la prensa ha empezado a acusar de corrupción. Al despedirlo en la puerta del despacho, según Camacho, Salinas le dice: “La decisión sobre el candidato no está tomada”. Camacho opta por no lanzar su candidatura en su comparecencia del miércoles próximo, sino esperar.

Al día siguiente, martes 23, el secretario de Gobernación, Patrocinio González Garrido, ofrece una cena en su casa para limar las asperezas suscitadas el día del desfile por los elogios a Córdoba. Están invitados a la cena Luis Donaldo Colosio, Manuel Camacho, Jaime Serra, José Córdoba, Pedro Aspe y Ernesto Zedillo. Si la cena va bien, Salinas llegará a los postres.

La cena empieza mal, con Camacho repitiendo su molestia por los elogios a Córdoba, pero se endereza. Salinas llega y toma la palabra. Empieza por una pedagogía patriótica. Dice que una vez firmado el Tratado de Libre Comercio con los norteamericanos hay que ser más fieles que nunca a los principios de la soberanía. Dedica luego una ronda de elogios a los presentes. Camacho cosecha los mayores. Salinas dice que es su amigo de toda la vida y que lo mejor que ha hecho Colosio es trabajar con Camacho. Recuerda después que en siete días, el viernes 30, estará de visita en México el vicepresidente estadounidense Al Gore. Advierte que no harán nada de trascendencia ni antes de su llegada ni inmediatamente después de su partida, pues ya se murmura en la prensa que Gore viene a decidir la sucesión. Cuando el presidente se va, Camacho ve a Colosio abatido, concentrado en los brillos que el candil deja en su copa. Supone que rumia su derrota. Parece que, dado lo dicho por Salinas, es claro que no será el elegido. Pero quizá no es esa la mala nueva que pena Colosio, sino esta otra: acaba de saber que su destape no será antes de la llegada de Gore, ni inmediatamente después de su partida. Será tarde en diciembre, o peor, en enero. Serán largos días de espera.

El jueves 26, Colosio y Camacho comparten con Salinas una gira por la ciudad. La gira sigue a Sonora, tierra natal de Colosio, a la que sólo va éste con Salinas. En sus discursos durante la gira, el presidente dice que Sonora es tierra de triunfadores. Quiere inducir el recuerdo de que en esta tierra han nacido cuatro presidentes mexicanos. Le parece un adelanto sutil de que puede haber otro presidente nacido aquí. El primero en setenta años A la cena de esa noche en Ciudad Obregón, Salinas invita a toda la familia Colosio. Al día siguiente, corre con Colosio por la laguna del Náinari, en la antigua hacienda del general invicto de la Revolución mexicana, Álvaro Obregón, presidente entre 1921 y 1924, reelecto en 1928 y asesinado ese mismo año: el único presidente asesinado de México.

Sale a correr con ellos el gobernador Beltrones, pero Colosio y Salinas aceleran el paso y lo dejan atrás. La impresión de Beltrones es que durante esa carrera matinal Colosio sabe finalmente que ha triunfado y que la fecha de su destape será el domingo 28, dos días antes de que llegue Gore. Salinas ha mentido en la cena diciendo que no harían nada antes de su llegada. De regreso en el avión, Colosio dice a su colaborador Samuel Palma que el “destape” está en marcha. Pone la mano en saludo militar a la altura de sus ojos y le dice: “Ya me llegó la capucha hasta aquí”.

Colosio dedica el sábado a hablar con Salinas, a revisar su discurso y a preparar a su familia. Su mujer, Diana Laura Riojas, padece un cáncer pancreático de inminencia fatal. La pareja tiene dos hijos pequeños: Luis Donaldo, de diez años, y Mariana, de uno. Su vida va a cambiar dramáticamente a partir de mañana, cuando el jefe de casa sea presentado como siguiente jefe de la nación.

El domingo 28 de noviembre el PRI anuncia la candidatura de Colosio. La noticia sorprende a Camacho en su casa de descanso en Cuernavaca. Apenas se entera, llama al presidente Salinas, pero este no le responde. Se reporta con él por la tarde, una vez hecha la postulación. Los otros precandidatos, Aspe y Zedillo, han saludado ya a Colosio. Zedillo está perfilado para ser coordinador de su campaña. Salinas sabe que Camacho es el eslabón débil del día. Le llama por teléfono y le dice que debe felicitar a Colosio. Camacho responde que no lo hará sin antes hablar con él. Salinas se declara dispuesto a hablar, pero insiste en que felicite a Colosio. Por sugerencia de Salinas, Colosio llama a Camacho: “¿No vas a venir a visitarme?”, le dice. Camacho responde: “El problema ya sabes, Donaldo, que no es contigo. Te deseo que te vaya bien, por el bien del país. Mañana yo arreglaré mi asunto con Salinas”. Salinas vuelve a llamar a Camacho por la tarde, después de la comida. Camacho insiste: no hará nada sin antes hablar con él. Salinas lo invita a desayunar.

Durante el desayuno, Camacho le dice a Salinas que le hubiera gustado saber antes la decisión, no enterarse por la prensa. Salinas responde que su reacción es un capricho: la regla no escrita de la competencia dentro del sistema es que quienes pierden se suman al ganador. Camacho decide no saludar al triunfador como le pide Salinas. El presidente no quiere romper con Camacho y despedirlo por su indisciplina, como sugiere el secretario de Gobernación, González Garrido. Tampoco quiere mantener a Camacho en el gobierno de la Ciudad de México, clave en la elección que se aproxima. Salinas ha sufrido ahí una humillante derrota en las elecciones presidenciales de 1988. Camacho ha recuperado los votos de la ciudad en 1991 y Salinas no quiere que se vea tentado a perderlos en la elección de Colosio, su adversario. Salinas le ofrece a Camacho dejar la regencia de la ciudad y seguir en el gobierno como secretario de Relaciones Exteriores. Camacho acepta.

Hay algo que explicar en esta rara dialéctica de Camacho y Salinas. Quizá pueda resumirse así: en la vida pública, Camacho es subordinado de Salinas y este su jefe, pero a veces, en el juego de su amistad, actúan los papeles al revés. La cautela que en público tiene el subordinado con el jefe, en privado a menudo la tiene el jefe con el subordinado.

La prensa pica desde el primer momento: “Carlos Salinas de Gortari escogió a Luis Donaldo Colosio por manejable”. El martes 30 de noviembre, Luis Donaldo Colosio es registrado como precandidato del PRI. El 8 de diciembre protesta como candidato. Pasa los últimos días del mes en su casa de Tepoz­tlán, con amigos. Salinas está uno de esos días en Cuernavaca, la ciudad vecina. Cenan juntos el 30 de diciembre. Salinas vuelve a la Ciudad de México el 31. Los Colosio regresan a Tepoztlán.

A las tres de la mañana del día primero del año Salinas recibe en Los Pinos la noticia de que hay un levantamiento en Chiapas. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional ha tomado San Cristóbal de las Casas y ordena a sus fuerzas “avanzar hacia la capital del país, venciendo al ejército federal mexicano”. Colosio y su mujer vuelven a la Ciudad de México a la una de la tarde del día primero. Nikita Kyriakis, un amigo de la familia que ha pasado con ellos el fin de año, dice que al despedirse esa tarde Colosio no sabe nada aún de los hechos de Chiapas. ¿Nadie le ha informado? ¿No han llegado a él las noticias que circulan desde la mañana en distintos medios sobre la presencia de los rebeldes en San Cristóbal, su proclama de combate, su toma de cabeceras municipales, su líder encapuchado que habla a los medios?

Muy distinta es la historia de esas horas para Camacho. Sabe de la rebelión desde el primer momento porque su exsuegro, Manuel Velasco Suárez, exgobernador de Chiapas, se lo hace saber por teléfono en Cancún, donde él pasa las fiestas de fin de año. Camacho llama de inmediato a Salinas y viene a verlo. Le dice que no puede mancharse las manos de sangre, que el brote armado chiapaneco debe tener una salida política, no militar. Da en el blanco. Desde que sabe del alzamiento y sus primeras víctimas sangrientas, el fantasma de la represión desvela a Salinas. No quiere reprimir, aunque el ejército bate ya a los rebeldes. El día dos de enero aparecen en los diarios fotos de cadáveres tirados en la carretera. Fotos de otro tiempo, de otro México, un país que nadie quiere volver a ver. Camacho se ofrece para ir a Chiapas a negociar la paz. El secretario de Gobernación se niega a negociar con los armados. El ejército bate a los rebeldes en las otras cabeceras municipales que han tomado: Ocosingo, Las Margaritas, Altamirano. La batalla de Ocosingo es particularmente sangrienta. Los rebeldes se atrincheran en un mercado donde son diezmados. Se sabe después que algunos van ar­mados con rifles de palo. La fuerza de opinión de los alzados se revela pronto mayor que su fuerza de combate. En la capital del país hay un clamor pidiendo paz. Se convoca a una manifestación para el 10 de enero. El ánimo público indica que será multitudinaria.

Camacho perfecciona su oferta. Importa una figura de la ONU y se propone como Alto Comisionado para la Paz en Chiapas. Advierte al presidente que no será canciller para discutir con la prensa internacional cuántos muertos hay cada día en Chiapas. Si no se da una solución negociada al conflicto, dejará su puesto de canciller y pasará a la movilización de la sociedad por la paz.

En todos los pasajes escritos por Salinas sobre las peripecias de estos días, apenas aparece Colosio. No se hace presente, no se pega a Salinas para tomar el pulso de la situación, no usa tampoco su cercanía con el jefe de la Oficina de la Presidencia, José Córdoba, para enterarse. Quizá no quiere manchar su candidatura mezclándola en el conflicto. Quizá le piden que no la mezcle. El hecho es que no está en el cuarto de guerra de Chiapas, ni en el debate público sobre el levantamiento.

Según los testimonios disponibles, sólo es convocado por el presidente para recibir malas noticias. La primera es que no podrá iniciar su campaña en Chiapas, como había previsto. Hay todavía combates que pueden extenderse a todo el estado. Salinas recomienda no empezar ahí. Colosio lo ve al revés: porque está sacudida la zona, debe empezar ahí. Acepta sin embargo la recomendación del presidente: cambia el inicio de su campaña a Huejutla; también una zona indígena, pero del estado de Hidalgo.

La segunda mala noticia que Colosio recibe del presidente es realmente mala. Salinas anunciará un cese al fuego en Chiapas, nombrará un nuevo secretario de Gobernación y pedirá a Camacho que sea mediador en el conflicto. Para estos momentos, Camacho es ya la némesis de Colosio, su pesadilla.

Colosio escucha esto de Salinas en la tarde del domingo 9 de enero. Las decisiones se anunciarán al día siguiente, en que también arranca su campaña. No están consultándole las decisiones, se las están haciendo saber. Colosio alerta al presidente sobre los riesgos de meter a Camacho, dada su actitud en el destape. Oye a Salinas decirle que Camacho es el indicado para estabilizar las cosas, que esto ayudará a las elecciones y, al final, a él. Colosio se declara de acuerdo, sólo le pide a Salinas que no haga a Camacho secretario de Gobernación. Salinas lo concede de inmediato. Hacer a Camacho secretario de Gobernación no ha sido nunca parte de su “armado”, expresión característica de Salinas para referirse a sus ingenierías políticas.

Finalmente, Colosio recibe del presidente la sugerencia de posponer el arranque de su campaña. Este responde que todo está listo para el día de mañana y que cancelar sería un desastre. Salinas no insiste en que Colosio trague esta última píldora. Es un alivio para Colosio, que ha tragado bastante esta noche. Aunque todavía no sabe cuánto.

Lo sabe al día siguiente cuando se entera de los cambios al inicio de su campaña en Huejutla. El anuncio se hace por la mañana. Salinas quiere diluir el impacto de la marcha por la paz, anunciada para esa tarde, anticipándose a sus demandas. El presidente anuncia un cese unilateral del fuego; la renuncia del secretario de Gobernación de línea dura, González Garrido, en favor de Jorge Carpizo, abogado no priista y exrector de la UNAM, más cercano a Camacho que a Colosio. Anuncia también la pieza central del “armado”: el nombramiento de Camacho como comisionado para la Paz en Chiapas. Camacho dejará la Secretaría de Relaciones para asumir el cargo de comisionado de manera honorífica, sin pago de sueldo. En esto ha insistido Camacho como condición para su tarea: no tener un sueldo, no aparecer ante los rebeldes como un empleado del gobierno.

Colosio entiende, como todo mundo, que Salinas ha vuelto a Camacho algo más serio y desafiante para él que secretario de Gobernación. Lo ha vuelto el hombre de la hora, centro de las expectativas públicas y de la atención de los medios. Colosio entiende también, como todo mundo, que el carácter honorario de Camacho lo habilita constitucionalmente para ser candidato a la presidencia.* La sombra de los dos candidatos se hace presente desde el primer día. Ese mismo lunes en un acto de mujeres indígenas en Huejutla, una de ellas le dice a Colosio que en Hidalgo hay un solo candidato, y es él.

Por la noche, viendo los noticiarios de televisión en el cuarto del pequeño hotel donde se hospeda en Huejutla, Colosio entiende que Camacho ha triunfado en toda línea. Su campaña apenas existe en los noticieros, sólo parece existir el comisionado. Está molesto y revuelto. A Ricardo Canavati, responsable de los invitados de su gira, le resume su molestia: “No se vale”. Los anuncios del presidente, dirá más tarde a José Córdoba, han sido un “golpe contra su campaña”.

La opinión pública trabaja rápido. Cuatro días después de los anuncios de Salinas, el 14 de enero, hay en el escritorio de Colosio unas “Notas confidenciales” con las tres hipótesis que maneja la vox populi. La primera dice que todo es espontáneo. La segunda dice que hechos sin control están siendo usados por grupos políticos enemigos para “cercar” y presionar al candidato. La tercera sostiene que todo es una trama perversa urdida para crear un nuevo candidato a la Presidencia. Ese mismo día, Colosio dice a Samuel Palma: “A mí el presidente de la República me informó del cambio de secretario de Gobernación, mas nunca me dijo que nombraría a Manuel Camacho comisionado para la Paz. Me dijo que lo involucraría en las negociaciones de Chiapas, pero no con un nombramiento de comisionado ad honorem”.

Colosio pregunta a Palma: “¿Qué pasa si renuncio?”.

Palma responde que, si renuncia, el candidato quizá será Camacho.

“Por eso no renuncio”, sentencia Colosio.

Ha empezado el laberinto.

Camacho va a Chiapas como comisionado y sienta a los alzados a negociar. Todo el espacio noticioso es para él y sus pláticas de paz en San Cristóbal. La prensa de la capital es una diaria decepción para Colosio: su campaña no existe en ella. Pide a su jefe de escoltas, Germán González, que no le pase más los diarios: “Al cabo que ni salimos”. Esclavo de una extendida costumbre política, Colosio presta atención cuidadosa a columnas que sabe cómplices a jefes de prensa del gobierno. Es ahí donde lee algunas de las más enconadas hipótesis sobre la posibilidad de que Salinas lo sustituya. La oposición, que está en campaña, se hace eco de los rumores de sustitución. Al candidato de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, le preguntan si declinaría su candidatura a favor de Manuel Camacho Solís, dada su labor como comisionado para la Paz. “No es cuestión de declinar”, responde Cárdenas, “yo al único que veo que le haga estragos es a su compañero de partido, Luis Donaldo Colosio”. La confusión mexicana llega a las páginas del Washington Post. Colaboradores no identificados de Colosio dicen que Salinas está socavando la candidatura. Un colaborador, tampoco identificado, de Manuel Camacho dice que este “está haciendo campaña y no tiene nada que perder”.

Preocupado por los rumores, el mismo 27 de enero Salinas convoca un desayuno de priistas. Les dice: “Para evitar confusiones y tener claridad, permítanme la expresión coloquial: ¡que no se haga bolas nadie! El PRI tiene el candidato que lo llevará a la victoria democrática. El voto de los mexicanos hará triunfar democráticamente a Luis Donaldo Colosio”.

Colosio llama al presidente y le agradece la declaración. A sus colaboradores les dice otra cosa. El discurso del presidente lo debilita, porque lo pone en un plano subalterno, dice a Palma. Y a Javier Treviño: “Fue una frase muy desafortunada”. Efectivamente: la frase de apoyo inequívoco de Salinas acelera en la prensa el rumor sobre su equívoco apoyo.

Incluso los caminos rectos son chuecos en el laberinto.

La palabra más repetida por la gente cercana a Colosio sobre su carácter es “hermético”. Las siguientes son “parco” y “seco”, aunque también le llaman “reservado” y hasta “desconfiado”. “Era hermético”, dice Teresa Ríos, su secretaria particular. “Muy parco para expresar algo”, dice su padre Luis Colosio. “Muy reservado respecto de sus sentimientos”, dice su amigo personal Nikita Kyriakis. “De pocas palabras, quizá hasta seco. No se explayaba fácilmente”, dice Norma Meraz, amiga de la familia. “Rayaba en exceso de discreción, de ninguna manera la persona que algunos tratan de hacer creer como muy significativo”, según Ricardo Canavati, otro amigo de la familia. El jefe de la escolta de la familia, Germán González, dice: “Era una persona totalmente reservada, hasta con su familia, incluyendo a su esposa Diana Laura”.

Colosio no habla mucho de política en casa, ni en familia. Su esposa Diana Laura le dice a Nikita Kyriakis que en esos días de enero siente a Colosio como “un volcán a punto de estallar”. Según Cecilia Soto, Diana Laura no quiere saturar a su marido hablando de política. Cuando están solos le pregunta si quiere hablar de eso. Normalmente no quiere. Pero una noche de fines de enero Colosio le dice: “Ahora sí quiero”. Y se abre ante su esposa: “Me quieren fregar, me quieren quitar la candidatura. Pero no me voy a dejar”. Otra noche, Colosio le pregunta a Diana Laura qué opinaría de él si renunciara a la candidatura. Diana Laura le responde que si puede vivir tranquilo con esa decisión, ella estará con él. Su respuesta enciende a Colosio, que reacciona: “¡Pura madre! No voy a renunciar. No les voy a dar el gusto”.

A fines de enero una amiga de Colosio, Dalia Fartuk, lo visita en sus oficinas del PRI. El candidato le confiesa: “Estoy hasta la madre de esto. Me están presionando, ya estoy harto, tengo ganas de dejar todo”. Dalia pregunta dónde están su fuerza, su vigor, su voz. Colosio le responde: “Ponte en mis zapatos. Cuando el corazón está triste no salen las palabras de la boca”.

La duda y el desaliento que Colosio carga estos días hace un efecto en sus íntimos y es el blanco de la prensa de trinchera, casi toda con dueño y agenda. Vista a la altura de sus emociones, la campaña de Colosio es terreno minado. Vista desde la intención de los votantes, su campaña es tan sólida como una montaña. Fuera de las oscuridades del laberinto, el sol brilla alto. Las encuestas son indiferentes a los forcejeos interiores de incondicionales y adversarios. En todas las mediciones de intención de voto Colosio tiene ventajas absolutas. La efigie del candidato incierto y abrumado es sólo una parte del Colosio de la hora. La otra, la mayor y más visible, es la del candidato en campaña que va de gira a todas partes, rebosante de juntas, encuentros, discursos, confeti. Es todo menos un animal postrado. Está herido en lo íntimo, pero su lesión no lo paraliza. La pena que lo agobia es parte de su oficio: digerir adversidades, tragar sapos, hacer política. Su concen­tración en las malas señales de Salinas puede entenderse como debilidad, pero también como lucidez política: de la ruta triunfal que lleva su candidatura, sólo puede bajarlo un capricho de su amigo. Quizá ni eso, aunque ese es el único riesgo a considerar.

Junto a las tribulaciones, quejas y desfallecimientos por su candidatura, es visible en Colosio la voluntad de seguir, no rendirse ni dar gusto a sus enemigos. No sólo no renuncia, como dice tantas veces a sus próximos, sino que ni siquiera le deja ver al presidente el tamaño de su molestia. Trata a Salinas con el mismo repertorio de armas suaves con que se lo ha ganado desde siempre: las armas de la adhesión entusiasta, el complacido mimetismo, la cuidadosa coincidencia de propósitos y carácter. En medio de su laberinto, Colosio sigue siendo ante Salinas el incondicional, el generoso, el heredero leal y hasta el gemelo político. La eficacia de su mimetismo apenas puede exagerarse. Cuando destapan a Colosio y los genios de la mercadotecnia buscan íconos asimilables, dicen que admite parecidos con Pedro Infante, el cantante legendario, y con Adolfo López Mateos, el presidente risueño y popular de su tiempo. Salinas le dice burlonamente a un colaborador: “Qué Pedro Infante ni qué López Mateos. Colosio se parece a mí”.

De antes del destape y la campaña, recuerdo una gira con Colosio y Salinas a un viejo campamento maderero de Campeche, llamado Zoh Laguna, convertido ahora en una aldea modelo de turismo ecológico. Es quizá el mes de octubre de 1993. Los invitados a la gira estamos cenando en un cobertizo que hace las veces de comedor. Ha llovido fuerte y sigue lloviznando. Tenemos el espectáculo nocturno de un transformador que hace corto circuito con el agua y dispensa un surtidor de chispas eléctricas, azules y amarillas. Colosio viene a decirme que lo acompañe. Me lleva a la cabaña donde está Salinas, que le pregunta qué pasa con el transformador. Colosio le explica con lujo de detalles técnicos lo que le ha explicado el Es­tado Mayor. La falla estará reparada en minutos. El presidente pregunta entonces cómo están las cosas en la Ciudad de México. “Blue”, dice Colosio con una sonrisa, queriendo decir no sé qué. Salinas le pregunta cómo están las noticias. Colosio le resume los noticieros de la noche. Le dice que tienen pendiente lo de un estado de la República. Y que de aquellas otras cosas de que hablaron, quedaron resueltas tres, pero falta una. Es imposible entender nada de lo que dicen, hablan en el código impenetrable y cómplice de su familiaridad. Finalmente, Salinas pregunta: “¿Entonces, mañana ocho-cuatro?”. “Mañana ocho-cuatro”, responde Colosio. Pregunto si puedo saber de qué están hablando. Colosio le cede la palabra a Salinas, quien me explica cada una de las cosas que han hablado. “¿Y el ocho-cuatro?”, pregunto al final. “Ah, que mañana corremos a las ocho de la mañana, cuatro kilómetros”.

No sabemos qué Colosio hubiera brotado de la capucha de su mimetismo con Salinas. Cuánto hubiera quedado en él de su admiración discipular por Salinas, de su gratitud amistosa, de su genuina admiración y su lealtad política. Hay razones obvias para pensar que su conducta y sus afectos cambiarían profundamente, tal como dice la ley de hierro del presidencialismo mexicano. Hay también lugar a pensar que en los días en que Colosio cruza el laberinto, su pasión por Salinas se diluye al punto de desaparecer y volverse su contraria. La ley de hierro del presidencialismo mexicano dice que Colosio presidente será mucho menos salinista que Colosio candidato. Pero el candidato Colosio a quien Salinas hace cruzar el laberinto en los primeros meses de 1994 habría salido de él vacunado de ilusiones sobre Salinas, sin salinismo alguno.

Colosio, creo yo, era un político hecho, no un hermano de la caridad, ni una víctima propiciatoria. Sus tormentos y desfallecimientos hablan de su vulnerabilidad, pero que haya dejado atrás sus tribulaciones de esos meses, mientras veía a su mujer enferma encaminarse a la muerte y hacía una campaña política en toda forma, actuando para el público como una persona optimista y alegre que no existía en privado, es prueba de su fortaleza y de su resistencia, de su nervio político.

Un amigo cercano de Colosio, Heriberto Galindo, lo describe bien cuando dice que Colosio jugaba “póquer de uñita”, separando sus cartas mínimamente con las uñas, pegadas a su pecho para que nadie las viera. Es un estilo ranchero de mirar el propio juego sin dejarlo ver a los amigos que juegan junto a uno, hombro con hombro, en una intimidad de miradas indiscretas y juegos inocultables a la curiosidad de los otros. En los altibajos de su laberinto, Colosio sigue jugando póquer de uñita con Salinas.

Durante enero y febrero, Colosio y Salinas se ven los domingos. Colosio toca siempre el tema del protagonismo de Camacho. Salinas le explica que hay que mandarle al grupo armado un mensaje de unidad en el gobierno. Le pide a Colosio que tenga paciencia. Le habla de los problemas nacionales. Colosio pregunta por el apoyo que está recibiendo Camacho. Salinas responde que está en el interés de todos, Colosio incluido, que Camacho tenga éxito en el diálogo de paz. Según Salinas, Colosio comprende la necesidad política del protagonismo de Camacho. Según los colaboradores de Colosio, este no entiende nada. Al presidente del PRI, Santiago Oñate, Colosio le dice que a Camacho “le toleran todo”. La esposa de Colosio, Diana Laura, dice no entender por qué el presidente no pone orden y permite a Camacho “continuar con su protagonismo”. La candidata del Partido del Trabajo, Cecilia Soto, sonorense y buena amiga de los Colosio, sugiere a Diana Laura la posibilidad de que no sea el presidente quien autoriza los actos de Camacho. Diana Laura responde: “Quién sino él”.

En febrero crecen los rumores de una renuncia de Colosio. La especulación sobre la candidatura de Camacho es moneda corriente en la prensa y en los medios políticos. En la cabeza de Colosio crece la misma certidumbre: el presidente juega una nueva partida sucesoria con Camacho y él. Nikita Kyriakis recuerda que en esos días Diana Laura le muestra una nota manuscrita donde se lee algo parecido a: “¿Qué chingados le pasa a Salinas? Ya sé, está de acuerdo con Camacho”. Colosio le pregunta a Emilio Gamboa: “¿Qué le he hecho yo al señor presidente?”. A su amigo Rafael Reséndiz, entonces vicepresidente de Televisa, le pregunta también: “¿Por qué me hace esto el presidente Salinas?”.

El ánimo de Colosio desfallece en este tramo del laberinto. Su amiga Diana Fartuk lo visita de nuevo en sus oficinas de la calle Aniceto Ortega. Lo encuentra abatido, triste, atontado. Colosio le dice: “¿Viste lo que me hizo mi mejor amigo, Dalia, mi mejor amigo, el que me apoyó en toda mi carrera hasta ahorita en el puesto que estoy, mi mejor amigo?”. Colosio repite tres veces las palabras “mi mejor amigo” y se le salen las lágrimas.

Una fecha de respiro es el 4 de marzo, el día en que se abre el registro oficial para candidatos a la presidencia. Sin incidente ni contratiempo alguno, Colosio se presenta en el Instituto Federal Electoral y tramita su registro. Hay alivio en el laberinto. Diana Laura sube con Colosio a su camioneta Blazer y dice: “Ahora sí, háganle como quieran: ya está registrado”.

Colosio se dispone a tomar nuevo impulso. A principios de mes, le ha pedido a José Córdoba que le lleve al presidente su propuesta de algunos cambios: quiere que su coordinador de campaña, Zedillo, vaya al Banco de México. Que su aliado Enrique Jackson vaya a la regencia del Distrito Federal en lugar de Manuel Aguilera. Que nombren a una gente suya en la Secretaría de la Reforma Agraria. Salinas desestima las sugerencias, no quiere hacer esos cambios en su gabinete ni interferir en el Banco de México, cuya autonomía será decretada en abril. El mensaje de regreso es que Colosio se ocupe de los puestos de su campaña, Salinas se ocupará de los de su gobierno.

Colosio siente llegada la hora de tomar distancia del presidente. Se lo piden a coro sus próximos. Decide que lo hará en un discurso previsto para el 6 de marzo, que se cocina largamente. Hay grupos de enfoque y estudios de opinión. Se definen conceptos rectores, frases clave, ritornelos para la prensa y la memoria. Se piden redacciones a los escritores Ricardo Garibay, Marco Antonio Montes de Oca, Jorge Hernández Campos, y al historiador Enrique Krauze. El resultado final debe ser una buena mezcla de mensajes de continuidad y cambio, reconocimientos y críticas al gobierno en funciones. Colosio carga las tintas hacia el cambio. Subraya que es hora de reformar el poder, de tener un presidente que no pueda hacer más que lo que las leyes le permiten. Es hora de terminar con el influyentismo, la corrupción y la impunidad. Hora de aceptar que no se les cumplió a las comunidades indígenas. Hora de la competencia electoral: su triunfo no deberá nada al gobierno, sino a su propio esfuerzo. “Nuestras elecciones no tendrán vergüenzas que ocultar” (como las de Salinas, que ha ganado polémicamente su elección en 1988). Entrada la noche, Colosio saca del discurso el pasa­je de los elogios a Salinas. Así lo requiere el momento político, según le dice a Samuel Palma. Se lo explicará después al presidente.

El discurso llega a Los Pinos pasada la medianoche. De Los Pinos no regresan comentarios esa noche ni al día siguiente. Una vez dicho el discurso, la prensa repara en los párrafos críticos: Colosio se deslinda de Salinas, critica los excesos del presidente, el influyentismo, la corrupción, la impunidad del go­bierno de Salinas.

Por la tarde Colosio dice a su amigo el periodista Fede­rico Arreola que Salinas no lo ha llamado para felicitarlo y que esto le preocupa. Instruye a su jefe de prensa: “Ramiro, hay que ver cómo le hacemos porque quedó la percepción de que hubo molestia por el discurso pronunciado el día de ayer”.

El martes 8 de marzo Colosio acude a la sobremesa del llamado Grupo de los 10, en casa de Carlos Hank González, practicante y autor del imbatible aforismo: “Político pobre, pobre político”. A la comida asiste Raúl Salinas, el hermano del presidente. Colosio comparte con los asistentes su preocupación por que el discurso del 6 de marzo pueda malinterpretarse y garantiza: “Yo amo a Salinas”.

El conflicto de Chiapas se estabiliza. El 15 de enero el gobierno ha emitido una ley de amnistía para los alzados. El 16 empiezan las pláticas en la catedral de San Cristóbal. El 27 los candidatos presidenciales han firmado un acuerdo para la negociación, la justicia y la paz en Chiapas. En febrero, el gobierno y los partidos políticos han empezado a negociar una nueva ley que quite de las manos del gobierno el manejo de las elecciones. Chiapas sigue siendo el centro de la atención de los medios, pero las campañas recobran visibilidad. Las encuestas de esos días dicen que el escenario probable de votos para los candidatos es: Colosio, 54%; Cárdenas, 21%; y Fernández de Cevallos, 17%.

En el entorno de Salinas crecen los comentarios contra el protagonismo y la ambigüedad de Camacho en Chiapas. Camacho resiente la batida. La lee en columnas políticas de diarios que sabe cercanos a Los Pinos. El 10 de marzo anuncia una conferencia de prensa para el día siguiente. Le advierte a Salinas que va a señalar intereses, grupos y personas que obstruyen sus trabajos por la paz. El presidente le dice que no puede hacer acusaciones sin sustento. Lo que debe hacer es abandonar sus ambigüedades. Camacho insiste en que hará sus denuncias. Salinas advierte que debe moderar sus declaraciones del día siguiente. Por primera vez le pone un ultimátum: “Aceptas o dejas de ser comisionado para la Paz”.

Al final, Camacho no da nombres en su conferencia de prensa, pero tampoco despeja sus ambigüedades. Dice que no dejará de “ejercer en plenitud” sus derechos ciudadanos ni a “cancelar mi vida en la política y lo que en la política represento”. El New York Times del 12 de marzo recoge el sentido y magnifica el alcance de sus declaraciones: “Plantea Camacho Solís su posible renuncia al PRI para lanzarse como candidato independiente”.

El juego de Camacho llega lejos. Colosio recibe el 13 de marzo al embajador mexicano en Washington, Jorge Montaño, quien le cuenta cómo en una conversación con el vicepresidente Al Gore este le comentó que a su juicio en México había unas elecciones primarias dentro del PRI, como las que hay en Estados Unidos dentro de cada partido. Montaño refiere después la anécdota a Salinas, quien se muestra enormemente sorprendido y preocupado por el hecho. Le pregunta a Montaño cómo pueden disiparse tales ideas de la cabeza de nuestros vecinos. Este responde que sólo puede disiparla una declaración inequívoca de Camacho donde niegue toda intención de ser candidato del PRI.

Si en algo no varía la posición de Salinas durante todo este conflicto es en su certidumbre de que Camacho responde mejor al buen trato que al zarandeo, y que es mejor tenerlo cerca, dentro del gobierno, que lejos engrosando la oposición. Salinas ha tratado siempre con cautela las opciones rupturistas de Camacho, quien ha entendido y manejado con ojo de relojero ese temor. Una recomendación persistente de Salinas a Colosio es que no deje suelto a Camacho, que se acerque a él. Colosio se acerca a Camacho luego de su discurso del 6 de marzo. Lo hace a través de un amigo común, el dele­gado de Azcapotzalco, Luis Martínez, un político oaxaqueño de maneras suaves y amplias relaciones políticas. Martínez le ofrece una cena con Colosio a Camacho, que este acepta. Luego de cruzar agendas, Martínez pacta la cena el 16 de marzo en su casa, un departamento que mira al bosque en la colonia San Miguel Chapultepec. El ánimo de Colosio es propicio. Algo parece haber cambiado en él respecto de Camacho. El día anterior lo han abucheado en el Tec de Monterrey por defenderlo. Se ha quejado ese mismo día con Córdoba diciendo que el presidente debe contener a Camacho o soltarle las manos a él para arreglar el asunto. Pero por la mañana del día siguiente, el 16, durante un desayuno con políticos y periodistas, dice que el problema entre Camacho y él viene de otra parte, y señala con el pulgar hacia arriba. Está siendo víctima, completa, de las “perversidades del sistema”.

Por la noche, en casa de Luis Martínez, Colosio abre la cena con Camacho diciendo que lamenta los ataques que gente de su equipo ha enderezado contra gente de Camacho. Camacho dice que están por firmarse los acuerdos de paz en Chiapas y que Colosio debe firmarlos, pues quien sea el ganador en las elecciones que vienen deberá honrar esos acuerdos durante su gobierno. Colosio recibe con una sonrisa la duda de Camacho sobre quién ganará las elecciones. Luego va al grano. Le pregunta a Camacho si quiere ser senador por la ciudad. Oye largamente a Camacho decirle que no. Le ofrece entonces hacerlo secretario de Gobernación en su mandato. Camacho dice que no está buscando cargos políticos. “Entonces, si no quieres cargos, Manuel, ¿qué quieres?”, pregunta Colosio. Camacho responde que quiere terminar bien la negociación de Chiapas. Colosio le propone una alianza estratégica para hacer posible la transición a la democracia luego de esa negociación. Camacho dice que urge una convergencia en el centro democrático. Colosio está de acuerdo en esto y en incorporar a la alianza, y a su gobierno, a los cuadros de Camacho. El horizonte de una alianza política con inclusión de su gente y con él como uno de los polos complace a Camacho.

La cena termina a la media noche. Luis Martínez acompaña a Colosio a su coche. De regreso a su departamento, encuentra a un Camacho eufórico que le resume la conversación. Anuncia que le ha ofrecido a Colosio hacer una declaración el 22 de marzo, despejando las dudas que quedan entre ellos. Colosio le resume la cena a Salinas con estas palabras: “Ya ve cómo es Manuel: me dediqué a escuchar”. No dice nada de la declaración que Camacho le ofrece para el día 22. Quizá porque no cree que Camacho la hará. Quizá porque ha tomado en sus manos el asunto Camacho y no quiere compartirlo de más con Salinas.

El 19 de marzo Colosio recibe un memorándum del coordinador de su campaña, Ernesto Zedillo. Dice, con ostensible urgencia, que deben corregirlo todo. En particular, deben establecer “clara y precisamente una alianza política con el señor presidente”.

Escribe Zedillo: “Debes ofrecer toda tu lealtad y apoyo para que él concluya con gran dignidad su mandato […]. No debes pedirle más que su confianza en tu lealtad y capacidad, externarle tu convicción de que él ya cumplió con la parte más importante de la sucesión y que ahora tú harás la que a ti te corresponde […]. Como parte de la estrategia de campaña, se requiere un candidato que la gente sepa que no será manipulado por el presidente Salinas, pero que goza de su confianza y aprecio, y para eso es necesario que haya un acuerdo explícito sobre cómo se producirá esa percepción en la opinión pública […]. Cada vez que se deba señalar tareas pendientes y deficiencias del gobierno, mediará notificación previa y se será receptivo a observaciones sobre la forma de decirlo”. Esta, dice el coordinador de la campaña, “es una recomendación elemental, yo diría de libro de texto, de estrategia política”.

Ese mismo día, al regreso de un acto en la CTM, el secretario de Comunicaciones Emilio Gamboa vuelve a decirle al presidente que las actitudes de Camacho están dañando a Colosio. El presidente le responde: “Dile a Luis Donaldo Colosio que se haga cargo de su equipo y del partido, y que yo me haré cargo de Camacho”.

Las cosas parecen estar tan malas como siempre dentro del laberinto, y aún peor. Todo parece precipitarse hacia una nueva crisis. Pero esto no sucede. El 22 de marzo Camacho cita a una conferencia de prensa en la que dice, por fin: “Quiero ser presidente, pero no a cualquier costo. Entre buscar una candidatura a la presidencia de la República y la contribución que pueda hacer al proceso de paz en Chiapas, escojo la paz”.

Todo el mundo entiende que declina la fantasmagórica candidatura. No hay testimonio de que Salinas haya forzado este deslinde final de Camacho. Este dice haberlo decidido solo, luego de sopesar la apertura de Colosio hacia él. Colosio no se ha dejado envenenar en su contra y le ha ofrecido una “relación respetuosa en lo personal y digna en lo político”. Colosio ha ejercido bien la fórmula de Salinas: “Para que Camacho esté bien, hay que tratarlo bien”. Eso parece haber hecho Colosio con Camacho durante su cena en casa de Luis Martínez. Quizá Camacho ha devuelto esta deferencia con su declaración del 22 de marzo.

Cuando Camacho declara, Colosio está en Culiacán, al principio de una gira por el noroeste de la República que lo llevará al día siguiente a Tijuana. Colosio apenas puede ocultar su euforia. En su salida a la prensa hace un elogio ditirámbico de Camacho. Vuela Colosio: “La declaración pública de Manuel confirma su entrega absoluta a las tareas de conciliación y pacificación que le fueron encomendadas por el presidente Salinas. [El comisionado] podrá llevar a cabo una conclusión exitosa que será reconocida ampliamente por los mexicanos que vemos en la unidad nacional y en la paz la vía del progreso para la nación”.

Colosio habla dos veces ese día con Salinas. Recibe buenas noticias. El secretario de Gobernación ha terminado los acuerdos para una reforma política que garantice una elección ordenada. Los mercados financieros han respondido favorablemente al anuncio de Camacho. Al regreso de su gira por el noroeste, el presidente espera a Colosio con dos botellas de vino para hablar largo y revisar sus pendientes. Entre otros, el tema de los cambios en el equipo de campaña que Colosio quiere plantear desde hace unas semanas y que suponen cambios en el gobierno de Salinas.

Colosio llega a Tijuana el día siguiente, 23 de marzo, al cuarto para las cuatro de la tarde, en un avión del Partido Revolucionario Institucional. Hay unas dos mil personas en el aeropuerto. Al verlo aparecer, corren hacia él como hacia un cantante de moda. Colosio sube al techo de la Blazer y saluda a la muchedumbre. Los miembros de su escolta lo apartan medio metro del entusiasmo de la gente, abren la puerta del vehículo y rescatan al candidato de su popularidad desordenada.

La Blazer de Colosio deja el aeropuerto entre rechinidos de llantas. Levantando polvo, enfila hacia el este siguiendo la modesta alambrada que marca en esa zona la línea fronteriza entre México y Estados Unidos. Atrás se alinean los cuarenta vehículos de la comitiva, rebasándose, obstruyéndose, dispu­tando los lugares en la caravana. Antes de llegar a Tijuana, la Blazer de Colosio gira a la derecha y baja a las hondonadas de Lomas Taurinas. La gente ha construido ahí una ciudad perdida, rebosante de ilegalidad y caos urbano, sueños y agravios populares.

Al llegar al puente que separa Lomas Taurinas del mundo, Colosio baja de la Blazer, se adelanta a su escolta del Estado Mayor Presidencial y entre empujones, como en toda su campaña, obsesionado porque no lo secuestre su equipo de seguridad, camina por el puente de madera podrida, se detiene a la mitad, saluda a todas partes y entra en Lomas Taurinas. Es un hombre radiante, cientos de manos se tienden a su paso. Baja setenta y cinco metros de una cuesta y llega al presídium del mitin, que él llama “asamblea popular”. Una banda toca cumbias. Todo es calor, entrega, comunión, salvo en la manta de un puñado de jóvenes que dice: “Ojo: Camacho y el subcomandante Marcos te vigilan”.

Termina el mitin a las cinco de la tarde. Colosio baja del presídium y camina rodeado de su escolta, apretado por la muchedumbre. En un punto donde la marea humana casi ha detenido su marcha, una pistola asoma entre la valla junto a su cabeza. Hay dos estruendos suaves, apagados por la música y el rumor de la muchedumbre. Colosio se desploma sangrando. Salen a relucir pistolas en las manos de su escolta. La gente que está cerca se desbanda gritando. Un militar de apellido Cantú ha visto disparar al homicida: es un joven lampiño, en jeans y camisa negra. Se echa sobre él y lo oprime con su peso hasta desarmarlo. La gente patea y golpea al muchacho.

Con el cuerpo sangrante de Colosio en los brazos, su escolta pide a la gente espacio para avanzar hacia la camioneta Blazer, distante unos sesenta metros del lugar del disparo. Tardan cinco minutos en recorrer ese tramo. A tumbos suben el cuerpo del candidato a la camioneta. Al salir de Lomas Taurinas lo pasan a una ambulancia. Colosio llega al Hospital General de Tijuana a las cinco y diecisiete minutos de la tarde, hora del Pacífico.

En Lomas Taurinas los guardias forcejean con el joven agresor y con la gente que quiere lincharlo. “Mátenlo”, gritan unos, otros lloran, otros tiran piedras. El coronel Reynaldos del Pozo, del Estado Mayor, asume la custodia del detenido. Seguido e insultado por la gente se abre paso hasta una camioneta de la escolta y sube al agresor al asiento de atrás, flanqueado por dos de sus hombres. En ese momento aparecen patrullas y motociclistas de la policía municipal de Tijuana. Azuzados por la gente, rodean la camioneta y encañonan a Del Pozo, al detenido y a sus custodios. “Quítenselos”, grita la gente. Del Pozo se identifica, los recién llegados se allanan a sus instrucciones y le sirven de escolta para salir del lugar. Cuando los policías y Del Pozo arrancan, la turba los trata como cómplices: apedrea la camioneta que parte con el detenido, las patrullas que lo siguen, las motos que les abren paso.

Los médicos del Hospital General encuentran dos dis­paros en el cuerpo de Colosio. Uno en el vientre, otro en la cabeza. El primer parte médico reporta al paciente delicado de salud. A las seis y cuarto solicitan para él sangre tipo A negativo. A las siete y media llega un helicóptero de la firma Life Flight, que da servicio a los hospitales Palomar Medical Center, Scripps Memorial y Mercy Hospital de la ciudad de San Diego, sólo unos kilómetros al norte de Tijuana. La dirección del Hospital General de Tijuana anuncia que Colosio será trasladado a San Diego para ser intervenido. Su esposa se opone. Nadie discute su decisión.

Colosio muere al cuarto para las ocho de la noche, tiempo del Pacífico; cuarto para las seis de la tarde, tiempo de México. Ha sufrido dos lesiones por proyectil de arma de fuego. Una en el cráneo, con orificio de entrada en la región temporal derecha y orificio de salida a nivel parietal izquierdo. Otra en el abdomen, con orificio de entrada a nivel subcostal izquierdo y orificio de salida a nivel subcostal derecho. Durante el traslado de Colosio al Hospital General de Tijuana se han hecho maniobras de resucitación. Ha pasado directamente al quirófano donde se le ha realizado una laparotomía exploratoria. Se descubre que la bala en el abdomen no ha lesionado órganos fundamentales. Al mismo tiempo se realiza una craneotomía descompresiva que muestra una fractura en el parietal derecho y se drenan los hematomas parenquimatosos de la herida. Durante

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