Miss Narco

Javier Valdez Cárdenas

Fragmento

p1-2

Yoselín[1]

Ella nació en la costa. En un pueblo cercano a la capital sinaloense, a poco más de cien kilómetros de Culiacán y a menos de treinta de la ciudad de Guamúchil, en el municipio de Salvador Alvarado.

Ahí, en su pueblo de casas de madera y lámina, entre temporadas de captura de camarón y tiburón, actividades a las que se dedicaban sus padres y hermanos, cursó hasta la secundaria y fue en ese periodo cuando conoció al amor de su vida: el novio de los 14 años, al que le sudaban las manos cuando entrelazaba la suya, el que la miraba con esa ternura de atardecer frente al mar. Ambos terminaron la secundaria. Él se fue a Estados Unidos, a seguir estudiando y a trabajar. Ella se quedó en su tierra para cursar la preparatoria.

Ya era una jovencita, sus formas lograban en ella la imagen típica de costeña. El pelo chino siempre alebrestado y la danza sensual de sus pechos al caminar. Ya portaba esa coquetería consustancial a ese cuerpo que empezaba a asomarse, sinuoso y atractivo.

Así, con ese porte y ese cuerpo como un guiño, a sus 17 años ganó el certamen municipal de reina de belleza, en el año 2000.

Hasta la tierra de Yoselín bajan los cargamentos de mariguana y cocaína. La yerba viene de la sierra, cerca de 50 kilómetros de estas costas ya empieza la montaña. Y más, poquito más allá están los plantíos de mariguana. Y un poco más arriba, los de amapola. La cosecha se da después del tiempo de lluvias, que casi siempre son abundantes en esta región. La carga es bajada en camionetas de redilas, en camiones de carga, trocas y camiones rabones. No ha hecho falta ir tan lejos. En esta zona, en el 2009, efectivos del Ejército Mexicano destruyeron dos plantíos de mariguana que estaban ubicados en el valle, en la zona donde campesinos y prósperos agricultores siembran frijol, maíz y garbanzo, y un poco de hortalizas. Los dos plantíos sumaban alrededor de 43 hectáreas. Pero uno de ellos, el más extenso era de poco más de 39 hectáreas. Ninguno tan extenso en 10 años, en Sinaloa. Las plantas, de acuerdo con los reportes de la Novena Zona Militar, estaban a punto de la cosecha. Nada que ver con los cientos de hectáreas encontradas y destruidas también por el ejército en otra zona agrícola, más desarrollada, en el municipio de Elota, donde preponderantemente se siembran hortalizas —tomate, pepino y chiles— para el mercado de exportación. Son más de 100 mil los jornaleros agrícolas que se emplean en la siembra y cosecha de hortalizas. Muchos de estos trabajadores vienen de estados como Chiapas, Oaxaca y Veracruz. Son los mismos que pasaban cerca de los plantíos de mariguana, que no eran pocos: entre todos, en un plazo corto de cerca de dos meses, sumaron unas 200 hectáreas, pero en diferentes predios, diseminados, escondidos, entre parcelas de maíz, camuflados, pero cerca, muy cerca de la carretera México 15, de la zona urbana, de las miradas y narices de la autoridad municipal. Y a unos cien kilómetros de Culiacán.

La yerba llega hasta la costa en camionetas y camiones. Es descargada clandestinamente en bodegas y puntos cercanos a la playa. De madrugada, cuando la oscuridad es densa y la noche avanzada, jóvenes pescadores, subempleados con la resaca de la temporada de captura de camarón que no alcanzó ni para pagar las deudas, se emplean, se instalan en lanchas rápidas, suben la droga a la nave, y se retiran, penetrando la densa neblina, mar adentro, para colocar la droga en otros mercados, otros puertos y barcos, donde la esperan clientes ya apalabrados.

La coca se mueve igual. Llega por la costa y por la costa se va. Una parte se queda en la zona, para su venta, aunque también con ella se pagan los servicios de transporte y seguridad. El resto puede buscar nuevos mercados. Siempre, invariablemente, hay gente esperándola.

El transporte de enervantes por vía marítima ha cobrado auge debido a que las carreteras están copadas de retenes y hay patrullaje de la policía federal y el ejército. Por aire las drogas pueden ser detectadas por los radares del gobierno. Por mar no hay quien las pare. Y si los transportistas son detectados, no hay quien los alcance. Lo peor que puede pasarles es que tengan que tirar la droga entre los matorrales, la selva baja poblada por los manglares, o mar adentro, para que nadie la encuentre.

Todo en Yoselín es regalado: el reloj, el anillo, el collar con diamantes, la blusa y el pantalón, los lentes Dolce&Gabbana. Todo. Hasta sus senos voluminosos y explosivos. Pero ella no se regala.

Morena, alta, pelo negro, largo y ensortijado. Ojos que brincan, que viajan para allá y para acá, que no están quietos, sólo cuando miran a algún hombre guapo pasar. Una sonrisa que desvela y despierta.

Yoselín se sabe hermosa, atractiva y sensual. Trae una blusa negra que se abotonó casi hasta arriba para llegar al restaurante. Pero que se desabrochó tres ojales cuando vio que la miraban: sus pechos quieren saltar, bolas redondas y rebeldes, que se quieren salir del brasier. Era 32A hace un par de años. Juntó un dinero que le dejó un novio y una parte que le aportó su nueva pareja, un árabe que vive en Caléxico, hasta sumar los 45 mil pesos que le costó subir de talla y de envidias: ahora es 36C.

Tiene 24 años y una vida de abundancia: piedras preciosas, brillantes y regalos. “Pero me he partido la madre”, dice, con ese acento de bronca, como se les llama a quienes habitan el norte del país, que vienen de rancho, de comunidades rurales marginadas o de la sierra. Pero ella, aunque se siente bronca y se dice bronca, es costeña. Basta mirar su pelo, su andar de vaivén como las olas que bañaron su costa, su arena, sus pies y su infancia.

Yoselín es gritona, grosera, malhablada, coqueta, brillante, inteligente, generosa. Yoselín dice lo que piensa y está acostumbrada a que le reviren, le contesten, y a pelear, defenderse, discutir. Ya ha tenido problemas por decir lo que piensa, pero prefiere eso a la hipocresía, a las mustias de oficina y locas de motel. Ella está loca y así es siempre. Loca de atar, no de borracheras ni antros. Loca de amor, pero también de “chingarse y chingarse” —como dice ella— para estudiar y trabajar, para terminar su carrera profesional, ayudar a sus padres y estar donde está: de regreso con su amor, el amor de su vida, el novio de la secundaria, el de los 14 años, al que siguió y esperó, aun en brazos de otros hombres, hasta que regresó a su tierra, al arrullo de las olas, a ese olor a pescado y a perdición.

Yoselín afirma que se le han acercado narcos. Le dicen, incitantes, “¿No quieres ser mi reinita?” Bien vestidos, con su tejana, los pantalones de mezclilla y camisas Versace. Enjoyados, envueltos en cadenas de oro, tres teléfonos celulares y radios Nextel. Ojos vidriosos y paso guango, desenfadado. Botas azules, de piel de avestruz o de anguila. “Mamita, ven conmigo. Te doy lo que quieras”, dice Yoselín que le musitan al oído. Ella no ha querido involucrarse. Les dice que no porque está cabrón: “Todo lo que tengo me ha costado mucho, un chin

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos