Agua quemada

Carlos Fuentes
Carlos Fuentes

Fragmento

1. El día de las madres

1. El día de las madres

a Teodoro Cesarman

Todas las mañanas el abuelo mezcla con fuerza su taza de café instantáneo. Empuña la cuchara como en otros tiempos la difunta abuelita doña Clotilde el molinete o como él mismo, el general Vicente Vergara, empuñó la cabeza de la silla de montar que cuelga de una pared de su recámara. Luego destapa la botella de tequila y la empina hasta llenar la mitad de la taza. Se abstiene de mezclar el tequila y el Nescafé. Que se asiente solo el alcohol blanco. Mira la botella de tequila y ha de pensar qué roja era la sangre derramada, qué límpido el licor que la puso a hervir y la inflamó para los grandes encuentros, Chihuahua y Torreón, Celaya y Paso de Gavilanes, cuando los hombres eran hombres y no había manera de distinguir entre la alegría de la borrachera y el arrojo del combate, sí señor, ¿por dónde se iba a colocar el miedo, si el gusto era la pelea y la pelea el gusto?

Casi dijo todo esto en voz alta, entre sorbo y sorbo del cafecito con piquete. Ya nadie sabía hacerle su café de olla, sabor de barro y piloncillo, de veras nadie, ni la pareja de criados traídos del ingenio azucarero de Morelos. Hasta ellos bebían Nescafé; lo inventaron en Suiza, el país más limpio y ordenado del mundo. El general Vergara tuvo una visión de montañas nevadas y vacas con campanas, pero no dijo nada en voz alta porque no se había puesto los dientes falsos que dormían en el fondo de un vaso de agua, frente a él. Esta era su hora preferida: paz, ensueño, memorias, fantasías sin nadie que las desmintiera. Qué raro, suspiró, que hubiera vivido tanto y ahora la memoria le regresara como una dulce mentira. Siguió pensando en los años de la revolución y en las batallas que forjaron al México moderno. Entonces escupió el buche que hacía circular en su lengua de lagartija y sus encallecidas encías.

Esa mañana vi a mi abuelito más tarde, de lejos, chancleteando como siempre a lo largo de los vestíbulos de mármol, limpiándose con un paliacate las permanentes lagañas y las lágrimas involuntarias de sus ojos color de maguey. Lo miraba así, de lejos, era como una planta del desierto, nomás que moviéndose. Verde, correoso, seco como los llanos del Norte, un viejo cacto engañoso, que iba reservando en su entraña la escasa lluvia de uno que otro verano, fermentándola: se le salía por los ojos, no alcanzaba a bañar los mechones blancos del cráneo, que parecían pelos de elote muerto. En las fotos, a caballo, se veía alto. Cuando chancleteaba, ocioso y viejo, por las salas de mármol del caserón del Pedregal, se veía chiquito, enjuto, puro hueso y piel desesperada por no separarse del esqueleto: viejito tenso, crujía. Pero no se doblaba, eso no, a ver quién se atreve.

Volví a sentir el malestar de todas las mañanas, la angustia de ratón arrinconado que me cogía al ver al general Vergara recorrer sin propósito las salas y vestíbulos y pasillos que a estas horas olían a zacate y jabón, después de que Nicomedes y Engracia los lavaban, de rodillas. La pareja de criados se negaba a usar los aparatos eléctricos. Decían que no con una gran dignidad, humilde, muy de llamar la atención. El abuelo les daba la razón, le gustaba el olor de zacate enjabonado y por eso Nicomedes y Engracia fregaban todas las mañanas metros y más metros de mármol de Zacatecas, aunque el licenciado Agustín Vergara, mi padre, dijera que lo había importado de Carrara, pero dedo sobre la boca, que nadie se entere, eso está prohibido, me ensartan un ad valorem, ya ni fiestas se pueden dar, sales a colores en el periódico y te quemas, hay que ser austero y hasta sentir vergüenza de haber trabajado duro toda la vida para darle a los tuyos todo lo que

Salí corriendo de la casa, poniéndome la chamarra Eisenhower. Llegué a la cochera y subí al Thunderbird rojo, lo puse en marcha, el portón levadizo del garaje se abrió automáticamente al ruido del motor y arranqué a ciegas. Algo, un mínimo sentido de la precaución, me dijo que Nicomedes podía estar allí, en el camino entre el garaje y la maciza puerta de entrada, recogiendo la manguera, tonsurando el pasto artificial entre las losas de piedra. Imaginé al jardinero volando por los cielos, hecho pedazos por el impacto del automóvil y aceleré. La puerta de cedro despintada por las lluvias del verano, hinchada, crujiente, también se abrió sola al pasar el Thunderbird junto a los dos ojos eléctricos insertados en la roca y ya estuvo: rechinaron las llantas cuando viré velozmente a la derecha, creí ver la cima nevada del Popocatépetl, era un espejismo, aceleré, la mañana era fría, la niebla natural del altiplano ascendía para encontrarse con la capa de smog aprisionada por el circo de montañas y la presión del aire alto y frío.

Aceleré hasta llegar al ingreso del Anillo Periférico, respiré, aceleré, pero ahora tranquilo, ya no tenía de qué preocuparme, podía dar la vuelta, una, dos, cien veces, cuantas veces quisiera, a lo largo de miles de kilómetros, con la sensación de no moverme, de estar siempre en el lugar de partida y al mismo tiempo en el lugar de arribo, el mismo horizonte de cemento, los mismos anuncios de cerveza, aspiradoras eléctricas, las que odiaban Nicomedes y Engracia, jabones, televisores, las mismas casuchas chatas, verdes, las ventanas enrejadas, las cortinas de fierro, las mismas tlapalerías, talleres de reparación, misceláneas con la nevera a la entrada repleta de hielo y gaseosas, los techos de lámina corrugada, una que otra cúpula de iglesia colonial perdida entre mil tinacos de agua, un reparto estelar sonriente de personajes prósperos, sonrosados, recién pintados, Santa Claus, la Rubia de Categoría, el duendecito blanco de la Coca-Cola con su corona de corcholata, Donald Duck y abajo el reparto de millones de extras, los vendedores de globos, chicles, billetes de lotería, los jóvenes de playera y camisa de manga corta reunidos cerca de las sinfonolas, mascando, fumando, vacilando, albureando, los camiones materialistas, las armadas de Volkswagen, el choque a la salida de Fray Servando, los policías en motocicleta, los tamarindos, la mordida, el tapón, los claxons, las mentadas, otra vez el arranque libre, idéntico, la segunda vuelta, el mismo recorrido, los tinacos, Plutarco, los camiones de gas, los camiones de leche, el frenón, los peroles de leche caen, ruedan, se estrellan sobre el asfalto, en las barandillas del periférico, contra el Thunderbird rojo, la marea de leche. El parabrisas blanco de Plutarco. Plutarco en la niebla. Plutarco cegado por la blancura inmensa, líquida, ciega ella misma, invisible, haciéndolo invisible a él, un baño de leche, mala leche, leche aguada, leche de tu madre, Plutarco.

Seguro, el nombre se presta a guasas y en la escuela me habían dicho todo aquello de ¿quequé?, ¿a poco?, ¿repite?, y Verga rara y alabío, alabau, alabimbombá, Verga, Verga, ra, ra, ra, y cuando pasaban lista nunca faltaba un chistoso que dijera Vergara Plutarco, presente y parada, o chiquita, o dormidita. Luego había trancazos a la hora del recreo y cuando me dio por leer novelas, a los quince años, descubrí que un autor italiano se

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