1
Nelson no necesita leer la letra de la canción en el karaoke. Se la sabe de memoria y la canta con los ojos cerrados. La soledad es miedo que se teje callando, y el silencio es el miedo que matamos hablando. La música va por un lado y Nelson va por otro, pero no le importa. Me había dicho, voy a cantarte la canción que más le gustaba a tu papá, y yo lo escucho con atención. ¡Y es un miedo el coraje de ponerse a pensar, en el último viaje, sin gemir ni temblar!
—En este punto, Libardo ya estaría llorando —me susurra al oído uno de sus amigos de antes.
—A cada mujer le tenía su canción —me dice otro.
O no entendió quién era yo cuando nos presentaron o, como ya soy adulto, no le importa mencionarme a las amantes de Libardo. O así son siempre los mafiosos: desbocados al hablar.
Me sirven más whisky sin preguntarme si quiero y a pesar de que apenas me he tomado la mitad. El que está a mi derecha, dice:
—Pero esta canción era la de él, la de él solito, y era un lío porque ningún músico se la sabía. Yo le advertí que esa canción lo delataba porque uno no puede confesar que le tiene miedo al miedo.
Lo interrumpen los aplausos para Nelson. Yo sigo preocupado por mis amigos allá afuera, que no me vayan a dejar porque mi maleta quedó en el carro de Pedro. Además no tengo la dirección de Fernanda.
Nelson se acerca y me dice:
—Aquí estaría tu papá doblado, llorando a moco tendido.
—Sí, eso me dijo él. —Señalo al que está mi lado.
—¿Y qué te pareció? —me pregunta Nelson.
—Muy bien, cantan muy bien todos —le digo.
—Qué va —dice—. Lo hacemos por hobby, nos juntamos cada quince días, para desahogarnos. —Suelta una carcajada, luego se queda mirándome y dice—: A tu papá le habría encantado venir a cantar en karaoke. Era muy melómano.
Es cierto. A Libardo le fascinaban los equipos de sonido, siempre tenía el último modelo, no solamente en la casa sino también en las fincas y en los carros. Si estaba de buen humor oía la música con el volumen muy alto, música popular de la que Julio y yo nos burlábamos.
—¿Y no invitan mujeres? —le pregunto a Nelson.
—Qué tal —responde—. La única vez que las trajimos se apoderaron del micrófono y no nos dejaron cantar.
Otro hombre se acerca, gordo y risueño, con un papel en la mano, y pregunta:
—¿Ya escogieron las de la segunda ronda?
—Yo voy con «¿Y cómo es él?» —dice el que está a mi izquierda.
—No jodás, Baldomero —le reprocha Nelson—. ¿Otra vez?
—La vez pasada no la canté.
—Porque no viniste. Pero la antepasada, y la anterior, y la anterior a la anterior…
—Vean pues a este —se queja Baldomero—. Ahora le dio por decidir qué cantamos y qué no.
—Vení a ver pedimos la lista de canciones para que mirés qué más tiene —le propone el gordo, y se van los dos.
—Yo también me voy —le digo a Nelson.
—Pero si está tempranísimo —me dice—. Aquí nos echamos hasta cinco rondas de canciones. En una de esas te animás a cantar también.
—¿Cantar yo?
Parecen niños. Se mueven inquietos de un lado a otro, de silla en silla, de mesa en mesa, hablan fuerte, sueltan carcajadas. No distingo a ninguno de los que visitaban a Libardo, pero es que han pasado doce años, tal vez son los mismos pero están viejos. ¿A qué se dedicarán ahora? ¿Seguirán traqueteando? ¿Saldaron sus cuentas con la ley? Siguen armados, aunque eso no quiere decir nada en Medellín. ¿Será que ellos sí se morirán de viejos?
—¿Cómo siguió tu mamá? —me dice Nelson, y la pregunta me confunde.
—¿Cómo siguió de qué?
Nelson titubea, bebe, aplaude al gordo que ha comenzado a cantar. Este es bueno, me dice, este sí sabe. ¿Cómo siguió de qué?, le repito. Este es el de mostrar, un bolerista ni el berraco. Nelson, ¿cuándo viste a mi mamá por última vez? Hace mucho, mijo, hace más de dos años que no la veo, seguirá igual de hermosa, me imagino, dice. Me imagino, le digo yo. ¿Cómo así?, no te entiendo, me dice Nelson. Llevo doce años sin venir, apenas llegué hoy, le explico. Ah, carajo, dice Nelson, entonces todo te debe parecer muy distinto.
—¿Qué tiene mi mamá, Nelson?
—Las tetas más hermosas del mundo —dice y suelta una carcajada con tufo a trago—. Perdóname, mijo, es que eso le decíamos a tu papá para gozárnoslo.
Los otros acompañan al gordo con el coro. Y me muero por tenerte junto a mí, cerca, muy cerca de mí. Nelson levanta el vaso y también se pone a cantar. Luego me dice:
—Libardo tenía buen oído, pero mala voz —y repite—: Lástima que no le tocó esto, le habría fascinado.
Me tomo lo que me queda de whisky con la última imagen que tengo de Fernanda en Skype. No le pasa nada, no tiene nada, estaba igual que todas las veces. ¿Y si me están ocultando algo? De solo imaginar lo peor sigo el impulso de servirme otro trago.
—Eso, Larry —me dice Nelson, sonriente—. Anímate que hoy es la Alborada.
De pronto, se oyen golpes fuertes en la puerta y gritos de pelea. Algunos de los hombres se levantan, otros siguen cantando. ¿Qué pasa?, pregunta uno de ellos y toma una de las pistolas que estaban en la mesa de centro. Otro hace lo mismo y ordena, ¡apaguen la música! Afuera, los gritos y los golpes van en aumento. Junto a mí, todos van sacando sus armas de la pretina, de las chaquetas o de sus bolsos de cuero. El único que no se ha dado cuenta de lo que pasa es el que canta. ¡Que apaguen la música! ¿Quién está cuidando afuera?, pregunta otro. La música se corta y el gordo queda cantando a pulmón, eres mi luna, eres mi sol. Afuera está John Jairo, dice uno. Y también está Diego, dice Nelson, seguramente refiriéndose al portero fornido que casi no me deja pasar.
Yo temo lo más grave: un ajuste de cuentas entre bandas, o la policía que viene a cobrarles cuentas a estos, con doce años de retraso. Uno al que le dicen «Carlos Chiquito», pequeño pero corpulento, va hacia la puerta con la pistola oculta tras la espalda. Los otros se quedan, como decía Libardo ante una alarma, en acuartelamiento de primer grado.
Carlos Chiquito abre la puerta y encuentra a varios hombres forcejeando. También hay mujeres. Al primero que distingo, con la cara enrojecida y desfigurada por la ira, es a Pedro el Dictador. Detrás de él, la Murciélaga manotea, también furibunda. Carlos Chiquito levanta la pistola y yo levanto la voz para decirle:
—¡Espere, yo los conozco! Son mis amigos.
Todos bajan la guardia, aliviados. Voy hacia la puerta mientras Carlos Chiquito sigue intentando imponer el orden.
—¡Cálmense, culicagados! —les dice.
Pedro alcanza a verme y grita:
—¡Suéltenlo, déjenlo ir!
—¿A quién? —pregunta, despistado, Carlos Chiquito.
Me escurro entre los escoltas y le pregunto a Pedro:
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás armando este escándalo?
—¿Estás bien? —me pregunta Pedro.
—Larry, ¿qué te hicieron? —me pregunta la Murciélaga.
Junto a ellos están Julieth y otros que no había visto antes. Nelson se asoma a la puerta.
—¿Qué pasa, mijo?
—Nada, Nelson, mis amigos que me estaban buscando.
Carlos Chiquito ordena cerrar la puerta. Yo quiero despedirme de Nelson, pero ya dos escoltas formaron un muro impenetrable. Pedro me abraza. Pensamos lo peor, marica, me dice. ¿Quiénes son esos tipos?, me pregunta Julieth. Pedro nos asustó, dice la Murciélaga, con todo este rollo de la aparición de tu papá, pensamos que… Te lo juro por Dios, la interrumpe Pedro, que pensé que te habían secuestrado. ¿Cómo supieron que yo estaba ahí?, les pregunto. Yo te vi, responde Julieth, y les dije a estos que te había visto entrar ahí con un par de tipos muy malucos. Pues resultaron ser amigos de mi papá, les explico. Mejor vámonos para otro lado, propone la Murciélaga. Sí, dice Pedro, paguemos la cuenta y nos vamos. Siento que alrededor todo el mundo me mira, como si dijeran, otra vez estos, otra vez el hijo de Libardo metiéndose en problemas.
En el carro voy recuperando cada músculo y cada hueso que se me había desenganchado del esqueleto por culpa de la agitación. Con cansancio vuelvo a pedir lo mismo:
—Quiero irme a mi casa, Pedro. Quiero saludar a mi mamá.
—No es para tanto, hombre —me dice él—. Todo fue un malentendido.
—No, si no es por eso —le digo.
Estoy muy cansado para repetirle lo que ya le he dicho tantas veces. No es por eso, es por todo.
—¿Seguro que estás bien? —me pregunta Julieth, que va sentada a mi lado con su mano puesta en mi muslo.
No estoy bien, pero tampoco voy a decírselo. Tal vez más tarde se lo cuente a Fernanda y le confiese la tristeza de saber que Libardo les abrió el corazón a esos viejos más que a nosotros, que ellos sabían más cosas de mi papá que ella, que Julio y que yo mismo.
2
Libardo hizo de tripas corazón para no derrumbarse cuando vio el cadáver de Escobar sobre el techo de una casa cualquiera, en la que se escondía el hombre más buscado del mundo. El rumor le llegó antes de que pudiera verlo en televisión y él, al igual que todos, creyó que se trataba de otra muerte inventada, como las tantas veces que Escobar había muerto en su vida. Pero no pasó ni media hora cuando empezó a escuchar los avances en la radio. Movido por una corazonada, llamó a Fernanda para que nos recogiera en el colegio.
Aunque soy menor que Julio, los dos estábamos en el mismo curso, el penúltimo año de bachillerato, pero nos tenían en salones diferentes. Mi hermano había perdido noveno y yo, en cambio, era buen estudiante. Siempre nos recogía el chofer y esa tarde nos sorprendimos al ver dos camionetas: en una venía Fernanda y en la otra, los muchachos. Ella estaba distraída fumándose un cigarrillo y le daba golpecitos al timón con los dedos, como si acompañara una canción. Julio y yo nos acercamos desorientados. Fernanda no fue muy clara, nos dijo que iba a haber manifestaciones al final de la tarde y que por eso había pasado a recogernos. Julio le preguntó quiénes protestaban y ella le respondió que los estudiantes. Otra vez los estudiantes, dijo con displicencia. Pero yo ya sabía. La secretaria del rector había interrumpido la clase de Biología para decirle algo en secreto al profesor. Al final, él nos contó lo que ya se confirmaba en las noticias. Yo sentí que todos en la clase se voltearon a mirarme.
—Mataron a Pablo —le dije a Fernanda, ya en el carro.
Ella me miró por el retrovisor, y Julio, que iba adelante con ella, preguntó sorprendido:
—¿Qué?
—Es un rumor —dijo Fernanda.
—Por eso viniste a recogernos —dije.
—¿Es verdad eso, ma? —le preguntó Julio.
—Es un chisme, todavía no han confirmado nada —insistió ella.
Julio prendió el radio, Fernanda lo apagó, Julio volvió a prenderlo y ella le dijo, apaga eso que me está doliendo la cabeza. No quiere que nos enteremos, dije desde atrás. Julio movió el dial para buscar alguna emisora de noticias. Fernanda me miró otra vez por el retrovisor y dijo:
—No me interesa saber absolutamente nada de esto.
Apretó el encendedor en el tablero del carro, sacó del bolso una cajetilla, la sacudió, pero no le salió ningún cigarrillo. Julio detuvo el dial en una de las tantas emisoras que comentaban la noticia. El locutor, muy exaltado, decía que la zona estaba acordonada, militarizada, que el cadáver de quien se presumía era Escobar seguía tendido en el techo, y que algunos soldados levantaban los brazos mostrando con los dedos la ve de la victoria. Fernanda golpeó con más fuerza la cajetilla contra su pierna y maldijo. El encendedor saltó y ella le dijo a Julio, apaga eso y sácame un cigarrillo de aquí. Julio dijo, esto se va a prender, refiriéndose a la noticia.
Fernanda no volvió a hablar y Julio cambiaba de una emisora a otra. En todas reinaban la exacerbación y las hipótesis, cada informe era anunciado como una primicia. Fernanda estuvo a punto de chocarse contra otro carro. Yo miraba por la ventanilla, cerrada a pesar del bochorno de la tarde, y me pareció notar en la gente, y en cada cosa que veía, la convulsión que narraban en la radio. De ser cierto lo que ya se daba por hecho, ese jueves de aquel diciembre iba a partir en dos nuestra historia reciente. Lo presentimos, Fernanda entre frenazos y giros bruscos, mientras chupaba el cigarrillo con fuerza, y Julio, que no le quitaba la mirada al radio, como si de ahí salieran las imágenes que narraban casi a los gritos. Y yo, que seguía mirando afuera y en cada cara que me encontraba sentía que me reprendían como si tuviera la culpa de lo que comenzaba a suceder.
Fernanda entró a la casa por la puerta de la cocina, subió y se encerró en su cuarto. Desde afuera se escuchaba el televisor de la sala. Encontramos a Libardo concentrado en la noticia, mascullando y blanco como un papel. Apenas nos vio buscó rápidamente el control y apagó el televisor. Nos sonrió como si lo hubiéramos descubierto en una de sus trampas.
—Veníamos oyendo las noticias —dijo Julio.
—No va a pasar nada, muchachos —dijo Libardo, pero tenía la voz nerviosa.
—Se va a armar un mierdero, pa —dijo Julio.
—El mierdero estaba armado desde antes —aclaró Libardo y nos preguntó—: ¿Y la mamá?
—Está arriba —le dije.
Me acerqué a la mesa de centro, tomé el control y volví a prender el televisor. Ahora intentaban bajarlo del techo en una camilla que se bamboleaba al vaivén de los brazos que la sostenían. Ahí estaba él, tendido, barbado, ensangrentado y con la barriga al aire; en otras palabras, muerto. Abajo lo esperaban más brazos estirados para recibirlo, para tocarlo o para comprobar que no se trataba de un engaño. La bala que le había entrado por el oído ya le había hinchado la cara y deformado las facciones. No se podía jurar, en ese instante, que fuera él.
—Apaga eso, Larry —me ordenó Libardo.
—¿Por qué no quieren que nos enteremos? —le reclamé y apreté contra mí el control del televisor.
—Porque están diciendo cosas que no son.
—¿No está muerto o qué? —lo desafié.
Libardo vaciló. La imagen temblaba en la pantalla mientras la camilla desaparecía entre el tumulto. Los periodistas intentaban seguirlo, jadeaban y tropezaban o se enredaban en los cables de las cámaras. La conmoción en vivo y en directo puso nervioso a Libardo.
—Apaga eso, carajito —me dijo entre dientes y luego gritó—: ¡Fernanda, Fernanda!
—Que tiene dolor de cabeza, pa —le repitió Julio.
El teléfono comenzó a timbrar.
—¿Para qué ver más? —insistió Libardo—. Ya se lo van a llevar.
—¿Entonces qué? —le pregunté—. ¿Está vivo o está muerto?
El teléfono siguió timbrando.
—¡Contesten! —vociferó Libardo hacia la cocina—. Está muerto —nos dijo, finalmente, y otra vez le tembló la voz.
Se restregó la cara y apagó el televisor. Al fondo siguió repicando el teléfono hasta que alguien lo contestó.
—Todo va a salir bien —nos dijo Libardo.
Yo boté el control sobre el sofá y Julio corrió escaleras arriba hacia su cuarto.
—Se nos jodió el diciembre —le dije a Libardo, pero él negó con la cabeza.
Se sentó en su poltrona de cuero y dijo:
—Aquí el único jodido es el muerto.
Ese resto del día, Libardo se la pasó haciendo llamadas. No salió de la casa y se encerró varias veces en el garaje para hablar por el teléfono del carro. De su voz potente apenas quedó un murmullo de respuestas cortas, de frases amenazantes y de preguntas sobre qué opinaban los otros, o dónde estaba fulano, o por qué algunos no contestaban las llamadas. Se paseaba de un lado a otro, siempre atisbando por la ventana hacia las esquinas de la calle.
Había vuelto a prender el televisor aunque lo tenía casi sin volumen. Seguían mostrando la casa del barrio Los Olivos, el techo con las tejas rotas, las manchas de sangre, la multitud contenida por policías y militares en revuelo. Habló el ministro de Defensa, el de Gobierno, el alcalde, el gobernador, el jefe de la policía, el del ejército y, por último, habló el presidente. Libardo los escuchó a todos con atención, aferrado a un vaso de ron que volvía a llenar cada vez que lo terminaba.
Fernanda no salió del cuarto en el resto del día ni en toda la noche. Una de las empleadas le subió una jarra de agua y, más tarde, una sopa. Julio y yo bajamos cuando nos llamaron a cenar. Seguimos viendo las noticias en el televisor de la cocina. Estábamos solos cuando Libardo entró a sacar más hielo.
—Ya habló Juan Pablo —nos contó.
—¿Y? —preguntó Julio.
—Dijo que se iba a vengar y los iba a matar a todos.
—¿Los o nos? —pregunté.
—Los —aclaró Libardo—, o al menos eso fue lo que entendí.
—¿Mañana hay colegio? —preguntó mi hermano.
—Claro que hay colegio.
—¿Y nosotros vamos a ir? —volvió a preguntar Julio.
—Pero claro, aquí todo va a seguir igual.
Cuando se dio la vuelta, nos dimos cuenta de que tenía su pistola metida en la pretina del pantalón, atrás, sobre la cadera. Luego miré la pantalla y abrí los ojos, petrificado.
—Miren —dije.
—¿Qué pasa? —preguntó Libardo.
Señalé el televisor con la boca. Ahí estaba Escobar otra vez, tendido en lo que parecía una mesa de autopsia, aunque por la pesa que colgaba del techo parecía que lo hubieran puesto en el mesón de una carnicería. Tenía los pantalones bajados hasta la mitad de los muslos, calzoncillos blancos, seguía con la panza al aire, la barba poblada como la de un profeta, y su pelo rebelde, mojado, sudado y ensangrentado. Lo que mostraban era apenas una foto que había tomado alguien de sangre helada, pero que fue suficiente para que Libardo se desplomara sobre una silla y, por primera vez desde que supo la noticia, llorara desconsolado. Yo huí a mi cuarto, no por lo que mostraban en la televisión sino porque nunca había visto llorar así a mi papá. Alcancé a ver cuando Julio, torpe y novato en estas cosas del dolor ajeno, le puso una mano sobre el hombro, pero Libardo siguió arañándose la cara, moqueando y soltando palabrotas entre los dientes apretados.
A esa hora, y en otros lugares de Medellín, ya tronaban los voladores en el aire para celebrar la muerte del malvado.
3
Los cuatro nombres en el pasaporte de María Carlota Teresa Valentina Rivero Lesseps confundieron a la empleada de British Airways, hasta cuando descifró el primer apellido y comenzó a tratarla como Miss Rivero. La registró, le entregó los comprobantes de las maletas que había aforado, los documentos y el pase de cortesía para la sala VIP. En la familia siempre la llamaron María Carlota, o Carlota a secas, y fue después, en el colegio, cuando comenzaron a llamarla Charlie. Lo del nombre largo fue un capricho de sus papás, que no se pusieron de acuerdo en un solo nombre.
Después de pasar los controles de emigración, Charlie arrastró su maleta de mano entre las góndolas del duty free. Cada cosa que miraba ya la tenía. Se echó más perfume de un frasco de muestra para reforzar el que se había puesto por la mañana. Repasó en la cabeza la lista de los regalos de Navidad, con la sensación de que alguien le estaba faltando. En otra tienda compró dos revistas de chismes y una caja de chicles. Camino a la sala VIP le entró un mensaje de Flynn en el que le preguntaba cómo iba todo y si ya había pasado los puestos de emigración. Charlie le puso un OK, y Flynn le devolvió un corazón.
En la sala se sirvió nueces y pidió agua con gas, con una rebanada de limón. Se echó en una poltrona que miraba hacia la pista y, mientras veía aterrizar y despegar aviones, pensó en qué podría ser eso que tenía Flynn que no la llenaba del todo. O qué sería lo que le faltaba. Parte de la intención de pasar la Navidad en Colombia era ver si la distancia producía algún efecto en lo que sentía hacía él.
Estuvo hojeando un rato las revistas y de cuando en cuando revisaba la pantalla con la lista de vuelos próximos a salir. Apenas comenzó a parpadear el de Bogotá, tomó sus cosas y se fue al baño. Una última inspección frente al espejo la dejó satisfecha. Le gustaba el combinado de la gabardina Burberry con los bluyines rotos. Salió para la sala de embarque dominada por la ansiedad que le producía volver. Tomó su teléfono para escribirle a Flynn el mensaje que le había prometido: ya voy a abordar. Una llamada entrante, de un número desconocido, le interrumpió la escritura del mensaje. Estaba dudando, además, si le agregaba un te quiero. Aceleró el paso porque la puerta 27, la que le correspondía, quedaba lejos y la terminal estaba congestionada. Te quiero, puso al fin. Otra vez le timbró el teléfono con un número largo y el prefijo de Colombia. También entró otro mensaje de Flynn. Yo también, buen vuelo, me llamas cuando llegues. Se le cruzaron varias imágenes de la noche anterior. Flynn practicándole sexo oral, la verga de Flynn, las palmadas que él le dio en las nalgas al momento de ella venirse, el vacío que sintió después. En otro mensaje Flynn le dijo que la extrañaba desde ya, y en otro le preguntó si ya estaba dentro del avión. Una tercera llamada comenzó a irritarla; todavía le quedaban diez puertas para llegar a la de su vuelo. En medio del afán entró otra petición de Flynn. Mándame una foto ya, en este mismo instante, quiero ver cómo estás. Luego otra llamada del número desconocido y justo cuando llegó a su sala, cuando ya quedaban muy pocos pasajeros para abordar, le entró un mensaje que no era de Flynn, sino de Cristina, su hermana, que le decía, contesta por favor, papá ha muerto.
4
La Murciélaga aletea en el asiento del acompañante al ritmo de una música que no va con el momento ni con la situación. Todavía es muy temprano para retorcerse tanto. Una cantante con voz robotizada vocifera, papi, dame duro, dame duro contra el muro, duro, duro contra el muro, papi. Mientras maneja, Pedro el Dictador nos cuenta la historia de un amigo suyo que se cayó a una alcantarilla y pasó allí toda la noche porque nadie oyó sus gritos de auxilio. Interrumpe para reírse a carcajadas. En realidad, solo cuenta la historia para sí mismo porque la Murciélaga anda metida en su música, Julieth anda texteando y a mí poco me importa el cuento.
Explayado sobre el asiento de atrás, cierro los ojos y pido que el trayecto sea largo para intentar dormir un poco a pesar del volumen del radio, de la alharaca y las carcajadas de Pedro y de los sonidos interplanetarios que hace la Murciélaga.
Todavía no ha terminado la hora pico del tráfico y avanzamos despacio hacia un sitio donde, según ella, venden marihuana cultivada en agua, más potente y menos nociva.
—Son cultivos hidropónicos con agua pura de nacimiento y los mineralizan con piedras volcánicas —nos había explicado.
—Wow —había exclamado Pedro.
Pues hacia allá vamos, a pesar de que les dije que conmigo no contaran porque no podía acompañarlos toda la noche. En cualquier momento llamará Fernanda para decirme que ya puedo ir. Pero ¿y si ella no está en la casa, preparando mi llegada, sino que anda en el casino, atrapada en una mesa de juego? Le pregunto a Pedro qué casinos está frecuentando Fernanda.
—Ninguno —me dice—, hace rato dejó eso.
—Mentiras —le alego—, si hubiera dejado de jugar ya me lo habría contado.
—¿Quién es Fernanda? —pregunta la Murciélaga.
—Mi mamá —le digo.
—Yo la conozco —exclama Julieth, casi con orgullo.
—¿Y por qué le preguntás sobre ella a él? —dice la Murciélaga, señalando a Pedro.
—Porque yo no vivo acá y él sí.
—No entiendo —dice ella, moviendo el brazo al ritmo de unos tambores, como una serpiente de feria.
—Ahí donde lo ves, con esa cara de güevón, Larry es todo un economista de la London School of Economics —dice Pedro.
La Murciélaga se voltea y me pregunta:
—¿De verdad?
—No. Empecé a estudiar en la City University of London —le aclaro—, pero no terminé.
—Pues tu mamá dice que fue en la London School —dice Pedro.
—Ella no las distingue —digo—. Además no estaba estudiando Economía sino Banking and International Finance.
—Eso suena chévere —opina Julieth.
—Igual se nos acabó la plata y no pude seguir.
—¿Cómo así que se les acabó la plata? —me pregunta Julieth, sorprendida—. Me acuerdo de los carros que tenían y de la ropa que te ponías.
—Él sí tiene plata, Juli —dice Pedro—. No le hagas caso que ahora se las da de pobre.
—¿De verdad? —vuelve a preguntar la Murciélaga.
Dependemos de lo que pueda hacer Julio en la finca. Hay meses buenos y otros malos. Yo aguanto en Londres con el trabajo en la inmobiliaria y en los meses productivos me giran algún dinero extra. Y no es que me las dé de pobre, solo que alguna vez fuimos muy ricos.
—Oigan esto. —La Murciélaga le sube el volumen al radio y se zangolotea en el asiento. Pedro sigue el ritmo con las palmas sobre el timón, Julieth vuelve a su texteo y yo solo pienso en darme una ducha y después dormir.
—Marcale a Fernanda, por favor —le pido a Pedro.
—Llamala vos —dice.
—Mi celular no funciona aquí en Colombia.
—Ella dijo que llamaba.
—Ella es muy despistada. Llamala, por favor.
Pedro marca de mala gana. Le arrebato el celular y solo oigo que repica.
—Esos no son modales de un inglés —me reclama Pedro.
Fernanda no responde. Le dejo un mensaje en el buzón: Ma, soy yo. Dame una llamada al celular de Pedro. Quiero ir ya a tu casa. Hace mucho que llegué y quiero descansar.
Pedro se sale de la avenida y toma unas calles estrechas y empinadas. Primero avanzamos entre edificios y luego entramos a una zona comercial.
—¿Dónde estamos? —les pregunto.
—Sistema solar, planeta Tierra, tercero a la derecha —dice la Murciélaga, y Pedro le celebra el apunte chocando su mano con la de ella.
En el radio, un hombre suplica en una canción, tócamelo mami, tócamelo mami, tocamelotocamelo, tócame el corazón, mami. La Murciélaga pega un grito de euforia y sigue contoneándose impulsada por el bochinche del reguetón.
De pronto, Pedro frena en seco y echa reversa.
—¿Qué pasó? —pregunta la Murciélaga.
—Mirá a estos maricos —dice Pedro y se parquea frente a un tienda de muebles modernos, saca la cabeza por la ventanilla y grita—: ¡Ustedes sí son muy dañados, bebiendo desde tan temprano!
Detrás de la vitrina hay un grupo y uno de ellos se levanta y sale con los brazos abiertos. La Murciélaga lo reconoce y pega un grito de emoción, como si llevara años sin verlo.
—¡Ro! —Y repite—: ¡Ro, Ro, Ro!
—El viejo Ro —lo saluda Pedro, mientras Ro le agarra la cabeza bruscamente y le dice:
—Dictador de mierda, dónde te habías metido, cabezón.
No ubico a Ro en mi memoria. Cuando me fui apenas estábamos dejando de ser adolescentes y ahora nos acercamos a los treinta. Cuando me fui no habíamos acabado de crecer, no se nos había terminado de formar el cuerpo, la barba era incipiente y hablábamos soltando gallos. Ahora todo parece estar en su lugar, así sea por poco tiempo. Y nos comportamos como si fuéramos a ser jóvenes siempre.
La Murciélaga se estira por encima de Pedro para darle un beso a Ro. Julieth baja la ventanilla y saca la cabeza para darle otro beso. Ro me ve junto a ella y achica los ojos para adivinar quién soy yo.
—Es Larry —le dice Pedro.
—¿Larry?
—Larry no sabe dónde está —dice la Murciélaga y suelta una risita.
—Larry —repite Pedro—. El que estaba en Londres.
Ro me mira con atención, se queda pensativo mientras yo le digo:
—Yo tampoco me acuerdo de vos.
—Larry —dice él y pregunta—: ¿El hijo de Libardo?
—Sí —Pedro responde por mí.
Ro cambia el gesto por una expresión fría, aunque estira la mano para saludarme. Pedro me recuerda quién es Ro. Rodrigo Álvarez Ospina, hijo de un exgobernador, exsenador, exembajador, vecino de barrio de nuestra casa de antes. Aunque no estudiamos en el mismo colegio, éramos medio amigos porque nos veíamos afuera, en la época en que uno jugaba en la calle.
—Larry llegó hoy de Londres —le dice Pedro—. Es economista de la London School of Economics —insiste, y esta vez la Murciélaga lo acompaña con una risita rastrera.
—Qué bien —comenta Ro, sin mucho entusiasmo.
—¿Y qué hacen? —le pregunta Pedro.
Ro mira al grupo, adentro, y una mujer levanta una copa de aguardiente para saludar.
—Tere trajo una bolsa de mangos verdes y no tuvimos más remedio que abrir una botella de guaro para probarlos —dice Ro, en tono de queja.
—Qué rico un mango —dice Julieth.
—Qué rico un aguardiente, más bien —dice Pedro.
Ro suelta una carcajada para darse tiempo de volver a mirarme. Después hay un silencio corto pero punzante en el que deseo, con todo mi corazón, que Ro siga callado y no nos invite a bajarnos. Pero no ocurre y se decide, finalmente:
—Vengan, bájense un rato y después nos vamos a ver la Alborada. Todavía queda trago. Y tiempo.
Yo suelto un resoplido inconforme. Pedro se da vuelta y me dice:
—Tranquilo, brother, bajémonos un ratico que todo está fríamente calculado. Conmigo la felicidad está garantizada.
Se baja, me abre la puerta y exagera una venia de cortesía. Y me pregunta:
—A propósito, parcero, ¿ya te di la bienvenida al infierno?
5
Lo que sonó como un estallido de vidrios, en la puerta 27, resultó ser el grito de Charlie. Los pocos pasajeros que faltaban por abordar quedaron paralizados. Ella alargó el grito hasta convertirlo en un lamento desesperado y desesperante. Cualquiera habría pensado que se trataba de una enferma mental que querían subir a la fuerza al avión, o de alguien que sufría de un ataque de pánico. Un par de operarios de la aerolínea corrieron hacia ella, que ya estaba doblada en el piso, junto a una hilera de asientos, con la cara enrojecida y abotagada por el llanto. La ayudaron a levantarse y la acompañaron hasta una silla. Charlie no paraba de lamentarse, con el celular pegado al pecho. Le preguntaron qué tenía, qué sentía, y ella solo negaba con la cabeza.
Desde el mostrador hicieron el último llamado para abordar. Uno de los operarios le preguntó si iba en ese vuelo. Charlie asintió. Le preguntaron si estaba segura de querer viajar y ella dijo que sí y les suplicó, no me vayan a dejar, yo tengo que irme en ese avión. El operario le hizo una seña a su colega en el mostrador para que esperara un momento y le pidió a Charlie el pasaporte y el pasabordo. Ella, temblando, los buscó en su bolso. El operario corrió con los documentos al mostrador y el que se quedó acompañándola, le dijo, lo siento, pero tiene que abordar, ya hicieron el último llamado. Y le preguntó de nuevo, ¿está segura de que quiere hacerlo?, podemos arreglar su viaje para otro día. Charlie se paró electrizada, no, dijo, me voy, tengo que irme. ¿Ha bebido?, le preguntó el operario. Ella lo miró extrañada. ¿Qué? Que si ha bebido, le repitió él. ¿Licor?, le preguntó Charlie. Sí, licor. En medio del llanto soltó una risa y negó con la cabeza. Entonces vamos, le dijo el hombre.
En el túnel había un pequeño grupo que todavía esperaba para entrar al avión. Cuatro o cinco pasajeros, nada más. Charlie arrastraba una pequeña maleta, aunque parecía que era la maleta la que la empujaba a ella. Larry era el último que esperaba en la fila y se volteó a mirarla. Ella empuñó el pasamanos del túnel cuando se le doblaron las rodillas. Cayó sentada en el suelo, sola, en la mitad del pasadizo, bajo una lámpara de luz blanca. Los que faltaban por entrar se voltearon a mirarla. El llanto desgarrado de Charlie les desprendía la piel de los huesos. Nadie aparecía detrás para ayudarla, nadie se le acercaba. Dos más de la fila entraron al avión y afuera solo quedó Larry. Él miró hacia dentro por si algún tripulante se había dado cuenta de la situación, pero parecían ocupados en acomodar a los pasajeros. Entonces se fue hasta la mitad del túnel, donde estaba Charlie, y le preguntó en inglés:
—¿Está bien?
Ella negó con la cabeza.
—¿Puedo ayudarla?
Ella asintió y le respondió en español:
—Ayúdeme a entrar.
Larry le ayudó a levantarse. Una azafata se paró en la puerta del avión y les pidió que se apuraran. Él llevaba a Charlie del brazo y con la otra mano arrastraba la maleta de ella.
—¿Qué le pasó? —le preguntó él.
—Mi papá se acaba de morir.
—Lo siento mucho.
Los dos entraron al avión. La azafata le indicó a ella dónde encontraría su puesto. Larry se fue detrás. Charlie se detuvo en la cuarta fila de primera clase y se dejó caer en el asiento. Él le preguntó si su puesto era ahí y ella asintió. Él abrió el portaequipajes y le guardó la maleta.
—Si necesita algo, estoy atrás, en la treinta y cinco —le dijo, pero ella estaba otra vez llorando, con la cara entre las manos.
Él siguió hasta el fondo del avión, entre la gente que no había terminado de acomodar sus cosas. Maletas, sombreros, muñecos de peluche, bolsas de Selfridges llenas de perendengues. Larry quiso devolverse para decirle a Charlie que él también iba a un funeral. Tal vez eso le daría un poco de consuelo. No se sentiría tan sola, pensó él, como si el dolor pudiera compartirse. Pero además era diferente, él iba a un funeral con doce años de atraso. Otra azafata le pidió que ocupara su asiento, que el vuelo ya tenía un retraso y por culpa del abordaje se estaba demorando más. Larry obedeció y buscó su hueco, entre dos desconocidos. Ahí pasaría las próximas once horas. Cierra los ojos y piensa.
No puede existir un peor vuelo en el mundo que el que lleva a alguien a despedir un muerto…
6
Solo tres días después de la muerte de Escobar volvimos a juntarnos en la mesa. Antes, cada uno iba por su lado, Julio y yo para el colegio, o nosotros dos con Fernanda, o ella con Libardo, pero tuvieron que pasar tres noches para que nos encontráramos los cuatro en la mesa del comedor y, por primera vez, tratáramos el tema en familia. En ese tiempo, Libardo estuvo entrando y saliendo de la casa, hubo una noche que incluso no llegó a dormir, pero Fernanda no se preocupó. Yo sí. El país estaba agitado, para bien o para mal había pasado algo decisivo, tan trascendental que nadie hablaba de otra cosa. Incluso hoy no hay quien no recuerde qué estaba haciendo en el momento justo cuando se enteró de la muerte de Escobar. Desde ese instante, entonces, yo estuve muy pendiente de lo que hacía Libardo. Interpretaba sus gestos, su actitud, para suponer lo que sucedía. Tranquilo, mijo, decía a todo momento, sin que yo le preguntara nada. Pero mientras más me lo decía, yo más me preocupaba. Intenté acercarme para oír sus conversaciones por teléfono, pero se encerraba en su cuarto de trabajo, hablaba en voz baja o persuadía al otro para verse personalmente. Cuando conversaba con Fernanda lo hacían a solas y con monosílabos. Ella no nos compartía mucho. Nos pedía que dejáramos a Libardo hacer sus cosas, que siempre las había hecho bien y ahora no iba a ser distinto.
Por los notic