La fiebre de la sangre (Frey & McGray 2)

Oscar de Muriel

Fragmento

La_fiebre_de_la_sangre-1

1624

31 de octubre

—Abre las cortinas —ordenó lord Ambrose, casi atragantándose del esfuerzo—. Tengo que verlas morir.

Jane trató de empujarlo de vuelta a la cama. El hombre era viejo (vetusto, según algunos) y llevaba meses enfermo, pero consiguió ponerse en pie y caminar el metro y medio que lo separaba de la ventana. Jane entornó los ojos ante el profundo rencor que impulsaba aquellos ancianos huesos.

—No va a poder ver casi nada, señor. Es luna nueva.

¡Ábrelas, criada inmunda! —rugió, liberándose de ella. Lo invadió un ataque de tos, y escupió flema y sangre sobre la camisola blanca que Jane acababa de ponerle.

La muchacha lanzó un resoplido. Sin importar cuántas veces lo bañase y lo cambiase de ropa, el vejete siempre apestaba a orines y a enfermedad. Y su hediondez se había impregnado en los mismos ladrillos del cuarto.

—Está bien, señor —le dijo, restregándole pecho y boca con un trapo húmedo—. Pero después quiero que descanse por un buen rato.

—Claro que he de descansar —gruñó. Su mano huesuda y manchada ya estaba tirando del cortinaje. Ya se podían escuchar los vítores de la multitud. Jane hizo al viejo a un lado y corrió las cortinas justo a tiempo; las ejecuciones estaban a punto de comenzar.

A través del enrejado de la ventana vieron la plaza principal del castillo de Lancaster, donde antorchas rugientes proyectaban sombras siniestras sobre cientos de cabezas. La horca estaba lista y la gente se arracimaba a su alrededor como hormiguitas inquietas.

El viejo quitó el pasador de la ventana, y al abrirla una bocanada de viento helado llenó la habitación.

—Ahí vienen —dijo, estirándose para verlas mejor.

Las seis brujas marchaban miserablemente al centro de la plaza, arrastrando pesadas cadenas que traqueteaban sobre los antiquísimos adoquines. Pasarían siglos y siglos, pero los ecos de las cadenas no se desvanecerían, pues las almas de aquellas brujas nunca encontrarían reposo.

Vestidas de harapos, con sus caras enlodadas y sus cabellos grises y grasientos, aquellas mujeres eran la viva imagen de la perversión, y la multitud no les mostró compasión alguna: hombres, mujeres y niños gritaban, se mofaban y les arrojaban verduras podridas.

Jane hizo una mueca de repulsión. Odiaba aquella multitud de bribones morbosos y desalmados, que al día siguiente irían a misa creyéndose los mejores cristianos.

Las espaldas de las brujas estaban encorvadas y sus pies desnudos, pero lograron llegar a la horca con dignidad. No suplicaron, lloraron o gimotearon, ni siquiera cuando el verdugo les cubrió las cabezas con capuchas inmundas que todavía apestaban a las víctimas anteriores. El verdugo puso las sogas alrededor de sus cuellos y apretó los nudos, mientras el obispo oraba y les ofrecía perdón.

Lord Ambrose no respiró ni pestañeó, apretando el alféizar con sus manos temblorosas. Sólo emitió un breve jadeo cuando las brujas cayeron estrepitosamente para colgar en el aire.

Pero no morirían de inmediato.

Por un espantoso momento sus cuerpos se retorcieron como gusanos atravesados por un anzuelo, mientras el gentío gritaba enloquecido. Entonces, incluso convulsionándose en agonía, los brazos de las brujas se elevaron lentamente, rectos como mástiles, y todos señalando algún punto entre la muchedumbre.

La gente se apartó instintivamente, como si aquellos dedos huesudos estuviesen a punto de arrojarles fuego. Un hombre, empero, permaneció petrificado; un hombre imponente y abrigado con costosas pieles de castor.

—¿Ése es su hijo, señor? —preguntó Jane, jadeante, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Es el señor Edward?

—Debimos quemarlas —susurró lord Ambrose. Sus ojos estaban llenos de terror; un terror que Jane no había presenciado jamás.

A través de su inmunda capucha, una de las brujas (nadie supo con certeza cuál) profirió un grito espantoso y gutural, a pesar de las sogas que apretaban sus gargantas.

Lo único que lord Ambrose pudo oír de aquella maldición fue el número trece, pero la multitud había escuchado todo con claridad, y los pueblerinos aterrados empezaron a dispersarse.

Los brazos de las brujas se elevaron más aún, esta vez apuntando al nivel más alto de la casa más suntuosa de Lancaster.

Jane se estremeció. Las brujas los estaban señalando de hito en hito, como si sus ojos pudiesen verlos a través de las mortajas.

En ese instante, cual golpeado por manos invisibles, lord Ambrose cayó de espaldas, y sus huesos crujieron al chocar contra el suelo. El viejo volcó su orinal, salpicándose el torso y la cara con el contenido nauseabundo.

El más ilustre y poderoso miembro de la dinastía Ambrose, cuyo tatarabuelo había peleado al lado de reyes en la Guerra de las Dos Rosas, expiraba ahora en un charco de su propia inmundicia.

Jane casi profirió el nombre de la Santa Virgen. Quería persignarse, pero la ventana estaba abierta de par en par, con cientos de devotos protestantes observándola.

—Brujas ahorcadas en una noche de luna nueva —musitó, contemplando la plaza y recordando que, además, aquélla era la noche de todos los Santos.

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1882

2 de diciembre

El doctor Clouston no podía dejar de sentirse como un ladronzuelo, escabulléndose de aquella manera en medio de la noche.

Se alisó la pulcra barba y contempló el lejano resplandor de Edimburgo, que se empequeñecía mientras el carruaje lo llevaba silenciosamente hacia los páramos cubiertos de hielo y nieve. Tom conducía a los caballos tan sigilosamente como le era posible, pero el precio era avanzar con una lentitud desesperante.

Un ruido súbito hizo que Clouston brincara de su asiento. Volteó tan rápido que casi se tuerce el cuello, para darse cuenta de que sólo se trataba del graznido de un cuervo; escandaloso y casi sarcástico.

Clouston respiró profundamente, intentando calmar sus destrozados nervios, pero su ansiedad y el clima helado lo hacían temblar. Desde el momento en que había iniciado sus estudios en psiquiatría, hacía casi tres décadas, había sido consciente de que su profesión lo llevaría a los sitios más oscuros. No sólo habría de presenciar la indignidad de los enfermos mentales, sino también las frecuentemente horribles reacciones de las familias de sus pacientes. La locura era algo terrible; sacaba a relucir lo mejor y lo peor de la gente, y esta noche, tristemente, se trataba de lo segundo. Estos casos venían a él como abejas a la miel, pero éste era distinto. Este dil

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