La última casa en la montaña

Xavier M. Sotelo

Fragmento

La última casa en la montaña

Salón de clases

11 de octubre, 1989

Maximiliano miró confundido el pizarrón y frunció el ceño. Le parecía un océano verdoso, interminable, resuelto peligrosamente a consumirlo si se descuidaba. Sus compañeros de clase, la maestra y ella esperaban ansiosos detrás de él.

Escuchó los murmullos de sus amigos, la empatía de algunos y la burla de otros e imaginó el sinfín de sobrenombres que le impondrían a partir de ese momento. Tragó saliva y echó un vistazo por encima del hombro. Sentía la mirada de ella como un puñal que se cla­vaba en su espalda, a la altura del omóplato, y provocaba que su brazo izquierdo se entumeciera.

El chico de nueve años tomó el gis con la mano derecha y se dispuso a escribir. Su corazón era un motor acelerado a punto de llegar a revoluciones enfermizas. Sin embargo, su mano apenas mostró un sutil nerviosismo que ninguno de los espectadores advirtió.

Maximiliano era zurdo de nacimiento, pero desde pequeño aprendió a escribir con la derecha. El gis se deslizó sobre la superficie verdosa formando grafías y palabras en una letra cursiva muy trabajada, demasiado perfecta para un niño de tercero de primaria.

El aula era un hervidero expectante a pesar del frío mañanero. Sus compañeros miraban con todo detalle cada movimiento de su mano y las palabras que iba formando en su recorrido. Pequeños halos de luz ambarina empezaron a colarse por las ventanas laterales y ayudaron a incrementar paulatinamente la temperatura del salón.

Maximiliano respiró hondo y se distrajo por un instante. Sintió el ambiente denso, pesado, y percibió un extraño olor, agrio y pe­netrante, que inundaba y asfixiaba el aula. El hedor le resultó familiar: era la crema corporal que ella se untaba todos los días.

Terminó de escribir, dio medio paso atrás y leyó mentalmente: “¿Cómo prevenir accidentes con hachas?”… y dejó escapar un suspiro. “Listo”, pensó. “Terminé lo fácil. Ahora viene lo difícil: la mentira. ¿O no?”. Lo había repetido hasta el hartazgo y lo había ensayado tantas veces con ella que ya no estaba seguro de qué partes eran verdad y qué partes eran mentira.

Se sintió confundido y sacudió suavemente su cabello negro hacia el costado izquierdo. Su corte de príncipe valiente, tan popular en esos días, no ayudaba a mejorar la situación. Tomó un poco de aire para darse valor. La palma de su mano sudaba sin control, así que agarró el gis con fuerza y lo apretó con los dedos. Sus pupilas café oscuro se dilataron en el momento de girarse para mirar de frente a sus compañeros.

Los murmullos desaparecieron y fueron sustituidos por la unísona exclamación de asombro que recorrió el aula. Nadie rio o pronunció algún tipo de burla. Se quedaron en silencio, asustados. Habían escuchado ciertos rumores sobre el accidente días atrás, pero nadie había averiguado nada con certeza.

Maximiliano levantó el brazo izquierdo y todos observaron horrorizados. Llevaba un vendaje amarillento que se extendía por el antebrazo hasta llegar a la muñeca y daba vuelta de regreso. No tenía mano y algunos puntos rojos de sangre manchaban el extremo de la tela, donde debía comenzar la palma.

Recorrió el salón con la mirada hasta advertir que lo observaba desde la esquina, sentada en la última fila de butacas, con esos ojos inexpresivos, vacíos y sin vida. Ella asintió con gesto insidioso y golpeó su bastón contra el suelo. La voz del chico se quebró al principio. Dudaba si contar su historia o la de ella. Pero lo habían ensayado tantas veces que la incertidumbre rápido desapareció y logró continuar sin llamar la atención.

Comenzó explicando qué hizo durante la mañana de aquel día funesto, a qué jugó con su hermano Alfonso y cómo se le ocurrió la “genial” idea de tomar el hacha que era utilizada para cortar leña en la casa. Las palabras que salían de su boca se desplazaban como una hermosa melodía que cautivaba e hipnotizaba a sus compañeros. Al compartir su dolor creó empatía y consiguió acercarse a ellos, algo que no pudo obtener meses atrás cuando él y su hermano se convirtieron en alumnos de nuevo ingreso a la mitad del presente ciclo escolar.

Lupita, su maestra de curso, se llevó las manos a la boca y trató de esconder su tristeza al escuchar por segunda ocasión la historia del accidente. Y no era para menos, el chico había sufrido bastante en los últimos meses y ahora le sucedía esto. No lo merecía. Maximiliano era un buen muchacho, inteligente, aunque algo aislado e introvertido.

En la esquina estaba ella, encorvada en el rincón más profundo y peor iluminado del salón. Con esos ojos oscuros, semejantes a los de un tiburón. Nadie se acordaba de que estaba ahí sentada, vestida de negro, como un ángel de la muerte acechando a su presa. Desde su lugar, ella adelantaba cada palabra en un susurro inaudible… emulando el ritmo…, las pausas…, la entonación…, todas y cada una de las emociones del lenguaje en la historia de su sobrino.

Estaba extasiada con el muchacho.

Pocos mentían como él.

El niño terminó con su relato trágico y ella se sintió orgullosa. Tanto que aplaudió con fuerza desde la fila del fondo. Todos voltearon pasmados para mirarla. Estaba completamente loca, cómo era posible que encomiara una historia tan descorazonada. La confusión era tal, que la profesora y los alumnos también comenzaron a aplaudir, pensando que quizás estaba orgullosa del niño por el valor mostrado.

Maximiliano escuchó el estruendo de los aplausos y quiso llorar. Ella lucía tan pedante y segura de sí misma que se le revolvió el estómago y sintió náuseas. Miró sus ojos y le pareció observar un agujero oscuro y hundido, vacío, donde sólo habita la nada. La odió con todas sus fuerzas. Odió todo lo que era y representaba. Pero principalmente se odió a sí mismo, odió en lo que se había convertido por ella. Sus padres no estarían orgullosos de él… y deseó haber muerto junto con ellos.

Aullidos por las noches

18 de marzo, 1989

Su rostro apenas se iluminó cuando inhaló una bocanada de su cigarrillo. Estaba sentado al final de la barra y tenía el cuerpo tan torcido que parecía como si cargara todos los problemas del mundo sobre su espalda. El hombre era bien parecido, pero lucía cansado, abatido. Cada vez que exhalaba humo por la boca intentaba desaparecer sus preocupaciones. Su mano izquierda jugaba con uno de los vasos tequileros frente a él; con la derecha manipulaba su tabaco.

La canción “Angie”, de The Rolling Stones, comenzó a sonar en la rocola del bar y el forastero sonrió. Después volteó hacia el lugar de donde provenía la música y pensó que quizá su suerte empezaba a cambiar. Le pareció un buen augurio y miró alrededor. Se oía el murmullo de las conversaciones por todos lados.

El lugar era pequeño, mal iluminado, pero tenía cierto encanto y estaba abarrotado. Las mesas redondas, recubiertas de una piel color café, y sus equ

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