Es mi tipo

Simón Garfield

Fragmento

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El 12 de junio de 2005, un hombre de unos cincuenta años hablaba ante una multitud de estudiantes de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos, sobre sus días como alumno en una institución no tan prestigiosa, Reed College, en la ciudad de Portland, Oregón. «Todos los carteles que se veían en el campus y todas y cada una de las etiquetas que marcaban los cajones estaban bellamente caligrafiadas a mano», recordó. «Como yo había dejado los estudios y no tenía que ir a las clases normales, decidí apuntarme a un curso de caligrafía para aprender a escribir así. Aprendí acerca de las fuentes con serifa y sin serifa, de la variación en el espacio existente entre las letras según la combinación de estas, acerca de qué es lo que hace grande la tipografía. Era hermoso, lleno de historia y artísticamente sutil, de un modo que la ciencia no es capaz de capturar. Y lo encontré fascinante.»

En aquella época, ese estudiante que había abandonado los estudios creía que nada de lo que había aprendido tendría una aplicación práctica en su vida. Pero las cosas cambiaron. Diez años después, ese hombre, llamado Steve Jobs, diseñó el primer ordenador Macintosh, una máquina con una insólita característica: contaba con una amplia gama de fuentes tipográficas. Jobs decidió incluir tipos conocidos, como Times New Roman y Helvetica, y otros de nuevo diseño, en cuyos aspecto y nombre evidentemente se implicó en persona. Estos fueron bautizados en honor a ciudades por las que sentía afecto, como Chicago y Toronto. Quería que cada uno de ellos fuera tan distinto y hermoso como la caligrafía que se había encontrado una década antes, y al menos dos de ellos, Venice y Los Angeles, parecían escritos a mano.

Era el comienzo de algo: un cambio sísmico en nuestra relación cotidiana con las letras y con la tipografía. Una innovación que, en diez años, puso la palabra «fuente» —hasta entonces un tecnicismo de los ámbitos del diseño y la impresión— en boca de todos los usuarios de ordenador.

Hoy no es fácil encontrar los tipos originales de Jobs, lo cual no es tampoco demasiado grave: estaban muy pixelados y eran incómodos de manejar. En cualquier caso, la posibilidad de cambiar de una fuente a otra parecía cosa de tecnología alienígena. Antes de la llegada del Macintosh en 1984, los ordenadores ofrecían un solo tipo de letra, y para darle formato de cursiva había que encomendarse a la buena fortuna. Ahora llegaban multitud de alfabetos que daban lo mejor de sí para recrear algo a lo que ya estábamos acostumbrados en el mundo real. El principal fue Chicago, que Apple usó para todos sus menús y ventanas de diálogo en pantalla, hasta llegar a los primeros iPod. Podían elegirse también, no obstante, esas antiguas letras góticas que parecían caligrafiadas por un amanuense de la época de Chaucer (London), ordenados tipos de letra de origen suizo que simbolizaban modernidad empresarial () u otros, altos y airosos, que bien podrían haber ornamentado la carta del restaurante de un trasatlántico (NewYork.pdf). Había incluso un SanFrancisco.pdf, tipo que parecía creado a partir de letras recortadas de un periódico, muy útiles para tediosos proyectos escolares y para pedir rescates.

IBM y Microsoft no tardarían en ponerse manos a la obra con el fin de copiar la iniciativa de Apple, mientras las impresoras domésticas (novedoso producto en la época) comenzaron a ser publicitadas no solo por su velocidad sino por su variedad de fuentes. Hoy, el término desktop publishing, o autoedición, evoca un mundo de invitaciones de boda horteras y revistas locales cutres, pero entonces significó la gloriosa emancipación de la tiranía impuesta por los tipógrafos profesionales y del incordio de frotar láminas de Letraset. Un cambio personal del tipo de letra realmente permitía transmitir un mensaje propio: un paso creativo hacia la expresividad y una liberadora dimensión lúdica de las palabras.

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Chicago en uno de los primeros iPod.

Hoy día no existe libertad artística cotidiana más sencilla que la ofrecida por el menú desplegable de fuentes. Hasta ahí llegan la marea de la historia y el eco de Johannes Gutenberg cada vez que apretamos una tecla. Pueblan ese menú nombres que reconocemos: Helvetica, Times New Roman, Palatino o Gill Sans. Tipos que se dirían sacados de ajados legajos y manuscritos: Bembo, Baskerville y Caslon. Una puerta al buen gusto: Bodoni, Didot y Book Antiqua. Y también el riesgo del ridículo: Brush Script, Herculanum y Braggadocio. Hace veinte años apenas los conocíamos pero hoy todos tenemos nuestros favoritos. Los ordenadores ponen a nuestra disposición todo tipo de letras, un lujo que jamás habríamos imaginado en la época de las máquinas de escribir.

En cualquier caso, ¿qué impresión buscamos crear, cuál es nuestra motivación para escoger Calibri en lugar de Century, o la de un publicista cuando elige Centaur y desecha Franklin Gothic? Cuando decidimos utilizar un tipo de letra, ¿qué estamos diciendo realmente? ¿Quiénes crean esas fuentes y cómo trabajan? Y ¿por qué necesitamos tantas? ¿Qué tienen que ver con nosotros los nombres Alligators, Accolade, Amigo, Alpha Charlie, Acid Queen, Arbuckle, Art Gallery, Ashley Crawford, Arnold Böcklin, Andreena, Amorpheus, Angry o Anytime Now? ¿Y Banjoman, Bannikova, Baylac, Binner, Bingo, Blacklight, Blippo o Bubble Bath? (Y qué bien suena Bubble Bath —«baño de espuma»—, con sus pequeños círculos flotantes que parecen a punto de estallar y empaparnos la página.)

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Bubble Bath: grosor fino, medio y negrita.

Existen más de 100.000 tipos de letra. ¿Por qué no limitarnos a media docena, más o menos? A las más habituales: Times New Roman, Helvetica, Calibri, Gill Sans, Frutiger o Palatino. O la clásica Garamond, bautizada en honor al impresor Claude Garamond, activo en París durante la primera mitad del siglo XVI, cuyos tipos romanos, muy inteligibles, acabaron con las rancias y cargantes fuentes germánicas anteriores y, adaptados más tarde por William Caslon en Inglaterra, aparecieron en la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

Los tipos móviles han cumplido 560 años. Así que cuando en los años noventa, un británico llamado Matthew Carter diseñó en su ordenador personal las fuentes Verdana y Georgia, ¿qué nuevas cosas podía hacerles a una A y a una B que no se hubieran hecho nunca antes? ¿Y cómo creó un amigo del tal Carter el tipo de letra Gotham, que allanó el camino de Barack Obama hacia la presidencia de Estados Unidos? Y ¿por qué decimos que una fuentes es «presidencial» o la consideramos estadounidense, británica, francesa, alemana, suiza o judía?

Estos son los arcanos misterios que este libro quiere desvelar. Hemos, no obstante, de comenzar con un cuento con moraleja: el relato de lo que puede ocurrir cuando un tipo de letra queda fuera de control.

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Un hombre entra en un bar y le dice al camarero: «Un café solo por favor». Y el camarero al instante grita: «¡Todo el mundo fuera!».

¿A que es gracioso? Sí, bastante. La primera vez que te lo cuentan. Es del tipo de chistes fáciles de recordar, que sirven para demostrar a la gente que no eres total y absolutamente incapaz de contar un chiste. Un chiste que puede contar cualquier niño, o nuestro tío. El tipo de chiste que, de aparecer en una tarjeta de invitación, lo haría —como arriba— en Comic Sans.

Incluso aunque no sepas que se llama así, ten por seguro que, cuando veas el tipo de letra Comic Sans, te sonará. Es como si hubiera sido cuidadosamente dibujado por un niño de once años: letras de trazo suave y redondo, sin ningún elemento inesperado. De las que podrían aparecer en una sopa de letras, o como imanes para pegar en el frigorífico, o en el diario de Adrian Mole.[1] Cuando veas una palabra en la que cada carácter es de un color, esa palabra probablemente esté escrita en Comic Sans.

Comic Sans es un tipo malogrado. Fue diseñado con un objetivo claro por un profesional con un sólido bagaje filosófico en el ámbito de las artes gráficas y fue entregado al mundo con buena voluntad. Nunca fue su intención la de provocar repulsión ni odio. Y mucho menos terminar (como ha ocurrido) rotulado en la puerta de una ambulancia ni grabado en una lápida. Su meta era divertir. Y, curiosamente, nunca estuvo destinado a convertirse en un tipo de letra.

El hombre al que debemos culpar —aunque no seríamos los primeros; él, por su parte, responde a cualquier crítica encogiéndose de hombros de forma cordial— se llama Vincent Connare. En 1994, Connare se sentó ante su ordenador y se dispuso a reflexionar sobre cómo contribuir a mejorar la condición humana. La mayor parte de los buenos tipos nacen así. Connare buscaba solucionar un problema con el que sus jefes se habían encontrado inesperadamente.

Connare trabajaba para Microsoft Corporation. Entró a formar parte de la compañía poco después de que esta consolidara su dominio del mundo digital pero antes de que se le colgara el sambenito de Imperio del Mal. Su título no era «diseñador de fuentes», lo que podría hacer pensar en un artesano ebanista a la antigua usanza, sino «ingeniero tipográfico». Llegó desde Agfa/Compugraphic, donde había trabajado con diversos diseños de tipos, algunos de ellos otorgados con licencia al rival de Microsoft, Apple. Anteriormente había recibido formación como fotógrafo y pintor.

Un día de principios de 1994, Connare contemplaba la pantalla de su ordenador cuando vio algo extraño. Se había zambullido en una copia de prueba aún no publicada de Microsoft Bob, un paquete de aplicaciones diseñado para ser especialmente fácil de utilizar. Incluía un administrador financiero y un procesador de textos, y por un tiempo estuvo bajo la responsabilidad de Melinda French, quien más adelante se convertiría en la señora Gates.

Connare se dio cuenta de que algo no funcionaba en Bob: el tipo de letra. Las instrucciones, escritas en un tono accesible y atractivamente ilustradas (pensando, de hecho, en quienes pudieran sentirse intimidados ante un ordenador), iban en Times New Roman. Pero quedaba feo: la aplicación era cálida y suave, y, por decirlo así, tenía que llevar al usuario de la mano, pero Times New Roman era un tipo de letra frío y tradicional. Y chirriaba aún más cuando se la leía junto a las ilustraciones casi infantiles que acompañaban las instrucciones, por no hablar del propio Bob, un tierno perrito que no dejaba de mover el rabo.

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Microsoft Bob, un perrro en busca de una fuente.

Connare comunicó a los diseñadores de Microsoft Bob que su experiencia en el desarrollo de aplicaciones educativas e infantiles de Microsoft podría hacer de él la persona ideal para repensar el aspecto del nuevo producto. Probablemente no fue necesario enumerar las razones por las que consideraba que Times New Roman no era la opción más apropiada. La primera de ellas era su ubicuidad. Además, resultaba aburrida. Había sido diseñada en los años treinta por Stanley Morison —un brillante tipógrafo que ha ejercido una enorme influencia sobre la industria editorial moderna— con el objetivo de modernizar el diario The Times. Dicha labor de modernización no tuvo nada en común con lo que se entiende por «modernizar» un periódico hoy: en nuestros días, el rediseño tiene como único fin rejuvenecer la imagen revertir una caída de las ventas. Entonces, la meta primera era la claridad. Morison sostenía que «un tipo de letra que quiera tener alguna relevancia en el presente —por no hablar del futuro— no puede ser demasiado “diferente” ni “alegre”».

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Watchmen, una sombría inspiración para Comic Sans.

Pero cada tipo de letra tiene su momento y a mediados de los noventa, durante el amanecer de la era digital, Vincent Connare se dispuso a demostrar que Morison estaba equivocado.

En cierto sentido, Comic Sans existía ya antes de que Connare firmase su partida de bautismo. Estaba, claro, en los cómics (de hecho, la fuente se llamó originalmente Comic Book). Uno de los que Connare tenía en su mesa en Microsoft era Batman: El regreso del caballero oscuro, de Frank Miller, Klaus Janson y Lynn Varley. En él se cuenta cómo el héroe, ya en la edad madura, vuelve desde su inquieto retiro para enfrentarse a terribles villanos y descubre que las autoridades de Gotham lo detestan más que nunca. El libro supuso un enorme éxito a todos los niveles, conquistando a muchos que hasta entonces no se habían atrevido a leer en público novela gráfica, formato artístico que empezaba a ganar aceptación. Junto con los Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons, que también influyeron a Connare, la obra de Miller marcó un punto de inflexión a partir del cual el cómic comenzó reclamar su carácter tanto literario como artístico.

Batman: El regreso del caballero oscuro no era diferente de los antiguos cómics de DC y Marvel, aunque la atmósfera que recreaba era cada vez más siniestra y sus personajes se veían atormentados por terribles demonios interiores. El tipógrafo lo admiraba porque en sus páginas se alcanzaba una fusión casi sublime de texto y dibujo, combinación en la que ninguno de los dos elementos pisaba al otro y que permitía asimilar ambos simultáneamente. Era como ver una película subtitulada a la décima de segundo. Cuando el Joker, aparentemente a las puertas de la muerte, espeta «TE... VERÉ... EN EL INFIERNO», el lector salta a la siguiente viñeta conteniendo el aliento. Es un tipo perfecto, o al menos el tipo perfecto para ese medio. En una Biblia quizá quede raro.

Este era también el objetivo de Connare, quien, en cualquier caso, sabía que el texto de los cómics no siempre se había utilizado de manera tan coherente. Los que no llevasen años leyendo cómics quizá conocieran mejor el tipo de letra utilizado en el pop art de Roy Lichtenstein, inspirado en los cómics de los años cincuenta y en la poesía de los discos de Phil Spector. Había una primitiva ironía en el uso que Lichtenstein hacía de las onomatopeyas «WHAAM!» y «AAARRRGGGHHH!!!» y un humor cómplice en sus llorosas damiselas rubias, «¡Así debería haber sido desde el principio! ¡Pero no hay esperanza!». No obstante ese tipo era demasiado penetrante. Un tipo con un mensaje llamativo.

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Comic Sans en todo su infantil esplendor.

Desde luego, Connare sabía que ni Lichtenstein ni el Batman de Frank Miller utilizaban caracteres tipográficos, sino que el texto se rotulaba a mano viñeta a viñeta. Esto le otorgaba gran flexibilidad y variedad, pues no había dos letras exactamente iguales y se podía resaltar una sílaba apretando un poco el plumín. No obstante, que Connare valorase esa faceta artesanal no resolvía el problema de Microsoft Bob. La nueva aplicación necesitaba un nuevo tipo de interfaz que pareciese dibujada por una creativa mano amiga (una mano que llevase de la mano al usuario de clic en clic). Sus letras serían siempre las mismas pero a la vez parecerían humanas.

Connare utilizó la herramienta entonces habitual en el diseño informático de fuentes, Macromedia Fontographer, dibujando cada una de las letras una y otra vez dentro de una rejilla hasta conseguir el estilo deseado. Se decantó por un equivalente tipográfico a las tijeras de punta roma de los niños: letras redondeadas, suaves, sin bordes afilados que se clavasen. Dibujó tanto mayúsculas como minúsculas y las imprimió para comprobar sus dimensiones cuando se situaban unas junto a otras. Como la mayoría de diseñadores, Connare sabía cómo relajar la vista para concentrarse en el blanco del papel, tras las letras, calibrando así el espacio entre los caracteres y las líneas de texto y su «peso», es decir, el grosor de su trazo, la cantidad de tinta que usarían por página y los píxeles que ocuparían en una pantalla.

Envió entonces lo que había creado al equipo de Microsoft Bob, que respondió con malas noticias. Todo el paquete de aplicaciones había sido diseñado pensando en Times New Roman, no solo por la elección y el tamaño del tipo, sino por las dimensiones de los bocadillos que debían contenerlo. Comic Sans ocupa algo más de espacio que Times New Roman, así que no podían intercambiarse así como así.

Microsoft Bob vio la luz en el formato convenido pero no fue ningún éxito. Nadie culpó oficialmente a un tipo de letra inapropiado. Poco más tarde, sin embargo, la obra de Connare fue adoptada para Microsoft Movie Maker, que resultó un rotundo éxito. Así fue como despegó una fuente que se había ideado para solucionar un problema.

Comic Sans se globalizó tras ser incluida como fuente complementaria en Windows 95. A partir de entonces, todo el mundo pudo leerla y también utilizarla. Debido a su carácter irreverente e ingenuo, quizá pareciese más adecuada para encabezar un trabajo escolar que otro tipo de letra más formal como Clarendon (que data de 1845). La gente empezó a utilizarla en cartas de restaurante, tarjetas de felicitación, invitaciones de cumpleaños y carteles artesanales de los que se grapan a los árboles. Fue publicidad viral antes de que esta siquiera existiese y, como un buen chiste, al principio hacía gracia. Connare explicó por qué funcionaba tan bien: «Porque a veces es mejor que Times New Roman, no hay más».

Entonces Comic Sans empezó a aparecer en otros lugares: en los laterales de las ambulancias, en páginas porno de Internet, en las camisetas de la selección portuguesa de baloncesto, en la BBC y en la revista Time, en anuncios de zapatillas Adidas. Se hizo corporativa y de repente Times New Roman dejó de parecer tan mala.

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El conejo lo pagará: impactante propaganda del sitio web Ban Comic Sans («Cada vez que uses Comic Sans, Faye pegará a este adorable conejito.» En el bocadillo: «¡Pero… yo no quiero pegarle!»).

Con el cambio de siglo, la gente empezó a sentirse molesta con Comic Sans. Primero entre risas, luego con mayor virulencia. Los blogueros le volvieron la espalda —peligro— y Vincent Connare se vio en el epicentro de una campaña de odio cibernético. El matrimonio formado por Holly y David Combs puso en marcha todo un negocio casero desde el que ofrecen tazones, gorras y camisetas con la leyenda Ban Comic Sans («Prohíban Comic Sans»). Este es su manifiesto:

Entendemos que la selección de una fuente u otra depende del gusto personal y que mucha gente puede no estar de acuerdo con nosotros. Creemos en la santidad de la tipografía y en que las tradiciones y estándares de este arte deberían sobrevivir por los siglos de los siglos. [...] Las cualidades y características inherentes a la tipografía comunican a los lectores un significado que trasciende la mera sintaxis.

Los Combs, coautores de un libro titulado Peel que documenta la historia social de la pegatina, se conocieron un sábado en una sinagoga de Indianápolis; Holly dice que quedó obnubilada en cuanto empezaron a hablar sobre tipos de letra. Ambos admiraban las fuentes con autenticidad y mensaje, como deja bien claro su manifiesto:

En el diseño de un cartel de «Prohibido el paso» está justificado el uso de una fuente de trazo grueso que llame la atención, como Impac o Arial Black. Tipografiar tal mensaje en Comic Sans sería ridículo. [...] Es como plantarse en una cena de etiqueta vestido de payaso.

Llegado cierto punto, el manifiesto de los Combs empieza a parecerse a algo que hubiese escrito un futurista ciego de absenta: llamadas al levantamiento del proletariado contra la perfidia de la Comic Sans y petición de firmas para su prohibición.

El sitio web puesto en marcha por el matrimonio ha suscitado comentarios en todo el mundo, lo que confirma el largo alcance y rápida propagación que puede tener un tipo de letra en el mundo digital. Un comentario enviado desde Sudáfrica se lamentaba: «Yo me veo obligado a estudiar nuestra lengua nacional, el afrikáans, que es parecida al flamenco. Y casi todos los libros de texto están impresos DE PRINCIPIO A FIN en Comic Sans».

Además, la campaña demostraba sin tapujos que la gente de a pie, fuera del sector, estaba familiarizada con la tipografía y tenía una opinión formada sobre la misma. The Wall Street Journal dedicó una columna en primera página a la Comic Sans y al movimiento por su prohibición (en su adusta fuente Dow Text con titular en Retina, más nítida), en la que se explicaba que, gracias a su impopularidad, la fuente se estaba convirtiendo en un símbolo retro chic, como las lámparas de lava. Design Week fue más allá, dedicándole una portada en la que aparecía un bocadillo a lo Lichtenstein que preguntaba en Comic Sans: «¿El tipo de letra favorito de todo el mundo?».

En realidad, los Combs no creen que la Comic Sans sea la plaga de nuestra era. En las entrevistas se muestran más razonables: «Comic Sans queda muy bien en un paquete de golosinas», dice Dave Combs. «Donde no queda bien, en mi opinión, es en una lápida.» ¿De verdad has visto algo así? «Sí, lo he visto.» ¿En qué otros sitios no queda bien? «Estaba en la consulta de un médico», rememora Holly Combs, «y vi todo un folleto dedicado a describir el síndrome del colon irritable...»

Connare podría habérselo tomado de muchas formas, pero fue listo y agradeció la atención que había suscitado. Salió en defensa de Comic Sans, reconociendo al tiempo sus estrictas limitaciones. Como los lexicógrafos del doctor Samuel Johnson, los diseñadores tipográficos pocas veces reciben elogios, pero pueden darse por satisfechos si evitan las recriminaciones. Muy raramente, además, caen en la ignominia, salvo Connare, que debido a ello fue durante un tiempo el tipógrafo más famoso del mundo.

En los dieciséis años que han pasado desde que crease Comic Sans, Connare ha firmado otros tipos de letra destacables, entre ellos Trebuchet, una fuente humanista semiformal de agradable forma redondeada, ideal para el diseño web.[2] Pero su fama sigue proviniendo de su creación original. «Casi todo el mundo, aunque no trabaje en el sector, conoce esta fuente», afirma. «Me presentan como el tipo de Comic Sans. “¿A qué te dedicas?”, me preguntan. “Diseño caracteres tipográficos.” “¿Y cuáles has diseñado, por ejemplo?” “¿Conoces Comic Sans?” Y todo el mundo asiente.»

Una de las explicaciones puede hallarse en los atributos emocionales y la calidez de Comic Sans. Connare ha escrito una monografía acerca del que es su héroe de la profesión, William Addison Dwiggins, quien en 1935 diseñó el tipo de letra electr.pdf, una fuente de aspecto sólido utilizada en la impresión de libros que, según su deseo, debía ser un espejo de nuestra era, la de las máquinas fragorosas, asemejándose sus trazos a las chispas y el hierro fundido de los altos hornos. Se trataba, igualmente, de una fuente tipográfica emocional. Dwiggins justificaba sus ambiciones en cualquier conversación. «Si tu tipo de letra no es cálido, no servirá para expresar ideas humanas cálidas. No tendrás más que una caja llena de remaches. [...] Vive Dios que quise crear un tipo de letra que se ajustara a su tiempo, 1935, pero quise que fuera cálido, tan rebosante de vida y personalidad que pareciese saltar a la cara del lector.» (Dwiggins era un fenómeno de las expresiones pegadizas: se cree que fue él quien inventó el término «diseño gráfico».)

Connare puede a veces mostrarse evasivo al respecto de su fama. «Si te encanta Comic Sans, es que no sabes mucho sobre tipografía. Si la odias, igual; deberías pensar en buscarte otro hobby.» A veces, más que regalar los oídos de sus conocidos con la deliciosa anécdota, les envía un PDF por correo electrónico. En él da cuenta de algunos usos curiosos de su fuente y también de una carta recibida de los promotores de Ban Comic Sans, en la que le agradecen «su comprensión». El documento incluye asimismo una carta de agradecimiento de Disney, enviada después de que la compañía empezase a usar Comic Sans en sus parques temáticos (la carta iba firmada por el ratón Mickey). Llama la atención su conclusión al respecto de por qué Comic Sans se ha convertido en una de las fuentes más utilizadas del mundo: a la gente le gusta, según él, «porque no parece una fuente tipográfica».

Vive Dios que así es. Esto nos lleva a pensar que ni siquiera en la era digital sabemos mucho sobre tipografía. Y de hecho posiblemente nos infunde respeto. Se trata de algo que siempre ha desempeñado un papel importante en nuestras vidas, pero cuando el menú desplegable nos ofrece la oportunidad de escoger un tipo de letra por nosotros mismos, se diría que nos decantamos por el que más nos recuerda a cuando éramos pequeños e íbamos al cole. A cada momento, nuestro ordenador nos pregunta si queremos pasar el día con Baskerville, Calibri, Century, Georgia, GillSans, Lucida, Palatino o Tahoma. Pero siempre escogemos a nuestra vieja amiga la Comic Sans.

Quizá las cosas son como deben ser. En su intento de imitar la escritura manual, las raíces tipográficas de Comic Sans se remontan hasta la Edad Media. Es la conclusión lógica a una revolución tecnológica que lo transformó todo. Por supuesto, si Johannes Gutenberg hubiese imaginado que su mayor invento terminaría produciendo cosas como divertidos rótulos en lo alto de un tanatorio, habría recogido toda la tinta de impresión de Europa con sus manos regordetas y manchadas y la habría arrojado al mar.

Pero bueno, Johannes, ¡relájate! ¡Cuéntanos un chiste! Como observaba The Wall Street Journal, al menos Comic Sans ha saltado de la barra de herramientas del ordenador para protagonizar uno:

Comic Sans entra en un bar y el camarero le dice: «No servimos a tipos como usted».

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El 25 de septiembre de 2007, una mujer llamada Vicki Walker cometió un crimen tipográfico tan terrible que le costó no solo el trabajo, sino casi la cordura. Walker trabajaba como contable en una compañía neozelandesa de seguros de salud. En una ocasión, debía enviar un correo electrónico. Por desgracia, ignoraba la única regla que todo aquel que alguna vez ha enviado un correo electrónico conoce: LAS LETRAS MAYÚSCULAS HACEN PARECER QUE ODIAS AL LECTOR Y QUE LE ESTÁS GRITANDO.

Era martes por la tarde. Walker hizo clic en «Enviar». En el cuerpo del mensaje se leía algo así:

PARA ASEGURARSE QUE SU RECLAMACIÓN DE PERSONAL SE PROCESA Y SE PAGA, SIGA LAS SIGUIENTES INSTRUCCIONES

No precisamente el culmen de la expresión escrita, por muchas razones, pero ni de lejos una ofensa tal que legitime un despido. Las letras iban en azul y en el cuerpo del mensaje podían leerse también palabras en negrita y en rojo. Walker trabajaba en Auckland para ProCare, una empresa que obviamente se enorgullecía de saber muy bien cuándo había que pulsar el botón Mayús y cuándo no, si bien aún no tenía un manual de etiqueta cibernética cuando Vicki Walker decidió darse un festín de caja alta.

¿Caja alta, caja baja? El término proviene del lugar que ocupaban ante las manos del tipógrafo las piezas sueltas de metal o madera correspondientes a cada uno de los caracteres antes de ser colocadas para componer palabras: las minúsculas, que se usaban más habitualmente, en una caja más baja y accesible; las mayúsculas en otra caja situada sobre esta, esperando su turno. Pese a esta distinción, el compositor debía prestar atención a la p y la q. Cuando se desmontaba un bloque tipográfico, las letras se devolvían a su caja y ahí era muy fácil confundirlas.

El correcto uso de los caracteres tipográficos varía con el tiempo. Hoy son comunes las directrices de empresa, y las instrucciones llegan desde lo alto como grabadas en tablas de piedra: «No utilizarás más que Arial en las comunicaciones tanto internas como externas». Pero ¿quién dice que la Arial minúscula de 1982 es preferible a la forma en que nos comunicábamos en TRAJAN MAYÚSCULAS en los frontones de los edificios públicos de la antigua Roma? Y ¿cómo evolucionó nuestro sentido de la vista para que prefiriésemos la primera, hasta el punto de que cometer el despiste de escribirlo todo en mayúsculas puede acarrear una avalancha de dolores de cabeza y despidos?

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Las cajas alta y baja.

Vicki Walker fue expulsada tres meses después del envío de aquel correo electrónico por haber causado una «falta de armonía en el lugar de trabajo». Cosa de risa, si no fuera por el enorme sufrimiento que a ella le provocó. Veinte meses después, tras refinanciar la hipoteca de su casa y pedir prestado dinero a su hermana para la defensa de su caso, Walker apeló alegando despido improcedente, tuvo éxito y recibió como compensación el equivalente a unos 12.000 euros.

La tipografía siempre ha seguido unas reglas, y siempre ha existido una etiqueta tipográfica. Imaginemos, por ejemplo, que debemos diseñar la sobrecubierta para una reedición de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. El libro no tiene derechos, de modo que no ha costado nada, y un amigo se ha prestado a dibujar una bonita ilustración de un jardín secreto. Solo queda elegir una fuente tipográfica para el título, el nombre del autor y el texto del libro. Para la sobrecubierta, lo sensato sería utilizar una fuente como Didot, que apareció por la época en que Austen escribió el libro. Se trata además de una fuente de gran clase, con su amplia gama de trazos finos y gruesos, especialmente en cursiva (Orgullo y prejuicio). Encaja perfectamente y gracias a ella comprarán muchos libros los aficionados a las ediciones clásicas. Sin embargo, si nuestro objetivo es llegar a un mercado diferente, a aquellos que leen a Kate Atkinson o Sebastian Faulks, por ejemplo, podríamos optar por algo no tan anticuado, quizás AmbroiseLIght.pdf, que, como Didot, tiene un estiloso pedigrí francés.

Para el texto del libro, podría considerarse una actualización digital de Bembo (¿quizá Bembo Book?). Labrado originalmente en metal a finales del siglo XV, este clásico carácter tipográfico de tipo romano ofrece una fiable legibilidad. Además, se ajusta al principio fundamental de que los caracteres tipográficos deben pasar desapercibidos en la vida diaria, informando sin alarmar. La fuente de la sobrecubierta de un libro deberá atraer al lector y, una vez ambientada la fiesta, escabullirse como el buen anfitrión.

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Las fuentes también cumplen con los estereotipos sexuales.

Hay excepciones, por supuesto, y una de ellas, brillante, es el best seller de John Gray, Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus, para cuya cubierta el diseñador Andrew Newman eligió Arquitectura para la parte del título referida a los hombres y Centaur para la referida a las mujeres. La virilidad de Arquitectura viene dada por su altura, su solidez y un aspecto que recuerda ligeramente a la era espacial, bien asentado e implacable. Centaur, a pesar de su fornido nombre, parece manuscrita, tiene trazos delgados y gruesos, es encantadora y elegante (obviamente, el estereotipo sexual es flagrante, pero el libro es pura psicología pop).

He aquí por tanto otra regla: la tipografía puede tener sexo. Lo comúnmente aceptado es que las fuentes sólidas e irregulares de trazo grueso son mayoritariamente masculinas (como Colosallis.pdf), mientras que las fuentes con bucles, más ligeras y caprichosas, son mayoritariamente femeninas (como, quizá, ITCBriosoProItalicDisplay.pdf, de la Adobe Wedding Collection). Este patrón es modificable, no así las asociaciones automáticas que se desprenden de los caracteres. Ocurre lo mismo con los colores: si ves a un bebé vestido de rosa, es niña. La tipografía nos condiciona desde el nacimiento, y nos ha llevado más de quinientos años comenzar a liberarla.

Johannes Gutenberg no se detuvo a reflexionar demasiado sobre el sexo de los caracteres tipográficos cuando creó sus primeros tipos móviles, entre 1440 y 1450. Y no le preocupó tampoco encontrar una fuente apropiada para cada nuevo proyecto; ni cambiar el curso de la historia occidental. Lo que le preocupaba era ganar dinero.

Gutenberg nació en Maguncia, cerca de Fráncfort, en Alemania. Era hijo de un rico mercader con contactos en la fábrica regional de moneda. Su familia se mudó a Estrasburgo cuando Gutenberg era aún joven. Esta primera etapa de su vida profesional es neblinosa. Está documentada su labor con gemas, metales y espejos, aunque se sabe que a finales de esa década estaba de vuelta en Maguncia, donde había pedido prestado dinero para fabricar tinta y útiles de impresión.

A Gutenberg le preocupaban la automatización, la coherencia y el reciclado. No es probable que conociera los muy anteriores métodos de impresión desarrollados en las antiguas China y Corea, la mayor parte de los cuales se limitaban a la impresión de un único ejemplar de libro con bloques de madera y tipos de bronce fundido. Fue sin lugar a dudas el primero en dominar los principios de la impresión en masa en Europa y sus innovadoras letras reutilizables de metal fundido marcarían las pautas de la industria durante los siguientes quinientos años. El libro se hizo más barato y fácil de conseguir y esa esfera de la realidad antaño exclusiva de la Iglesia y los poderosos evolucionó hasta convertirse en una fuente de disfrute e ilustración para todas las clases educadas. Qué peligrosa herramienta había inventado.

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Impresores trabajando, según un grabado de 1568. Al fondo puede observarse a los componedores colocando tipos móviles.

¿Cómo lo consiguió? Con destreza, paciencia y un poco de inventiva. La experiencia de Gutenberg en el arte de la herrería le enseñó a distinguir entre metales duros y blandos y a grabar sellos y otras enseñas en plata y oro. Conocía también las aleaciones líquidas y, probablemente a finales de la década de los cuarenta del siglo XV, barruntó una idea: ¿y si todas esas técnicas pudieran combinarse y aplicarse a la impresión?

Hasta entonces, todos los libros que Gutenberg había visto estaban escritos a mano. A los ojos modernos, sus contenidos nos pueden parecer producto de una escritura mecánica, aunque fueran resultado del meticuloso trabajo de un copista profesional que pasaba meses encorvado sobre un mismo ejemplar. Podían grabarse palabras completas individualmente sobre bloques de metal o madera que luego se entintaban, pero así se tardaba aún más tiempo en crear un libro. Pero ¿y si fuese posible transformar este proceso?, se preguntaría Gutenberg. ¿Fundiendo, por ejemplo, el alfabeto completo en pequeños tipos móviles que pudieran reutilizarse y configurarse tantas veces como requiriese un documento o libro determinado?

Nadie sabe el método exacto que Gutenberg siguió en el fundido de los tipos, pero el sentido común sugiere que debió de ser similar al primer método documentado, puesto en práctica dos décadas después (y que ha seguido dominando las imprentas hasta 1900). El primer paso consiste en tallar una letra —al revés— en el extremo de una barrita metálica de unos pocos centímetros. Con un martillo, se golpea esta contra un metal blando (usualmente cobre), obteniéndose así una matriz en bajorrelieve. Esta se fija a continuación con un resorte sobre un molde manual de madera. Seguidamente, con la ayuda de un cazo, se vierte en el molde una mezcla de metales fundidos (plomo, estaño y antimonio) que rápidamente se enfría para formar una única letra, la cual aparecerá en el extremo del tipo, lista para ser alineada con otras formando palabras. En general, podríamos decir que así «nacía una fuente», aunque el proceso de espaciado, moldeado y acabado es bastante más minucioso de lo sugerido aquí. El alfabeto convencional se vería ampliado con diversas duplicaciones de letras, signos de puntuación y espacios. Se cree que Gutenberg fundió al menos 300 caracteres distintos para su Biblia de 1454-1455, que ocupaba 1282 páginas en dos tomos.

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La primera fuente tipográfica del mundo: la Textura, de Gutenberg.

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