Diarios

Franz Kafka

Fragmento

Prólogo

Prólogo

por Jordi Llovet

No todos los diarios que, con mayor o menor regularidad, los escritores han llevado a lo largo de sus vidas son iguales. Algunos los han empezado a una edad muy temprana; otros, al final de su vida, como si pretendieran resumir en ellos lo esencial y reposado ya de su existencia. Hay escritores que los han usado como lugar secreto en el que depositar, para más adelante, apuntes que luego deberán desarrollar o, pensando ya en el más allá, asuntos que no quisieron decir en vida o que silenciaron a causa del pudor: este es el caso de Elias Canetti, por ejemplo, cuyos diarios, si no se tuerce su voluntad, no serán de dominio público hasta el año 2024. Pero también hay escritores que han utilizado los diarios para relatar, inexplicablemente y salvo excepciones, los aspectos más fútiles de su vida cotidiana, como qué días sufren dolor de estómago o estreñimiento, e incluso acerca de la problemática talla de sus calzones: este es el caso, de sobras conocido, de Thomas Mann, cuya escritura diarística se halla, para sorpresa si no sonrojo de sus admiradores, en el extremo opuesto de la dignidad formal y moral que preside el conjunto de su obra de creador literario propiamente hablando. Diarios pueden ser consideradas las largas crónicas o memorias de corte histórico de Samuel Pepys, del cardenal de Retz o del duque de Saint-Simon –con mayor abundancia, en todos estos casos, de noticias públicas más que privadas acerca de sus respectivas épocas y hazañas–, y lo mismo puede decirse, en el extremo opuesto de los citados, de discretos cuadernos en los que, muy de tanto en tanto, un escritor ha anotado detalles circunstanciales que resultarán insignificantes tanto para reconstruir su vida como su tiempo.

Hay diarios cargados de sabiduría e inteligencia, como los de Robert Musil o los de Witold Gombrowicz, y los hay sobrecargados de futilidades y circunstancias triviales; los hay que obedecen a una urgencia histórica, como todos los diarios escritos a raíz de la experiencia del Holocausto –desde el pueril de Ana Frank hasta los terriblemente esclarecedores de una situación ominosa, tanto personal cuanto colectiva, como los de Irene Nemirovsky, los de Victor Klemperer o los de Adam Czerniakóv–, y los hay que son hijos solamente del recreo, si no del aburrimiento, como los de Stendhal en sus Memorias de un turista. Algunos son como reloj de príncipes y modelo de vida para sus futuros lectores, como los de Benjamin Franklin o los de Edward Gibbon, ambos excelentes; pero los hay también que ni se han escrito como examen de conciencia del escritor ni como ejercicio espiritual para sus posibles lectores, sino como divertimento puro.

Finalmente, los hay que son mera narración –con reflexiones añadidas más o menos densas– de una excursión o un largo viaje: de estos los hay a centenares, desde los de Marco Polo en Oriente a los de André Gide en tierras de África, pasando por los muy concretos diarios del viaje a Lisboa de Henry Fielding o de la visita a Hamburgo de William Wordsworth, pasando también por los más panorámicos relatos del itinerario de París a Jerusalén de Chateaubriand, de Goethe recorriendo Italia, o del catalán afrancesado Ali-Bey en sus caminos por tierras musulmanas.

Todos han tenido un propósito relativamente claro y distinto, y casi todos pueden deslindarse, en general, en tres grandes grupos: la escritura autobiográfica propiamente dicha; la narración testimonial de un segmento, vivido personalmente, de una historia común, y el relato tirando a documental o a reportaje propio de las anotaciones hechas al hilo de una excursión sobre el terreno. Como no podía ser de otro modo, dada la genialidad de toda su obra, los diarios de Kafka presentan unas características que no resulta en absoluto fácil resumir en pocas palabras o reducir a cualquiera de las categorías o los ejemplos que hemos aducido más arriba. Ni siquiera es posible afirmar que Kafka poseyera en 1910, antes de inscribir su primera anotación diarística, modelo alguno de escritura autobiográfica para inspirarse o tomarlo como guía. La ingenuidad, si así puede decirse –o sea, el carácter directo, impremeditado, raramente sujeto a una voluntad explícita de estilo– de los diarios de Kafka y, en especial, la conjunción, en su aparente unidad, de una cantidad importante de registros y propósitos, hacen de esos diarios un ejemplo posiblemente único en la historia de este género, y los convierten en una de sus muestras más apasionantes. Empezar el primer cuaderno de los que Kafka escogió para su «escritura autobiográfica» –cuadernos de unas características formales muy determinadas, como se leerá en nuestro apartado de Notas–, iniciar, decíamos, sus diarios con la anotación: «Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren», sin más, da idea de la escasa voluntad que Kafka tuvo, desde el principio de esta faceta de su «obra», de sentar cátedra en ningún sentido; de presentar, como Baudelaire, «su corazón al desnudo», o mucho menos de intentar, como algunos escritores ya citados, dar testimonio de las grandes hazañas del segmento de la historia del que han sido espectadores. Y así, por ejemplo, el 2 de agosto de 1914 anota Kafka: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. –Por la tarde, Escuela de Natación [a orillas del río Moldava]», donde la noticia de un hecho trascendental para la historia de Europa viene acompañada de otra noticia, enormemente banal si se compara con la primera, pero quizá más «real» en la vida cotidiana del autor.

Como veremos más adelante, estos diarios de Kafka están escritos a menudo en una especie de pugna entre la revelación de aspectos esenciales en la vida del escritor y el deseo de transformarlos en otra cosa, velando así la naturaleza de la experiencia inicial. ¿Qué decir, para seguir con las primeras anotaciones de Kafka, de esta entrada del mismo año 1910?: «Wenn er mich immer frägt [“Siempre que él me pregunta”]. La ä, desprendida de la frase, se alejaba volando como una pelota por la hierba.» ¿Por qué una entrada en unos diarios íntimos, cuidadosamente separados por su autor del resto de sus apuntes narrativos o de los cuadernos que contienen sus novelas, tiene que poner énfasis –incluso se diría «narrativizar»– una cosa tan elemental como una a con diéresis? ¿A quién se le ocurre dar vida y acción, ya no a una frase azarosa –posiblemente oída en un paseo distraído por la calle–, sino a una sola letra de esta frase?

Con este ejemplo entramos de pleno en uno de los aspectos que conviene recalcar acerca de los diarios de nuestro autor. Kafka es un escritor judío, no se olvide, formado no estrictamente en el judaísmo religioso, pero sí en su vertiente cultural y tradicional, con una presencia más que notable de los restos de la tradición moderna de la mística hasídica. En este sentido, hay que recordar que, así como la religión judía lo es del Libro (o de los Libros, biblia) y de los más particulares efectos y reflejos semánticos de su escritura, asimismo la cultura judía es, o lo era todavía en los tiempos y la Praga de Kafka, una cultura en la que toda palabra, sea del ord

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos