MATEMÁTICO
CLEON 1. — … El último Emperador Galáctico de la dinastía Entum. Nació en el año 11988 de la Era Galáctica, el mismo año en que lo hizo Hari Seldon. (Se cree que la fecha de nacimiento de Seldon, que algunos consideran dudosa, puede haber sido manipulada para ajustarla a la de Cleon, a quien Seldon, poco después de su llegada a Trantor, se supone que visitó.)
Habiendo accedido al trono Imperial el 12010, a la edad de veintidós años, el reinado de Cleon I representó un curioso intervalo de paz en aquellos tiempos de agitación. Esto se debió, indudablemente, a la habilidad de su Jefe de Estado Mayor, Eto Demerzel, quien se mantuvo tan cuidadosamente apartado de la luz pública que se sabe muy poco de él.
El propio Cleon…
Enciclopedia Galáctica*
1
—Demerzel —dijo Cleon, disimulando un bostezo—, ¿has oído hablar, por casualidad, de un hombre llamado Hari Seldon?
Cleon llevaba poco más de diez años de Emperador y, en ocasiones, en ceremonias estatales en las que, vestido con la necesaria suntuosidad y luciendo los atributos de soberano, conseguía parecer majestuoso. Lo parecía, por ejemplo, en su holografía, que se hallaba en una hornacina, a su espalda. Estaba situada de tal forma que dominaba ampliamente otras que encerraban holografías de varios de sus antepasados.
Su holografía no era del todo sincera, porque aunque el cabello de Cleon era de color castaño claro, tanto en el holograma como en la realidad, resultaba más abundante en la holografía. Tenía un rostro algo asimétrico debido a que el lado izquierdo de su labio superior quedaba un poco más alto que el derecho. Tampoco eso se reflejaba en la holografía. Y si se hubiera puesto en pie junto a esta se habría visto que medía dos centímetros menos del 1,83 que la imagen reflejaba…, y que, quizá, era un poco más grueso.
Naturalmente, la holografía era el retrato oficial de su coronación y, por entonces, contaba varios años menos. Todavía parecía joven, y bastante guapo también, y cuando no se hallaba agarrotado por las ceremonias oficiales, su rostro reflejaba cierta bondad.
Demerzel contestó con el tono respetuoso que cuidadosamente cultivaba:
—¿Hari Seldon? No me resulta un nombre familiar, Sire. ¿Debería saber quién es?
—El ministro de Ciencia me lo mencionó anoche. Pensé que podías conocerle.
Demerzel frunció la frente ligeramente, pero muy ligeramente, ya que uno no frunce el ceño en presencia del Emperador.
—El ministro de Ciencia, Sire, debiera haberme hablado a mí, como Jefe de Estado Mayor de este hombre. Si vais a ser acosado por todas partes…
Cleon alzó la mano y Demerzel calló al instante.
—Por favor, Demerzel, uno no puede estar siempre aplastado por el protocolo. Cuando pasé ante el ministro en la recepción de anoche y cambié unas palabras con él, se desbordó. No pude negarme a escucharle y me alegré de haberlo hecho, porque resultó interesante.
—¿Interesante, en qué aspecto, Sire?
—Bueno, estos no son los viejos tiempos en que ciencia y matemáticas estaban de moda. Todo eso parece haber muerto en cierto modo, quizá debido a los nuevos descubrimientos llevados a cabo, ¿no crees? No obstante, en apariencia, todavía pueden acaecer hechos interesantes. Por lo menos, se me aseguró que era interesante.
—¿Os lo dijo el ministro de Ciencia, Sire?
—Sí. Comentó que ese Hari Seldon había asistido a una convención de matemáticos que, por alguna razón, se celebra aquí, en Trantor, cada diez años, y dijo que había demostrado que uno podía predecir el futuro de forma matemática.
Demerzel se permitió una pequeña sonrisa.
—O bien el ministro de Ciencia, un hombre de pocas luces, está equivocado, o lo está el matemático. Seguramente, eso de predecir el futuro, es el sueño mágico de los niños.
—¿De verdad piensas eso, Demerzel? La gente cree en esas cosas.
—La gente cree en muchas cosas, Sire.
—Pero cree en tales cosas. Por lo tanto, no importa que la predicción del futuro sea cierta o no. Si un matemático me predijera un largo y feliz reinado, un tiempo de paz y prosperidad para el Imperio…, ¿no estaría bien?
—Por supuesto, sería agradable oírlo, pero, ¿qué se conseguiría con ello, Sire?
—Pues, que si la gente cree esto, actuaría de acuerdo con su creencia. Muchas profecías, por el mero hecho de ser creídas, se transforman en hechos. Se trata de «profecías autocumplidas». En realidad, ahora que caigo, tú mismo me lo explicaste una vez.
Demerzel, asintió.
—Creo que estáis en lo cierto, Sire. —Sus ojos vigilaban con sumo cuidado al Emperador, como para calibrar hasta dónde podía llegar—. De todos modos, si es así, uno podría conseguir que cualquiera hiciera la profecía.
—No todas las personas serían igualmente creídas, Demerzel. No obstante, un matemático, que reforzara su profecía con fórmulas y terminologías matemáticas, podría no ser comprendido por nadie y, sin embargo, creído por todos.
—Como siempre, Sire, sois sensato. Vivimos tiempos turbulentos y merecería la pena apaciguarlos de una forma que no requiriera ni dinero ni esfuerzos militares…, que, en la historia reciente, han hecho poco bien y mucho mal.
—¡Exactamente, Demerzel! —exclamó el Emperador, excitado—. Cázame a ese Hari Seldon. Siempre me dices que tus redes están tendidas por todas partes de este mundo turbulento, incluso hasta donde mis soldados no osarían entrar. Tira, pues, de una de esas redes y tráeme al matemático. Déjame que lo vea.
—Así lo haré, Sire —contestó Demerzel, que ya tenía a Seldon localizado, y tomaba nota mental de felicitar al ministro de Ciencia por un trabajo tan bien hecho.
2
En aquel momento, Hari Seldon no tenía un aspecto nada impresionante. Igual que el emperador Cleon I, contaba treinta y dos años, pero solo medía 1,73 de estatura. Su rostro era liso y jovial, su cabello castaño oscuro, casi negro, y sus ropas tenían un aspecto inconfundible de provincianismo.
Para cualquiera que, años después, conociera a Hari Seldon solo como un legendario semidiós, le hubiera parecido un sacrilegio que no tuviera el cabello blanco, un rostro viejo y arrugado con una sonrisa serena que irradiara sabiduría y que se sentara en una silla de ruedas. No obstante, incluso en su vejez, sus ojos reían alegres. Así era.
Y sus ojos estaban ahora especialmente alegres, porque su comunicación se había leído en la Convención Decenal, despertando allí un cierto interés, aunque algo distante, y el anciano Osterfish había inclinado la cabeza, diciéndole:
—Ingenioso, joven. Muy ingenioso.
Lo que procediendo de Osterfish resultaba harto satisfactorio. De lo más satisfactorio.
Pero ahora se presentaba un nuevo, e inesperado, acontecimiento y Seldon no estaba seguro si su alegría aumentaría y su satisfacción se intensificaría.
Se quedó mirando al joven alto, de uniforme…, con la nave espacial y el Sol resaltando sobre el costado izquierdo de su guerrera.
—Teniente Alban Wellis —se presentó el oficial de la Guardia del Emperador, antes de volver a guardar sus credenciales—. ¿Querría usted acompañarme ahora, señor?
Wellis iba armado, claro. Había otros dos guardias esperando fuera, ante su puerta. Seldon sabía que no tenía elección, pese a la extrema corrección del otro, pero no había razón que le impidiera informarse.
—¿Para ver al Emperador? —preguntó.
—Para acompañarle a palacio, señor. Estas son mis instrucciones?
—¿Por qué?
—No me dijeron la razón, señor. Y mis órdenes estrictas son que debe venir conmigo…, de un modo u otro.
—Pero esto parece una detención. Y yo no he hecho nada que la justifique.
—Diga mejor que parece una escolta de honor para usted…, si no me retrasa más.
Seldon no lo hizo. Apretó los labios como para evitar más preguntas, inclinó la cabeza y se puso en marcha. Incluso si se dirigía a ver al Emperador y a recibir su felicitación, no encontraba ningún placer en ello. Era partidario del Imperio en cuanto a los mundos de la humanidad en paz y unión se refería, mas no lo era del Emperador.
El teniente le precedía, los otros le seguían. Seldon sonreía a los que se cruzaban con él y trataba de parecer despreocupado. Fuera del hotel, subieron a un coche oficial. (Seldon pasó la mano por la tapicería; nunca había estado en un vehículo tan lujoso.)
Se encontraban en uno de los sectores más ricos de Trantor. Allí, la cúpula era tan alta que daba la sensación de hallarse al aire libre y uno podía jurar, incluso alguien como Hari Seldon, nacido y criado en un mundo abierto, que estaban al sol. No se podía ver ni sol ni sombra, pero el aire era ligero y fragante.
De pronto, se acabó: la cúpula se curvaba hacia abajo, las paredes se iban estrechando y no tardaron en circular por un túnel cerrado, marcado a intervalos por la nave espacial y el sol, y claramente reservado (pensó Seldon) para vehículos oficiales.
Se abrió un portón y el coche lo franqueó rápidamente. Cuando se cerró tras ellos, se encontraron al aire libre…, el verdadero, el real aire libre. En Trantor, había 250 kilómetros cuadrados de la única extensión de tierra abierta y en ella se alzaba el palacio imperial. A Seldon le hubiera gustado pasear por aquel lugar, no a causa del palacio, sino porque allí se alzaban la Universidad Galáctica y, lo más intrigante de todo, la Biblioteca Galáctica.
Sin embargo, al pasar del mundo cerrado de Trantor a la extensión abierta de bosque y parques, había pasado también a un mundo en el que las nubes oscurecían el cielo y un viento helado le despeinaba. Apretó el botón que cerraba el cristal de la ventanilla del coche.
Afuera, el día resultaba desapacible.
3
Seldon no estaba del todo seguro de que le condujeran a ver al Emperador. Tal vez le presentaran a algún funcionario de cuarta o quinta categoría, quien le aseguraría que hablaba en nombre del Emperador.
¿Cuántas personas llegaban a entrevistarse con el Emperador? En persona, no en holovisión. ¿Cuánta gente veía al auténtico, tangible, Emperador, un emperador que nunca abandonaba esas tierras imperiales por las que ahora él, Seldon, circulaba?
El número era sorprendentemente pequeño. Veinticinco millones de mundos habitados, cada uno con su carga de mil millones de seres humanos o más…, y entre todos esos cuatrillones de seres, ¿cuántos habían, o conseguirían alguna vez, puesto los ojos en el Emperador viviente? ¿Mil?
¿Acaso le importaba a alguien? El Emperador no era más que el símbolo del Imperio, como la Nave Espacial y el Sol, pero menos penetrante, mucho menos real. Eran sus soldados y sus funcionarios, arrastrándose por todas partes, los que representaban a un imperio que se había convertido en un peso muerto sobre su gente…, no el Emperador.
Así ocurrió que, cuando Seldon fue acompañado hasta una estancia de tamaño moderado y amueblado con gran lujo y encontró a un hombre de aspecto joven sentado en el borde de una mesa, en una especie de mirador, con un pie en el suelo y el otro balanceándose desde el borde, empezó a preguntarse si un funcionario lo miraría de aquel modo tan amable y tranquilo. Varias veces había experimentado el hecho de que los funcionarios del Gobierno, y los del servicio imperial ante todo, tenían aspecto grave siempre, como si sobre sus hombros descansara el peso de la Galaxia entera. Y también parecía que cuanto menos importantes eran, más graves se mostraban y más amenazadora era su expresión.
Este, pues, debía tratarse de un funcionario de tan alta categoría, con el sol del poder brillando sobre él, que no creía necesario afirmarse con nubes de expresiones torvas.
Seldon no estaba seguro de cuán impresionado debía mostrarse, así que decidió guardar silencio y dejar que el otro hablara primero.
—Creo que tú eres Hari Seldon. El matemático —dijo el funcionario.
—Sí, señor —contestó Seldon, escueto. Y esperó.
El joven movió el brazo.
—Deberías decir Sire, pero detesto las ceremonias. Es lo único que me dan y estoy harto de ellas. Ahora nos encontramos a solas y me voy a dar el gustazo de saltarme el protocolo. Siéntate, profesor.
A mitad de este discurso, Seldon se dio cuenta de que estaba hablando con el emperador Cleon, primero de este nombre, y se quedó sin aliento. Notó un vago parecido (ahora que lo miraba) con la holografía oficial que aparecía constantemente en las noticias, pero en aquella holografía, Cleon iba siempre vestido de ceremonia, parecía más alto, más noble, con una expresión más fría.
Y delante de él estaba el original de la holografía, el cual, en cierto modo, parecía de lo más corriente.
Seldon no se movió.
El Emperador frunció el ceño ligeramente y, con la costumbre de mando siempre presente, incluso en su intento de abolirla, por lo menos de manera temporal, dijo tajante:
—Te he dicho «siéntate, profesor». Esa silla. Deprisa.
Seldon le obedeció sin decir palabra.
—Sí, Sire —consiguió murmurar.
—Eso está mejor —sonrió Cleon—. Ahora, podemos hablar como dos seres humanos que, después de todo, es lo que somos una vez abolido el protocolo. ¿Eh, hombre?
—Si Su Majestad Imperial opina que es así, así será —respondió Seldon, cauteloso.
—Venga, hombre, ¿a qué viene tanta cautela? Quiero que hablemos en igualdad de términos. Tengo ganas de hacerlo. Compláceme.
—Sí, Sire.
—Un sencillo sí, hombre. ¿Es que no va a haber modo de entendernos?
Cleon miró a Seldon fijamente y este pensó que aquella mirada era viva e interesada.
—No pareces un matemático —dijo el Emperador finalmente.
Seldon se sintió capaz de sonreír.
—No tengo idea de lo que debería parecer un matemático, Alt…
Cleon levantó la mano admonitoriamente y Seldon se tragó el título.
—El cabello blanco, supongo —prosiguió Cleon—. Con barba tal vez. Viejo, desde luego.
—Pero, incluso los matemáticos tienen que ser jóvenes para empezar.
—Pero, entonces, carecen de reputación. Para cuando llegan a llamar la atención de la Galaxia, se han vuelto como yo los he descrito.
—Me temo que carezco de reputación.
—Sin embargo, hablaste en la convención celebrada aquí.
—Muchos de nosotros lo hicimos. Algunos más jóvenes que yo. Mas muy pocos de nosotros llamamos la atención.
—Al parecer, tu comunicación llamó la atención de algunos de mis funcionarios. Se me ha dado a entender que crees posible predecir el futuro.
Seldon se sintió abrumado de pronto. Parecía como si esa mala interpretación de su teoría se repitiera constantemente. Quizá no debió presentar su comunicación.
—En realidad, no del todo —protestó—. Lo que he hecho es algo mucho más limitado. En muchos sistemas, la situación es tal que, bajo determinados condicionantes, se desarrollan acontecimientos caóticos. Lo cual significa que, dado un determinado punto de partida, es imposible predecir resultados. Esto es cierto incluso en algunos sistemas muy simples, pero cuanto más complejo sea el sistema, más probabilidades hay de que se vuelva caótico. Siempre se ha pensado que algo tan complicado como la sociedad humana tenía que convertirse en un caos y, por tanto, en impredecible. Pero lo que yo he hecho ha sido demostrar que, si se estudia la sociedad humana se puede elegir un punto de partida y llevar a cabo los supuestos apropiados para suprimir el caos. Esto haría posible predecir el futuro, no con todo detalle, desde luego, pero con un amplio alcance; sin excesiva certeza, mas con probabilidades calculables.
—Pero, ¿no significa esto que has demostrado cómo se predice el futuro? —preguntó el Emperador que lo había escuchado con atención.
—Repito, que no del todo. Solo he demostrado que es teóricamente posible, nada más. Para hacerlo como vos decís, tendríamos que elegir realmente un punto de partida correcto, hacer suposiciones correctas y encontrar el modo correcto de llevar a cabo los cálculos en un tiempo finito. Nada. En mis argumentos matemáticos, nada nos dice cómo conseguir algo así. Incluso si pudiéramos llevarlo a cabo obtendríamos, como mucho, una evolución de las probabilidades. Y eso no significa predecir el futuro; únicamente, adivinar lo que puede ocurrir. Cada político afortunado, o negociante, o ser humano de cualquier tipo, debe calibrar esos pronósticos del futuro, y hacerlo muy bien, porque, de lo contrario, él, o ella, no alcanzaría el éxito.
—Lo consiguen sin matemáticas.
—Cierto. Por intuición.
—Con las matemáticas apropiadas, cualquiera podría evaluar las probabilidades. No sería preciso tomar al raro ser humano que consigue el éxito gracias a un asombroso sentido intuitivo.
—Cierto también, pero me he limitado a demostrar que el análisis matemático es posible, no que sea práctico.
—¿Cómo puede algo ser posible y no ser práctico?
—Para mí, es teóricamente posible visitar cada mundo de la Galaxia y saludar a cada persona de cada uno de ellos. No obstante, me llevaría más tiempo que los años que me restan de vida, incluso si yo fuera inmortal; la velocidad a la que los seres humanos nacen es mayor que la velocidad a la que yo podría entrevistar a los viejos, y, precisando más, los seres humanos viejos morirían en gran número antes de que me fuera posible llegar a ellos.
—¿Y es este tipo de cosa la verdad de tu matemática del futuro?
Seldon vaciló, y luego continuó:
—Podría ser que la matemática tardara demasiado tiempo en dar resultados, incluso si dispusiéramos de una computadora del tamaño del Universo trabajando a velocidad hiperespacial. Cuando recibiéramos las respuestas, habrían transcurrido los años suficientes para que la situación estuviera tan alterada que hiciera que la respuesta careciera ya de sentido.
—¿Por qué no puede simplificarse el proceso? —preguntó Cleon tajante.
—Su Majestad Imperial… —Seldon observó que el Emperador se iba poniendo más protocolario a medida que las respuestas iban gustándole menos y por ello respondió con más ceremonia—. Considerad la forma en que los científicos han tratado las partículas subatómicas. Hay gran cantidad de ellas moviéndose o vibrando cada una al azar y de forma impredecible…, mas ese caos resulta tener un orden de fondo, así que podemos trabajar una mecánica cuántica que responda a todas las preguntas que sabemos cómo plantear. Al estudiar la sociedad, colocamos a los seres humanos en el lugar de las partículas subatómicas, aunque, en este caso, deberemos añadir el factor que es la mente humana. Las partículas se mueven al azar; los seres humanos, no. El tomar en cuenta las diversas actitudes e impulsos de la mente añade tanta complejidad al estudio que se carece de tiempo para ocuparse de todo
—¿Y no podría la mente, al igual que la moción sin sentido, tener un orden de base?
—Quizá. Mi análisis matemático da a entender que el orden por más desordenado que parezca, debe ser el fundamento de todo, pero no nos da el menor indicio de cómo puede encontrarse este orden de base. Pensad… Veinticinco millones de mundos, cada uno de ellos con sus características y cultura, significativamente distinto de los demás, cada uno con sus mil millones o más de seres humanos y con su mente individual, y todos los mundos interactuando de innumerables modos y combinaciones. ¡Por más teóricamente posible que pueda ser un análisis psicohistórico, no es probable que pueda hacerse de cualquier forma práctica!
—¿Qué quieres decir con «psicohistórico»?
—Me refiero a la evaluación teórica de las probabilidades concerniendo al futuro, como «psicohistoria».
El Emperador se puso en pie de pronto, anduvo hasta el otro extremo de la estancia, volvió, y se plantó delante del todavía sentado Seldon.
—¡Levántate! —ordenó.
Seldon lo hizo así y observó al, ligeramente más alto, Emperador. Se esforzó por no desviar la mirada.
—Esta psicohistoria tuya… —dijo Cleon al fin—, si pudiera llevarse a la práctica, resultaría muy útil, ¿no es verdad?
—De una enorme utilidad, por supuesto. Saber lo que guarda el futuro, aunque fuera del modo más general y probable, nos serviría como una nueva y maravillosa guía de nuestras acciones, una guía que la Humanidad jamás ha poseído. Pero desde luego… —Calló.
—¿Qué? —exclamó Cleon impaciente.
—Pues que, en apariencia, excepto por unos pocos que toman decisiones, los resultados del análisis psicohistórico deberían permanecer ignorados por el público.
—¡Ignorados! —repitió Cleon, sorprendido.
—Está muy claro. Dejad que trate de explicároslo. Si se hace un análisis psicohistórico y sus resultados son entregados al público, las diversas reacciones y emociones de la Humanidad se distorsionarían en el acto. El análisis psicohistórico, basado en emociones y reacciones que tienen lugar sin conocimiento del futuro, no tiene sentido. ¿Lo comprendéis?
Los ojos del Emperador centellearon y se echó a reír.
—¡Maravilloso!
Dejó caer la mano sobre el hombro de Seldon, y este se tambaleó ligeramente bajo el impacto.
—¿No lo ves, hombre? ¿No te das cuenta? Ahí tienes para lo que sirve. No necesitas predecir el futuro. Elige, sencillamente, un futuro cualquiera…, un buen futuro, un futuro útil…, y haz el tipo de predicción que altere las emociones y reacciones humanas de tal forma que el futuro que has predicho se realice. Mejor fabricar un buen futuro que predecir uno malo.
—Comprendo lo que queréis decir, Sire —comentó Seldon ceñudo—, pero eso resulta igualmente imposible.
—¿Imposible?
—Bien, en todo caso, nada práctico. ¿No lo veis? Si no se puede empezar con emociones y reacciones humanas y predecir el futuro que provocarán, tampoco puede hacerse lo contrario. No se puede empezar con un futuro y predecir las emociones y reacciones que lo harán posible.
Cleon pareció frustrado. Apretó los labios y preguntó:
—¿Y tu comunicación…? —preguntó—. Es así como lo llamas, ¿comunicación…? ¿De qué sirve?
—Se trataba de una demostración matemática nada más. Tocaba un punto interesante para los matemáticos, pero en mi mente nunca hubo la idea de que pudiera resultar útil de alguna forma.
—Lo encuentro repugnante —gritó Cleon, furioso.
Seldon se encogió ligeramente de hombros. Ahora más que nunca comprendía que no debía haber presentado su trabajo. ¿Qué sería de él si al Emperador se le metía en la cabeza que había sido tomado por tonto?
Y era evidente que Cleon no andaba lejos de pensar algo así.
—Sin embargo —dijo—, ¿qué te parece si predijeras el futuro, matemáticamente justificado o no; predicciones que los funcionarios del Gobierno, seres humanos cuya especialidad es conocer lo que es probable que el público haga, juzgarán ser del tipo que provoca reacciones útiles?
—¿Por qué me necesitáis para llevar eso a cabo? Los funcionarios gubernamentales podrían hacer las predicciones ellos mismos, y ahorrar trabajo al intermediario.
—Los funcionarios no conseguirían hacerlo con tanta efectividad. Los funcionarios gubernamentales realizan declaraciones de este tipo de vez en cuando. Y no son necesariamente creídos.
—¿Y por qué yo sí?
—Porque eres un matemático. Tú habrías calculado el futuro, no…, no intuido… Sí, esta es la palabra.
—Pero yo no lo habría hecho.
—¿Y quién lo sabría? —Cleon le observó con los ojos entornados.
Siguió una pausa. Seldon se sintió atrapado. Si el Emperador le daba una orden directa, ¿sería prudente rehusar? Si rehusaba, podía ser encarcelado o ejecutado. No sin juicio, claro, pero solo con grandes dificultades puede conseguirse que un juicio vaya en contra de los deseos de un duro funcionario, en especial uno que esté bajo las órdenes directas del Emperador del vasto Imperio Galáctico.
—No funcionaría —repuso por fin.
—¿Por qué no?
—Si me pidierais que predijera generalidades vagas que es posible que no ocurrieran hasta mucho después de que esta generación y, quizá, la siguiente, hubiera muerto, tal vez lográsemos algo, pero también, por el contrario, el público prestaría poca atención. Les importaría un comino saber de un dorado acontecimiento dentro de uno o dos siglos en el futuro.
»Para obtener buenos resultados —prosiguió Seldon—, tendría que predecir asuntos de mayor trascendencia, hechos inmediatos. Solo a estos respondería el público. Pero, más pronto o más tarde, quizá más pronto, uno de esos hechos dejaría de ocurrir y mi utilidad terminaría al instante. Con esto, vuestra popularidad podría acabar también, y lo peor de todo es que desaparecería todo apoyo al desarrollo de la psicohistoria de modo que no habría posibilidad de que ningún bien se derivara de ella si las futuras mejoras de penetración matemática ayudaran a acercarla algo más al reino de lo práctico.
Cleon se dejó caer en un sillón y dirigió una aviesa mirada a Seldon.
—¿Es todo lo que vosotros, los matemáticos, podéis hacer? ¿Insistir en las imposibilidades?
Seldon protestó con desesperada dulzura:
—Sois vos, Sire, quien insiste en lo imposible.
—Deja que te ponga a prueba, hombre. Supón que te pido que utilices tu matemática para decirme si algún día seré asesinado. ¿Qué me responderías?
—Mi sistema matemático no me daría una respuesta a una pregunta tan específica, incluso si la psicohistoria trabajara a pleno rendimiento. Toda la mecánica del quantum, en el mundo, no puede hacer que sea posible predecir el comportamiento de un electrón, solo el comportamiento medio de muchos.
—Conoces tus matemáticas mejor que yo. Trata de hacer una conjetura estudiada basándote en ellas. ¿Me asesinarán algún día?
—Me tendéis una trampa, Sire —musitó Seldon—. O bien me decís la respuesta que esperáis, y yo os la daré, o bien concededme libertad para daros la respuesta que yo pienso sin que me castiguéis por ello.
—Di lo que quieras.
—¿Vuestra palabra de honor?
—¿La quieres por escrito? —rezongó Cleon, sarcástico.
—Vuestra palabra de honor, hablada, será suficiente —dijo Seldon con el corazón encogido porque estaba plenamente seguro de que no bastaría.
—Tienes mi palabra de honor.
—Entonces, puedo deciros que en el transcurso de los últimos cuatro siglos, casi la mitad de los emperadores fueron asesinados, de lo cual deduzco que las probabilidades de vuestro asesinato son, en términos generales, una entre dos.
—Cualquier tonto me hubiera dado esta respuesta —repuso Cleon, despectivamente—. No me hacía falta un matemático.
—Pero yo os he dicho varias veces que mi matemática es inútil para problemas prácticos.
—¿No puedes siquiera suponer que yo haya aprendido las lecciones que he recibido de mis desgraciados predecesores?
Seldon respiró hondo.
—No, Sire —se lanzó a fondo—. Toda la Historia nos demuestra que no aprendemos nada de las lecciones del pasado. Por ejemplo, vos habéis permitido que entrara aquí para una audiencia privada. ¿Y si se me ocurriera asesinaros? Lo cual no es cierto, Sire —se apresuró a añadir.
Cleon sonrió sin alegría.
—Hombre, tú no tienes en cuenta nuestra minuciosidad…, o avances tecnológicos. Hemos estudiado tu historial, tus antecedentes. Cuando llegaste, te estudiamos por escáner. Tu expresión y el timbre de voz fueron analizados. Conocíamos tu estado emocional con detalle; prácticamente sabíamos tus pensamientos. De haber habido la menor duda sobre tu capacidad de hacer el mal, no se te hubiera permitido acercarte a mí. En realidad, ya no estarías vivo.
Una oleada de náuseas envolvió a Seldon, pero observó:
—La gente de fuera ha encontrado siempre muy difícil llegar a los emperadores, incluso con tecnologías menos avanzadas. Sin embargo, cada asesinato ha sido un golpe palaciego. Aquellos que el Emperador tiene más cerca son los que mayor peligro entrañan para él. Contra ese peligro, el cuidadoso examen de los forasteros es irrelevante. En cuanto a vuestros propios funcionarios, vuestra propia Guardia, vuestros íntimos… no podéis tratarlos como me tratáis a mí.
—También lo sé, y por lo menos tan bien como tú. La respuesta es que trato con justicia a aquellos que me rodean y no les doy motivos de resentimiento.
—Una solemne tont… —empezó Seldon, pero calló, confuso.
—Sigue —insistió Cleon, irritado—. Te he dado permiso para hablar con toda libertad. ¿En qué sentido soy tonto?
—Se me escapó la palabra, Sire. Quise decir «irrelevante». La forma de tratar a vuestros íntimos no cuenta. Debéis ser suspicaz; sería inhumano no serlo. Una palabra imprudente, como la que yo he empleado, un gesto descuidado, una expresión dudosa y tenéis que apartaros, con ojos vigilantes. Y cada foco de sospecha pone en marcha un círculo vicioso. Los íntimos percibirán la suspicacia y adoptarán un comportamiento distinto, por más que ellos traten de evitarlo. Vos lo notaréis y vuestra suspicacia aumentará y, al final, o el íntimo es ejecutado o vos asesinado. Se trata de un proceso que ha demostrado ser inevitable para los emperadores de los cuatro siglos pasados y no es sino un indicio de la dificultad, cada vez mayor, para resolver y conducir los asuntos del Imperio.
—Entonces, nada de lo que haga evitará mi asesinato.
—No, Sire, pero, por el contrario, podéis ser afortunado.
Los dedos de Cleon tamborilearon sobre el brazo del sillón.
—Me resultas inútil, hombre —dijo con dureza—, lo mismo que tu psicohistoria. Márchate.
Con estas palabras, el Emperador miró hacia otra parte y, de pronto, pareció mucho más viejo de treinta y nueve años.
—Os he dicho que mi matemática no os serviría, Sire. Mis más profundas excusas.
Seldon trató de inclinarse pero a una señal que no percibió, dos guardias entraron y se lo llevaron. Oyó la voz de Cleon, desde la cámara real, diciendo:
—Devolved a este hombre al lugar del que lo habéis traído.
4
Eto Demerzel, apareció y miró al Emperador con la debida deferencia.
—Sire, casi os habéis enfadado —dijo.
Cleon levantó la vista y, con visible esfuerzo, consiguió sonreír.
—En efecto, eso hice. Ese hombre me ha decepcionado mucho.
—No obstante, no había prometido más de lo que ofreció.
—No ofreció nada.
—Ni prometió nada, Sire.
—Me ha resultado decepcionante.
—Más que decepcionante, quizá —comentó Demerzel—. El hombre es un cañón suelto, Sire.
—¿Un qué suelto, Demerzel? Estás siempre lleno de extrañas expresiones. ¿Qué es un cañón?
—Se trata de una expresión que oí en mi juventud —explicó Demerzel con aire grave—. El Imperio, Sire, está lleno de extrañas expresiones y algunas de ellas son desconocidas en Trantor, lo mismo que las de aquí resultan desconocidas en otros lugares.
—¿Has venido para enseñarme que el Imperio es vasto? ¿Qué significa decir que el hombre es un cañón suelto?
—Solo que puede hacer mucho daño sin siquiera proponérselo. No conoce su propia fuerza. O importancia.
—¿Es esto lo que has deducido, Demerzel?
—Sí, Sire. Es un provinciano. No conoce ni Trantor ni sus costumbres. Nunca había estado en nuestro planeta y no sabe comportarse como un hombre educado, como un cortesano. No obstante, se enfrentó a vos.
—¿Y por qué no? Le di permiso para hablar. Me dejé de protocolos. Lo traté como a un igual.
—No del todo, Sire. No lleváis dentro la capacidad de tratar a los otros como iguales. Tenéis el hábito del mando. E incluso si tratarais de tranquilizar a una persona, pocos lo comprenderían. La mayoría se quedaría sin voz o, peor, se mostraría servil y aduladora. Este hombre os plantó cara.
—Bien, puedes admirarle, Demerzel, pero a mí no me gusta… —Cleon parecía pensativo y descontento—. ¿Te fijaste en que no hizo el menor esfuerzo para explicarme sus matemáticas? Era como si supiera que yo no iba a entender ni una palabra…
—Así hubiera sido, Sir