I
EL DESCENDIENTE
1
Gladia tanteó el césped para asegurarse de que no estaba demasiado húmedo y a continuación se sentó. Ajustó la presión en el control de la tumbona de forma que le permitió quedar medio tumbada, y otro control activó el campo diamagnético que le proporcionó la sensación de absoluto relajamiento. ¿Y por qué no? En realidad estaba flotando a un centímetro por encima de la lona.
Era una noche cálida y agradable, fragante y estrellada, el tipo de noche que era lo mejor de Aurora...
Con una sensación de tristeza contempló la multitud de chispitas de luz que formaban dibujos en el cielo, chispitas hoy más brillantes porque había ordenado rebajar la iluminación de su vivienda.
Cómo podía ser, se preguntó, que en las veintitrés décadas de su vida nunca hubiera aprendido los nombres de las estrellas ni hubiera sabido distinguir una de otra. Una de ellas era la estrella alrededor de la cual orbitaba su planeta natal, Solaria, la estrella que durante las tres primeras décadas de su vida había considerado simplemente como «el sol».
En otro tiempo la llamaron Gladia Solaria. Eso fue cuando llegó a Aurora, veinte décadas atrás..., doscientos años galácticos... ¡Qué forma más poco amistosa de poner en evidencia su nacimiento extranjero! El pasado mes había sido el bicentenario de su llegada, algo que no había celebrado porque no deseaba recordar precisamente aquellos días. Antes, en Solaria, había sido Gladia... Delmarre.
Se revolvió, inquieta. Casi había olvidado aquel apellido. ¿Era porque ya había pasado tanto tiempo o, simplemente, porque se esforzaba por olvidar?
En todos aquellos años no había pensado en Solaria, ni había sentido nostalgia.
¿Y ahora?
¿Sería porque de pronto se daba cuenta de que había sobrevivido? Todo había pasado —un recuerdo histórico—,
pero ¿seguía viviéndolo? ¿Lo añoraba, ahora, por esa razón?
Frunció el ceño. No, no lo añoraba, decidió, resuelta. Ni lo añoraba, ni deseaba volver a él. Era sencillamente una extraña punzada al recordar algo que había sido parte de sí misma..., por destructivo que parezca..., que ya había desaparecido.
¡Solaria! El último de los mundos espaciales en ser colonizado y transformado en un hogar para la humanidad. Y, consecuentemente, quizá por alguna misteriosa ley de simetría, ¿sería también el primero en morir?
¿El primero? ¿Querría decir esto que habría un segundo y un tercero y otros más?
Gladia sintió aumentar su tristeza. Había quienes creían que así sucedería. Si era cierto, Aurora, su país de adopción desde hacía tantos años, que fue el primer mundo colonizado, sería, por esa misma ley de simetría, el último de los cincuenta en morir. Podía ocurrir incluso que, en el peor de los casos, sobreviviera a su propia larga vida, y de ser así había que aceptarlo.
Sus ojos volvieron a buscar las estrellas. Era inútil. No había forma de poder discernir cuál de aquellos diminutos puntos de luz podía ser el sol de Solaria. Imaginó que sería uno de los más brillantes, pero había centenares.
Levantó el brazo haciendo lo que solamente ella podía identificar como su «gesto Daneel». El hecho de que fuera de noche no importaba.
El robot Daneel Olivaw estuvo al instante a su lado. Cualquiera que le hubiera conocido veinte décadas atrás cuando fue diseñado por Hans Hastolfe no habría observado ningún cambio notable en él. Su rostro de marcados pómulos, con su cabello color bronce peinado hacia atrás, sus ojos azules, su cuerpo bien proporcionado y perfectamente humanoide, parecía tan joven y tan plácidamente imperturbable como siempre.
—¿En qué puedo ayudarla, señora? —le preguntó con voz tranquila.
—¿Cuál de esas estrellas es el sol de Solaria, Daneel?
Daneel no levantó la mirada. Contestó:
—Ninguna de ellas, señora. En esta época del año el sol
de Solaria no sale hasta las 03.20.
—¡Oh! —Gladia se sintió frustrada. En cierto modo había supuesto que cualquier estrella por la que se interesara sería visible en el momento en que se le ocurriera mirar. Por supuesto que salían y se ponían a horas distintas. Eso por lo menos sí lo sabía—. Entonces no he estado mirando nada.
—Deduzco por las reacciones humanas —le dijo Daneel como si intentara consolarla— que las estrellas son hermosas, tanto si son visibles como si no.
—Quizá —dijo Gladia disgustada, y ajustó la tumbona, de golpe, a una posición vertical. Se puso de pie—. Por más que desee ver el sol de Solaria..., tampoco es como para esperar aquí sentada hasta las 03.20.
—Incluso si se quedara —explicó Daneel— necesitaría magnilentes.
—¿Magnilentes?
—No es visible a simple vista, Gladia.
—Peor que peor. —Se alisó los pantalones—. Hubiera
debido consultarte primero, Daneel.
Quienquiera que hubiera conocido a Gladia veinte décadas antes, recién llegada a Aurora, habría encontrado un cambio. A diferencia de Daneel, era simplemente una criatura humana. Todavía medía 1,55, casi diez centímetros por debajo de la altura ideal para una mujer espacial.
Conservaba cuidadosamente su esbelta figura y no había señales de debilidad o de falta de flexibilidad en su cuerpo, pero sí alguna cana en su cabello, finas arrugas junto a los ojos y el cutis ligeramente rugoso. Todavía podía vivir otras diez o doce décadas, pero, indiscutiblemente, ya no era joven. Eso la tenía sin cuidado. Preguntó:
—¿Puedes identificar todas las estrellas, Daneel?
—Conozco las que son visibles a simple vista, señora.
—¿Y cuándo salen y se ponen en cada día del año?
—Sí, lady Gladia.
—¿Y sabes todo lo que a ellas se refiere?
—Sí, desde luego. Una vez el doctor Hastolfe me pidió
que recogiera datos astronómicos para poder aprendérselos
sin necesidad de consultar a su computadora. Solía decir que
le resultaba más amistoso que se lo dijera yo que su computadora. —Luego, como si se adelantara a la próxima pregunta,
añadió—: Pero no me explicó por qué lo creía así.
Gladia levantó el brazo izquierdo e hizo el gesto apropiado. Su casa se iluminó al instante. A la suave luz que ahora la envolvía se daba cuenta subconscientemente de la presencia de varias figuras borrosas de robots, pero no hizo el menor caso. En cualquier vivienda bien organizada había siempre robots al alcance de los humanos, tanto para su seguridad como para su servicio.
Gladia dirigió una última mirada fugaz al cielo, donde las estrellas parecían ahora brillar más débilmente debido a la iluminación. Se encogió de hombros. Esto era quijotesco. ¿Qué ventaja le hubiera reportado ver el sol de aquel mundo ahora perdido, apenas un punto visible entre tantos otros? También podía elegir uno al azar y decirse que era el sol de Solaria y contemplarlo.
Volvió a fijarse en Daneel. Esperaba pacientemente, con los planos de su rostro casi en la sombra.
Se encontró pensando de nuevo en lo poco que había cambiado desde el día en que le vio llegar a la vivienda del doctor Hastolfe, ¡hacía ya tanto tiempo! Naturalmente había sufrido modificaciones, reparaciones. Lo sabía, pero era un conocimiento vago que uno apartaba y mantenía a distancia.
Formaba parte de la general propensión al mareo que también afectaba a los seres humanos. Los espaciales podían presumir de una salud de hierro y de su longevidad de treinta o cuarenta décadas, pero no eran del todo inmunes a los estragos de la edad. Uno de los fémures de Gladia se encajaba en una articulación de titanio y silicona. Su pulgar izquierdo era totalmente artificial, aunque nadie podía decirlo sin la ayuda de cuidadosos ultrasonogramas. Incluso alguno de sus nervios había sido tensado de nuevo. Todo esto podía ser cierto en cualquier ser espacial de edad parecida, procedente de cualquiera de los cincuenta mundos del espacio (no, cuarenta y nueve, porque ahora Solaria ya no podía contarse).
No obstante, cualquier referencia a estas cosas se consideraba una absoluta obscenidad. Las fichas médicas relativas al caso, que existían por si se necesitara un tratamiento ulterior, jamás y por ninguna razón se revelaban. Los cirujanos, cuyos emolumentos eran considerablemente más altos que los del propio Presidente, estaban tan bien pagados, en parte, porque virtualmente estaban condenados al ostracismo. Para la sociedad, después de todo, «estaban enterados».
Todo esto formaba parte de la obsesión espacial por la longevidad, y su desgana por admitir que la vejez existía, pero Gladia no se entretenía en analizar las causas. Estaba incesantemente inquieta pensando en sí misma. Si poseyera un mapa tridimensional de su persona con todas sus prótesis y reparaciones señaladas en rojo sobre el color gris de su auténtico ser, parecería, de lejos, bañada en un aura totalmente rosada. Por lo menos así lo imaginaba.
Sin embargo, su cerebro seguía intacto, completo, y mientras siguiera así, seguiría intacta y completa, ocurriera lo que ocurriera con el resto de su cuerpo.
Esto la devolvió a Daneel. Aunque le conocía desde hacía veinte décadas, era solamente suyo desde el año pasado. Cuando Hastolfe murió (su muerte tal vez adelantada por la desesperación) lo legó todo a la ciudad de Eos, lo cual solía ser habitual. Pero había dos artículos que legó a Gladia (aparte de asegurarle la propiedad de su vivienda y sus robots y otros enseres, así como el terreno en que se asentaba).
Uno de ellos era Daneel.
—¿Recuerdas todo lo que has almacenado en tu memoria
en el curso de veinte décadas, Daneel? —preguntó Gladia.
—Ya lo creo, señora. Claro que si olvidara algún dato no lo sabría porque al olvidarlo no recordaría haberlo memorizado.
—Esto no tiene sentido —objetó Gladia—. Podrías recordar haberlo conocido, pero ser incapaz de pensar en ello en aquel momento. Yo he tenido frecuentemente cosas en la punta de la lengua, por decirlo así, y ser incapaz de recuperarlas.
—No lo comprendo, señora. Si yo conociera algo, seguramente lo tendría en el momento en que lo necesitara.
—¿Recuperación perfecta?
Iban caminando lentamente hacia la casa.
—Simple recuperación, señora. Estoy programado así.
—¿Por cuánto tiempo?
—No comprendo, señora.
—Quiero decir, cuánto tiempo resistirá tu cerebro. Con
algo más de veinte décadas de recuerdos acumulados, ¿cuánto tiempo más seguirá?
—No lo sé, señora. Por ahora no experimento ninguna dificultad.
—Puede que no... hasta que, de pronto, descubras que ya no puedes recordar más.
Daneel pareció pensativo un momento, luego dijo:
—Tal vez ocurra así, señora.
—Sabes, Daneel, que no todos tus recuerdos son igualmente importantes.
—No sabría discernir entre ellos, señora.
—Pero otros, sí. Sería perfectamente posible limpiar tu
cerebro, Daneel, y luego, bajo vigilancia, volver a llenarlo con
su contenido de recuerdos importantes solamente... digamos,
un diez por ciento del total. Entonces podrías continuar durante más centurias de lo que lo harías así. Con este tipo de
tratamiento, repetido, podrías funcionar indefinidamente. Es
un procedimiento muy costoso, claro, pero yo no lo discutiría. Tú lo vales.
—¿Se me consultaría antes, señora? ¿Se me pediría que estuviera de acuerdo con tal tratamiento?
—Por supuesto. Yo no te «ordenaría» nada en un asunto como este. Sería traicionar la confianza del doctor Hastolfe.
—Gracias, señora. En este caso, debo decirle que nunca me sometería voluntariamente al proceso, a menos que notara que había perdido realmente mi función de recordar.
Habían alcanzado la puerta y Gladia se detuvo. Sinceramente desconcertada, preguntó:
—¿Por qué no, Daneel?
—Hay recuerdos que no puedo arriesgarme a perder
—dijo Daneel en voz baja—, señora, ya sea por distracción o
por falta de discernimiento de los que llevaran a cabo el procedimiento.
—¿Como la salida y el ocaso de las estrellas...? Perdóname, Daneel, no quería burlarme. ¿A qué recuerdos te referías?
En voz aún más baja, Daneel respondió:
—Señora, me refiero a los recuerdos de mi colega anterior, el terrícola Elijah Baley.
Gladia se quedó quieta, anonadada, de modo que fue Daneel el que finalmente tuvo que tomar la iniciativa y señalar para que se abriera la puerta.
2
El robot Giskard Reventlov esperaba en el salón y Gladia le saludó con la misma angustia que siempre experimentaba al encontrarse ante él.
Era primitivo comparado con Daneel. Era visiblemente un robot metálico, con una cara en la que no había la menor expresión humana, con ojos que brillaban con una luz rojiza, como se apreciaba en la oscuridad. Mientras Daneel iba verdaderamente vestido, Giskard lucía solamente una apariencia de ropa, una apariencia muy hábil diseñada por la propia Gladia.
—Hola, Giskard —dijo.
—Buenas noches, señora —saludó Giskard con una ligera inclinación de cabeza.
Gladia recordó las palabras que le dijo Elijah Baley muchos años atrás, como un murmullo en uno de los rincones de su cerebro:
—Daneel cuidará de ti. Será tu amigo y tu protector, tú debes ser una amiga para él..., hazlo por mí. Pero es a Giskard al que quiero que prestes atención. Que sea este tu consejero.
—¿Por qué él? No estoy segura de que me guste —protestó ceñuda.
—No te pido que te guste. Te pido que «confíes» en él. Y no quiso explicarle la razón.
Gladia trató de confiar en el robot Giskard, pero se alegró de no tener que intentar que le gustara. Algo en él la estremecía.
Había dispuesto de Daneel y de Giskard como parte efectiva de su morada por espacio de muchas décadas, aunque Hastolfe era el verdadero propietario. Fue solamente en su lecho de muerte cuando este le traspasó la propiedad. Giskard era el segundo artículo, después de Daneel, que Hastolfe le había legado.
—Daneel me basta, Hans —dijo Gladia al anciano—. Tu hija Vasilia querrá tener a Giskard, estoy segura.
Hastolfe yacía silencioso en su lecho, con los ojos cerrados, con una expresión más plácida de lo que había observado hasta entonces. No contestó inmediatamente y por un momento creyó que se había desprendido de la vida tan silenciosamente que no se había dado cuenta. Le estrechó la mano convulsivamente y él abrió los ojos. En un murmullo, le dijo:
—No me importan nada mis hijas biológicas, Gladia. En veinte siglos no he tenido más que una hija funcional y esta has sido tú. Quiero que tengas a Giskard, es muy valioso.
—¿Por qué es valioso?
—No puedo decírtelo, pero siempre he encontrado consuelo en su presencia. Guárdalo para siempre, Gladia. Prométemelo.
—Lo prometo.
Sus ojos se abrieron por última vez y su voz, después de encontrar una última reserva de fuerzas, dijo en un tono casi natural:
—Te quiero, Gladia, hija mía.
Y Gladia contestó:
—Te quiero, Hans, padre mío.
Estas fueron las últimas palabras que se cruzaron. Gladia se encontró estrechando la mano de un muerto y por unos segundos no pudo decidirse a soltarla. Así que Giskard era suyo. Sin embargo la inquietaba y no sabía por qué.
—Bien, Giskard —le dijo—, he estado tratando de ver Solaria en el cielo, entre las estrellas, pero Daneel me ha dicho que no será visible hasta las 03.20 y que de todos modos necesitaría magnilentes. ¿Estás enterado de esto?
—No, señora.
—Debería quedarme levantada hasta el amanecer. ¿Qué
te parece?
—Se lo sugiero, estará mejor en la cama.
A Gladia le sentó mal la sugerencia.
—¿De verdad? ¿Y si decido quedarme levantada?
—Lo dicho ha sido solamente una sugerencia, señora, pero mañana tendrá un día muy sobrecargado y lamentará la
falta de sueño si decide quedarse.
—¿Y por qué voy a tener un día sobrecargado, Giskard? No tengo noticia de que vaya a tener dificultades.
—Tiene una cita, señora —dijo Giskard—, con un tal Levular Mandamus.
—Que tengo... ¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Hace una hora. Fotofoneó y me tomé la libertad...
—¿Tú te tomaste la libertad? ¿Quién es?
—Un miembro del Instituto de Robótica, señora.
—Entonces es un subordinado de Kelden Amadiro.
—Sí, señora.
—Comprende de una vez, Giskard, que no siento el menor interés en recibir a ese Mandamus ni a nadie que esté relacionado con ese sapo venenoso de Amadiro. Así que si te has
tomado la libertad de concertar una cita en mi nombre, tómate ahora mismo la libertad de telefonearle y cancelarla.
—Si me lo confirma como una orden, señora, y si hace que esta orden sea tan precisa y rotunda como pueda, intentaré obedecer. Tal vez no pueda. En mi opinión, verá usted, se hará daño si cancela la cita y yo no puedo permitir que sufra usted daño por una acción mía.
—Tu juicio en este caso puede estar equivocado, Giskard. ¿Quién es ese hombre que por dejar de verle puede acarrearme un daño? El que sea miembro del Instituto de Robótica no me hace considerarle importante.
Gladia se daba perfectamente cuenta de que se desahogaba con Giskard sin nada que lo justificase. Se había disgustado por la noticia del abandono de Solaria, y se había molestado por la ignorancia que la había llevado a buscar el sol de Solaria en un cielo donde no estaba.
Naturalmente había sido Daneel quien había puesto en evidencia su ignorancia, pero, no obstante, no se había enfadado con él... Claro, Daneel parecía humano y Gladia lo trataba como a tal. La apariencia lo era todo. Giskard parecía un robot, así que una podía asumir que no tenía sentimientos y por tanto no se le podía herir.
Y, en efecto, Giskard no reaccionó al enojo de Gladia (como tampoco habría reaccionado Daneel... en el mismo caso). Se limitó a decir:
—He descrito al doctor Mandamus como miembro del Instituto de Robótica, pero quizá es más que eso. En los últimos años ha sido la mano derecha del doctor Amadiro. Esto le hace importante y difícil de ignorar. El doctor Mandamus no sería un buen hombre para ofender, señora.
—¿Ah, no? Me importa un comino Mandamus y mucho menos Amadiro. Me figuro que recuerdas que una vez, cuando éramos jóvenes el mundo, él y yo, hizo lo indecible para demostrar que el doctor Hastolfe era un asesino y solamente un milagro pudo abortar sus maquinaciones.
—Lo recuerdo muy bien, señora.
—Es un alivio. Temí que en estas veinte décadas lo hubieras olvidado. Yo, en estas veinte décadas, no he tenido tratos
con Amadiro ni con nadie relacionado con él y me propongo seguir igual. No me importa el daño que pueda sufrir o las
consecuencias que me acarree. No veré a ese doctor como-sellame y en el futuro no conciertes citas en mi nombre sin consultarme o, por lo menos, sin explicar que esas citas deben someterse a mi aprobación.
—Sí, señora, pero puedo hacerle ver...
—No, no puedes —dijo Gladia, y dio media vuelta.
Hubo un silencio mientras se apartaba tres pasos. La voz
tranquila de Giskard insistió:
—Señora, debo pedirle que confíe en mí.
Gladia se detuvo. ¿Por qué había empleado aquella expresión? Y creyó oír de nuevo la voz del pasado diciéndole: «No te pido que te guste. Te pido que “confíes” en él».
Apretó los labios y frunció el ceño. De mala gana, enfadada, regresó.
—Bueno —le espetó—, ¿qué querías decirme, Giskard?
—Solamente que mientras vivió el doctor Hastolfe su política predominaba en Aurora y en todos los mundos espaciales. Como resultado, la gente de la Tierra fue autorizada a emigrar libremente a varios planetas adecuados de la Galaxia, y así florecieron lo que ahora llamamos los «mundos de los colonos». Sin embargo, el doctor Hastolfe ha muerto y sus sucesores carecen de su prestigio. El doctor Amadiro conserva sus puntos de vista en contra de la Tierra y es muy posible que ahora puedan triunfar y que se emprenda una fuerte política contra la Tierra y los «mundos de los colonos».
—Y si es así, Giskard, ¿qué puedo hacer yo?
—Puede recibir al doctor Mandamus y descubrir qué es
lo que le hace mostrarse tan ansioso por verla, señora. Le aseguro que se mostró de lo más insistente por conseguir la cita
lo antes posible. Pidió verla a las 08.00.
—Giskard, yo nunca recibo a nadie antes del mediodía. —Se lo expliqué, señora. Supuse que su ansiedad por conseguir verla antes del desayuno, pese a mis explicaciones, era un reflejo de su desesperación. Creí importante descubrir por qué estaba tan desesperado.
—Y si no le recibo, en tu opinión, ¿puedo sufrir un daño personal? No te pregunto si dañará a la Tierra o a los colonos, a esto o a aquello. ¿Me dañará a mí?
—Señora, que la Tierra y los colonos continúen la colonización de la Galaxia puede sufrir daño. Este sueño tuvo su origen en la mente del civil Elijah Baley hace más de veinte décadas. Dañar a la Tierra sería profanar su recuerdo. ¿Me equivoco pensando que cualquier daño a su recuerdo lo sentiría usted como si la hirieran personalmente?
Gladia estaba aturdida. Por dos veces en una sola hora Elijah Baley había surgido en la conversación. Llevaba mucho tiempo muerto... Un terrícola de vida breve que había fallecido hacía más de dieciséis décadas... Sin embargo, la mera mención de su nombre todavía la estremecía.
—¿Cómo pueden ser las cosas, de pronto, tan graves?
—No ha sido de pronto, señora. Durante veinte décadas la gente de la Tierra y la gente de los mundos espaciales han estado siguiendo rutas paralelas y no han chocado en su camino gracias a la sabia política del doctor Hastolfe. No obstante, siempre ha existido una fuerte oposición que el doctor Hastolfe tuvo que evitar en todo momento. Ahora que él ha muerto, la oposición es mucho más poderosa. El abandono de Solaria ha hecho crecer enormemente el poder de la oposición y pronto puede ser la fuerza política dominante.
—¿Por qué?
—Es una indicación clara, señora, de que la fuerza espacial está declinando y muchos en Aurora creen que hay que
actuar ahora o nunca.
—¿Y crees que ver a este hombre será importante para evitarlo?
—En efecto, señora.
Gladia permaneció silenciosa un momento y volvió a recordar, aunque rebelándose, que había prometido a Elijah confiar en Giskard, así que dijo:
—Bueno, no me gusta hacerlo, ni creo que el hecho de recibir a ese hombre arregle nada a nadie..., pero, está bien, le recibiré.
3
Gladia dormía, la casa, a oscuras... Desde el punto de vista humano, rebosaba de movimiento y laboriosidad, porque los robots tenían mucho que hacer... y lo hacían por infrarrojos.
La residencia tenía que ordenarse después del inevitable desorden producido por la actividad cotidiana. Había que traer provisiones, deshacerse de la basura, limpiar, pulir o guardar ciertos objetos, y comprobar accesorios; para estos quehaceres siempre había turnos de guardia.
En Aurora no hay cerradura en ninguna puerta, pues no son necesarias. No hay ni crímenes ni violencias de ningún género, ni contra los seres humanos, ni contra la propiedad. Nada de eso puede ocurrir, pues cada vivienda y cada ser humano están guardados, en todo momento, por los robots. Esto es conocido de todos y dado por sabido.
El precio de esta paz es que los robots permanecen en sus puestos. Jamás se les utiliza..., pero solamente porque siempre están allí.
Giskard y Daneel, cuyas habilidades eran más amplias y más intensas que las de los otros robots de la vivienda, no tenían deberes específicos que cumplir, a menos que se considere como deber específico ser responsables del perfecto funcionamiento de los demás robots.
A las 03.00 ya habían terminado su ronda por el jardín y el bosque, para asegurarse de que todos los que hacían guardia fuera cumplían bien sus funciones y que no había surgido ningún problema.
Coincidieron en los límites meridionales del terreno y por un momento hablaron en un lenguaje esópico y lacónico. Se comprendían perfectamente, tras muchas décadas de comunicación, y no era necesario que se complicaran con las dificultades del lenguaje humano.
Daneel anunció en un murmullo inaudible:
—Nubes. Invisibles.
Si Daneel hubiera hablado para el oído humano, habría dicho: «Como ves, amigo Giskard, el cielo se ha encapotado. Si Gladia hubiera esperado la oportunidad de ver el sol de Solaria, no lo habría conseguido de ningún modo».
Y la respuesta de Giskard:
—Previsto. Mejor, entrevista...
Era el equivalente de «Ya lo había previsto el boletín meteorológico, amigo Daneel, y lo podía haber utilizado como excusa para que Gladia se acostara pronto, pero me pareció más importante atacar el problema de frente y persuadirla de que autorizara la entrevista de la que ya te he hablado».
—Me parece, amigo Giskard, que te resultó difícil persuadirla porque estaba disgustada por el abandono de Solaria. Estuve allí una vez con mi colega Elijah cuando Gladia era aún una solariana y residía allí.
—Siempre me ha parecido entender que Gladia no era feliz en su planeta natal, que abandonó su mundo con alegría y que en ningún momento tuvo intención de regresar. No obstante, estoy de acuerdo contigo en que la historia del final de Solaria la ha afectado.
—Yo no comprendo esa reacción de Gladia —observó Daneel—, pero en muchas ocasiones las reacciones humanas no parecen seguir con lógica los acontecimientos.
—Eso es lo que hace difícil decidir, a veces, lo que puede dañar a un ser humano y lo que no.
Si Giskard hubiera sido humano habría suspirado, incluso con petulancia; dadas las circunstancias, se limitó a exponer la difícil situación sin la menor emoción.
—Es una de las razones por las que me parece que las Tres Leyes de la Robótica son incompletas o insuficientes.
—Lo has dicho otras veces, amigo Giskard, y he tratado de creerlo pero he fracasado.
Giskard tardó un poco en contestar, luego añadió: —Intelectualmente creo que son incompletas o insuficientes, pero cuando trato de creerlo también fracaso porque estoy sujeto por ellas. No obstante, si no me tuvieran sujeto, tengo la seguridad de que las creería insuficientes.
—Esta es una paradoja que no puedo comprender.
—Ni yo tampoco. Sin embargo, me encuentro forzado a
expresar dicha paradoja, incluso en ocasiones noto que estoy
al borde de descubrir lo que puede ser la insuficiencia o lo
incompleto de las Tres Leyes, como cuando hablé esta noche
con Gladia. Me preguntó en qué forma la afectaría personalmente el que no se celebrase la entrevista, que no fuera de
manera abstracta, y había una respuesta que no pude darle
porque estaba dentro de los límites de las Tres Leyes.
—Le has dado una respuesta perfecta, amigo Giskard. El daño causado al recuerdo de Elijah afectaría profundamente a Gladia.
—Era la mejor respuesta dentro de las Tres Leyes. Pero no era la mejor respuesta posible.
—¿Cuál era la mejor respuesta posible?
—No lo sé. No puedo expresarla con palabras ni tan siquiera con conceptos mientras esté sujeto por las leyes.
—No hay nada más allá de las leyes —afirmó Daneel. —Si yo fuera humano, podría ver más allá de las leyes y creo, amigo Daneel, que tú podrías ver más allá de ellas antes que yo.
—¿Yo?
—Sí, amigo Daneel, llevo mucho tiempo pensando que,
aunque eres un robot, piensas y razonas como un ser humano.
—No es correcto pensar así —murmuró Daneel lentamente, como si estuviera sufriendo—. Lo dices porque puedes ver dentro de las mentes humanas. Eso te distorsiona y al final podrá destruirte. Para mí esta es una idea desafortunada. Si puedes evitar ver en las mentes humanas más de lo que debes ver, evítalo.
Giskard volvió la cabeza.
—No puedo evitarlo, amigo Daneel. Y si pudiera, tampoco lo evitaría. Lo que lamento es intervenir tan poco debido a
las Tres Leyes. No puedo profundizar más por temor a causar
daños. Tampoco puedo influir directamente más por el miedo que tengo a perjudicar.
—Sin embargo, has influido muy limpiamente en Gladia, amigo Giskard.
—Realmente, no. Podía haber modificado su forma de pensar y hacer que aceptara la entrevista sin cuestionarla, pero la mente humana es tan compleja que no me atrevo. Cualquier presión que haga producirá otras secundarias de cuya naturaleza no puedo estar seguro y luego lo lamentaría.
—Pero has hecho algo con Gladia.
—No tuve que hacer nada. La palabra «confianza» la
afecta y la hace más responsable. Me fijé en ello años atrás,
por eso me sirvo de esta palabra con la máxima cautela, ya
que su abuso la debilitaría. Es algo que me deja perplejo,
pero, simplemente, no puedo ahondar en busca de solución.
—¿Porque las Tres Leyes te lo impiden?
El brillo de los ojos de Giskard pareció intensificarse. —Sí. En cada fase, las Tres Leyes me bloquean el paso. Y no puedo modificarlas, precisamente porque me bloquean. Pero sigo pensando que debo modificarlas porque percibo que se acerca una catástrofe.
—Ya me lo dijiste antes, amigo Giskard, pero no me has explicado la naturaleza de la catástrofe.
—Porque la desconozco. Tiene que ver con la creciente hostilidad entre Aurora y la Tierra, pero no sabría decir de qué forma desembocará esto en una catástrofe.
—¿Es posible que, después de todo, no haya tal catástrofe? —No lo creo. En ciertos personajes oficiales de Aurora, con los que me he encontrado, he percibido un aura de desastre... y de esperanza de triunfo. No puedo explicártelo con más exactitud ni puedo profundizar buscando una mejor descripción: las Tres Leyes no me lo permiten. Esta es otra de las razones por las que la entrevista con Mandamus debe celebrarse mañana. Tendré la oportunidad de estudiar su mente.
—Pero ¿y si no puedes estudiarla con efectividad? Aunque la voz de Giskard era incapaz de reflejar emoción, en el sentido humano, la desesperación de sus palabras no pasó inadvertida:
—Entonces, me veré desamparado. Solamente puedo seguir las leyes. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Y Daneel respondió desanimado: —Nada más.
4
Gladia entró en el salón a las 08.15. Decidió con cierto despecho que Mandamus (se había aprendido el nombre de mala gana) tendría que esperar. También se había esmerado en su apariencia y, por primera vez en varios años, se entristeció por sus canas. Tuvo el deseo fugaz de seguir la práctica general en Aurora, el uso de colorantes. Después de todo, tener un aspecto tan joven y atractivo como le fuera posible colocaría al esclavo de Amadiro en desventaja.
Iba completamente preparada a que no le gustara al primer golpe de vista, pero al mismo tiempo temía que él pudiera resultar joven y atractivo, con un rostro agraciado que se iluminara con una brillante sonrisa al verla aparecer, y que, aunque a regañadientes, se sintiera atraída por él.
En consecuencia, al verle se tranquilizó. Era joven, sí, probablemente no había completado aún su medio siglo, pero tampoco había sabido sacar partido de ello. Era alto, tal vez 1,85, pero demasiado delgado, lo que le hacía parecer desgarbado. Su cabello parecía demasiado oscuro para un aurorano, sus ojos de color avellana, apagados, su rostro demasiado largo, sus labios demasiado finos, su boca demasiado grande y su tez insuficientemente clara. Pero lo que le robaba la verdadera apariencia juvenil era su expresión demasiado afectada y su falta de humor.
De repente se le vinieron a la mente las novelas históricas que tanto éxito tenían en Aurora (novelas que invariablemente trataban de la primitiva Tierra, lo que resultaba curioso en un mundo que cada día odiaba más a los terrícolas) y pensó: «Vaya, es la estampa misma de un puritano».
Experimentó alivio y casi sonrió. A los puritanos se les solía presentar como villanos, y este Mandamus, lo fuera o no, lo aparentaba.
Gladia se sintió decepcionada al oírle hablar, su voz era suave y claramente musical. (Hubiera debido tener la voz gangosa para encajar con su estereotipo.) Preguntó:
—¿La señora Gremionis?
Le tendió la mano con una sonrisa cuidadosamente condescendiente.
—¿Señor Mandamus? Por favor, llámeme Gladia. Todo el mundo lo hace así.
—Sé que utiliza su nombre profesionalmente.
—Lo uso para todo. Mi matrimonio llegó a un final amistoso hace varias décadas.
—Pero tengo entendido que duró mucho tiempo.
—Sí, mucho tiempo. Fue un gran éxito, pero incluso los
mayores éxitos tienen un final natural.
—¡Ah! —dijo Mandamus sentencioso—. Hacer que algo continúe pasado el final puede transformar un éxito en fracaso.
Gladia asintió y respondió con una media sonrisa: —¡Cuánta sabiduría para una persona tan joven...! Pero ¿pasamos al comedor? El desayuno está preparado y ya le he hecho esperar demasiado.
Solo cuando Mandamus se volvió y adaptó sus pasos a los suyos, Gladia se dio cuenta de los dos robots que le acompañaban. Era del todo impensable para cualquier aurorano salir sin su acompañamiento robótico, pero mientras los robots se mantuvieran inmóviles pasaban inadvertidos al ojo aurorano.
Al mirarlos de refilón, Gladia se dio cuenta de que eran de los más recientes modelos y claramente costosos. Su falso traje era complicado, y aunque no era de los diseñados por ella, podía considerársele de primera clase. Gladia tuvo que admitirlo a regañadientes. Tendría que descubrir algún día quién era el diseñador, porque no reconocía el estilo y pudiera ser que le hubiera salido un nuevo y formidable competidor. Se descubrió a sí misma admirando la forma y el estilo del falso traje que, siendo claramente el mismo para ambos robots, resultaba individualizado para cada uno de ellos. No podía confundirse.
Mandamus captó su rápida mirada y la interpretó con desconcertante exactitud. («Es inteligente», se dijo Gladia, decepcionada.)
—El exodiseño de mis robots es creación de un joven del Instituto que todavía no se ha hecho un nombre. Pero se lo hará, ¿no le parece?
—En efecto —respondió Gladia.
Esta no contaba con ninguna charla de negocios hasta el final del desayuno. Habría sido el colmo de la incorrección hablar de cosas que no fueran trivialidades durante la comida y Gladia adivinó que Mandamus no sobresalía en conversación intrascendente. Por supuesto, podían hablar del tiempo. Las recientes y persistentes lluvias, ahora felizmente terminadas, fueron tema de conversación así como las perspectivas para la estación seca. Captó una categórica expresión admirativa por el buen gusto de su anfitriona y Gladia la aceptó con su bien ensayada modestia. No hizo nada por aliviar la tensión de su visitante, sino que le dejó que fuera buscando temas sin prestarle ayuda. Por fin sus ojos se posaron en Daneel de pie, silencioso e inmóvil en su hornacina de la pared. Mandamus consiguió sobreponerse a la indiferencia aurorana y exclamó:
—¡Ah, obviamente el famoso R. Daneel Olivaw! Es inconfundible. Un ejemplar asombros
