El humo, la patria o la tumba (Mapa de las lenguas)

Emiliano Zecca

Fragmento

El humo, la patria o la tumba

Contarlo para vivir

Por Santiago Pereira Campos, testigo experto en el arbitraje Philip Morris contra Uruguay.

Cuando terminaron las audiencias y regresaba en el vuelo desde Washington, mientras reconstruía el camino de aquellas intensas semanas de trabajo, sentí por primera vez que las historias en torno al caso Philip Morris contra Uruguay merecían ser contadas. Algunas, porque siendo mínimas, son maravillosas; otras, porque son simplemente heroicas. También supe que, en cualquier caso, no debía ser yo quien lo hiciera. Estaba demasiado involucrado.

Este no fue un juicio más. Fue la síntesis del desenmascaramiento de las manipulaciones que por décadas se tejieron desde la industria tabacalera y que afectaron la salud pública.

Como lo afirmó la defensa de Uruguay en el litigio,1 el comportamiento de la industria tabacalera ha sido extraordinariamente engañoso, como lo son los productos que vende. Las investigaciones han constatado que la industria tabacalera, entre otras cosas: negó primero falsamente que los cigarrillos sean perjudiciales para la salud; negó luego falsamente que la nicotina sea adictiva; negó también falsamente que manipularan el diseño de los cigarrillos para hacerlos más adictivos; y colocó en el mercado cigarrillos light, «suaves» y «bajos en alquitrán» falsamente comercializados como alternativas menos dañinas.

Dice ahora la industria que ha tomado la decisión de construir su futuro sobre la base de productos libres de humo que, si bien no están exentos de riesgos, son una opción mucho mejor que fumar cigarrillos, y que su visión es que estos productos algún día reemplacen a los cigarrillos.

La pregunta clave es si lo que afirman las tabacaleras es realmente cierto desde el punto de vista científico. Otra vez la búsqueda de evidencia «no contaminada» por los intereses de la industria se vuelve esencial. Goliat no es puro humo. Regresa siempre. Ahora avanza reversionado y camuflado con imágenes hermosas, sabores frutados y mundos saludables. Estos productos nuevos ¿son realmente una mejor opción para quien ya es fumador? Y para quienes no son fumadores, ¿no son acaso la puerta de entrada –especialmente de los más jóvenes– a la adicción que nunca tuvieron, inducidos por diseños atractivos, sabores deliciosos y narraciones de menores daños? Los primeros estudios sobre estos productos dan cuenta del aumento de su popularidad y de la alta toxicidad de las sustancias químicas que contienen, por ejemplo, los líquidos para vapear.

El caso Philip Morris contra Uruguay, bautizado en el mundo del arbitraje como la lucha de David contra Goliat, se estudia en las universidades cuando es necesario resolver problemas de políticas públicas e inversiones, o diseñar e implementar políticas de salud. Los trabajos de análisis de este litigio abundan en revistas arbitradas y son objeto de los más importantes congresos internacionales sobre arbitraje. El caso no sólo constituye un hito (un «leading case») en la lucha contra el tabaco, sino que proyecta consecuencias respecto de otros problemas de salud pública: la comida chatarra, las bebidas azucaradas o los alimentos ultraprocesados.

La decisión de este arbitraje es de gran importancia porque reivindica la potestad de los Estados soberanos de diseñar e implementar políticas para proteger la salud pública. Asimismo, pone de relieve que el derecho de un inversor sobre la marca comercial de su producto excluye que terceros puedan utilizarla sin su autorización, pero no constituye un cheque en blanco para que su titular la utilice como quiera.

A partir de los debates sobre este caso se generan preguntas incómodas. ¿Es razonable que cuestiones esenciales para un Estado sean debatidas en un proceso arbitral confidencial, no público? Si una de las reglas básicas de la actividad estatal es la transparencia, la rendición de cuentas y el derecho de todas las personas a acceder a la información del Estado, ¿pueden quedar los debates de estos litigios sometidos a reglas de confidencialidad?

Más aún, ¿es razonable que los poderes judiciales de los países queden sustituidos, por efecto de los tratados de protección de inversiones, por tribunales arbitrales internacionales bastante poco focalizados en políticas públicas de educación, vivienda, salud, transporte, etcétera? ¿Debe un Estado soberano derivar a un tribunal arbitral internacional la solución de temas tan esenciales de sus políticas públicas para fomentar la inversión extranjera?

Las respuestas son complejas y admiten múltiples versiones con argumentos en uno y otro sentido. No es ahora el momento de analizarlas. Pero no puede soslayarse el impacto del caso Philip Morris contra Uruguay en temas tan esenciales como estos.

Ante la convicción de que era necesario contar esta historia, pensé en Emiliano Zecca, a quien conocía por su actividad como periodista. Le comenté mi convencimiento de que este juicio merecía ser narrado. Para ello, había que armar un rompecabezas difícil, con muchas aristas contradictorias, con versiones contrapuestas. Su versión de lo sucedido es, afortunadamente para los lectores, muy distinta a la que podría haber sido mi versión.

Este libro reúne las historias de mujeres y hombres que, durante más de medio siglo, desde distintos frentes, con distintas estrategias, descubrieron y revelaron que se estaba cometiendo una gran manipulación de la información que afectaba la salud de millones de personas en el mundo. Pero también refleja el lugar que tuvo el tabaco en el arte, en el disfrute de la vida, en la guerra y en la paz, el valor de la libertad y el peso del placer en las decisiones personales, que no siempre coinciden con las decisiones de salud pública. Porque también somos nuestras propias contradicciones.

Quienes fuimos parte de esta historia navegamos –y algunos hasta naufragamos– en medio de esas aguas turbulentas. Todos hemos dejado señales de humo que rápidamente serán olvido. El libro sale al rescate de algunas de esas señales para que cada lector las interprete a su modo y juzgue lo ocurrido, más allá del juicio.

Son pues historias de personas que se involucraron con uno u otro bando en la lucha de la salud pública contra la industria tabacalera, o estuvieron entre dos fuegos. Muchas quedaron por el camino con el sabor de la derrota entre los dientes. Otras, que se sintieron victoriosas, se dieron cuenta, poco después, de que el poder de la industria retornó reinventado. Otras vivieron la paradoja de ser alcanzadas por el mal que combatieron. Otras, finalmente, ceden cuando más batalla hay que dar.

Todas esas personas, por distintas razones, merecían que sus historias fueran contadas. Porque de algún modo, contar sus historias es mantener viva su lucha o su claudicación. Y también sus contradicciones.

El humo

Fumar es un placer

genial, sensual

Fumando espero

al hombre a quien yo quiero

Tras los cristales

de alegres ventanales

Y mientras fumo

mi vida no consumo

Porque flotando el humo

me suele adormecer

ESTROFAS DE «FUMANDO ESPERO», TANGO COMPUESTO EN 1922 POR JUAN VILADOMAT (MÚSICA) Y FÉLIX GARZO (LETRA), POPULARIZADO POR SARITA MONTIEL.

El ataque

En 1968, en pleno auge de los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos, la tabacalera Philip Morris había desarrollado una marca que se llamó Virginia Slims. Una línea dirigida a las mujeres, con cigarrillos más angostos y más largos que los estándar. El eslogan de la campaña que los puso en el mercado fue un éxito, decía You’ve come a long way, baby.

Cuarenta años después, la directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan,2 recordaría ese eslogan: «Buscaban enganchar a las adolescentes y las mujeres jóvenes presentando al tabaquismo como un símbolo de emancipación y libertad de autoafirmación; era memorable: “Has recorrido un largo camino, cariño”. Permítanme darle la vuelta a esto y dirigir mi propia campaña de marketing personal a la industria tabacalera: “Hemos recorrido un largo camino, matones”. No nos dejaremos intimidar por su acoso. Sus productos matan a casi seis millones de personas cada año. Dirigen una industria asesina e intimidante».

El médico uruguayo Eduardo Bianco leyó la declaración de Chan en un correo electrónico que recibió el 26 de febrero de 2010. El mismo día se enteró de que la tabacalera Philip Morris había presentado una demanda contra Uruguay en un tribunal internacional. Bianco tradujo toda la conferencia de Chan y después la mandó por mail a sus aliados en la región con un aviso: «Nos atacan».

Un ataque inesperado para los uruguayos. Un ataque planificado, con un fin disuasorio. Este podría ser el principio de la historia.

El tabaco había sido de los indios americanos. Fue plantado, cultivado y cosechado. Fue fumado, masticado o inhalado en el rapé. Cristóbal Colón lo descubrió en el siglo XV, pero los indios ya lo conocían. El tabaco después se hizo cosa de europeos. Rubio, negro, de pipa. El tabaco sanador.

Hubo un primer cigarrillo. El objeto creado para ser consumido en serie, que se enciende, se apaga y se tira; que se pide, se da y se comparte. El cigarrillo que se vuelve yo, porque no es igual en las manos de un soldado en el frente de batalla que en las de Jean Paul Sartre en una mañana de escritura. El cigarrillo, luz en la oscuridad, en la vida de tantos escritores como Italo Svevo, Albert Camus, Ernest Hemingway, William Faulkner, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Clarice Lispector. El cigarrillo peligroso.

La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi fumó durante cuarenta años y en uno de sus intentos por dejar escribió una lista de autoayuda. La lista consistía en enumerar todos los momentos del día en los que necesitaba un cigarrillo: al despertar, al desayuno, durante la lectura del periódico, en el mercado mientras esperaba, mientras escribía, antes de comer, entre plato y plato, después del postre, en la parada del ómnibus, antes de entrar al cine, a la salida del cine, en la reuniones sociales, cuando estaba nerviosa, en las citas de trabajo, con los amigos y las amigas, para mantenerse despierta, para dormirse temprano, en las citas íntimas, cuando hablaba por teléfono, antes de hacer el amor, después de hacer el amor. Peri Rossi dice que al final hubiera sido más eficaz preguntarse a qué actividad de la vida diaria no asociaba el cigarrillo, y su respuesta hubiera sido: «A ninguna».

Al principio, los «machos» fumaban en puros o en pipa. Pero el cine puso al cigarrillo en la boca de los hombres rudos como Humphrey Bogart, uno de los primeros. A esa lista podrían agregarse James Dean y Rock Hudson (en Gigante), Paul Newman y Robert Redford (en El Golpe), Sean Connery (en James Bond). En la lista también hay mujeres como Doris Day, Liv Ullmann, Audrey Hepburn, y más acá en el tiempo Uma Thurman. En Hollywood fumaron durante décadas los héroes, los enamorados y los villanos, hasta que a las tabacaleras se les prohibió regalar cigarros o pagar para que los actores fumaran en las películas.

El cigarrillo era recomendado por algunos médicos en la primera mitad del siglo XX. Era visto como un hábito, que después fue un vicio y al final una adicción. El cigarrillo mortal.

Las políticas antitabaco de Uruguay no fueron las primeras que se aplicaron en el mundo, pero inesperadamente, fueron las primeras en ser denunciadas por la gran tabacalera Philip Morris en un tribunal internacional.

La historia del cigarrillo tiene otro capítulo. Una historia dentro de la historia. Un juicio que duró seis años. Una disputa en la que participaron directamente decenas de abogados y siete testigos de ambas partes, más diecisiete testigos expertos (peritos). Un expediente confidencial a pedido de la tabacalera, con miles de páginas que contienen todas las palabras que se escribieron y se dijeron en el caso. Sin embargo, la decisión final del tribunal fue pública gracias a la astucia del gobierno uruguayo, que se apresuró a difundir el resultado apenas este se conoció.

No existen antecedentes en el mundo de un caso igual. Philip Morris dijo que, mediante una política pública, un país le había provocado un «menoscabo del uso y el goce de sus inversiones» y que le había expropiado indirectamente la marca. Philip Morris le pidió a un tribunal internacional que obligara a Uruguay a retirar sus regulaciones o que se abstuviera de aplicarlas en su contra, además del pago de una indemnización por los daños que le habían causado. Philip Morris perdió y terminó pagando por su reclamo.

Este podría ser el final. Un corte en la historia. Philip Morris derrotado por un adversario imprevisible. Un final de película. Sin embargo, el cambio se parece más a una ilusión y lo que hay es inercia. La historia es la misma. Empieza de nuevo, aunque nunca sucede dos veces de la misma forma.

El canario en la mina

Un tubo de acero y personas que pasan gran parte de su vida dentro de ese tubo expuestas al humo de tabaco: las azafatas fueron durante décadas el conejillo de Indias de un experimento casi perfecto. Un experimento simple, que no puede considerarse un ensayo clínico porque las condiciones no eran ideales, ya que no había un grupo de control, ni un investigador que tuviera en cuenta las variables para evitar atribuciones de los resultados al azar. Sin embargo, es posible decir que de una manera muy perversa las compañías aéreas le dieron a la medicina y la ciencia lo que buscaban para poder estudiar la exposición de los no fumadores al humo del cigarrillo.

Al principio, en las aerolíneas, los sectores para fumadores se definían con un cartel que se colocaba en el respaldo de los asientos y, en general, sólo las dos primeras filas eran para los no fumadores. «Ahora se fuman cigarrillos frescos en los cielos», decía un anuncio de United Airlines en 1932, mientras su competidora, American Airlines, se los regalaba a los pasajeros durante el vuelo. Fumar era la norma y sólo internamente las compañías tenían algún tipo de cuidado. Una circular para la tripulación de United Airlines, enviada el 15 de mayo de 1930, decía: «No fomentamos el fumar a bordo en ningún momento, pero está permitido. Sólo se permitirá fumar cigarrillos. Las pipas y los puros están prohibidos. Debemos ser muy discretos en este tipo de temas. El mayor cuidado debe ejercerse sobre los cigarrillos encendidos y parches. El fuego a bordo es nuestro peor peligro. Asegúrese de que las cerillas se apagan y se guardan sólo en recipientes metálicos para este fin, y los cigarrillos encendidos deben ser aplastados personalmente hasta su extinción. Las azafatas deben estar alerta en todo momento ante cualquier posible riesgo de incendio».

Sin embargo, las recomendaciones no alcanzaron para evitar las catástrofes en el aire. En 1973, el vuelo 820 de Varig Airlines, que viajaba del aeropuerto de Galeão (Río de Janeiro, Brasil) hasta el aeropuerto de Orly (París, Francia) se incendió y debió aterrizar de emergencia en un campo cerca de Orly. El fuego se había originado en el baño del avión. De los 123 que viajaban, solamente quedaron vivos un pasajero y diez tripulantes. Antes del aterrizaje, la mayoría había muerto como consecuencia de la inhalación de humo. Las compañías aéreas, como respuesta al incidente, decidieron prohibir fumar en los baños de los aviones.

En 1966, unos años antes del incendio de Varig, la estadounidense Patricia Young había conseguido trabajo como azafata en American Airlines y en ese momento ya se había dado cuenta de que había un problema en el aire.3 Lo supo cuando vio una mancha oscura en su pañuelo. Sus ojos le lloraban, le ardían todo el tiempo. Cuando se secaba las lágrimas en pleno vuelo, aparecía la mancha. Era una mancha de nicotina.

En las primeras décadas de trabajo de Young como azafata, la exposición al humo dentro de los aviones no era un tema relevante para sus compañeros de tripulación porque la mayoría fumaba. Ella llegó a apagar cinco incendios en el aire en esos años, dos que se originaron en el baño y el resto en los asientos. Young sólo podía pedirles a los pasajeros que dejaran de fumar si tenía que darle oxígeno a alguien, porque el avión podía explotar. Sólo en ese caso la compañía les permitía «incomodar» a los fumadores.

Para Young, el cigarrillo en los aviones no era solamente un problema relacionado al peligro de incendio. Tres años después de haber ingresado a la empresa, ella empezó su militancia para eliminar el humo de los aviones, y no abandonaría la pelea hasta fines de los noventa, cuando finalmente su gremio logró que se prohibiera de manera definitiva fumar en todos los vuelos en Estados Unidos.

Bland Lane dio esta pelea junto a Young. Ella había empezado en Pan American Airlines en 1954 y luego pasó a United Airlines en 1986. A Lane le gustaba correr, pero cada vez que lo hacía le costaba respirar y un día le dijo a su médico general que se sentía atornillada al piso. El doctor solamente escuchó, no tenía un diagnóstico para darle, así que le dio pase al neumólogo, que rápidamente comprendió la situación, pero no tenía palabras para definirla: «Sé lo que tienes, sé cómo tratarlo, pero aún no tiene nombre». El médico, cuenta Lane, tuvo que darle una denominación a la patología porque las compañías de seguros se lo exigían: «Lo que yo tenía era la Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC)».

En el siglo XIX los mineros europeos bajaban a las minas de carbón acompañados de una jaula con un canario. En aquel tiempo las fugas de gas eran habituales, y los canarios eran aves especialmente sensibles a los gases. Si el canario respiraba gas, dejaba de cantar porque moría, y en ese momento los mineros sabían que debían abandonar el pozo para no morir intoxicados. Las azafatas estadounidenses fueron el canario en la mina.

Este grupo de trabajadoras logró que se comenzara a estudiar la exposición al humo de segunda mano y las compañías aéreas se dieron cuenta de que tenían un problema. En los años ochenta, el 70 % de los asientos en los aviones pasaron a ser para no fumadores, a diferencia de lo que había sucedido en las dos décadas anteriores, cuando sólo ocupaban el 20 %.

En 1987, el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos consiguió la colaboración del Ministerio de Salud y Bienestar de Canadá y la aerolínea Air Canada para estudiar formalmente la exposición al humo en los vuelos comerciales. El resultado del trabajo se publicó en JAMA,4 una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo, en febrero de 1989. En las conclusiones, los investigadores afirmaban que los pasajeros del área para no fumadores estaban expuestos al humo de los cigarrillos, en algunos casos, en niveles comparables a los experimentados por los pasajeros sentados en el área de fumadores. Lo que en este tiempo parece obvio, en aquellos años fue una revelación.

A partir de este trabajo, el sindicato de azafatas hizo un comunicado donde se presentaba como líder de la lucha para que no se fumara en los aviones: «¿Y si no pudiera leerle a su hijo un cuento de buenas noches porque su voz está dañada por el humo del tabaco que respira en el trabajo? ¿Y si le dijeran que sólo le quedan de cinco a siete años de vida, a menos que deje de trabajar en una profesión que le apasiona?».

En 1990, Estados Unidos aprobó la primera regulación federal que prohibía fumar en todos los vuelos con una duración de seis horas o menos. Pero, como respuesta a esto, las compañías como American Airlines empezaron a alargar los vuelos a propósito, para no perder clientes. Patricia Young dice que en aquel momento ni siquiera sus compañeros cumplían las primeras regulaciones, mientras Philip Morris publicaba un anuncio donde se mostraba a personas fumando en el ala de un avión como respuesta: «¿Se ha dado cuenta de que han cancelado sus vuelos para fumadores? Si quiere fumar, hágalo. Hasta donde llegue su placer».

El sindicato de azafatas se planteó la posibilidad de realizar una demanda colectiva en contra de las tabacaleras, que eran el corazón del problema. Necesitaban un caso y la historia de Norma Broin, una azafata con cáncer de pulmón, parecía perfecta. Broin tenía 42 años y dos hijos. Había crecido en Utah, era mormona, nunca había fumado ni había tomado alcohol. Broin era la peor pesadilla para los abogados de las tabacaleras, porque podían interrogarla todo el día y no iban a encontrar nada que sugiriera que unos presuntos malos hábitos pudieran haberle provocado esa enfermedad. Sin embargo, ningún abogado se animaba a aceptar el caso, porque hasta ese momento las tabacaleras siempre habían ganado. Los abogados les decían a las azafatas que era mejor desistir para no perder tiempo y dinero.

Finalmente lo consiguieron. La primera demanda colectiva por daños y perjuicios debido a la exposición al humo de tabaco pasivo en las cabinas de las aerolíneas se presentó en 1991. Fue una novedad para la época, llevada adelante por los abogados Stanley y Susan Rosenblatt en un tribunal estatal de Miami. Los Rosenblatt no habían sido la primera opción de las azafatas, pero fueron los únicos que les dijeron que no estaban locas. El reclamo era por cinco mil millones de dólares, en nombre de unos sesenta mil auxiliares de vuelo no fumadores que habían trabajado hasta la década de los noventa.

Los Rosenblatt intentaron demostrar en el juicio que el humo podía provocar cáncer de pulmón, enfermedades pulmonares y cardiopatías. En la estrategia de los demandantes no se responsabilizaba del reclamo a ninguna compañía aérea, porque, según decían sus abogados, estas también habían sido engañadas por las tabacaleras. Los Rosenblatt fueron directamente contra Philip Morris Companies, la mayor compañía en el rubro de todo el país, y así siguieron con las demás corporaciones5 de una industria que, según se planteaba en la demanda, estaba valorada en 45.000 millones de dólares en ese momento.

El juicio comenzaría recién en 1997, luego de varias apelaciones presentadas por las empresas para demorar el comienzo. El caso de la mormona de Utah, Norma Broin, fue la estrella de esta causa: «Las empresas tabacaleras han perjudicado mi vida y la de millones de personas, porque el cáncer no es cosa de una sola persona, le ocurre a toda una familia. Afortunadamente, sigo viva y quizá pueda ayudar a proteger a otros».6

Stanley Rosenblatt, el abogado de las azafatas, declaró cuando el juicio comenzaba: «Todos los auxiliares de vuelo tomaron la decisión de no fumar, pero dejar de respirar no era una posibilidad». Por su parte, las tabacaleras sostuvieron que fumar solamente era un factor de riesgo y no una causa de las enfermedades.

El juicio terminó con la firma de un acuerdo entre las partes por 300 millones de dólares, que las azafatas usaron unos años después para crear el Flight Attendant Medical Research Institute (FAMRI), un fondo que hasta estos días financia investigaciones sobre la exposición al humo de tabaco realizadas por científicos y médicos en todo el mundo. En más de dos décadas, el FAMRI ha colaborado con más de 4.270 publicaciones.

«Todo el movimiento de no fumar se hizo mundial gracias a las azafatas», dice Patricia Young, que todavía integra la junta directiva de FAMRI: «Lo dijimos miles y miles de veces, día tras día, en cada vuelo. El problema, el terror y la tragedia comenzaron cuando permitieron a la gente fumar en los aviones».

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