1
Una línea de luz había ido deslizándose por el suelo hasta alcanzar el montón de hojas de papel. Eso significaba que uno de los últimos días de ese verano estaba terminando, o comenzaba, Él ya no lo sabía. Durante una época solía jactarse de que podía dormir siempre y en todos los sitios, sólo tenía que cerrar los ojos y un instante después el mundo diurno terminaba. Pero en ese momento llevaba dos días sin dormir, y se preguntaba si alguna vez recobraría esa capacidad suya. Las hojas de papel se habían ido acumulando a sus pies en las últimas horas; habían caído más o menos cerca dependiendo de la fuerza con la que Él las había arrancado y arrojado. Ya no sabía si había comenzado ese día o el anterior, pero la idea le había parecido magnífica: arrancaría una de cada dos hojas de todos los libros que quedaran en el apartamento y después volvería a ponerlos en su sitio, como si nada hubiese pasado. Ella se había llevado sus cosas cuando Él estaba fuera pese a que le había pedido que lo hiciera en un momento en que ambos estuvieran en la casa. Pero Ella —que siempre había sabido más y mejor qué era lo que a Él le convenía, o lo que más se adecuaba a su naturaleza— había querido ahorrarle la escena —y de paso ahorrársela a sí misma, por supuesto— y se había llevado sus cosas en su ausencia. ¿Quién había dicho que el amor es un ladrón silencioso? No podía recordarlo ni le importaba. Ella no se había llevado todas sus cosas, sin embargo —Él suponía que no tenía aún dónde ponerlas—, y había dejado sus libros junto con los suyos, en las estanterías del apartamento.
A Él la idea de compartir la biblioteca no le había parecido la mejor ni la más conveniente, no por una sensibilidad excesiva frente a la propiedad privada —aunque, desde luego, solía ser muy celoso de sus cosas—, sino más bien debido a que sabía que tenía una cierta compulsión a quedarse con los libros de los otros. No era un ladrón, por supuesto. Pero había notado que en un par de rupturas anteriores se había hecho sin quererlo con libros que habían pertenecido a sus novias. No muchos, ni siquiera los que ellas le habían regalado —y que, tiempo después, le habían hecho pensar que nunca lo habían conocido realmente—, sino libros que habían sido de ellas y que Él nunca les había devuelto. Un pensamiento lo reconciliaba consigo mismo, a veces: que si ellas no habían notado su ausencia, si no le habían reclamado los libros ni le habían reprochado que se los hubiera quedado, era porque, en realidad, y de forma profunda, ellas no los necesitaban, o no los necesitaban tanto como Él, que tampoco los necesitaba en absoluto. Al final, ante el acontecimiento de la separación y de los terribles cambios que había suscitado y todavía iba a provocar, ningún libro era necesario, pensaba en ese momento. Una vez, sin embargo, al comienzo de su relación, Ella lo había tomado de la mano sorpresivamente y lo había conducido al interior de una librería frente a la cual habían pasado cuando regresaban de almorzar; se había detenido ante una de las estanterías y se había quedado mirando los libros con la expresión seria y reconcentrada que Él le había visto ya en alguna ocasión y que volvería a ver —y a amar— durante los cinco años siguientes, y a continuación había ido extrayendo de los anaqueles seis, siete libros que le había puesto en las manos sin decir una palabra. Al salir de la librería, después de que Ella pagara, se los había entregado diciéndole: «Los necesitas». Pero Él —se decía— ya no podía afirmar por qué Ella creía que Él necesitaba esos libros ni cuáles habían sido, aunque lo recordaba perfectamente. De hecho, se acordaba muy bien de todo, lo cual constituía un problema dadas las circunstancias. La mitad de las páginas de los libros que Ella le había regalado reposaba en el suelo ya, separada del resto mediante el procedimiento de arrancar una de cada dos hojas, en lo que le parecía que era la forma más apropiada de repartir los bienes: si pudiera —pensaba—, cortaría también por la mitad la cama, la mesa, cada una de las sillas, las estanterías, las lámparas, los vasos, los platos, el fregadero, las plantas. Debía de haber una forma de separar también los recuerdos, de modo que, de todo lo que habían hecho juntos y les había sucedido, Él sólo se quedara con la mitad para que le fuese más liviana la carga. Desde luego hubiese sido mejor que Ella no lo dejara, pero eso ya había sucedido y Él —que alguna vez se había jactado de tener una extensa vida amorosa previa a la aparición de Ella pese a que sólo había tenido dos parejas y, en ambos casos, por no demasiado tiempo— había descubierto, repentinamente, que no sabía cómo seguir adelante, que Ella se había llevado, también, las instrucciones para hacerlo. Afuera había calles y edificios y terrazas que debían de resplandecer con rabia al comienzo o al final del que era uno de los últimos días de ese verano. Más allá, pasando las sórdidas urbanizaciones, debía de haber enormes espacios desiertos y los prados de los que hablaban los poetas y los enamorados, pero Él lo creía imposible y ya no albergaba esperanzas de volver a ver todo aquello algún día. Pensaba en Ella, o más bien la sentía; mejor dicho, sentía su ausencia y la forma en que pesaba sobre Él desde el día anterior y pensaba que, si Él fuese un ladrón, un ladrón reputado y eficacísimo, robaría su ausencia y la arrojaría al mar para que nadie pudiese continuar padeciéndola, mucho menos Él. Pero no era un ladrón, por supuesto: pasaba una hoja y arrancaba la siguiente y continuaba así libro tras libro, intentando no pensar en lo que hacía, sabiéndose víctima de un dolor tan profundamente paralizante que no le permitía siquiera continuar llorando, sintiéndose solo por primera vez en mucho tiempo, hablando solo, tratando de recordarse a sí mismo —sin conseguirlo por completo— que no todo aquello que habían dispuesto que permaneciera unido se había roto y se había separado como las hojas que arrancaba de los libros y yacían a su alrededor, en el suelo, poco antes de que Él las recogiera y las arrojara a la basura.
2
Ya estaba por completo despierta cuando su amiga atravesó la puerta y la cerró suavemente para dejar el apartamento; había despertado mucho antes, en el instante en que D. se había sentado a la mesa de la sala y había comenzado a desayunar fingiendo que su amiga no estaba allí. Ella había preferido simular que continuaba durmiendo porque de otro modo hubiesen tenido que empezar a hablar y hubieran acabado abordando la razón por la que estaba allí, en el apartamento de D., fingiendo que dormía en su sofá, escuchando los ruidos que su amiga hacía mientras cruzaba una y otra vez la sala preparándose para salir a trabajar. D. era de esas personas a las que les resulta imposible abandonar su apartamento sin volverse al llegar a la puerta para recoger algo que olvidaban.
Ella permaneció un rato más entre las sábanas después de que D. se hubiera marchado al fin. Escuchaba los sonidos que emitía el edificio y respiraba profundamente. La tarde anterior había anunciado que no iría a trabajar y se había propuesto comenzar a buscar un nuevo apartamento, pero no se veía con fuerzas para hacerlo. Un hábito que conservaba de la adolescencia la hizo tratar de imaginar cómo la vería otro en ese instante, al principio de algo que en ese momento aún parecía sólo un final. Si alguien pudiera observarla entonces, pensó, se vería obligado a preguntarle cómo había llegado a esa situación, qué hacía acostada en el sofá de una amiga portuguesa con nombre de cazadora, con una maleta a sus pies de la que todavía no había extraído nada, infligiéndose todo ese dolor y produciéndoselo a otra persona. ¿Por qué lo había dejado? Como todas las preguntas, ésta tenía una respuesta simple y una respuesta compleja, pero a Ella no le gustaba ninguna de las dos y prefería no pensar siquiera en la pregunta, que, sin embargo, era inevitable si deseaba continuar jugando ese juego infantil de verse a través de los ojos de los otros, allí, recostada en la sala de un apartamento que no era suyo, respirando pesadamente.
Cuando por fin se levantó, prefirió demorar algo más su salida a la calle y se puso a deambular por el apartamento. Ella lo conocía bien; había estado en él en otras oportunidades, y sin embargo, le parecía estar recorriéndolo por primera vez, con las potestades de las que no había dispuesto en las otras ocasiones, en las que cierta urbanidad le había impedido hacer lo que hacía en ese instante y lo que siempre deseaba hacer cuando entraba a una nueva casa, abrir cajones, fisgonear en los armarios, mirar debajo de las camas; buscar, en fin, en los objetos y en su disposición, algo que le hablase de sus propietarios, como si todas esas cosas fueran las pistas de un crimen del que sólo Ella estaba informada. Naturalmente, el crimen era la identidad, la personalidad escondida u oculta de los habitantes de esas casas, cuya ausencia en ese momento ofrecía, paradójicamente, la oportunidad de conocerlos. La D. que emergía de los escasos objetos que tenía, y que Ella podía abarcar con sólo desplazarse por el apartamento, era distinta a la que conocía, una mujer joven y más o menos irreflexiva que había llegado a Madrid unos años atrás porque deseaba continuar con una relación amorosa que, a pesar de ello, había terminado poco después. ¿Quién había dicho que las relaciones que funcionan en un sitio tienden a no funcionar en otro? No lo recordaba, pero había una verdad ligeramente desalentadora en ello que D. tal vez conocía de antemano pero había desestimado con el encogimiento de hombros con el que por lo general se enfrentaba a las opiniones que la contrariaban y a los errores que cometía. La D. que surgía de los objetos que había reunido en ese apartamento desde su separación era distinta, pensaba Ella. En sus cosas y en la disposición de esas cosas había un imperativo de orden y simetría que no parecía casar con la forma en que solía comportarse con otros o hablar de sí misma, como si su impetuosidad y la alegre improvisación con la que lo hacía todo sirvieran a los fines de disimular la necesidad profunda de un orden sin alteraciones, una disposición clara de las cosas en un apartamento cuyos objetos hablaban con tanta locuacidad de quién era ella en realidad que, de haberlo sabido, posiblemente no hubiera dejado que nadie entrase en él nunca.
Se preguntó si el apartamento que ambos habían compartido hasta el día anterior reflejaba al menos parcialmente su personalidad como lo hacía el de D., o si lo que revelaba era la de Él o, mejor, la existencia de una personalidad que era el producto de esa especie de animal bifronte que es toda pareja: no era el único apartamento que habían habitado en los cinco años que habían estado juntos, pero sí el primero en el que Ella se había imaginado por algo más que el periodo que establecía el contrato de alquiler, por un tiempo que hubiese podido denominar, en otro momento, con una frase vacía de significado, «para siempre». Ella sabía que la expresión tenía un sentido algo distinto al que había tenido en el pasado, cuando su trabajo y el de Él, tan diferentes, eran sin embargo un refugio medianamente seguro ante las intermitencias de la vida laboral y Madrid no expulsaba de su interior a parejas como la de ellos, que habían vivido aquí y allá hasta encontrar ese apartamento desde el que podían ver un trozo de un parque, varias calles, unas terrazas en las que nunca había nadie y en las que el sol resplandecía encegueciéndolos cuando las contemplaban, detenidos en un instante de ensoñación o de ociosidad. Ella se preguntó si Él estaría en ese momento mirando las terrazas, con los ojos entornados, y deseó que estuviese bien, o al menos mejor que Ella, aunque sabía que esto era improbable. Pensó que tal vez debía llamarlo y sacó su teléfono móvil de la bolsa en la que lo había metido la noche anterior; había ocho llamadas perdidas de Él y varios mensajes que decidió que no leería. Se puso a pensar qué había sucedido, en qué circunstancias y por qué habían decidido —aunque en realidad sólo había decidido Ella, que le había impuesto su decisión de una forma que sabía odiosa y triste— dejar de ser una pareja, desarticular el animal bifronte, el monstruo que habían sido, separarse definitivamente.
3
No sabía por qué se habían separado; de hecho, cuanto más pensaba en ello, más difícil le resultaba decir qué había sucedido. Quizá Ella había tomado la decisión durante ese verano, cualquiera de los días en que había regresado al apartamento y le había resumido su jornada, le había preguntado por la suya, habían cocinado juntos, habían discutido cuál de los dos había olvidado comprar una cosa u otra, habían reído, luego habían visto un filme o se habían puesto a leer, uno al lado del otro, en la cama o en el sofá de la sala, habían leído por última vez en el día sus redes sociales —en el teléfono, apresuradamente—, se habían lavado los dientes en el baño alternándose en el uso del cepillo eléctrico, del colutorio, del lavabo, se habían acostado y Él, como siempre, se había dormido el primero, dejándole el mundo diurno —y sus dificultades— a Ella. Tal vez —seguía Él— todo había sucedido un día así, sin hechos de trascendencia ni la promesa de que fueran a producirse al día siguiente. Quizá todo lo que había pasado era que Ella había comprendido —como lo había hecho Él, tiempo atrás— que no había ni habría ya más que eso, la repetición de algo banal y que no merecía ser repetido, excepto que se lo dignificase asimilándolo con la idea de que eso era la felicidad y de que era así como ésta era o se manifestaba.
Naturalmente, eso era la felicidad o lo más parecido a ella que podía obtenerse, pensaba; pero podía entender que esto a Ella no le resultase suficiente. Al comienzo todo tenía un sentido que parecía haber perdido, aunque tal vez sólo hubiera perdido la apariencia de tenerlo. Quizá fuese por esa razón que Ella había decidido buscarse un amante, posiblemente durante alguno de esos viajes que hacía con regularidad. A menudo pedía un coche prestado y recorría los suburbios durante horas, en busca de inspiración, o visitaba otras ciudades, algunas tan alejadas que se veía obligada a pasar la noche fuera. Él la había acompañado una vez en una de esas excursiones y se había dedicado a observarla discretamente, a estudiar su rostro detenido en un gesto de atención e impaciencia, sus ojos claros entreabiertos como si hubiera algo frente a Ella —al otro lado del cristal, al fondo de la carretera— que la encandilara. Pero no había nada, o nada que Él pudiera reconocer, como si ambos tuvieran formas distintas de mirar, o como si sólo Ella viera y Él estuviera ciego. Al conducir, Ella era decidida y torpe; sus manos revoloteaban sobre las palancas y los botones como si le resultasen extraños al tacto y no estuviera segura de lo que hacía. Su estilo, por lo demás, era espasmódico pero confiable, y presumía de no haber tenido nunca un accidente, ni una sola vez.
La inspiración de esos viajes, a los que nunca lo invitaba, y la de los que hacía a otras ciudades y a otros países, por lo general más prolongados, no encontraba reflejo en sus obras, o al menos Él no lo veía. Era como si su sugestión tuviera un carácter negativo, como si Ella observara las casas y los edificios, y en especial los de la periferia, como ejemplos de lo que no se debía hacer, para evitar un error en el que de otra manera hubiera caído. Él creía haber visto ese aspecto, la originalidad excepcional de su trabajo, tan pronto como lo había conocido, cuando, al final de una noche que ambos habían pasado juntos en el apartamento de Ella, una de las primeras, le había pedido que le mostrase su trabajo y Ella había abierto su ordenador y le había permitido estudiar unos planos y las fotografías de unas maquetas. Esos edificios iban a ser construidos a lo largo de aquel año, pero Ella nunca se sentiría satisfecha con el resultado, sobre el que no tendría ningún control: habían quedado en manos de alguno de los tres propietarios del estudio en el que trabajaba, y el hombre había añadido unas decoraciones exteriores que Ella había descrito una vez como «los garabatos más o menos geométricos de un niño idiota aburrido en clase» y, en otra oportunidad, más directamente, como «penes y escrotos de ancianos colgando sobre una puerta». Cuando Él le había pedido que le mostrara uno de esos edificios, en una de sus excursiones por la periferia, Ella se había negado, pero Él había buscado más tarde las imágenes en internet: las decoraciones constituían lo que el público consideraba la «firma» de aquel arquitecto, uno de esos proyectistas españoles que gozan de un prestigio notablemente inferior al de sus colegas más reputados aunque, en contrapartida, construyen cosas que no se convierten en ruinas casi de inmediato. Pero no se parecían a ningún escroto, o eso pensó. La fuerza original de los planos que Ella le había mostrado aquella noche había desaparecido por completo, sin embargo, y Él iba a notar su ausencia en cada una de las obras que Ella iba a concebir pero no a ejecutar en los años siguientes, que iban a ejecutar sus empleadores en el estudio de arquitectura, todos hombres mayores aficionados a los ángulos rectos y a los planos superpuestos como los de la mirada de un estrábico.
¿Cómo vivía Ella con eso? Quizá no se lo había preguntado lo suficiente, absorto como estaba en la escritura de sus libros y las otras cosas que hacía, todas ellas presididas por una libertad y una disponibilidad para las que requería, por contraste, un orden algo férreo, cierta previsibilidad en los acontecimientos mundanos que probablemente Ella no había tolerado. Cada vez que pensaba en eso sentía que le faltaba el aire; sus emociones se alzaban formando una gran ola que primero se elevaba ante su vista y a continuación se lo tragaba, desmembrándolo con su fuerza. Y sin embargo, no podía dejar de hacerlo, echado en el suelo o en la cama, muchas veces a oscuras, víctima de un dolor físico que sabía que Él mismo estaba produciéndose de alguna manera, pese a no ser quien había propiciado el intercambio de lugares comunes con el que Ella había terminado con Él, un intercambio que en otras circunstancias le hubiera provocado risa. Ella había dicho, simplemente: «Quiero hablar contigo». Pero después había comenzado a llorar: siempre había pensado que Ella parecía más blanda que Él pero que, en realidad, era más dura, y en ese momento descubrió que estaba equivocado, que era Él quien parecía más blando que Ella, pero, de hecho, era más duro. Varias horas más tarde, Él había incurrido también en el cliché, pero no se arrepentía de lo que le había preguntado por tratarse de un lugar común sino por la respuesta que Ella le había dado, que hubiese preferido no escuchar. «¿Tienes otro?», le había preguntado. Y Ella había respondido que sí.
4
Al principio Ella había pensado en decírselo de otra manera. Se había imaginado viendo la televisión y respondiéndole, a su pregunta, desde la cocina, de si quería algo: «Sí. Quiero irme de aquí». Que fuera Él quien preguntara por qué, o mejor aún, quien pensase que estaba haciéndole un chiste, que sonriera al verla reunir sus cosas, que cerrase la puerta a sus espaldas con una carcajada y que siguiese riendo mucho después de que Ella hubiera tomado el ascensor y desaparecido de su vista. Nada de ello era posible, por supuesto, pero Ella se había refugiado en planes de ese tipo durante las semanas anteriores, durante todos esos días en que había soportado la opresión en el pecho y el nudo en la garganta y todas las otras cosas que siempre había creído metáforas, no manifestaciones físicas reales, de un vislumbre que devendría decisión tomada en un momento u otro, que era ya una decisión a la espera de que Él la conociese. ¿Por qué había decidido separarse de Él? Un tiempo después alguien iba a presentarle unas estadísticas que explicarían, según esa persona, lo que Ella había decidido y por qué lo había hecho. Pero iba a rechazar esos argumentos, incluso aunque, en algún sentido, la exculparan, atribuyendo su decisión a su edad, a sus ingresos, a una cierta inercia que constituía la manifestación más explícita de cómo eran los tiempos y cómo eran las cosas. Ella iba a rechazar esos argumentos, sin embargo, porque había decidido asumir su responsabilidad y que su decisión fuese un producto de lo que le sucedía y de sus convicciones en lo que Ella creía —también de lo que deseaba, por supuesto—, y no una inevitabilidad estadística. Que fuera, pensaba, producto de lo que sintió por primera vez en aquella ocasión, cuando sucedió lo del pájaro.
Aquella tarde, dos días atrás, al regresar del trabajo, Él ya había dispuesto dos sillas frente a la ventana más grande del apartamento. Lo hacía a veces, por lo general a comienzos del verano, para aprovechar el sol: le gustaba que lo encandilase mientras leía, que el calor se le expandiese por el rostro y por el nacimiento del cabello y lo cubriera mientras su mente estaba en otro sitio, como si el sol fuera una de esas mantas bajo las que se ocultaba para leer cuando era niño, aparentemente a solas en un mundo minúsculo pero por completo personal al que no podían ingresar ni sus padres ni sus hermanos. A Ella —a la que no le gustaba tanto el sol como a Él, a la que Él solía ponerle una silla detrás de la suya, para que la luz le bañara las piernas pero no llegara a tocarle el rostro— le parecía que todas las decisiones que Él tomaba, y en particular la de convertirse en escritor, que había tenido lugar mucho tiempo antes de que lo conociera, eran el producto o la prolongación de ese deseo infantil de protección y aislamiento, una manera de continuar jugando los juegos de la infancia. Nunca se lo había dicho, sin embargo: pensaba que, puestos a ello, su respuesta sería que todo lo que hacemos en la vida adulta es una prolongación o un producto de lo que fuimos cuando niños. Una vez le había permitido que Ella lo observara escribir, y Ella se había quedado impresionada por el gesto de profunda concentración que se había instalado en su rostro tan pronto como había comenzado a teclear. Con regularidad, se ponía de pie y se dirigía a buscar una botella de agua a la cocina, o ingresaba al baño. Más habitualmente, se ponía de pie y volvía a sentarse de inmediato sin saber por qué se había levantado y qué había pensado ir a buscar. A veces, también, alzaba el rostro de la pantalla del computador en el que escribía y miraba a su alrededor, como si estuviera buscando algo: si lo hacía, si buscaba algo, Ella no sabía qué era; sencillamente no podía ver lo que Él veía. Nunca supo por qué Él, después de teclear de manera frenética durante un rato, cerró el ordenador y puso fin al experimento. Tal vez no podía escribir sintiéndose observado, pensaba. Más posiblemente, sin embargo, Él había comprendido que Ella estaba viendo algo de lo que se avergonzaba, algo que Ella ya no podría apartar de su mente cada vez que le contase que había estado escribiendo o alguien le preguntara por Él y por su trabajo: un rostro infantil, el rostro de un niño que se tomaba demasiado en serio el placer de inventar cosas y hacérselas creer a otros. No había nada más en su actividad como escritor, aunque Él escribía lo que llamaba, algo pomposamente, «no ficción», lo que significaba que su margen de invención era reducido o casi inexistente. O sí, también estaban el entusiasmo siempre breve que provocaban la finalización de un libro y su publicación, y los viajes y el hartazgo que parecía sentir poco después: pasado cierto tiempo, no tenía ninguna gana de que se le mencionaran sus libros y, si alguien lo hacía, tendía a sumirse en un singular estado de alerta, como un animal que se hubiese detenido demasiado rato junto a una charca, colmando una sed que ni él mismo sabía que tenía, y de pronto comprendiera que estaba ofreciendo su cuello a los depredadores.
Una brisa seca y caliente entraba por la ventana trayendo los sonidos habituales del barrio, los bocinazos, las risas, el ruido de los helicópteros que observaban Madrid desde el cielo y proyectaban su sombra ominosa sobre las calles y los edificios desde que alguien cometiera un atentado, unos años atrás. Vivían lejos de los hospitales, pero a veces se oía la sirena de una ambulancia que intentaba vencer la resistencia de los otros conductores, de los turistas —que recorrían el centro de la ciudad en grandes cantidades desde que todos aquellos sitios donde solían vacacionar se hubiesen vuelto demasiado caros o excesivamente peligrosos— y de los repartidores en bicicleta, que se desplazaban como langostas dejando a su paso un rastro de sudor y frustración y unas pizzas o las otras cosas que las personas compraban cada vez más por internet. En algunos minutos caería el sol y ellos tendrían que disponerse a cambiar de actividad o a continuar leyendo en otro sitio, tal vez en el dormitorio, pero entonces una sombra cruzó la ventana y se estrelló contra el extremo opuesto de la habitación, aleteando nerviosamente. Él se puso de pie, a Ella el libro se le cayó de las manos: el intruso no encontraba la salida. No era un pájaro grande —no pudo reconocer de qué especie se trataba, y después sólo recordaría que tenía un plumaje claro de un color impreciso, como el de un bollo dulce cubierto de polvo—, pero soltaba un chillido agudo y angustioso mientras rebotaba contra las paredes de la sala perdiendo pequeñas plumas y rompiendo objetos. En un momento cayó en el fregadero de la cocina y se quedó allí por un instante, Ella no sabía si porque sus patas resbalaban sobre la superficie metálica o porque se creía a salvo en la pila, pero Él no tuvo tiempo de acercársele. De inmediato el pájaro retomó el vuelo y se estrelló contra una lámpara y a continuación contra la estantería con los libros. Ella esperaba que el reclamo de la ventana abierta fuera evidente y le permitiese abandonar la sala, pero el pájaro parecía haberse vuelto ciego a la luz. En su desesperación había violencia así como orgullo y fuerza; un corazón que martilleaba con pequeños golpes y se proponía destruirlo todo. Era necesario hacer algo, pensaba Ella, pero Él no se movía de su sitio y Ella estaba paralizada: si hubiera podido hablar, si no hubiese tenido la impresión de que debía de hacerlo en una lengua extranjera y que no conocía, Ella le hubiera advertido de que estaba bloqueando la salida, que el pájaro nunca se acercaría a la ventana mientras Él estuviera frente a ella, cortándole el paso. Pero no dijo nada y Él no atinó a moverse hasta que el pájaro golpeó por última vez contra una de las paredes y cayó al suelo. Todo había sucedido en un lapso de tiempo que a Ella iba a parecerle extensísimo cada vez que lo recordara pero que en realidad había sido breve, insignificante en relación con el tiempo que los dos llevaban juntos, y sin embargo, determinante para ellos. Cuando Él dio el primer paso en dirección al pájaro, que yacía muerto a los pies de la biblioteca, junto a un enchufe, Ella tuvo una impresión vivísima del peso de todo aquello que había estado sintiendo en los últimos meses, del puñado de incertidumbres que se habían ido acumulando y ocupaban sus pensamientos cuando estaba en la casa, cuando pensaba en la inevitabilidad de que las cosas continuaran siendo como eran, no importaba cuán buenas fuesen si se las consideraba objetivamente, que las cosas que sentía y de a ratos la paralizaban, en esas ocasiones en que lavaban los platos después de cenar o hablaban en esa especie de lenguaje privado que habían creado juntos, y en el que ya no era siquiera necesario hablar, porque el modo en que vivían y la forma en que ambos se habían acomodado el uno al otro excluían cualquier enfrentamiento verbal, cualquier atisbo de una conversación que no fuese perfectamente civilizada y algo predecible —excepto en relación con un tema que Ella no podía siquiera admitir que recordaba haber discutido con Él, unas semanas antes—, que todo aquello tenía un nombre y era el enorme, imperioso deseo de salir de esa casa y de no regresar nunca, no por Él, a quien amaba ya de una manera simple y un poco inevitable, sino por Ella, porque no podía imaginar que las cosas no fueran a ser ya de otra manera, que el tiempo que restaba antes de que envejeciera y muriera, o que muriera Él, que era un pensamiento que la aterraba, fuera a discurrir de esa forma rutinaria y mediocre, devorándolos. Y fue en ese momento —en el que Él, que había atravesado ya la sala, se agachó y tomó el cadáver del pájaro en su mano— cuando Ella comprendió que iba a dejarlo, que ese mismo día iba a terminar con Él. Y entonces le dijo que tenían que hablar, pero su voz le pareció tan extraña, y lo que iba a decir tan definitivo en sus consecuencias, que comenzó a llorar. No pudo seguir hablando.