Trilogía de Freddie Montgomery

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Su señoría, cuando me pida que se lo cuente a los miembros del jurado en mis propios términos, diré lo siguiente: me tienen encerrado como a un animal exótico, último superviviente de una especie que consideraban extinta. Deberían dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos, esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal, aterrador pero cómico verlos allí, apiñados en la acera como extras cinematográficos, jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la bolsa de la compra y uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían inmóviles, voraces, atentos a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un guardia me cubrió la cabeza con una manta y me empujó al interior del coche patrulla. Reí. Había algo irresistiblemente gracioso en la forma en que la realidad, trivial como de costumbre, satisfacía mis peores fantasías.

A propósito de aquella manta, ¿la trajeron aposta o siempre llevan una en el maletero? Ahora estas cuestiones me preocupan, les doy vueltas y más vueltas. Debí de dar una imagen interesante, apenas entrevista, instalado en el asiento trasero cual una momia mientras el coche se deslizaba a todo gas por las calles húmedas bañadas de sol, dándose aires de importancia.

Luego este sitio. Lo primero que me impresionó fue el ruido. Una barahúnda ensordecedora, gritos y silbidos, risotadas, disputas, sollozos. Pero también existen momentos de calma, como si de súbito cayera un gran temor o una profunda tristeza que nos dejara sin habla. Igual que agua estancada, el aire pende inmóvil en los pasillos. Está salpicado por un sutil hedor a fenol, que recuerda al osario. Al principio me figuré que era yo, quiero decir, que ese olor era mío, mi contribución. ¿Puede que lo sea? La luz del sol también es rara, incluso fuera, en el patio, como si le hubiese ocurrido algo, como si le hubieran hecho algo antes de dejarla caer sobre nosotros. Tiene un tinte ácido, alimonado, y se presenta en dos intensidades: o es insuficiente para ver o nos abrasa los ojos. No me referiré a los diversos tipos de oscuridad.

Mi celda. Mi celda es. ¿Para qué insistir?

A los detenidos les asignan las mejores celdas. Como debe ser. Al fin y al cabo, podrían declararme inocente. Oh, no debo reír, duele demasiado, sufro una punzada espantosa como si algo presionara mi corazón…, supongo que el peso de la culpa. Dispongo de una mesa y de lo que aquí llaman un butacón. Incluso hay un televisor, aunque apenas lo enciendo ahora que mi caso está sub iudice y en las noticias ya no hablan de mí. Las instalaciones sanitarias dejan mucho que desear. Salpicaduras: ¡qué adecuada, la expresión! Intentaré conseguir un sodomita…, ¿o quiero decir un neófito? Un sujeto joven, cimbreante y bien dispuesto, que no sea muy quisquilloso. No me resultará difícil. También quiero hacerme con un diccionario.

Por encima de todo, me molesta el olor a semen que hay en todas partes. Este sitio apesta.

Admito que tenía expectativas irremediablemente románticas sobre el modo en que aquí discurrirían las cosas. Me figuré que sería una especie de celebridad, aislada de los demás presos en un ala especial, en la que recibiría a grupos de personas serias e importantes con quienes hablaría largo y tendido sobre las grandes cuestiones del momento, impresionando a los hombres y fascinando a las mujeres. ¡Qué penetración!, exclamarían. ¡Qué agudeza! Nos dijeron que era una bestia insensible y cruel, pero ahora que lo hemos visto y oído…, ¡vaya, qué sorpresa! Y aquí estoy, adoptando una pose elegante con mi perfil de asceta vuelto hacia la luz que se cuela a través de la ventana con barrotes, tocando un pañuelo perfumado y con una ligera sonrisa forzada. Jean-Jacques, el asesino culto.

No es así, no es así bajo ningún concepto, pero tampoco valen otras etiquetas. ¿Dónde están los disturbios en el comedor, las fugas en masa y ese tipo de cosas que el cine ha hecho tan familiares? ¿Qué hay de la escena en el patio de ejercicios, en la cual matan al chivato con un vidrio mientras un par de pesos pesados barbudos montan una gresca para desviar la atención? ¿Cuándo comenzarán las peloteras entre pandillas? Lo cierto es que aquí dentro la vida es como fuera, pero más intensa. Estamos obsesionados por el bienestar material. Hace siempre demasiado calor, parece que estamos en una incubadora, pero son infinitas las quejas por corrientes de aire, fríos súbitos y pies helados durante la noche. La comida también cuenta, escarbamos en busca de algún bocado sustancioso en nuestros platos de gachas, olisqueamos y suspiramos como si asistiéramos a una convención de gourmets. Después del reparto de paquetes corre la voz como reguero de pólvora: «¡Psss! ¡Le han enviado un pastel casero!». Francamente, parece el internado, con su mezcla de tristeza y comodidad, el deseo embotado, el ruido y, en todas partes, sempiterno, ese aire masculino, gris, tibio y viciado, tan peculiar.

Me han dicho que era distinto cuando los políticos estaban aquí. Solían subir y bajar por los pasillos, sujetos de brazos y piernas, ladrándose en un irlandés arrabalero, cosa que provocaba gran júbilo entre los delincuentes comunes. Entonces todos se pusieron en huelga de hambre o algo parecido, los trasladaron y la vida recobró la normalidad.

¿Por qué somos tan sumisos? ¿Se debe a lo que, según dicen, ponen en el té para adormecer la libido? Tal vez tenga que ver con las drogas. Su señoría, sé que a nadie, ni siquiera al ministerio fiscal, le gustan los chivatos, pero me considero obligado a informar a la justicia del activo comercio de sustancias prohibidas que tiene lugar en esta institución. Hay tíos, quiero decir carceleros, implicados y puedo proporcionar sus números siempre y cuando se me garantice protección. Se consigue de todo: estimulantes y somníferos, tranquilizantes, caballo, crack, lo que uno quiera… No creo que usted, su señoría, esté familiarizado con esa jerga abyecta, jerga que he aprendido desde mi ingreso aquí. Como puede figurarse, son en general los jóvenes los que se dedican a ello. Es fácil reconocerlos trastabillando por los pasillos como sonámbulos, con la sonrisilla desilusionada y embotada de los que están realmente colgados. Sin embargo, algunos no sonríen, parece desde luego que no volverán a sonreír. Son los perdidos, los desahuciados. Tienen la mirada extraviada, la expresión vacía y preocupada, de la misma forma que los animales heridos apartan enmudecidos su mirada de nosotros, como si fuéramos meros fantasmas de ellos mismos, cuyo dolor se sufre en un mundo que no es el nuestro.

Pero no, no son solo las drogas. Ha desaparecido algo esencial, nos han arrancado la esencia. Ya no somos del todo humanos. Viejos presidiarios, sujetos que han cometido delitos impresionantes se pavonean por la cárcel cual señoras mayores, pálidas, dulces, con pecho de paloma y anchas de caderas. Riñen por los libros de la biblioteca, algunos incluso tejen. Los jóvenes también tienen pasatiempos, se me acercan furtivamente en la sala de recreo, con sus ojos de ternero casi rebosantes de lágrimas, y me muestran con timidez sus trabajos manuales. Me pondré a gritar si tengo que admirar otro barco metido en una botella. Pero estos rufianes, estos violadores y estos hombres que maltratan a los niños son muy tristones, de puro vulnerables. Aunque no sé muy bien por qué, cuando pienso en ellos imagino una tira de hierba cubierta de rastrojos y el árbol que atisbo por la ventana si aprieto la mejilla contra los barrotes y miro en diagonal más allá de la alambrada y del muro.

Por favor, póngase de pie, coloque su mano aquí y pronuncie con claridad su nombre. Frederick Charles St. John Vanderveld Montgomery. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? No sea ridículo. Quiero llamar de inmediato a mi primer testigo, mi esposa Daphne. Sí, ese era y es su nombre. Por algún motivo, a la gente siempre le ha resultado algo cómico. Creo que encaja a la perfección con su belleza sosa, morena y miope. Veo a Daphne, mi dama de los laureles, reclinada en un claro bañado por el sol, algo molesta, el rostro ladeado y el ceño un poco fruncido mientras un dios menor con forma de fauno y flauta de cañas hace cabriolas y corretea, tocando inútilmente con toda el alma. Fue ese aire abstraído y levemente insatisfecho el que despertó mi interés por ella. No era bonita ni buena, pero me iba como anillo al dedo. Tal vez yo ya pensaba en un futuro en el que necesitaría ser perdonado —por alguien, por quien fuese— y nada mejor que uno de los míos para hacerlo.

Cuando afirmo que no era buena, no estoy diciendo que fuese mala ni corrupta. Sus fallas no eran nada en comparación con las grietas dentadas que atraviesan mi alma. Se la podía acusar, a lo sumo, de cierta pereza moral. Había cosas que no se tomaba la molestia de hacer, por muy imperiosas que fueran las obligaciones que exigían su cansina atención. Descuidó a nuestro hijo no por desamor sino porque, simplemente, sus necesidades no la inquietaban. La veía sentada mientras lo observaba con la mirada errante, como si intentase recordar con precisión quién o qué era y por qué estaba ahí, rodando en el suelo, a sus pies, cometiendo alguno de sus infinitos desastres. ¡Por favor, Daphne!, murmuraba yo, y la mitad de las veces me miraba de la misma forma, con la misma mirada hueca y extrañamente ausente.

Al parecer soy incapaz de dejar de hablar de ella en pasado. Hasta cierto punto está bien. Viene a visitarme con frecuencia. La primera vez que se presentó, preguntó cómo eran las cosas aquí. ¡Oh, querida, el ruido… y la gente!, dije. Daphne asintió con la cabeza, esbozó una sonrisa y miró con desgana a los otros visitantes. Como puede verse, nos comprendemos.

En el sur su indolencia se convirtió en una especie de languidez voluptuosa. Recuerdo cierta habitación de postigos verdes, cama estrecha, una silla a lo Van Gogh y el mediodía mediterráneo vibrando en las calles encaladas. ¿Ibiza? ¿Isquia? ¿Acaso Mikonos? Siempre una isla, escribiente, haga el favor de apuntarlo, tal vez tenga algún significado. Daphne se desvestía con mágica presteza, con una especie de movimiento sinuoso, como si la falda, las bragas y todo lo demás fuesen de una sola pieza. Es una mujer grande, ni gorda ni pesada, pero consistente y maravillosamente equilibrada: cada vez que la veía desnuda deseaba acariciarla como me gustaría acariciar una escultura, sopesar las curvas con el hueco de la mano, pasar el pulgar por las líneas largas y lisas, palpar la frescura, la textura aterciopelada de la piedra. Escribiente, quite la última frase, es excesiva.

Aquellos mediodías abrasadores, en esa habitación y en infinidad de otras parecidas… Dios mío, me estremezco al recordarlas. Era incapaz de resistirme a su indolente desnudez, al peso y la densidad de la carne trémula. Se tendía a mi lado como una maja abstraída y contemplaba el techo umbrío o el resquicio de luz blanca y ardiente que se colaba entre los postigos, hasta que —y eso que nunca comprendí exactamente cómo— me las ingeniaba para accionar un nervio recóndito y entonces se volvía con torpeza hacia mí, deprisa, soltaba un gemido y me aferraba como si estuviese a punto de caer, con la boca en mi cuello y sus dedos de ciega en mi espalda. Siempre mantenía los ojos abiertos, su pálida y suave mirada gris desvariaba sin poder evitarlo, retrocedía bajo el tierno sufrimiento que le infligía. Soy incapaz de expresar lo mucho que me excitaba esa mirada dolorida e indefensa, tan distinta a la de otros momentos. Cuando estábamos en la cama de aquella manera, intentaba que se pusiera las gafas para que pareciese aún más perdida e indefensa, pero nunca lo conseguí por mucho que apelé a medios arteros.

Después era como si no hubiese pasado nada, Daphne se levantaba, se deslizaba con parsimonia hasta el baño, con la mano en el pelo, y me dejaba postrado en la sábana empapada, convulsionado y jadeante como si hubiese sufrido un ataque cardíaco, que, supongo, era lo que hasta cierto punto me había ocurrido.

Creo que nunca supo cuánto me afectaba. Me ocupé de que no lo notara. No quiero que se me entienda mal, no era que temiese caer bajo su dominio ni nada por el estilo. Sucedía que, entre nosotros, esa certeza habría estado…, bueno, fuera de lugar. Existía cierta reticencia, cierta discreción que desde el principio acordamos preservar tácitamente. Nos entendíamos, claro que sí, pero ello no significaba que nos conociéramos ni que quisiéramos conocernos. ¿Cómo habríamos mantenido esa condescendencia distante que para los dos contaba tanto sin preservar, además, el secreto esencial de nuestro yo interior?

Era magnífico levantarse en medio del frescor de la tarde, bajar hasta el puerto y pasear por la desolada geometría del sol y la sombra de las callejuelas. Me gustaba observar a Daphne caminar delante de mí, mover los fuertes hombros y las caderas con un ritmo insinuante y complejo bajo la ligera tela del vestido. También me gustaba observar a los isleños encorvados sobre sus pastís y sus vasitos de café turbio, girando sus ojos de lagartija cuando Daphne pasaba. Eso es, cabrones, dejad que os consuma el deseo…

En el puerto siempre había un bar, siempre el mismo cualquiera que fuese la isla, con un puñado de mesas y sillas de plástico en el exterior, sombrillas ladeadas en las que se leía Stella o Pernod y un propietario moreno y grueso que se escarbaba los dientes apoyado en el vano de la puerta. Y siempre había la misma gente: unos cuantos individuos delgados pero robustos de vaqueros desteñidos, mujeres de mirada dura curtidas por el sol, un vejete gordo con gorra de marino y patillas canosas y, por descontado, uno o dos maricas con pulseras y sandalias de fantasía. Eran nuestro grupo, nuestra pandilla, nuestros amigos. Rara vez sabíamos sus nombres ni ellos el nuestro y nos llamábamos camarada, amigo, capitán, cariño. Bebíamos nuestro coñac o nuestro ajenjo, fuera cual fuese el veneno local más barato, y hablábamos a voz en cuello de otros amigos, personajes todos de otros bares, de otras islas, al tiempo que no nos quitábamos el ojo de encima, ni siquiera al sonreír, atentos a no sabíamos qué, quizá a una brecha, un flanco débil, por un momento desprotegido, en el que hundir los colmillos. Señoras y caballeros del jurado, seguro que nos han visto, formábamos parte del pintoresquismo local de su viaje organizado, pasaron a nuestro lado con mirada soñadora y los ignoramos.

Daphne y yo presidíamos esa chusma con una especie de desapego a lo grande, como un rey y una reina exiliados que cada día aguardan noticias de la contrarrevolución y de la convocatoria para retornar a palacio. Noté que la gente en general nos veía con cierto recelo, en repetidas ocasiones percibí en sus ojos una mirada preocupada, apaciguadora, perruna, o una mirada resentida, furtiva y hosca. He meditado sobre este fenómeno y me parece significativo. ¿Qué había en nosotros —mejor dicho, qué había en torno a nosotros— que los impresionaba? Bueno, somos altos y bien formados, yo soy apuesto y Daphne es bella, pero no es posible que solo fuera eso. No, después de mucho pensarlo he arribado a la siguiente conclusión: creían reconocer en nosotros cierta coherencia e integridad, una autenticidad primordial de la que carecían y de la que no se sentían del todo dignos. Éramos… sí, ¿por qué no decirlo?, éramos héroes.

Por supuesto, pensé que aquello era ridículo. No, esperen, estoy bajo juramento, debo decir la verdad. Me encantaba. Me encantaba sentarme a mis anchas bajo el sol, junto a mi consorte resplandeciente y de mala fama, y recibir sin alharaca el tributo de nuestra abigarrada corte. Ponía una sonrisa circunstancial, ligera y apenas esbozada, serena y tolerante, con un lejanísimo toque de desdén; se la dedicaba sobre todo a los más imbéciles, a los pobres idiotas que balbuceaban, retozaban ante nosotros con sus gorros de cascabeles, ponían en práctica sus patéticas triquiñuelas y se reían como locos. Los miraba a los ojos y, como me sentía ennoblecido, durante unos segundos podía olvidar lo que era, una cosa ínfima y temblequeante, igual que ellos, llena de anhelo y desprecio, solitaria, temerosa, acosada por las dudas y agonizante.

Así fue como caí en manos de los timadores: llegué a creer que era inviolable. Su señoría, no pretendo disculpar mis acciones, solo intento explicarlas. Esa vida a la deriva de isla en isla fomentaba ilusiones. El sol y el aire de mar diluyeron la importancia de las cosas hasta el extremo de que perdieron su auténtico peso. Mi instinto, el instinto de nuestra tribu, esas espirales enroscadas y templadas en las selvas negras del norte se relajaron en el sur, su señoría, de verdad que fue así. ¿Era posible que hubiera algo peligroso y perverso en un clima tan benigno, tan azul y tan digno de una acuarela? Además, las cosas malas son las que siempre tienen lugar en otra parte y la mala gente nunca es la que uno conoce. El yanqui, por ejemplo, no parecía peor que los demás ejemplares de la fauna de aquel año. De hecho, no me pareció peor que yo mismo… Quiero decir, peor de lo que yo mismo me figuraba que era, ya que, desde luego, eso sucedió antes de que descubriese las cosas que yo era capaz de hacer.

Lo llamo el yanqui porque no sabía o no recuerdo su nombre, aunque no estoy seguro de que fuese norteamericano. Hablaba con un gangueo que parecía aprendido en el cine y tenía una costumbre de hablar mientras miraba a su alrededor con los ojos entrecerrados que me recordaba a algún astro de la pantalla. No pude tomármelo en serio. Hice una magnífica imitación del yanqui —siempre he sido buen mimo— y la gente se rio sorprendida al reconocerlo. Al principio lo tomé por un joven, pero Daphne sonrió y me preguntó si le había mirado las manos. (Daphne siempre reparaba en esos detalles.) Era delgado y musculoso, de rostro afilado y con el pelo rapado como un chaval. Vestía tejanos ceñidos, botas de tacón y cinturones de cuero con hebillas descomunales. Era realmente envarado. Lo llamaré…, veamos, lo llamaré Randolph. Iba detrás de Daphne. Lo vi acercarse sigilosamente, con las manos embutidas en los bolsillos, y olisquear en torno a ella, presumido y nervioso a la vez, lo mismo que tantos otros habían hecho antes, con su deseo, como el de ellos, evidente en cierta palidez extrema entre ceja y ceja. A mí me trataba con cautelosa afabilidad, me llamaba amigo e incluso —¿acaso lo imagino?— camarada. Recuerdo la primera vez que se sentó a nuestra mesa, enroscó sus patas de alambre alrededor de la silla y se reclinó sobre un codo. Yo casi esperaba que sacase la bolsa de tabaco y liase un pitillo con una sola mano. El camarero, Paco o Pablo, un joven de mirada ardiente y pretensiones aristocráticas, cometió un error y nos sirvió bebidas que no habíamos pedido. Randolph aprovechó la ocasión para echarle un rapapolvo. El pobre camarero aguantó incólume, con los hombros hundidos bajo los latigazos de invectivas, y fue lo que siempre había sido: hijo de campesinos. Cuando se alejó a trompicones, Randolph miró a Daphne y esbozó una sonrisa, exhibiendo una hilera lateral de dientes largos y leonados; pensé en un sabueso que, rebosante de orgullo, se sienta después de depositar una rata muerta a los pies de su ama. Malditos guiris, dijo al desgaire, e hizo ademán de escupir. Me incorporé de un salto, aferré el borde de la mesa y la tiré, arrojándole las copas sobre las piernas y gritándole que se pusiera de pie y la recogiera, ¡hijo de la gran puta! No, no, por supuesto que no lo hice. Aunque me hubiera gustado arrojar una mesa llena de cristales rotos sobre su entrepierna ridículamente almohadillada, ese no era mi modo de actuar, al menos en aquellos tiempos. Por añadidura, había disfrutado como el que más al ver que Pablo o Paco, el muy idiota, recibía su merecido, el camarero de miradas sentimentales, manos delicadas y aquel horrible bigote púbico.

A Randolph le gustaba dar la impresión de que era un tipo peligroso. Hablaba de acciones infames perpetradas en un lejano país al que llamaba estadounidense. Di pábulo a las narraciones de esas hazañas y me deleitaba para mis adentros con la forma descuidada en que las relataba, como restándoles importancia. Había algo maravillosamente ridículo en la situación: la mirada de soslayo del fanfarrón y sus modulaciones maliciosamente modestas, su aire de eufórica dignidad, la forma en que se abría como una flor bajo el calor de mi muda inclinación de cabeza a la vez afirmativa, reverente y atemorizada. La sutil perversidad de los seres humanos siempre me ha dado satisfacción. Es un verdadero placer tratar a un tonto mentiroso como si le considerase la esencia de la probidad, seguir el juego de sus poses y sus mentirijillas. Sostuvo que era pintor hasta que le hice unas cuantas preguntas inocentes sobre el tema y, de súbito, se convirtió en escritor. En realidad, según me confió una noche de copas, ganaba dinero traficando con droga entre los ricos que circulaban por la isla. Me horroricé, por supuesto, pero reconocí que se trataba de una información valiosa y más tarde, cuando…

Pero estoy harto de esto, será mejor dejarlo de lado. Le pedí dinero prestado. Se negó. Le recordé la noche de borrachera y añadí que estaba convencido de que a la guardia[1] le interesaría saber lo que me había contado. Se sorprendió. Lo pensó. Respondió que no tenía la suma que le pedía, que tendría que buscarla en otra parte, tal vez pedírsela a personas que conocía. Y se mordió el labio. Le dije que me parecía bien, que la procedencia del dinero me era indiferente. Me divertía y me sentía satisfecho de mí mismo jugando al chantajista. En realidad, no esperaba que me tomase en serio, pero estaba claro que había subestimado su cobardía. Se presentó con el dinero en efectivo y Daphne y yo pasamos unas semanas a lo grande; todo fue grandioso salvo el hecho de que Randolph me seguía los pasos adondequiera que fuese. Su interpretación de palabras como prestar y devolver fue angustiosamente literal. Le pregunté si no era una justa devolución guardar su sucio secreto. Con un torpe y desmañado intento por sonreír dijo que esas personas no se andaban con chiquitas. Repliqué que me alegraba oírlo, pues a nadie le gusta tratar, aunque sea por interpósita persona, con los meramente frívolos. Amenazó con darles mi nombre. Me reí en su cara y me largué. Seguía sin tomarme nada en serio. Pocos días después llegó un pequeño paquete envuelto en papel de estraza, dirigido a mí por alguien que apenas sabía escribir. Daphne cometió el error de abrirlo. Contenía una lata de tabaco —de Balkan Sobranie, lo que aportaba un toque de exótico cosmopolitismo— forrada con guata, dentro de la cual reposaba un trozo de carne algo espiralado, pálido, cartilaginoso y cubierto de sangre seca. Tardé un rato en darme cuenta de que se trataba de una oreja humana. Quien la hubiera sajado había hecho una chapuza y, a juzgar por el borde dentado, había utilizado algo semejante a un cuchillo para cortar pan. Doloroso. Supongo que esa era la intención. Recuerdo que pensé: ¡qué apropiado, una oreja en tierra de toreros! En realidad, fue muy divertido.

Fui a buscar a Randolph. Llevaba voluminosas hilas adheridas al lado izquierdo de la cabeza, sujetas por un vendaje torcido y no muy limpio. Ya no me recordaba al salvaje Oeste. Como si el destino hubiese decidido hacer caso de su reivindicación artística, ahora poseía un sorprendente parecido con el pobre y loco Vincent en el autorretrato pintado después de mutilarse por amor. Cuando Randolph me vio, tuve la impresión de que iba a echarse a llorar; se compadecía de sí mismo y estaba indignado. Ahora serás tú el que trate con ellos, dijo; tú eres quien les debe, no yo, que ya he pagado, y se llevó con solemnidad la mano a la cabeza vendada. Después me insultó y se escurrió por un callejón. Pese al sol de mediodía, un estremecimiento me recorrió la espalda como el viento gris que se arremolinaba sobre el mar. Me quedé meditando unos instantes en aquella esquina de casas encaladas. Un viejo montado en un burro me saludó. A poca distancia repicó la campana estañosa de una iglesia. ¿Por qué?, me pregunté, ¿por qué vivo de esta manera?

Se trata de una pregunta cuya respuesta, sin duda, querría conocer el jurado. Dados mis orígenes, mi educación y mi cultura —claro que sí—, ¿cómo podía llevar semejante vida, relacionarme con esas gentes, meterme en tantos líos? La respuesta es… que no conozco la respuesta. O la conozco y es demasiado amplia, demasiado enmarañada para intentar darla aquí. Solía creer, como todo el mundo, que era yo quien decidía el curso de mi vida según mis propias decisiones, pero poco a poco, a medida que acumulaba cada vez más pasado en el que basarme, me di cuenta de que hice lo que hice porque no podía hacer otra cosa. Por favor, su señoría, no imagine, no crea detectar en este punto la insinuación de una apología, ni siquiera de una defensa. Deseo asumir toda la responsabilidad de mis actos —a la postre, son lo único que puedo considerar propio— y declaro de antemano que aceptaré sin vacilaciones el veredicto del jurado. Simplemente pregunto, con los debidos respetos, si es posible aferrarse al principio de la culpabilidad moral en cuanto se abandona la noción de libre albedrío. Reconozco que se trata de un asunto delicado, de esos que nos gusta discutir por la noche, mientras bebemos chocolate y fumamos, cuando el tiempo se eterniza.

Como ya he dicho, no siempre consideré mi vida como una prisión en la que todos los actos están determinados de acuerdo con un patrón establecido al azar por una autoridad desconocida e insensata. De joven me veía desde luego como un arquitecto que algún día montaría un maravilloso edificio a su alrededor, una especie de gran pabellón espacioso y ventilado que me cobijaría en toda mi integridad y dentro del cual sería libre. Mirad, dirían al distinguir esa eminencia desde lejos, mirad cuán seguro y sólido es: es él, ya lo creo, no cabe la menor duda, es el hombre propiamente dicho. Entretanto, sin casa, me sentía a la vez expuesto e invisible. ¿Cómo describir esta sensación de mí mismo, algo ingrávido, sin amarras, un fantasma flotante? Otros parecían poseer cierta densidad, una presencia de la que yo carecía. Entre esos seres grandes y despreocupados, yo semejaba un niño entre adultos. Los observaba azorado y me asombraba de su imperturbable seguridad frente a un mundo desconcertante y absurdo. Entiéndame bien, no era una florecilla marchita, reía, armaba jaleo y me jactaba con los mejores…, solo que en mi interior, en esa galería macabra y umbría que llamo mi corazón, estaba intranquilo, con una mano sobre la boca, silente, envidioso e inseguro. Ellos comprendían las cosas o al menos las aceptaban. Sabían qué pensar sobre cada una de ellas, tenían opiniones. Tenían una visión de conjunto, como si no se dieran cuenta de que todo es infinitamente divisible. Hablaban de causas y efectos, como si consideraran posible aislar un acontecimiento y escudriñarlo en un espacio puro y sin tiempo, al margen del loco remolino de los hechos. Se referían a pueblos enteros como si hablaran de un solo individuo, mientras que para mí era temerario hablar incluso de un individuo con el más leve atisbo de certidumbre. Pues sí, no conocían límites.

Como si las personas del mundo exterior no bastaran, dentro de mí albergaba un ejemplar propio, una especie de vigilante de quien debo ocultar mi falta de convicción. Por ejemplo, si me ponía a leer algo, una diatriba en este o aquel libro, y me exaltaba advertir que estaba de acuerdo, al final descubría que había errado en mi interpretación de lo que el autor decía; que, de hecho, había entendido todo como el culo y me veía obligado a dar un salto mortal, veloz como el rayo, y a decirme a mí mismo, quiero decir a mi otro yo, a ese severo sargento interior, que lo que se decía era verdad, que realmente nunca había pensado lo contrario y que, aunque así fuera, ponía de manifiesto una apertura de miras que me permitía saltar de una opinión a otra sin enterarme siquiera. Después me enjugaba el sudor de la frente, carraspeaba, erguía los hombros y seguía adelante con elegancia y reprimido desaliento. ¿Por qué hablo en pretérito? ¿Acaso algo ha cambiado? El vigilante que hay dentro no ha hecho más que avanzar y hacerse cargo de todo mientras el desconcertado forastero se amilana en el interior.

Me pregunto si el tribunal es capaz de comprender lo que esta confesión supone para mí.

Me dediqué al estudio de la ciencia con el propósito de encontrar certidumbres. No, no es verdad. Sería más correcto decir que me dediqué a la ciencia con el propósito de volver más soportable la ausencia de certidumbres. Pensé que había encontrado el modo de erigir una sólida estructura sobre las mismas arenas que, siempre y en todas partes, se movían bajo mis pies. Y era bueno, tenía dotes. Me ayudó carecer de convicciones sobre la naturaleza de la realidad, de la verdad, de la ética, de los grandes temas… por cierto, descubrí en la ciencia una visión de ese mundo imprevisible e inestable que me resultaba extrañamente conocido, pues siempre había considerado la materia como un torbellino de colisiones azarosas. Me dediqué a la estadística y a la teoría de las probabilidades. Aquí no entraré en cuestiones esotéricas. Poseía una fría capacidad nada desdeñable, ni siquiera según los impresionantes patrones que rigen esta disciplina. Mis ensayos de estudiante fueron modelos de claridad y precisión. Mis profesores, viejos desaliñados que apestaban a tabaco y a dentaduras cariadas, me adoraban porque reconocieron en mí esa vena rara e implacable, cuya carencia los había condenado a sudar la gota gorda en los claustros. Entonces los norteamericanos se fijaron en mí.

Mi amor por Norteamérica fue extraordinario. La vida en la Costa Oeste, bañada por el sol y con sus tonos pastel, me estropeó para siempre. Perdura en mis sueños, todo permanece inalterado: las colinas ocres, la bahía, el enorme puente rojo, delicado y envuelto en bruma. Me sentía como si hubiera ascendido hasta una altiplanicie de fábula, hasta una especie de Arcadia. Cuánta riqueza, cuánta soltura, cuánta inocencia. De todos mis recuerdos escojo uno al azar: un día de primavera en la cafetería de la universidad. Es la hora del almuerzo. Afuera, en la plaza, junto a la fuente, las maravillosas muchachas se entretienen bajo el sol. Esa mañana asistimos a la conferencia de un sabio visitante, un gran maestro de lo arcano, que ahora está sentado a nuestra mesa, bebe café en un vaso de papel y parte pistachos con los dientes. Es un hombre larguirucho con un delirante plumero de pelo rizado que empieza a encanecer. Tiene una mirada socarrona con una chispa de malicia, que pasea infatigablemente de un lado a otro como si buscara algo risible. Lo cierto es, amigos —dice—, que todo es azar, puro azar. De pronto su sonrisa es la de un tiburón y me guiña el ojo porque también soy extranjero. Los profesores sentados alrededor de la mesa asienten con la cabeza pero no dicen nada; son hombres corpulentos, bronceados y serios, con camisa de manga corta y zapatos de suelas anchas. Uno se rasca el mentón y otro consulta con desgana un reloj de pulsera que es un trasto. Un joven de pantalones cortos y pecho descubierto pasa junto a la cafetería tocando la flauta. Las chicas se incorporan lentamente de dos en dos y se alejan despacio, pisando la hierba, con los brazos cruzados y los libros apretados contra el pecho como petos. Dios mío, ¿es posible que haya estado allí de verdad? Ahora, en este sitio, parece más un sueño que un recuerdo: la música, las morigeradas ménades y nosotros en aquella mesa, figuras desvaídas y quietas, los sabios que presidíamos al otro lado del cristal que reflejaba el follaje.

Quedaron cautivados por mí, por mi acento, mis corbatas de lazo, mi encanto del viejo mundo ligeramente siniestro. Tenía veinticuatro años y entre ellos me sentía maduro. Se lanzaron sobre mí con solemne fervor, como empeñados en cierto afán de mejora personal. Por aquel entonces estaba en pleno apogeo una de sus guerritas en el extranjero y daba la sensación de que, salvo yo, todos protestaban. No quise saber nada de sus marchas, sus sentadas, de los ecos ensordecedores que para ellos cumplían la función de debates. Pero ni siquiera mis concepciones políticas —o su inexistencia— sirvieron de freno y las hijas de las flores de todas formas y colores cayeron en mi cama con pétalos temblorosos. Son muy pocas las que recuerdo con precisión; cuando pienso en ellas veo una especie de híbrido con las manos de esta, los ojos de aquella y los sollozos de otra. De esa época, de esas noches, solo persiste un débil sabor agridulce y un deje, el más ínfimo resplandor, de aquel estado de liviandad flotante, de… ¿cómo decirlo?, de bienaventuranza balánica y ataráxica —sí, sí, he conseguido un diccionario— en el que me dejaban, con los músculos doloridos por sus intensas atenciones y mi carne bañada por el bálsamo de su sudor.

Fue en Norteamérica donde conocí a Daphne. Una tarde estaba de pie en el porche de la casa de un profesor que daba una fiesta, ginebra triple en la mano, cuando oí en el jardín la voz del terruño: suave y clara, como el sonido del agua que cae sobre el cristal, y con ese toque aletargado que es la nota inequívoca de nuestra tribu. Miré y ahí estaba, con un vestido floreado y zapatos pasados de moda, peinada con el estilo muñeco negro de trapo de la época, frunciendo el ceño por encima del hombro de un individuo de llamativa chaqueta que respondía con gestos frívolos a algo que le había preguntado, mientras Daphne asentía con toda seriedad, sin escuchar ni una sola palabra de la perorata de aquel individuo. Apenas la vi, le volví la espalda, no sé exactamente por qué. Estaba de mal humor y medio trompa. Creo que aquel instante se convirtió en la metáfora de nuestra vida en común. Pasaría los quince años siguientes volviéndole la espalda de una manera u otra hasta la mañana en que me apoyé en la barandilla del vapor de la isla, respiré el aire enfangado del puerto y saludé sin entusiasmo a Daphne y al niño, que me parecieron minúsculos en el muelle. Aquel día fue Daphne la que me volvió la espalda, con lo que ahora considero una premeditada e infinitamente dolorosa determinación.

Sentía tanta insensatez como temor. Me sentía ridículo. El aprieto en que me había metido era irreal: un sueño disparatado que un gordinflón incompetente puede convertir en una película de ínfima categoría. Durante prolongados períodos lo descartaba de la misma manera que uno ahuyenta un sueño, por muy espantoso que sea, pero esa cosa horrible y con tentáculos volvía sigilosamente y en mí afloraba una ardiente bocanada de terror y vergüenza. Puntualicemos: vergüenza por mi estupidez, por la desenfrenada ausencia de presciencia que me había metido en semejante berenjenal.

Como con Randolph había tenido la sensación de entrar en el mundo de una película de pacotilla, supuse que sería interpretada por un cómico reparto de rufianes, sujetos malcarados con dos dedos de frente y bigotito que formarían un círculo a mi alrededor con las manos en los bolsillos y horribles sonrisas, al tiempo que mascaban palillos. En cambio, asistí al encuentro de un público formado por un hidalgo de cabellos plateados y traje blanco, que me prodigó un firme y persistente apretón de manos y que dijo apellidarse Aguirre. Su actitud fue cortés y algo tristona. No encajaba en el entorno. Yo había subido una estrecha escalera hasta un cuarto sucio y de techo bajo, situado encima de un bar. Había una mesa cubierta con hule y un par de sillas de mimbre. En el suelo, bajo la mesa, estaba sentado un crío mugriento que mordisqueaba una cuchara de madera. En un rincón reposaba un televisor enorme, en cuya pantalla apagada y fatídica me vi reflejado, desmesuradamente alto y delgado, curvado como un arco. El olor a fritura impregnaba el cuarto. El señor Aguirre estudió el asiento de una de las sillas con una ligera mueca de desagrado y se sentó. Sirvió vino para los dos y alzó la copa en amistoso brindis. Dijo que era hombre de negocios, un simple hombre de negocios y no un gran profesor —me sonrió e hizo una amable inclinación—, pero que de todos modos sabía que existían ciertas reglas, ciertos imperativos morales. En concreto él pensaba en uno: ¿me creía capaz de adivinar en cuál? Meneé la cabeza sin decir palabra. Me sentía como un ratón perseguido por un gato viejo, lustroso y aburrido. La tristeza del señor Aguirre se ahondó. Los préstamos, dijo con tono sereno, los préstamos tienen que devolverse. Al fin y al cabo, se trata de la ley por la que se rige el comercio. Abrigaba la esperanza de que yo comprendiera su posición. Reinó el silencio. Fui presa de una especie de horrorizado asombro: ese era el mundo real, el mundo del miedo, el dolor y el castigo merecidos, un lugar serio en vez del soleado campo de juegos en el que yo había malgastado a puñados el dinero de otro. Por fin respondí, con una voz que no parecía mía, que tendría que volver a mi país, donde había personas que me ayudarían, amigos y parientes que me prestarían dinero. El señor Aguirre meditó y preguntó si me iría solo. En un primer momento no comprendí a qué apuntaba. Desvié la mirada y dije lentamente que sí, sí, era probable que mi esposa y mi hijo permanecieran allí. A medida que lo decía creí oír una horrorosa risa aguda, el selvático e irrisorio grito de la burla por detrás de mi hombro. El señor Aguirre sonrió y, con gran cuidado, volvió a servir otro sorbo de vino. El crío, que se había dedicado a jugar con los cordones de mis zapatos, se puso a aullar. Me puse nervioso, pues no había sido mi intención patear a la pobre criatura. El señor Aguirre frunció el ceño y gritó algo por encima del hombro. A su espalda se abrió una puerta y una mujer joven, descomunal y de aspecto colérico, asomó la cabeza y gruñó. Llevaba un vestido negro, sin mangas y con el dobladillo mal nivelado, y una brillante peluca negra alta como una colmena, con pestañas postizas haciendo juego. Se contoneó, se agachó con esfuerzo, cogió en brazos al crío y le plantó un bofetón. El niño estuvo a punto de echarse a llorar, sorprendido, pero se tragó un berreante sollozo y me miró solemnemente. La mujer también me observó furibunda, recogió la cuchara de madera y la arrojó con estrépito sobre la mesa, delante de mí. Se encajó al crío sobre una enorme cadera y abandonó el cuarto dando un portazo. El señor Aguirre se encogió de hombros, como disculpándose. Volvió a sonreír y guiñó el ojo. ¿Qué opinión tenía yo de las isleñas? Titubeé. Venga ya, vamos, añadió con tono ligero, sin duda tenía opinión formada sobre asunto tan importante. Repliqué que eran hermosas, muy hermosas, en su especie las más hermosas que conocía. Asintió satisfecho porque era lo que esperaba. No, dijo, no, son demasiado morenas, demasiado oscuras de la cabeza a los pies, incluso en las zonas que nunca están expuestas al sol. Se inclinó con su sonrisa torcida y plateada y me dio un golpecillo en la muñeca. Las mujeres del norte, ay, esas pálidas mujeres del norte… ¡Una piel tan blanca! ¡Tan delicadas! ¡Tan frágiles! Por ejemplo, su esposa, dijo. Volvió a imperar un intenso silencio. Apenas oí los broncos compases de la radio que sonaba en el bar de abajo. Los pasodobles de la corrida. Mi silla crujió, como lanzando una sorda advertencia. El señor Aguirre cruzó sus manos dignas del Greco y me miró por encima de las puntas de las yemas de sus dedos. Su esposa, dijo exhalando la palabra, su bella esposa, ¿regresará pronto a su lado? En realidad, no era una pregunta. ¿Qué podía responder, qué podía hacer? En realidad, estas tampoco son preguntas.

Di a Daphne las mínimas explicaciones. Pareció comprender. No puso reparos. Eso ha sido en todo momento lo positivo en Daphne: no pone reparos.

El viaje fue largo. El vapor atracó en el puerto de Valencia al anochecer. Detesto España, es un país brutal y aburrido. La ciudad olía a sexo y a cloro. Abordé el tren nocturno y me apiñé en un compartimiento de tercera con media docena de campesinos apestosos que vestían ropas ordinarias. No pude conciliar el sueño. Tenía calor y me dolía la cabeza. Noté los esfuerzos de la locomotora que traqueteaba por la prolongada ladera rumbo a la meseta, mientras las ruedas repiqueteaban una y otra vez su frase machacona. En Madrid rompía el alba de un azul descolorido. Me detuve en la estación, contemplé una bandada de pájaros que revoloteó y cayó en picado desde una altura impresionante y, por muy extraño que parezca, me recorrió una ráfaga de euforia —o de algo parecido a la euforia— que me hizo temblar y me llenó los ojos de lágrimas. Supongo que se debía a la falta de sueño y a los efectos del aire límpido y vigorizante de la altura. Me pregunto por qué recuerdo con tanta claridad el momento en que me detuve, el color del cielo, los pájaros, el escalofrío de febril optimismo. Dirán que me encontraba en un momento crucial, que justo en ese punto se bifurcaba mi porvenir y que, sin darme cuenta, tomé el camino errado… Eso es lo que me dirán, ¿no?, lo que me dirán ustedes, que en todo caso necesitan encontrar significado, que codician el significado con las palmas de las manos pegajosas y los rostros encendidos. Cálmate, Frederick, cálmate. Señoría, perdone este arrebato. Lo que ocurre es que no creo que semejantes momentos tengan significado… y si a eso vamos, ningún momento lo tiene. Al parecer tienen importancia. Es posible que hasta posean algún valor, pero carecen de significado.

Ya está bien, he explicado mi fe.

¿Dónde estaba? Ah, en Madrid. A punto de abandonar Madrid. Tomé otro tren rumbo al norte. Paramos en todas las estaciones, pensé que jamás abandonaría ese espantoso país. En cierto momento estuvimos detenidos una hora en el corazón de la nada. Esperé en el palpitante silencio y miré aburrido por la ventanilla. Más allá de las sucias vías del tren del norte se extendía un inmenso y elevado campo amarillo y en lontananza una cadena de montañas azules que al principio confundí con nubes. Brilló el sol. Un cansado cuervo aleteó. Alguien tosió. Me pareció extraño estar allí, quiero decir precisamente allí y no en otra parte. No es que el hecho de estar en otra parte me hubiese resultado menos extraño. Quiero decir…, bueno, ya no sé lo que quiero decir. La atmósfera del compartimiento estaba viciada. Los asientos despedían un olor polvoriento y añejo. Un hombre menudo, moreno e ignorante me clavó los ojos y no desvió la mirada. En aquel instante comprendí que estaba a punto de hacer alguna perversidad, algo realmente horroroso, algo para lo que no habría perdón. No fue una premonición, palabra que me parece demasiado vaga. Lo supe. No puedo explicar cómo, pero lo supe. Me escandalicé de mí mismo, se me aceleró la respiración, me latieron las mejillas como si sintiera vergüenza, pero además de sorpresa experimenté una especie de bufonesco regocijo que trepó por mi garganta y me produjo sensación de ahogo. El campesino seguía sin quitarme los ojos de encima. Estaba ladeado, con las manos tranquilamente posadas en las rodillas y cabizbajo, absorto y distante a la vez. Estas gentes miran así, tienen tan poca conciencia de sí mismas que imaginan que los demás no se enteran de sus actos. Da la impresión de que miran desde otro mundo.

Yo, por supuesto, sabía muy bien que me estaba escapando.

libro-5

 

Suponía que al llegar llovería y, a decir verdad, en Holyhead caía una llovizna fina y cálida, pero cuando salimos al canal el sol afloró de nuevo. Era por la tarde. El mar estaba en calma, semejaba un menisco oleoso y tenso, de color malva y extrañamente alto y curvo. Desde el salón delantero en que me encontraba, la proa parecía elevarse cada vez más, como si el barco entero se esforzase por emprender el vuelo. Ante nosotros el cielo era un manchón carmesí sobre el más claro de los azules claros y el verde plateado. Giré la cara hacia la apacible luz marina, como si estuviera en trance, expectante, sonriente cual un orate. Admito que no estaba del todo sobrio, que ya había probado mi provisión de alcohol libre de impuestos y que la piel de mis sienes y la de alrededor de los ojos se tensaba de manera alarmante. Empero, no era solo el alcohol lo que me hacía sentir feliz, sino la ternura de las cosas, la sencilla bondad del mundo. Por ejemplo, qué pródiga era aquella puesta de sol, las nubes, la luz en el mar, la distancia desgarradora y verdigrís, todo estaba dispuesto para consolar a un viajero perdido y atormentado. Debo reconocer que jamás me he acostumbrado a estar en esta tierra. A veces pienso que nuestra presencia aquí responde a una pifia cósmica, que estábamos destinados a otro planeta, con otras disposiciones, otras leyes y otros cielos más torvos. Intento imaginar el sitio que nos corresponde, situado en un rincón remoto de la galaxia que gira y gira. Y los que estaban destinados a estar aquí, ¿se encuentran allá fuera, desconcertados y nostálgicos como nosotros? No, seguro que se han extinguido hace mucho tiempo. Es imposible que esos delicados terrícolas sobrevivieran en un mundo creado para albergarnos a nosotros.

Lo que primero me sorprendió fueron las voces. Pensé que falseaban el acento tanto que parecía una caricatura. Un par de estibadores de severa expresión con los cigarrillos colgando de la boca y un aduanero de gorra: mis compatriotas. Atravesé un inmenso cobertizo de hierro ondulado y salí al dorado cansino de la tarde estival. Pasaron un autobús y un obrero montado en bici. La torre del reloj, cuyo podrido mecanismo aún marcaba una hora equivocada. Era todo tan conmovedor que me sorprendí. De pequeño me gustaba estar por allí, me agradaban el espigón, el paseo, el quiosco de música pintado de verde. Siempre perduraba una dulce sensación de melancolía, de ligero pesar, como si una música extraña y animada, la última de la temporada, acabara de difuminarse en el aire. Mi padre siempre llamó Kingstown a este sitio: no tenía tiempo para el chapurreo local. Solía traerme los domingos por la tarde y ocasionalmente los días laborables cuando yo tenía vacaciones escolares. Era un largo viaje desde Coolgrange. Aparcaba en la calle, encima del espigón, me daba un chelín y se largaba, dejando que me las arreglara solo. Me veo a mí mismo, príncipe de las ranas, entronizado en el alto asiento trasero del Morris Oxford mientras devoro un cucurucho de helado, lamo en redondo el pomo decreciente de materia pegajosa, con aplicación científica, y observo con atención a los viandantes, que palidecían al ver mi tétrica mirada y mi lengua saltarina y cremosa. La brisa marina era un muro de aire suave y salobre junto a la ventanilla abierta del coche, con restos del humo del buque correo atracado a mis pies. Las banderas que ondeaban en el tejado del club náutico temblaban y chasqueaban y el bosquecillo de palos del puerto cabeceaba y tintineaba como una orquesta oriental.

Mi madre no nos acompañaba en esas excursiones. Ahora sé que solo eran la excusa para que mi padre visitase a la fulana que tenía por allí. No recuerdo que actuase furtivamente, al menos no más que de costumbre. Era un hombre menudo y pulcro, de cejas rubias, ojos claros y un bigote delgado y también rubio, un poco indecente, como un fragmento de pelaje corporal suave y velloso que, sin quererlo, le había llegado hasta el rostro desde una zona recóndita de su persona. Daba un aire sorprendentemente vívido a su boca, como si fuese una cosa voraz, violenta y roja que enseñaba los dientes y gruñía. Siempre estaba más o menos enfadado, rebosante de resentimiento e indignación. De todas maneras, creo que, más allá de las bravatas, era cobarde. Se sentía desdichado. Estaba convencido de que el mundo lo había maltratado. Como recompensa se mimaba y se hacía regalos. Calzaba zapatos hechos a mano y lucía corbatas de Charvet, bebía buen clarete y fumaba cigarrillos importados en latas herméticas procedentes de una tienda de Burlington Arcade. Todavía tengo, o tenía, su bastón de ratán. Estaba muy orgulloso de aquel bastón. Gustaba de mostrarme cómo lo habían hecho, con cuatro u ocho piezas de junco de Indias preparadas y encajadas por un maestro artesano. Yo apenas aguantaba la compostura ante la irrisoria sinceridad de mi padre. Cometió el error de suponer que sus pertenencias eran la medida de su valía y se pavoneaba y cacareaba, exhibiendo sus posesiones como el escolar muestra un tirachinas magistral. Siempre tuvo, sin duda, algo de niño eterno, algo informe y pubescente. Cuando nos pienso juntos, lo veo inenarrablemente joven y a mí como un adulto hastiado y amargado. Supongo que mi padre me tenía cierto miedo. A los doce o trece años ya era tan grande como él, o al menos tan pesado, ya que, aunque en el colorido rubio había salido a él, en las formas me parecía a mi madre, y a esa edad ya era propenso a la flacidez. (Pues sí, su señoría, tiene ante usted a un hombre medio en cuyo interior hay un gordito que hace esfuerzos por no salir. Una sola vez dejó escapar al Bunter[2] que llevaba dentro, y ya ve lo que pasó.)

No quiero dar la sensación de que sentía antipatía por mi padre. Aunque no conversábamos mucho, éramos muy sociables en el sentido en que lo son padres e hijos. Si él me temía un poco, yo era lo bastante sensato para cuidarme de él, relación que se confunde fácilmente —y en ocasiones hasta nosotros nos confundimos— con la mutua estima. Mostrábamos un gran disgusto por el mundo en general; eso era todo lo que teníamos en común. Creo que he heredado su risa, esa suave sorna nasal que era su único comentario ante los grandes acontecimientos de su época. Cismas, guerras, catástrofes, todo le importó un bledo… El mundo, el único mundo que valía la pena, tocó a su fin cuando el último virrey partió de estas costas; después no hubo más que una riña entre campesinos. Procuró de verdad creer en esa fantasía de un lugar extenso y apacible que nos fue arrebatado a nosotros y a los nuestros… Los nuestros eran, como le gustaba decir, los católicos acérrimos, sí, señor, los católicos acérrimos, ¡y vaya si estaba orgulloso! Creo que era más por desengaño que por orgullo. Creo que en su fuero íntimo se avergonzaba de no ser protestante: habría tenido que dar muchas menos explicaciones, justificarse mucho menos. Se consideraba una figura trágica, un caballero de la vieja escuela desplazado en el tiempo. Me lo imagino aquellos domingos por la tarde con su amante, supongo que una joven pechugona con el pelo imprudentemente rizado y escote generoso, ante la cual se hinca, sosteniéndose tembloroso sobre una rodilla, y la mira embelesado a la cara, contorsionando el bigote y con la roja y húmeda boca abierta a modo de súplica. Caramba, no debería burlarme de mi padre. De verdad, de verdad que no tenía mala opinión de él…, exceptuando, claro está, que en el fondo deseaba matarlo para casarme con mi madre, idea novedosa e irresistible que mi abogado preconiza a menudo al tiempo que me dedica una mirada cómplice.

Me estoy apartando del tema.

La fascinación que experimenté en Kingstown, quiero decir en Dun Laoghaire, no perduró al entrar en la ciudad. El asiento de la primera fila del primer piso del autobús —¡mi viejo asiento, el preferido!— me permitió ver escenarios que apenas reconocí. En los diez años transcurridos desde mi partida, algo aconteció en la ciudad, algo le pasó. Habían desaparecido calles enteras, derribaron las casas y las reemplazaron por aterradores bloques de acero y cristal negro. La vieja plaza en la que Daphne y yo vivimos una temporada había sido arrasada y convertida en un inmenso y ceniciento aparcamiento. Vi una iglesia en venta… ¡Una iglesia en venta! Hasta el aire parecía deteriorado. Pese a lo tardío de la hora, perduraba un tenue resplandor solar, espeso y cargado de polvo, como la neblina después de una explosión o de una gran conflagración. Las personas que andaban por las calles mostraban el gesto sorprendido de los supervivientes, más que caminar parecían hacer eses. Me apeé del autobús y me abrí paso entre los transeúntes con la mirada baja, temeroso de ver horrores. A mi lado corrían golfillos descalzos que mendigaban peniques. Por todas partes vi borrachos tambaleándose y lanzando maldiciones, perdidos en un embotamiento nada placentero. Una sorprendente pareja surgió de un sótano palpitante: un joven amenazador, con la cara picada de viruela y una cresta de pelo naranja, y una chica de rostro desolado, con botas de gladiador y la ropa rasgada y negra de hollín. Estaban envueltos en cuerdas, cadenas y algo parecido a cananas, y lucían tachuelas de oro en las aletas de la nariz. Jamás había visto seres semejantes, me parecieron miembros de una secta fantástica. Puse pies en polvorosa y me zambullí en el pub de Wally. Zambullirse es la palabra adecuada.

Suponía que estaría cambiado, como todo lo demás. Le tenía apego al pub de Wally. De estudiante iba a beber a ese local y también más tarde, cuando empecé a trabajar para el Gobierno. Poseía un toque de sordidez que me resultaba entrañable. Sé que se ha hablado mucho de que lo frecuentaban homosexuales, pero confío en que la sala descarte las consecuencias que tácitamente se han extraído de ese hecho, sobre todo por parte de la prensa sensacionalista. No soy de la acera de enfrente. No tengo nada contra los maricones, aunque los desprecio, por supuesto, y me repugna la idea de lo que hacen, sea lo que fuere. Su presencia daba una atmósfera de ruidosa jarana al bar de Wally e incorporaba un leve matiz de peligro. Me agradaba el estremecimiento de incomodidad y de jubiloso miedo que subía por mi columna como una gota de mercurio cuando un grupo de maricones súbitamente cacareaban de risa como loros o se emborrachaban, gritaban insultos y rompían cosas. Aquella noche en la que entré deprisa en el pub buscando refugio de la ciudad arrasada, lo primero que vi fue media docena de mariposones en la mesa contigua a la puerta, juntas las cabezas, susurrando, riendo y sobándose felices y contentos. Wally en persona estaba detrás de la barra. Aunque había engordado, algo que me parecía imposible, en diez años no había cambiado un ápice. Lo saludé efusivamente. Sospecho que se acordaba de mí aunque, desde luego, no lo reconoció: Wally estaba orgulloso de sus modales desabridos. Pedí un gin-tonic enorme, digno de Gargantúa, y Wally suspiró a regañadientes y abandonó el taburete en el que estaba apoyado. Se movió con suma lentitud, como si vadeara un río, ondulando como una medusa en medio de sus grasas. Yo ya me sentía mejor. Le comenté que había visto una iglesia en venta. Se encogió de hombros sin sorprenderse y dijo que ahora esas cosas eran corrientes. Mientras me servía, la piña de mariposones congregados junto a la puerta se apartó súbitamente con una estrepitosa explosión de risotadas y Wally los miró con el ceño fruncido, apretando su boquita de tal modo que casi desapareció entre los pliegues de su gruesa papada. Presumía de desdeñar a la clientela, pese a que circulaba el rumor de que tenía un grupo de jovencitos a los que gobernaba con suma severidad, celoso y terrible como una reina de Beardsley.

Bebí mi gin-tonic. La ginebra tiene algo, acaso ese sabor a bosque silvestre y profundo, que me hace pensar en el crepúsculo, las brumas y las doncellas muertas. Aquella noche retintineó en mi paladar cual risa íntima. Miré a mi alrededor. No, el pub de Wally no había cambiado, en absoluto. Era mi bar: la penumbra murmurante, los espejos, las botellas alineadas detrás de la barra, cada una con su abalorio de luz rubí. Sí, claro que sí, el laboratorio de la bruja con una reina gorda y horrible y un sonriente grupo de seres sobrenaturales. Por favor, si hasta había un ogro: Gilles el Terrible, c’est moi. Me sentí feliz. Reconozco que disfruto con las inconveniencias y lo poco respetable. En tugurios como este cae de mis hombros el peso de la cuna y de la educación y siento, siento… No sé lo que siento. No lo sé. El tiempo verbal está equivocado. Me volví hacia Wally, le mostré mi vaso y con una especie de euforia embotada vi cómo me preparaba otro filtro en un pequeño cáliz de plata. La ráfaga azul cuando incorporó el hielo… ¿En qué estoy pensando? En unos ojos azules. Sí, por supuesto.

He hablado de doncellas muertas, ¿no? ¡Santo cielo!

Seguí en el pub de Wally, bebí, hablé con él de lo divino y de lo humano —su parte en el diálogo se limitó a encogimientos de hombros, gruñidos sordos y esa extraña sonrisilla perversa— y poco a poco se apaciguó el murmullo que los viajes provocan en mi mente. Tenía la sensación de que, en lugar de viajar en barco y en tren, había sido lanzado desde el aire y había aterrizado por fin en aquel sitio, debilitado, dichoso y placentera, casi voluptuosamente vulnerable. Los diez años consagrados a vagabundeos desasosegados se convirtieron en una nadería, en una travesía onírica e insustancial. Qué remotas me parecieron las islas en medio de un mar azul, los mediodías ardientes, Randolph y el señor Aguirre, incluso mi esposa y mi hijo, qué remotos. En ese instante apareció Charlie French y lo saludé como si nos hubiéramos visto ayer.

Sé que Charlie insiste en que no me vio en el pub de Wally y en que ni siquiera se acercó al local, pero lo único que estoy dispuesto a reconocer es que no fuera aquella noche concreta cuando lo vi allí. Recuerdo el momento con absoluta claridad: el cuchicheo de los maricas, a Wally limpiando un vaso con un giro de muñeca experto e inefablemente desdeñoso, yo sentado en la barra con un vaso lleno de ginebra y la vieja maleta de piel de cerdo a mis pies, y a Charlie deteniéndose con su traje de rayas y sus gastados zapatos, un hombre olvidadizo que sonrió sobresaltado y me observó con cierta sorpresa. De todos modos, es posible que mi memoria haya combinado dos encuentros distintos. Es posible. ¿Qué más puedo decir? Charles, espero que esta concesión apacigüe, aunque solo sea ligeramente, tu sensación de haberte visto afectado.

Todos me consideran despiadado, pero no lo soy. Siento una gran simpatía por Charlie French. No hay duda de que le he causado una gran congoja. Lo humillé ante todo el mundo. Debió de ser muy doloroso para un hombre como Charlie. Se portó muy bien. A decir verdad, se portó maravillosamente bien. En aquella última ocasión espantosa y a la vez cómica en la que me llevaron esposado, no me miró con gesto acusador, sino con una especie de pena. Estuvo a punto de sonreír. Y se lo agradezco. Aunque ahora es para mí una fuente de culpa y malestar, antaño fue mi amigo y…

Fue mi amigo. La frase es muy simple pero profundamente conmovedora. Creo que hasta ahora no la había utilizado. Al escribirla me alteré tanto que tuve que hacer una pausa. Algo se me atragantó como si estuviera a punto de…, pues sí, de llorar. ¿Qué me pasa? ¿A esto se refieren cuando hablan de rehabilitación? Es posible que, después de todo, salga de aquí convertido en un individuo reformado.

En un primer momento el pobre Charlie no me reconoció y noté que se sentía claramente incómodo al ver que una persona que a él le parecía desconocida le hablaba con tono familiar en el pub. Me divertí, fue como estar disfrazado. Le ofrecí una copa, que rechazó con rebuscada amabilidad. Había envejecido. Tenía poco más de sesenta años, pero parecía mayor. Estaba cargado de espaldas, lucía una barriga en forma de huevo y en las mejillas cenicientas parecía tener incrustada una filigrana de venillas rotas. Irradiaba una sensación de…, ¿cómo expresarlo?, de equilibrio, una sensación novedosa en él. Parecía que por fin ocupaba el espacio que le había sido asignado. En la época en que lo conocí era un modesto comerciante de cuadros y antigüedades. Ahora tenía prestancia, casi casi un aire de pleno poder que se acentuaba aún más entre los llamativos adornos del pub de Wally. Es verdad que en su mirada persistía aquella expresión familiar, a la vez pícara y tímida, pero tuve que hacer esfuerzos para percibirla. Se alejó centímetro a centímetro, sin dejar de sonreír incómodo, pero finalmente debió de captar algo en mi mirada y me reconoció. Aliviado, soltó una velada carcajada y echó un vistazo a su alrededor. Yo recordaba ese tipo de vistazo, como si acabara de descubrir que llevaba la bragueta abierta y quisiera comprobar si alguien lo había notado. ¡Freddie!, exclamó. ¡Qué sorpresa! Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y exhaló una gran voluta de humo hacia el techo. En el ínterin traté de recordar cuándo lo había conocido. Solía venir a Coolgrange en vida de mi padre y dar vueltas por casa con mirada furtiva y como pidiendo disculpas. Charlie y mis padres habían compartido la juventud; cuando bebían, recordaban los bailes posteriores a las cacerías en los años anteriores a la guerra, su paso por Dublín cuando las ferias y todo lo demás. Yo escuchaba las anécdotas con ilimitado desdén y fruncía mis labios de canalla adolescente. Parecían actores que machacaran una vieja y trillada comedia, proyectándose en exceso, sobre todo mi madre con sus uñas carmesíes, su permanente con reflejos metálicos y su voz cascada por la ginebra y el tabaco. He de ser justo con Charles: creo que en realidad no se apuntaba a esa fantasía de los queridos y fenecidos tiempos. No podía ignorar el leve toque de histeria que hacía vibrar el cuello con bocio de mi madre, ni la forma en que mi padre la miraba ocasionalmente, haciendo equilibrio en el borde de la silla, tenso como un lebrel, con los ojos saltones, pálido y con expresión de incrédulo desdén. Cuando a los dos les daba por ahí, todo lo olvidaban: su hijo, su amigo, absolutamente todo; se encerraban en una especie de trance macabro. Eso suponía que, con frecuencia, Charlie y yo nos hacíamos mutua compañía. Me trataba con reparos, como si yo fuese algo que en cualquier momento podía estallarle en pleno rostro. En aquellos tiempos yo era muy irascible y rebosaba impaciencia y desprecio. Debíamos de hacer una pareja particular, pero a nivel profundo nos entendíamos. Tal vez yo le parecía el hijo que nunca tendría, tal vez él me parecía el padre que nunca había tenido. (Esta es otra de las ideas que preconiza mi abogado. No sé qué opina de ellas, Maolseachlainn.) ¿Por dónde iba? Ah, sí, hablaba de Charlie. Un día me llevó al hipódromo. Iba equipado con traje de tweed, zapatos gruesos y sombrero flexible que le caía con cierto aire de chulería sobre un ojo. Incluso gastaba prismáticos, aunque no me pareció capaz de enfocar con precisión. Daba la talla, si exceptuamos algo reprimido en su actitud, que transmitía la idea de que estaba a punto de echarse a reír desaforadamente de sí mismo y de sus pretensiones. Yo tenía quince o dieciséis años. Cuando llegamos al tenderete de bebidas se volvió muy amable hacia mí y me preguntó si prefería irlandés o escocés… y por la noche me devolvió a mis padres estentórea y truculentamente borracho. Mi padre se puso furioso y mi madre rio. Charlie mantuvo un imperturbable silencio, fingió que estábamos en el mejor de los mundos y me pasó con disimulo un billete de cinco libras cuando a trompicones me fui a la cama.

Ay, Charlie, lo siento, de verdad que lo siento.

Como si ahora también recordara aquella ocasión, Charlie insistió en invitarme a una copa y apretó los labios desaprobador cuando pedí ginebra. Lo suyo era el whisky. Formaba parte de su disfraz, como el traje de rayas, los zapatos gastados y hechos a mano y ese maravilloso y alado casco de cabellos ahora plateados que, como gustaba de decir mi madre, lo habían destinado a la grandeza. De todos modos, siempre se las ingenió para eludir su destino. Le pregunté a qué se dedicaba en el presente. Bueno, dijo, dirijo una galería. Miró a su alrededor con sonrisa distraída e inquisitiva, como si semejante idea lo hubiera sorprendido. Asentí. De modo que eso era lo que lo había animado, lo que le había proporcionado un aire de autosuficiencia. Lo imaginé en un cuarto polvoriento de un lugar apartado, con unos pocos y oscuros cuadros colgados de la pared y por secretaria una solterona envarada que le ponía pegas por los gastos de té y que todas las navidades le obsequiaba una corbata envuelta en papel de seda. Pobre Charlie, al final se había visto obligado a tomarse en serio a sí mismo, a atender un negocio y a que los pintores lo persiguieran para cobrar. Pago yo, dije, saqué un billete de mi billetero cada vez más exiguo y lo puse sobre la barra.

A fuer de sincero, debo decir que pensaba pedirle un préstamo. Me lo impidió… Está bien, sé que la sala se reirá, pero lo cierto es que tuve la impresión de que sería de mal gusto. No es que en estas cuestiones sea remilgado, en mis tiempos he recurrido a personajes más patéticos que Charlie para pedirles un préstamo, pero en las circunstancias mismas hubo algo que me contuvo. Ciertamente parecíamos padre e hijo —no mi padre, por descontado, ni ciertamente este hijo— que se encuentran por casualidad en el prostíbulo. Forzados, apenados, confusos y avergonzados, vociferamos y faroleamos, chocamos nuestros vasos y brindamos por los buenos y viejos tiempos. Pero de nada sirvió, poco después titubeamos y guardamos un melancólico silencio. De repente Charlie me miró con algo muy parecido a una punzada de dolor y preguntó con tono bajo y apasionado: Freddie, ¿qué has hecho de ti mismo? Inmediatamente avergonzado, se alejó de mí presa del pánico, sonrió desesperado y expulsó una protectora bocanada de humo. Primero me enfurecí y luego me deprimí. En realidad, no estaba de humor para ese tipo de conversación. Miré el reloj situado detrás de la barra y, malinterpretando adrede sus palabras, dije que sí, que era cierto, que había sido una larga jornada, que me estaba pasando, y vacié mi vaso, le estreché la mano, recogí la maleta y me largué.

Aquí estaba, desde otra perspectiva, la misma pregunta: ¿por qué, Freddie, por qué vives así? La analicé la mañana siguiente, mientras iba a Coolgrange. El día sintonizaba conmigo: gris, mortecino y pesado. El coche de línea traqueteaba afanosamente por las estrechas carreteras comarcales, bregaba y se revolcaba con un zumbido sordo y un rugido que semejaban el sonido de mi propia sangre en el cerebro. A mi espalda se extendían las infinitas posibilidades del pasado, una dispersión de naufragios. ¿Había en medio de todo un fragmento específico —la toma de una decisión, la elección de un camino, el seguimiento de una señal— que me demostrase cómo había llegado al estado actual? Pues no, claro que no. Mi travesía, como la de cada quisque, incluso la suya, su señoría, no fue cuestión de señales ni de marcha decidida, sino un ir a la deriva, una especie de moroso descenso, con los hombros encorvados bajo la acumulación gradual de todo lo que no hice. Y, sin embargo, soy capaz de ver que para alguien como Charlie, observador a ras de suelo, debí de parecer un ser de fábula que escalaba las altas cumbres, que ascendía cada vez más y que por fin daba el salto desde la cima en un vuelo maravilloso y enérgico, con la cabeza envuelta en llamas. Pero no soy Euforión, ni siquiera su padre.

El problema consiste en que la pregunta es errónea. Parte del supuesto de que los actos están determinados por la voluntad, por el pensamiento deliberado, por una minuciosa evaluación de los hechos, ese contorsionado teatro de marionetas que hace las veces de conciencia. Vivía así porque vivía así: no hay otra respuesta. Cuando evoco, por mucho que me esfuerzo no percibo una diferencia clara entre una fase y otra. Es un fluir sin fisuras…, aunque fluir es una palabra demasiado fuerte. Se trata, más bien, de una rauda estasis, una especie de carrera sin moverse del sitio. Pero hasta eso fue muy acelerado para mí, siempre me encontré algo rezagado, trotando en la retaguardia de mi propia vida. En Dublín aún era el chaval que había crecido en Coolgrange; en Norteamérica fui el joven inexperto de los tiempos dublineses; en las islas me convertí en una suerte de yanqui. Y nada era suficiente. Todo se aproximaba, estaba en camino, a punto de ser. Anclado en el pasado, siempre miré más allá del presente hacia un futuro sin límites. Sospecho que ahora podemos decir que el futuro está aquí.

Nada de esto significa nada. Quiero decir que no significa nada importante. Es mi puro entretenimiento, meditar, perderme en un revoltijo de palabras. Porque aquí las palabras son el instrumento del lujo, de la sensualidad, es lo único que nos han permitido conservar de ese mundo rico y despilfarrador del que estamos excluidos.

Oh, Dios, oh, Cristo, sácame de aquí.

Oh, quienquiera que seas.

Debo parar, empieza a dolerme la cabeza. Los dolores se presentan con frecuencia creciente. No se preocupe, su señoría, no es necesario apelar a la porra del ujier o como sea que se llame… Solo son dolores de cabeza. No me volveré loco de sopetón, no me sujetaré las sienes ni reclamaré a gritos a mi… Hablando del demonio, aquí está Ma Jarrett en persona. Pasa, madre, sube al estrado de los testigos.

libro-6

 

Llegué a Coolgrange a primera hora de la tarde. Me apeé en el cruce y vi que el coche de línea se alejaba parsimoniosamente, con su grueso trasero de aspecto irrisorio. El sonido del motor menguó y el vibrante silencio del estío volvió a posarse en los campos. Aunque el cielo seguía encapotado, el sol pugnaba por asomar y la luz, que había sido opaca y débil, se convirtió en un cálido resplandor gris perla. Me erguí y miré a mi alrededor. Lo conocido siempre produce estupor. Allí estaba todo: el portal roto, la calzada, el prado extenso, el robledal —¡el hogar!—, todo en su sitio, esperándome, algo más pequeño que lo que recordaba, como un modelo a escala de sí mismo. Reí. En realidad, no fue una carcajada sino, más bien, una exclamación de sorpresa y reconocimiento. Ante escenas como esta —los árboles, los campos rutilantes, la luz moderada y plácida— siempre me siento como un viajero a punto de partir. Incluso al llegar tuve la impresión de que me iba, con una larga mirada a la tierra perdida. Subí por la calzada con la gabardina sobre el hombro y la vapuleada maleta en la mano, cual un estereotipo ambulante, aunque es verdad que estaba algo entrado en años y un poco grueso para interpretar el papel de hijo pródigo. Un perro asomó entre los setos y me lanzó un gruñido gutural, mostrando los dientes. Hice un alto. Los perros no me gustan. Era un bicho blanco y negro de los que miran a la cara; avanzaba y retrocedía en semicírculo delante de mí, sin dejar de gruñir, con la panza pegada al suelo. Me cubrí las rodillas con la maleta a modo de escudo y hablé con tono tajante, como si me dirigiera a un niño revoltoso, pero mi voz sonó a quebrado falsete y durante un instante reinó la sensación de cachondeo general, como si entre los setos se ocultaran rostros que se desternillaran de risa. Después sonó un silbato, la bestia gimió y se dirigió culposamente hacia la casa. Mi madre estaba en los escalones de la entrada. Rio. De repente asomó el sol con una especie de sordo retumbo. Santo Dios, dijo, eres tú, me pareció que veía visiones.

Titubeo. No es que me falten palabras sino todo lo contrario. Hay tanto que decir que no sé por dónde empezar. Siento que retrocedo lentamente, tambaleante, esgrimiendo en mis brazos extendidos una carga inmensa, voluminosa e ingrávida. Mi madre representa tanto y, al mismo tiempo, nada. Debo andar con cautela porque piso tierras movedizas. Por supuesto, sé que diga lo que diga seré objeto de sonrisas afectadas y cómplices por parte de los aficionados a la psicología que atiborran la sala. Cuando se trata el tema de las madres, la simplicidad queda abolida. De todos modos, intentaré ser sincero y claro. Se llama Dorothy, aunque siempre le han dicho Dolly y no sé por qué, ya que de muñeca no tiene nada. Es una mujer corpulenta y dinámica, de cara ancha y pelo grueso de esposa de calderero. Al describirla de esta guisa no pretendo ser irreverente. A su manera es una mujer impresionante, majestuosa y desaliñada a la vez. La recuerdo de mi infancia como una presencia constante pero distante, escultural, con la mirada vacía, inenarrablemente bella al estilo de los antiguos romanos, como una estatua de mármol colocada en el extremo de un jardín. Después se volvió demasiado pesada, con un gran trasero y piernas esbeltas; cuando alcancé la adolescencia y me interesé con morbosidad por esas cosas, aquel contraste me llevó a especular sobre la compleja arquitectura necesaria para salvar la brecha, bajo las faldas, entre las rodillas bien proporcionadas y la ancha cintura. Hola, mamá, dije y desvié la mirada, buscando malhumorado algo neutral en lo que fijarme. Ya estaba fastidiado. Mi madre ejerce en mí ese efecto, me basta con tenerla delante para que en el acto la irritación y el resentimiento rezumen en mi pecho. Me sorprendí. Suponía que, después de diez años, habría al menos unos segundos de benevolencia entre nuestro encuentro y el primer ataque de acedía filial, pero no, ahí estaba yo, con la mandíbula rígida y mirando venenosamente un matojo de hierbajos que asomaba de una grieta en los escalones de piedra donde se encontraba mi madre. Apenas había cambiado. Su pecho, que pide a gritos que lo clasifiquen como amplio, había descendido hasta el diafragma. También lucía un fino bigote. Vestía pantalones holgados de pana y un cárdigan de bolsillos desfondados. Bajó los escalones hacia mí y volvió a reír. Freddie, has engordado, tienes unos kilos de más, dijo. Después se estiró y —juro que es verdad— me aferró un trozo de piel de la barriga y lo presionó juguetonamente entre el índice y el pulgar. Esta mujer, esta mujer…, ¿qué puedo decir? Yo tenía treinta y ocho años, era un hombre de talento con esposa e hijo, lucía un impresionante bronceado mediterráneo, me movía con porte grave y con un lejano aire de amenaza, y a ella, ¿qué se le ocurrió? Ni más ni menos que pellizcarme la barriga y soltar su cachazuda risa. ¿Es tan extraño que yo haya acabado en la cárcel? ¿Lo es? Al ver que me aceptarían, el perro se acercó sigilosamente e intentó lamerme la mano, lo que me permitió propinarle un buen patadón en las costillas. Ese gesto contribuyó a que me sintiera mejor, pero no mucho mejor ni durante mucho tiempo.

¿Existe algo más poderosa y penetrantemente provocador que el olor de la casa en la que has pasado la infancia? Como sin duda la sala ha notado, huyo de las generalizaciones, pero seguramente en este caso se trata de un universal, ese involuntario espasmo de reconocimiento que estalla con la primera bocanada de este olor humilde, monótono y pardusco, que en realidad no llega a ser un olor, es más bien una emanación, una especie de suspiro exhalado por los millares de cosas minúsculas conocidas pero no reconocidas que, en conjunto, constituyen lo que llamamos hogar. Entré en el vestíbulo y durante un segundo tuve la impresión de que había atravesado sin hacer ruido la membrana del tiempo propiamente dicho. Titubeé y trastabillé en mi fuero interno. El perchero con el paraguas roto, el mosaico que seguía suelto. ¡Lárgate, Patch, maldito seas!, dijo mi madre a mi espalda, y el perro huyó. El sabor a manzanas inundó inexplicablemente mi boca. Tuve la vaga sensación de que había ocurrido algo trascendental, como si en un abrir y cerrar de ojos todo lo que me rodeaba se hubiese mezclado y hubiera sido sustituido en el acto por una réplica exacta, perfecta hasta el último detalle, hasta la última mota de polvo. Me adentré por este mundo sustituto, mantuve discretamente una expresión imperturbable y me pareció oír el silbido descarnado del aliento contenido y soltado con alivio porque la difícil estratagema había vuelto a dar resultado.

Fuimos a la cocina. Parecía la guarida de un animal voluminoso y carroñero. Por Dios, mamá, dije, ¿acaso vives aquí? Había prendas de vestir —los trapos anónimos de una vieja— encajadas entre los platos del aparador. Las punteras de tres o cuatro pares de zapatos asomaban por debajo de un armario y eran un espectáculo desconcertante, como si sus usuarios estuvieran apiñados ahí, con sus fornidos brazos apoyados sobre los hombros encorvados de los otros, prestando atención. Diversos muebles habían ido a parar a la cocina procedentes de toda la casa: el estrecho y pequeño escritorio del estudio de mi padre, el mueble bar de nogal del salón, el reclinatorio forrado en terciopelo y con reposabrazos pelados en el que, la tarde de un domingo estival, mi tía Alice —una mujer menuda y terrible— murió sin decir esta boca es mía. El enorme y viejo aparato de radio que solía dominar la sala ahora estaba sobre el escurridero, ladeado cual borracho, canturreando suavemente para sus adentros y haciendo titilar su único ojo mágico. En cuanto a limpieza, la cocina dejaba mucho que desear. Sobre la mesa estaba abierto un libro de contabilidad y entre los platos sucios y las tazas de té sin lavar se repantigaban facturas y otros papeles. Mi madre estaba haciendo cuentas. Por un instante pensé plantear el tema crucial de sopetón —me refiero al dinero—, pero lo pensé mejor. Como si se oliera lo que pasaba por mi cabeza, deslizó la mirada de mí a los papeles y nuevamente a mí, conteniendo la risa. Le di la espalda y me dirigí a la ventana. En el jardín una muchacha rechoncha con pantalón de montar paseaba en círculo a una hilera de ponis de los montes de Connemara. Recordé de un modo vago que en una de sus cartas poco frecuentes y apenas inteligibles mi madre me había hablado de una empresa imposible que tenía relación con esas bestias. Caminó y se detuvo a mi lado. Contemplamos en silencio a los ponis, que andaban pesadamente. Son unas bestias feísimas, ¿no te parece?, preguntó animada. En ese momento, al malestar contenido que había experimentado desde mi llegada se añadió un sentimiento de inutilidad absoluta. Siempre he sido propenso a la acedía. Se trata de un estado, si me apuran diré incluso que de una fuerza, cuya significación en los asuntos humanos no suelen apreciar historiadores ni otros especialistas. Creo que haría cualquier cosa por evitarlo…, lo que fuera. Mi madre hablaba de sus clientes, en su mayoría japoneses y alemanes… Freddie, te aseguro que se están apoderando de este puñetero país. Compraban los ponis como animales de compañía de sus hijos mimados a un precio que, reconoció mi madre con entusiasmo, era exorbitante. Añadió que todos estaban chiflados. Reímos y volvimos a guardar un inexpresivo silencio. El sol daba en el jardín y por encima de las hayas abrasadas se desplegaba lentamente una nube enorme y alba. Pensaba en lo extraño que era estar en casa, contemplando con pesimismo un día como aquel, aburrido e irritado, con las manos en los bolsillos, mientras que, en lo más profundo de mí y apenas reconocido, el dolor chorreaba y chorreaba sin cesar como una especie de licor plateado, puro y extrañamente precioso. El hogar, claro que sí, el hogar siempre produce estupor.

Mi madre insistió en que echara un vistazo a la finca. Esas fueron sus palabras. Al fin y al cabo, hijo mío, dijo, algún día todo esto te pertenecerá. Soltó una risa gutural. Por lo que recordaba, en el pasado no se divertía con tanta facilidad. Su risa contenía un elemento casi desenfrenado, una suerte de abandono. Quedé algo desconcertado, me pareció poco decorosa. Encendió un cigarrillo y empezó a recorrer la casa, con la cajetilla y las cerillas sujetas en la garra izquierda, mientras yo seguía, sombrío, su estela de humo. La casa se venía abajo, en algunos sitios tanto y tan deprisa que hasta mi madre se sorprendió. No hacía más que hablar. Yo asentía embotado y contemplaba las paredes húmedas, los suelos hundidos y los desmoronados marcos de las ventanas. La cama de mi antigua habitación estaba rota y en medio del colchón crecía algo. La vista desde la ventana —los árboles, un trozo de campo en pendiente, el techo rojo del granero— era precisa y conocida como una alucinación. Vi el armario que había construido y de inmediato tuve una visión de mí mismo, un mocoso con el ceño fruncido, sierra roma en mano, acuchillando la lámina de madera contrachapada, y mi dolido corazón se tambaleó como si no fuera yo mismo al que recordaba sino alguien parecido a un hijo, amado y vulnerable, perdido sin remedio para mí en las honduras de mi propio pasado. La encontré en la escalera, con expresión acongojada. Volvió a ponerse en marcha. Exclamó que yo debía ver los terrenos, las cuadras, el robledal. Estaba decidida a que lo viese todo, todo.

Al salir al aire libre me animé un poco. Qué benigno es allí el aire del verano. Había pasado demasiado tiempo bajo los implacables cielos sureños. Y los árboles, ¡los grandes árboles!, esos seres pacientes que sufren en silencio, que permanecen inmóviles como si estuvieran incómodos, apartando de nosotros sus trágicas miradas. Patch el perro —ven que no me quedará más remedio que aguantarlo—, Patch el perro apareció, puso en blanco sus ojos de orate y se retorció. Nos siguió en silencio mientras cruzábamos el jardín. La moza de cuadra nos miró de reojo a medida que nos acercábamos y, presa del pánico, estuvo a punto de emprender la retirada. Se llamaba Joan, o Jean, algo así. Culo grande, pecho generoso: evidentemente mi madre se había sentido identificada. Cuando le dirigí la palabra, la pobre chica se puso roja y a regañadientes extendió una mano pequeña y callosa, como si temiese que yo pudiera quedármela. Le dirigí una de mis sonrisas parsimoniosas y me vi a través de sus ojos: un tío alto y bronceado, con traje de hilo, inclinado sobre ella en un jardín en pleno estío y murmurando palabras oscuras. ¡Tinker, lárgate!, chilló. El poni que iba en cabeza, una bestia atontada y de mirada truculenta, se acercaba de lado con esa actitud sordamente decidida de los caballos y me hocicaba con ímpetu. Le apoyé la mano en el flanco para apartarlo y me sobresaltó la solidez, la realidad del animal, el pelaje áspero y seco, su carne espesa e inflexible, la tibieza de su sangre. Conmocionado, aparté enseguida la mano y retrocedí. De repente tuve una clara e inquietante sensación de mí mismo, no del modelo bronceado, sino de otra cosa, de algo pálido, flácido y fofo. Fui consciente de las uñas de los dedos de mis pies, de mi ano, de mi entrepierna húmeda y oprimida. Y me sentí avergonzado. No puedo explicarlo. Mejor dicho, podría, pero no lo haré. El perro empezó a ladrar, se abalanzó sobre los cascos del poni y este resolló, abrió el hocico y chasqueó los dientes. Mi madre pateó al perro y la chica obligó al poni a girar la cabeza. El perro aulló y la fila de ponis se encabritó y relinchó. ¡Qué estrépito! A la postre, todo acaba convirtiéndose en una farsa. Me acordé de mi resaca. Necesitaba un trago.

Primero ginebra, después un espantoso jerez y por último sucesivos tazones del excelente burdeos de mi finado padre, lamentablemente la última botella de la caja. Estaba medio piripi cuando bajé a la bodega por el clarete. Me senté en un cajón, en medio del moho y la penumbra, expulsando vapores de ginebra por las dilatadas narinas. Una ondeante lanza de luz solar cargada de polvo atravesó la ventana baja, cubierta de telarañas, que se abría por encima de mi cabeza. Las cosas palpitaban entre las sombras —un destartalado caballito balancín, una vieja y alta bicicleta, un puñado de anticuadas raquetas de tenis—, con los perfiles desdibujados, grisáceos y desteñidos como si la bodega fuera un apeadero en el que el pasado hacía un alto camino del olvido. Reí. Viejo cabrón, dije a voz en grito, y el silencio resonó como un golpe en el cristal. Pasó aquí abajo los meses anteriores a su muerte. Se dedicó a no hacer nada, precisamente él, que toda su vida estuvo impulsado por energías profundas y obsesivas. Mi madre me mandaba a buscarlo a la bodega, por si le había ocurrido algo, decía con delicadeza. Lo encontraba fisgoneando en los rincones, toqueteando cosas o de pie, inclinado en un ángulo caprichoso y mirando la nada. Cuando le hablaba, pegaba un brinco y se volvía colérico hacia mí, picado, como si lo hubiera descubierto en un acto vergonzante. De todas maneras, esas ráfagas de animación duraban menos que un suspiro y poco después volvía a perderse en una nebulosa. No daba la impresión de que se estuviera muriendo por enfermedad, sino por una especie de distracción general: como si un día, en medio de sus vehementes actividades, algo hubiese llamado su atención, le hubiera hecho señas desde la oscuridad y él, afectado, se hubiese girado y encaminado hacia ello con la concentración dolorida y perpleja de un sonámbulo. Por entonces yo tenía veintidós, veintitrés años. El prolongado proceso de su agonía me agotó y me exasperó a partes iguales. Es evidente que lo compadecí, pero creo que, para mí, la compasión siempre es la única versión permisible del deseo de dar una buena sacudida a las debilidades. Empezó a encogerse. De repente los cuellos de las camisas eran demasiado grandes para ese zigzagueante cogote de tortuga con dos cuerdas de arpa poco tensadas. Todo le estaba demasiado grande, la ropa tenía más sustancia que él, parecía castañetear dentro de sus prendas. Se le pusieron enormes ojos de obsesionado que ya habían empezado a empañarse. Antaño también era verano. La luz había dejado de ser su medio y prefería estar abajo, en la bodega, en la penumbra mohosa, en medio de sus sombras cada vez más intensas.

Logré ponerme en pie, recogí una brazada de botellas polvorientas y subí a trancas y barrancas la húmeda escalera de piedra.

Pero murió en la planta alta, en el amplio dormitorio principal, el cuarto más ventilado de la casa. Aquella semana hizo muchísimo calor. Abrieron la ventana de par en par y él pidió que corrieran la cama hasta que el pie quedó justo en el balcón. Yacía con las mantas apartadas, desnudo el magro pecho, y se entregaba al sol, al inmenso cielo, agonizaba en el resplandor azul y dorado del verano. Sus manos. El acelerado latido de su aliento. Su…

Ya está bien. Estaba hablando de mi madre.

Había puesto las botellas sobre la mesa y me dedicaba a quitarles el polvo y las telarañas cuando mi madre me comunicó que ya no bebía. Fue toda una sorpresa: en otros tiempos empinaba el codo como el que más. La miré, pero se encogió de hombros y desvió la mirada. Órdenes del médico, dijo. La estudié con renovada atención. Tenía algún problema en el ojo izquierdo y de ese lado le caía el labio. Recordé la forma extraña en que había aferrado la cajetilla y las cerillas con la mano izquierda cuando me paseó por la casa. Volvió a encogerse de hombros. Comentó que el año anterior había sufrido un ataque sin importancia. Me pareció una expresión peculiar: un ataque sin importancia. Como si un poder benévolo pero chapucero le hubiese asestado un golpe cariñoso y juguetón, haciéndole daño sin querer. Me miró de reojo con una sonrisilla insegura, melancólica, casi juvenil. Parecía que estaba confesando algo, una peccata minuta leve pero incómoda. Lo lamento, vieja, dije, y la apremié a beber, a tomar un sorbo de vino, ¡al cuerno con los médicos! Creo que no me oyó. Entonces sucedió algo realmente sorprendente. La moza, Joan o Jean —transigiré y la llamaré Jane—, se incorporó de súbito, tragó saliva afligida y torpemente rodeó con el brazo la cabeza de mi madre, la sujetó en una especie de llave de lucha y le apoyó la mano en la frente. Supuse que mi madre le daría un empujón y le pediría que se apartase, pero no, siguió sentada, soportando con estoicismo el abrazo de la chica y mirándome con esa sonrisilla. La observé asustado con la botella de vino suspendida encima de mi copa. Fue extrañísimo. La ancha cadera de la moza estaba junto al hombro de mi madre y, sin poderlo evitar, me acordé del poni que en el jardín se había pegado a mí con esa mirada testaruda y bestial. Reinó el silencio. Después la chica, quiero decir Jane, vio que la miraba, retiró el brazo y volvió deprisa a su sitio. Esta es la cuestión: si el hombre es un animal enfermo, un animal demente, y tengo sobrados motivos para creer que es así, ¿cómo se explican esos gestos menudos y espontáneos de amabilidad y protección? ¿Se le ha ocurrido pensar, su señoría, que la gente de nuestra especie —si se me permite subir al estrado y reunirme unos segundos con usted—, que nosotros nos hemos perdido algo, me refiero a algo genérico, a un principio universal tan simple y obvio que nunca nadie pensó en hablarnos de él? Mi sabio amigo, todos saben en qué consiste, este conocimiento es el símbolo de su hermandad. Y está por todas partes ese grupo inmenso, triste e iniciado. Sus miembros nos miran desde el estrado pero no dicen nada, simplemente esbozan una sonrisa mezcla de compasión e ironía solidaria, tal como mi madre me sonreía en aquel momento. Se estiró, palmeó la mano de la chica y le dijo que no se preocupara por mí. Le clavé los ojos. ¿Y yo qué había hecho? La moza estaba con los suyos fijos en el plato y buscaba los cubiertos a tientas. Tenía las mejillas encendidas, casi oía su zumbido. ¿Acaso mi mirada había provocado todo eso? Suspiré, pobre ogro, y comí una patata. El corazón estaba crudo y correoso. Más alcohol.

Freddie, ¿no estarás a punto de caer en uno de tus arranques de malhumor?, preguntó mi madre.

Me gustaría saber si he mencionado mis malos humores. Negros, negrísimos. Como si de repente el mundo se oscureciera, como si algo enturbiara la atmósfera. Hasta mis depresiones infantiles aterraban a la gente. De nuevo en el pozo, ¿no?, solían preguntar, reían incómodos entre dientes y se alejaban. Fui el terror de la escuela…, pero no, no, evitaré hablar de mi época escolar. Noté que mi madre ya no se dejaba impresionar por mi pesimismo. Su sonrisa, con esa ligera inclinación lateral, se había vuelto claramente irónica. Le conté que en la ciudad había visto a Charlie French. Ah, a Charlie, dijo, meneó la cabeza y rio. Asentí. Pobre Charlie, es el tipo de persona sobre la cual la gente comenta: Ah, así de simple, y ríe. Otro silencio apático. ¿Por qué demonios había vuelto a la casa? Alcé la botella y me sorprendió comprobar que estaba vacía. Abrí otra, la aferré entre las piernas, la balanceé y gruñí mientras arrancaba el corcho. ¡Ah!, saltó con un chasquido enérgico. Afuera, en el jardín, el último sol del día se espesó por un instante y desapareció. Mi madre preguntaba por Daphne y el niño. Al pensar en ellos un gran sollozo lóbrego y ligeramente cómico se hinchó debajo de mi esternón. Jane —no, no puedo llamarla así, no le va—, Joan quitó la mesa y, créase o no, mi madre sacó una garrafa de oporto y la arrastró por la mesa en dirección a mí. No querrás que nos retiremos, ¿verdad?, preguntó con esa mueca a modo de sonrisa. De todos modos, puedes considerarme como un hombre, ya soy lo bastante mayor. Empecé a hablar descarnadamente de mis problemas económicos, pero me lie y tuve que callar. Además, me dio la impresión de que no me escuchaba. Estaba con el rostro vuelto a medias hacia la luz vespertina niquelada que se colaba por la ventana, con los ojos legañosos y vieja, haciendo gala de la frente ancha y los pómulos altos de sus antepasados holandeses, los secuaces del rey Guillermo. Mamá, te faltan la gorguera y el gorro de encaje, dije. Reí a mis anchas y fruncí el ceño. Tenía la cara embotada. Jean me ofreció amablemente una taza de té. Te lo agradezco, querida, pero no me apetece, respondí con mi grave voz de noble y señalé mi copa de oporto, que, noté, estaba inexplicablemente vacía. Volví a llenarla y me admiré de la firmeza de la mano que inclinaba la garrafa. Pasó el tiempo. Los pájaros piaban en medio del crepúsculo gris azulado. Estaba absorto, rígido, inmerso en una dichosa pena mientras los escuchaba. Con un bufido y gran esfuerzo me incorporé, miré a mi alrededor, chasqueé los labios y parpadeé. Mi madre y la moza habían desaparecido.

Él murió de noche. El dormitorio seguía cargado con el calor del largo día. Me senté en una silla contigua a la cama, junto a la ventana abierta, y le cogí la mano. Su mano. Su tacto de cera. Qué alegre era el aire por encima de las copas de los árboles, brillante y azul como los cielos ilimitados de la infancia. Lo abracé y le apoyé la mano en la frente. Me dijo: no te preocupes por ella. Me dijo…

Basta ya, basta ya. No estuve presente. No he asistido a la muerte de nadie. Murió solo, expiró mientras nadie lo veía, dejó que nos apañáramos como pudiéramos. Cuando llegué de la ciudad ya lo habían amortajado, preparándolo para el cajón. Yacía en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos fuertemente cerrados, como un niño que hace buena letra. Habían alisado a la perfección sus cabellos por encima de la frente. Recuerdo que tenía las orejas blanquísimas. Extraordinario: tanta cólera y resentimiento, esa energía frenética y sin objeto, habían desaparecido.

Cogí el resto del oporto y me esfumé escaleras

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