INTRODUCCIÓN
(Se advierte a los lectores que esta introducción explicita detalles del argumento.)
Grandes esperanzas es la obra más comedida de un escritor que no es precisamente conocido por ser comedido: Shaw la calificó de «concisamente perfecta», y sus virtudes vienen dadas por esta concisión. La novela aborda temas de suma importancia que perfilan todas sus facetas, dejando así su huella en cada detalle y en cada giro narrativo. Mientras leemos, seguimos el rastro en el interior, por así decirlo, de las formas que aquellos han moldeado desde fuera. Todo lo que la novela tiene que decir sobre la bondad, la culpa, el deseo y la naturaleza del capitalismo, asuntos que ninguna introducción puede permitirse pasar por alto, lo dice según recibe la presión externa de cada uno de ellos, según la distribución de su peso. Aun así, si tuviéramos la intención de buscar las incertidumbres y contradicciones propias de la novela y desarrollar los contextos donde las encontramos, deberíamos estar dispuestos a dejarlas como están. «Esta fue la última gran obra del autor —remarcó Swinburne—, sus defectos son tan imperceptibles como las manchas en el sol o las sombras en un mar resplandeciente».[1]
A primera vista, Grandes esperanzas es una historia sobre la redención moral. El protagonista, un huérfano criado en un entorno humilde a principios del siglo XIX, toma posesión de cierta fortuna y reniega de la familia y las amistades. Cuando el dinero empieza a perder su encanto y después se evapora del todo, se enfrenta a su ingratitud y aprende a apreciar al hombre que lo hizo así y después lo destruyó. La historia la cuenta el mismo protagonista, y el desafío a que se tuvo que enfrentar Dickens al concebir este narrador en primera persona tiene una doble vertiente. Por un lado, debió asegurarse de que Pip sonara convincente cuando confiesa sus errores para que no pensemos que los admite simplemente para ganar nuestra simpatía; por otro, tuvo que probar la redención de Pip, y demostrar que esta no solo se traduce en palabras, sino también en hechos. En un análisis meticuloso del tono narrativo, Christopher Ricks ha señalado el éxito sobre ese desafío gracias a que es tan franco como se podía esperar, pero sin recrearse jamás en su franqueza.[2] Su admirable dinamismo se puede apreciar, más que en cualquier otro pasaje, cuando Pip narra lo que siente mientras espera la visita de su viejo amigo y protector, el herrero Joe Gargery. «No fue con agrado, a pesar de que éramos buenos amigos, sino con perplejidad considerable, algo de mortificación y una intensa sensación de inconveniencia. Si hubiese podido alejarlo, pagando algo, lo habría hecho». La segunda frase, es cruel en su justa medida sin ser una demostración exagerada de crueldad. Esta es una nota difícil de entonar y, como afirma Ricks, Dickens no siempre lo consigue. Pip se instala a veces en la automortificación y resulta demasiado empalagoso; otras, al contrario, parece desesperado por conseguir nuestra aprobación. Aun así, es duro consigo mismo en su justa medida (la que convence).
Hay numerosas pruebas de que la redención de Pip se basa más en hechos que en palabras: los actos secretos de bondad que aseguran a Herbert una colaboración en Clarricker’s, así como que miss Havisham guarde una buena opinión del sufrido Matthew Pocket; que acabe rechazando el dinero de miss Havisham, o de Magwitch; y, lo más significativo, su amor por Magwitch. La última de estas buenas acciones, y la que entraña más dificultad al escritor para lograr que parezca verosímil, se vuelve intensamente vívida gracias a una sutil modificación de la técnica narrativa. Tiene lugar en el capítulo LIV, donde se cuenta el intento de ayudar a Magwitch para escapar Támesis abajo. Este es el único momento de la novela en que el narrador en primera persona deja de reflejar la forma de pensar de Pip sobre sí mismo, aunque sea honesta, y dirige su atención hacia los demás y los acontecimientos que están sucediendo.[3] La incomodidad se propaga por todo el relato, en las descripciones de las dársenas y el río, pero se trata de una sensación de ansiedad generalizada, o un estado de alerta, en lugar del ensimismamiento, justificable o no, del que hasta ahora ha sido presa Pip. Este aprende a apreciar a Magwitch, después de que lo capturen, a causa de su humildad.
Es cierto que Pip debe expiar algunos pecados, en especial la ingratitud hacia Joe y Biddy, y la repulsión que siente al principio por Magwitch. Pero su sentimiento de culpabilidad parece excesivo para el agravio real que ha cometido: más bien una profunda y misteriosa afinidad con la conducta criminal y no un reconocimiento creciente del fracaso moral. Esta afinidad se hace explícita cuando, a la espera de la llegada de Estella en la estación de diligencias de Cheapside, acompaña a Wemmick a visitar la prisión de Newgate para matar el tiempo:
Consumí todo ese tiempo pensando en cuán extraño era que yo tuviese que verme en aquel ambiente de cárcel y crimen; que de niño, en nuestros pantanos, una tarde de invierno lo hubiera hallado por primera vez; que tuviese que reaparecer en dos ocasiones destacándose como una mancha que se había borrado en parte, sin desaparecer por completo; que de esta nueva manera impregnase mi fortuna y mi encumbramiento.
Pip no considera la criminalidad una falta moral, sino una predisposición psicológica, incluso genética: una mácula que le envuelve e impregna. Julian Moynahan ha sugerido que la mejor forma de abordar esta predisposición es mediante el análisis de la relación de Pip no ya con Magwitch, sino con Orlick, el asesino y aprendiz de Joe Gargery.[4]
Orlick es la otra cara de Pip. La primera vez que se nos habla de él está trabajando junto a Pip en la forja. Cuando Mrs. Gargery es atacada brutalmente, es Orlick quien la asalta, pero se podría decir que es Pip quien le proporciona el arma, un grillete. Pip es contratado para entretener a miss Havisham; Orlick, un poco después, para vigilar la entrada de su casa. Pip considera a Biddy como a una hermana; las intenciones de Orlick hacia ella son menos honradas. Pip se asocia con Magwitch; Orlick con el enemigo acérrimo de Magwitch, Compeyson. Orlick, en pocas palabras, parece embarcado en sus propias grandes esperanzas, y sigue hoscamente los pasos de Pip en su medrar desde los pantanos hasta la casa de Satis y Londres. Pip no puede librarse de esta otra faceta siniestra.
En el capítulo LII, Orlick tiende una trampa a Pip para que se dirija a la casita de la acequia, con la intención no solo de matarlo sino de atormentarlo con acusaciones, pues cree que este siempre se ha interpuesto en su camino. Pero el suceso que le atribuye con mayor convicción es que Pip tiene la responsabilidad última de la muerte de Mrs. Gargery, aunque él hubiera dado el golpe fatal:
Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprimendas y los golpes. ¡El viejo Orlick insultado y vapuleado! Tú lo hiciste, y ahora me las pagarás todas juntas.
Orlick, que atacó por propia iniciativa a Mrs. Gargery, hace responsable a Pip, quien, sin saberlo, le proporcionó el arma. Esta inversión de las responsabilidades nos permite reconocer a Orlick como el doble de Pip. Dickens sabía que siempre hay obstáculos en el cumplimiento de las grandes esperanzas, y que estos deben vencerse, algunas veces, con violencia. Mrs. Gargery resultaba, en su negativa a ver absolutamente nada bueno en Pip, un obstáculo para sus grandes esperanzas. Tenía que desaparecer. Y aun así Pip, que de un modo pueril cree que el éxito y el estatus le serán concedidos sin el más mínimo esfuerzo, no es capaz de librarse de ella por él mismo. Orlick lleva a la práctica el deseo de venganza de Pip. «Tú lo hiciste, y ahora me las pagarás todas juntas.» El culpable reconoce este deseo. No es extraño, pues, que cuando Pip sabe de la muerte de ella, asuma que, de alguna forma, él es el responsable.
Y todavía encuentra otros obstáculos en el camino, como el tío Pumblechook, que nunca desperdicia la oportunidad de aleccionarlo o de negarle crédito. Orlick también toma la iniciativa con respecto a él, pues saquea su tienda con una banda de ladrones, se beben todo el vino, le estiran la nariz y le llenan la boca con hojas de calendario. Como Pumblechook solo ha ofendido a Pip más que injuriarlo, la venganza que se le aplica no es tan severa; pero es una venganza, al fin y al cabo, como lo muestran los detalles sobre los hechos relatados por Joe. Algunos obstáculos, sin embargo, quedan fuera del alcance de Orlick, y requieren los servicios de otro doble (el doble del doble, quizá), la figura de Bentley Drummle. Drummle es el reflejo en la clase alta de Orlick. Igual que este, es poderoso, moreno, poco comunicativo y tiene mal carácter. Como Orlick, siempre está al acecho y es un holgazán. Después de que Estella rechace el amor de Pip, Drummle se casa con ella, y la golpea. Ambos desaparecen del relato una vez han cumplido con su función de hacer realidad las ansias de venganza violenta que siente Pip de forma inconsciente.
Es probable que Pip tenga algo más de lo que sentirse culpable más allá de la ingratitud. Sin embargo, no asocia la culpa con hechos concretos, sino con la ansiedad general que ha sentido desde que tiene uso de razón. La aparición de Magwitch en el cementerio coincide con su primera «impresión clara de las cosas». Pip se siente inquieto desde el momento en que empieza a sentir. Pero incluso esta primera impresión resulta, en algunos aspectos, una segunda impresión. No se refiere al momento en que simplemente descubre algo, sino en que «me convencí» (la cursiva es mía) de que los pantanos son los pantanos, el río es el río, etc. Magwitch no es algo del todo nuevo, sino desvinculado o desarraigado del lugar donde Pip ha vivido desde que nació:
Un sujeto repulsivo empapado de agua y cubierto de barro, con los pies heridos por los guijarros, lleno de rasguños producidos por las ortigas y los zarzales. Cojeaba, tiritaba, iba refunfuñando y sus ojos centelleaban. Oí rechinar sus dientes cuando me cogió por la barbilla.
Magwitch es una atmósfera, un estado, no un dilema moral. Pronto se marcha por donde había venido. Junto al río hay una horca de la que penden las cadenas de las que una vez había colgado el cuerpo de un pirata. La última imagen que Pip guarda de Magwitch, después de su primer encuentro, es de este dirigiéndose «cojeando hacia aquella horca, como si fuese el mismo pirata resucitado que, tras descolgarse, pretendiera volver a ahorcarse».
En el capítulo II se nos presenta a la hermana de Pip, Mrs. Joe Gargery, quien, habiéndolo criado «valiéndose de la mano», no necesita convencerse de la criminalidad innata de Pip. Mrs. Gargery piensa que, por si no tuviera bastante con ser la mujer de un herrero («¡y nada menos de un Gargery!»), encima ha de cuidar de Pip como si fuese su madre. Su permanente sensación de agravio lo ha convencido, desde hace mucho, de que siempre ha sido un criminal. El sentimiento de culpa que le ha vuelto a despertar Magwitch es uno con el que ya estaba familiarizado. Es por eso que se lleva con él una doble conciencia que lo «angustia» cuando regresa a los pantanos, en el capítulo III. La criminalidad, en la forma de un convicto, siempre ha sido una condición física, de inmundicia y hambre, que en cualquier momento lo puede envolver, pero que también puede evitar con un acto de bondad:
Algo sonó en su garganta, como si tuviera dentro el mecanismo de un reloj y este fuese a dar la hora. Se pasó la manga harapienta por los ojos, y yo, compadecido de su desolación, al ver cómo, gradualmente, iba consumiendo la empanada, me atreví a decirle:
—Celebro que la encuentre sabrosa.
—¿Has dicho algo?
—Que me alegro de que le guste a usted la empanada.
—Sí, mucho. Gracias, chico.
En un primer momento parece que Dickens se aliará, a través del ligero exceso de énfasis en «la manga harapienta», con la envolvente autocompasión de Magwitch a través de cierta camaradería en el sentimiento de culpa. Pero la sorprendente seguridad que le otorga a Pip el hecho que fuera «consumiendo» la empanada (una versión exagerada de la complaciente calma que está a punto de llegar a la casa de los Gargery) posibilita la transparencia moral de la conversación que sigue: pasarán muchos años antes de que Pip exprese, sencillamente, gratitud. Sin embargo, este intervalo de transparencia tiene la única función de reforzar la desolación general. Desde el inicio, el ambiente carcelario y criminal se adhiere a Pip como lo hacen el lodo y la humedad de los pantanos. La esperanza de Pip, antes de sus esperanzas, es que se demostrará que ya ha cometido un crimen. Es una esperanza con respecto al pasado, al resurgimiento del pasado en el futuro, sobre el retorno de lo que se ha reprimido. Ya se han insinuado varias causas para su desorbitado sentimiento de culpa, entre las cuales están el egoísmo y la masturbación.[5] Pero ¿siempre hay una razón para sentirse culpable? Dickens, sospecho, estaba más interesado en su persistencia que en su etiología.
Grandes esperanzas es, por lo que parece, una historia de revisión cognitiva —Pip descubre que su benefactor es Magwitch, no miss Havisham— que precipita una revisión moral: veía en él «un hombre […] mucho mejor de lo que yo había sido para con Joe». Pero las condiciones de esta revisión cognitiva arrojan dudas sobre su eficacia. La tarea que afronta Pip consiste en reemplazar a un hada madrina con un convicto fugado, o, como dice Michal Peled Ginsburg, al mundo del deseo con el de la culpabilidad. El capítulo VIII, que narra la primera visita de Pip a la casa de Satis, enfatiza con vehemencia las diferencias que albergan ambos mundos. Señala Ginsburg:
Mientras que el encuentro con Magwitch reitera un sentimiento de culpa que es tan viejo como la vida o la conciencia, el encuentro con Estella y miss Havisham es el nacimiento de un nuevo concepto del «yo»: pone de manifiesto la primera vez que Pip percibe el «yo» como incompleto, definido por la carencia y, por lo tanto, ligado al deseo.[6]
Pip toma conciencia, por primera vez, de la tosquedad de sus manos y de la suciedad de sus botas. El anhelo que se le despierta no lo hace solo por Estella, sino por un nuevo estatus social. Identificará sus grandes esperanzas con ella y con miss Havisham, pues en la casa de Satis siente por primera vez algo nuevo, en lugar de experimentar un sentimiento ya conocido: «Fue aquella una fecha memorable para mí, pues a ella debí grandes cambios en mi existencia». La escena del capítulo XXX, en la cual el aprendiz de Trabb se burla de la ropa nueva y de la nueva actitud de Pip, captura a la perfección la falta de familiaridad del «yo» que se ha formado a través del deseo.
No hay palabras para expresar el modo en que el aprendiz de Trabb se burló de mí cuando, al pasar por mi lado, se estiró el cuello de la camisa, puso los brazos en jarras y empezó a hacer los más extravagantes movimientos, retorciendo los codos e inclinando el cuerpo, mientras iba repitiendo muy quedo a quienes lo seguían:
—¡No lo conozco! ¡No lo conozco! ¡Palabra de honor!
Como G. K. Chesterton señaló, George Eliot o Thackeray podrían haber narrado la humillación de Pip tan bien como Dickens, pero no la «vigorosidad» del aprendiz de Trabb, ni su deseo de venganza certero e incontenible.[7]
La culpabilidad, sin embargo, insiste. Cada encuentro con un nuevo y reluciente objeto de deseo va precedido de un estallido de inmundicia. El anuncio de Jagger de las grandes esperanzas, en el capítulo XVIII, se lee justo después del debate sobre un asesinato en Los Tres Alegres Barqueros. Durante el viaje para ir a visitar a miss Havisham y ver a Estella, en el capítulo XXVIII, Pip se encuentra sentado delante de dos presidiarios. En el capítulo XIV, su espera a Estella provoca que visite Newgate y, por lo tanto, la consiguiente reflexión sobre el «ambiente de cárcel y crimen». Los dos mundos siempre confluyen. El relato anticipa constantemente —y de este modo, quizá, califica— la sustitución de miss Havisham por Magwitch. Pip aprende a apreciarlo, y también aprende que el deseo conlleva culpa, y que lo que desearíamos ser es en realidad lo que no podemos llegar a ser.
El primer acto de gratitud de Magwitch es enviar dinero a Pip a través de un presidiario que ya ha cumplido condena: «Dos billetes de una libra, tan arrugados y mugrientos como si hubiesen corrido por todos los mercados de ganado de la comarca». Cuando Magwitch vuelve de Australia, Pip, que todavía cree que miss Havisham es la fuente de su fortuna, intenta devolverle el dinero a ella:
Él me estuvo observando mientras yo ponía mi bolsa sobre la mesa y la abría, y continuó mirándome mientras separaba de su contenido dos billetes de una libra. Eran nuevos y limpios; los alisé y se los entregué. Sin dejar de mirarme, los puso uno encima de otro, los dobló, los retorció, les prendió fuego en la llama de la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja.
Pip cree que sustituyendo los billetes sucios y viejos por unos nuevos y limpios se disociará de una vez por todas del «ambiente de cárcel y crimen» que hasta ahora lo ha acompañado. Pero no es tan fácil, como Magwitch se ve obligado a advertirle, desvincular el mundo de la culpa del mundo del deseo. La escena retrata, lenta y eficazmente, cómo Pip descubre la terrible realidad de su situación. También revela la naturaleza de la opulencia. No existe el dinero limpio.
La suciedad extrema de aquellos billetes arrugados y mugrientos nos invita a observar más allá del tormento moral y emocional de Pip para descubrir las opiniones sobre el proceso económico y social que Dickens había expresado unos quince años antes de escribir Grandes esperanzas, tanto en sus novelas como en Household Words, el periódico que fundó en 1850 para disponer de una plataforma donde poder expresarlas. Es bien sabido que su participación en la reforma social fue más intensa y sistemática durante los años cuarenta del siglo XIX, y que las últimas novelas incorporaron esas nuevas ideas. «En Pickwick —observó Humphry House— un mal olor era un mal olor; en Nuestro amigo común, es un problema».[8] El olor de los billetes de una libra es, pues, un olor problemático.
Durante la Gran Exposición de 1851, Dickens y Richard Horne escribieron un artículo en Household Words contrastando las maravillas del Crystal Palace con las curiosidades de una exposición adjunta de productos de China: «Resulta muy curioso que la exposición de un pueblo que ha llegado a un punto muerto, Dios sabe hace cuántos siglos, se encuentre pared con pared con la exposición del mundo desarrollado». Desde su perspectiva, Inglaterra y China representaban los extremos del progreso y la reacción, del movimiento y el estancamiento: «Inglaterra mantiene tratos comerciales con el mundo entero; China, encerrada en sí misma, como máximo los mantiene con ella misma». Inglaterra se comunica con el mundo, y prospera. Su prosperidad depende del «intercambio», un flujo constante de bienes e información dentro y fuera de sus fronteras. China se encierra en sí misma, rechaza el intercambio, bloquea el flujo de bienes e información. Comparar China con Inglaterra es comparar «involución» con «progreso».[9]
China, en pocas palabras, aún no había descubierto los beneficios del libre mercado, una doctrina que triunfaba en Inglaterra desde que se revocaron las Leyes del Maíz en 1846. Dickens y Horne insistían en que los tories, que en 1851 todavía no se habían deshecho de la etiqueta de proteccionistas, intentaban convertir el país en otra China. En realidad, Household Words abogaba por que el libre mercado abarcara tantas partes del mundo como fuera posible. Un artículo atacaba la Compañía de la Bahía del Hudson por mantener la explotación de la tierra bajo su control, y así «cerrar el paso al trabajo y al capital». Para Dickens, tenía el mismo efecto que si la compañía hubiera colocado una señal enorme de «Prohibido el paso» sobre el río y las carreteras (7 de enero de 1854). Cuando Dickens y sus amigos hablaban de involución, se referían a algo muy concreto: a que los canales por los cuales debían moverse los bienes y la información estuvieran bloqueados.
Era el flujo de dinero, sobre todo, mantenía otro autor, lo que aseguraba que continuara el intercambio comercial «sin subidas que no se pudieran manejar ni paradas en seco» (17 de mayo de 1856). Cuando Dickens y W. H. Wills visitaron el Banco de Inglaterra se maravillaron ante el «corazón del capital activo, a través de cuyas arterias y venas fluyen los medios económicos de este gran país» (6 de julio de 1850). Era la metáfora de la circulación de la sangre, la imagen fundamental del análisis de la riqueza en el siglo XVIII, lo que articulaba el asombro de Dickens con el «gran país» donde vivía. En 1850, todavía le parecía que existía algo así como la buena salud de la riqueza: una riqueza que se medía en billetes de una libra sin grasa, frescos e inoloros.
No sería reducir los ideales de Dickens al absurdo afirmar que estaba a favor de la circulación de los bienes y en contra de su estancamiento, y que no dejaba de aplicar literalmente esa metáfora a la vida cotidiana. Consideraba que la vida de los pobres solo se volvería tolerable con la circulación adecuada de aire y agua en sus casas. Le enfermaba el bloqueo físico de los espacios cerrados y congestionados del centro de la ciudad, como el mercado de Smithfield, o las tumbas urbanas (1.117 cuerpos por acre, según Household Words, que despedían 55,361 centímetros cúbicos de gases nocivos por acre cada año). Escribió un artículo en el que criticaba ferozmente el mercado de Smithfield por ser causa de malestar y riesgo para la gente, y por crueldad hacia los animales (4 de mayo de 1850). Pip, recién llegado a Londres, deambula por la ciudad: «Era aquel un lugar indecoroso, lleno de inmundicia, pedruscos, sangre y espumarajos, cuyos efluvios parecían pegárseme al cuerpo»). La inmundicia, la sangre y los espumarajos que contaminaban los billetes de una libra que le dieron cuando era un niño ahora contaminan su cuerpo. La esclerosis amenaza las venas y arterias a través de las cuales el capital activo fluyó con libertad en otro tiempo.
Las últimas novelas conectan un escenario de bloqueo con otro de un modo metafórico y metonímico. Ambos escenarios son intercambiables y colindantes. Pip se deshace de la inmundicia y los espumarajos de Smithfield doblando por una calle que lleva directamente ante la prisión de Newgate, que a su vez produce su propia inmundicia y espumarajos. En el capítulo XXXII, mientras Pip espera a Estella, Wemmick lo lleva a esa prisión, donde conocen a «un hombre erguido y majestuoso» cuyo sombrero está «tan mugriento que parecía una capa de gelatina». Resulta significativo que cuando habla con este hombre, Wemmick adopta, por primera y última vez, la manera de hablar agresiva de Bucket en La Casa lúgubre y de Pancks en La pequeña Dorrit: «No, no —dijo fríamente Wemmick—, a usted no le importa». La función de Bucket y Pancks es resolver los misterios que rodean a los protagonistas, y ambos han desarrollado la habilidad de poner palabras en boca de otros como medio de sonsacar información. Wemmick también hace todo lo posible para averiguar los movimientos del villano Compeyson. No obstante, no termina de lograrlo, y hay una sensación en Grandes esperanzas, que no se desprende de La Casa lúgubre ni de La pequeña Dorrit, de que los misterios no se pueden resolver, o que solo se resuelven a través de catástrofes.
Una catástrofe, en efecto, resuelve el misterio de miss Havisham. Esta, que se ha preservado a ella y a su casa exactamente igual como estaban el día en que la abandonaron, es la imagen más exagerada de estancamiento de la novela:
El aspecto de aquella casa vieja, triste y misteriosa tan invariable, con la eterna luz amarillenta de la estancia sombría y el espectro ajado sentado en la silla, junto al espejo del tocador, que, como ya dije otra vez, me producía el efecto de que al pararse los relojes se había detenido también el tiempo, y de que mientras yo y todo lo demás de fuera crecíamos en edad y volumen, todo allí continuaba como encantado.
Miss Havisham, como señala Susan Walsh, no solo se ha cerrado a sí misma, sino también ha clausurado la fábrica de cerveza de su padre, rechazando así «el papel de la mujer en el capital físico y económico dentro de la empresa familiar».[10] Paseando por los edificios desérticos, Pip se encuentra un «gran número de toneles vacíos que parecían conservar el agrio recuerdo de mejores días, pero resultaba demasiado agrio para aceptarlo como una muestra de la cerveza que habían contenido —y en este sentido recuerdo estos lugares solitarios parecidos a muchos otros». La dueña de la fábrica se cuenta, en efecto, entre esta soledad. Cuando miss Havisham, por insistencia de Pip, ayuda a conseguir un empleo a Herbert Pocket, en parte vuelve a asumir el papel de inversora de las empresas familiares, y pone su grano de arena en la circulación de capital. Dickens todavía se detiene en reconstrucciones a pequeña escala del proceso económico. Pero quizá les hemos prestado poca atención y demasiado tarde.
A veces se ha dicho que de Grandes esperanzas se desprende una profunda nostalgia por las certezas sociales y morales de la herrería de Joe Gargery, a la que vuelve Pip en el último capítulo, después de perder, y más tarde recuperar, parte de su fortuna. Y en cierto sentido es cierto. La escena de su retorno narra, ni más ni menos, que la reconstitución de la familia como el medio para la comprensión social y moral. Al principio de la novela se nos presenta una familia disfuncional que no es tradicional: los infelizmente casados Joe y Mrs. Gargery, que no tienen hijos; el huérfano Pip, que no pertenece a ningún lugar; el tío Pumblechook, que se ha autonombrado padrino de Pip, pero que abusa de esta posición para maltratarlo y reclamar dinero donde no existe. Cuando Pip al fin regresa a la herrería, después de haber estado fuera once años, descubre que la mayoría de estos puestos vuelven a estar ocupados.
Allí, fumando su pipa junto a la chimenea, como solía, tan robusto y fuerte como siempre, aunque con el cabello gris, estaba Joe; y protegido por la pierna de este, en un rincón, sentado en mi taburete, contemplando el fuego, estaba… ¡quizá nuevamente yo mismo!
—Se llama Pip en recuerdo a ti —dijo Joe, muy satisfecho al ver que yo me sentaba en otro taburete, al lado del niño—, y tal como esperábamos, se te parece.
Lo mismo pensé yo, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho y congeniamos al instante.
Joe sigue siendo el mismo, sentado en su sitio cerca del fuego. Biddy ocupa el lugar de Mrs. Gargery; su hijo, el de Pip; y Pip, el de Pumblechook. Es, por supuesto, un Pumblechook benevolente, que no tira del pelo de su sobrino. La familia se ha reconstituido. Sin embargo, no es la familia de Pip. Él no tiene ningún papel, aparte de bienhechor esporádico. De ninguna manera volverá a la herrería. Esta escena corresponde a la conclusión de la novela sobre las ventajas y desventajas del progreso, sea individual o colectivo. Resulta tan fuerte la sensación de clausura que de algún modo se extiende hasta el posterior encuentro de Pip y Estella. La novela es elegíaca, pero no sostiene que los paraísos perdidos se puedan recuperar.
A pesar de haberle dado la forma que se había propuesto, y a pesar de moderar su punto de vista sobre el progreso individual y colectivo, Dickens no pudo evitar una pequeña, consciente y gratuita expresión de euforia. Pocas veces dejó pasar la oportunidad de incluir en sus novelas pequeños grupos de holgazanes, la alegre despreocupación de los cuales se opone directamente a la laboriosidad no solo de los protagonistas, sino del propio escritor. En el capítulo VIII de Grandes esperanzas, Pip pasa la noche anterior de su visita a miss Havisham en casa de Pumblechook, cerca del pueblo del mercado. Es la única vez que lo hace, y su estancia aporta a la novela poco más que brindarnos la oportunidad de hacernos una imagen de la tienda de Pumblechook y de la calle principal:
Observé también que Mr. Pumblechook parecía dirigir su negocio mirando a través de la calle al talabartero, quien, a su vez, parecía regentar el suyo sin perder de vista al cochero, el cual, al parecer, aprendía a ganarse la vida contemplando al panadero, que por su parte, se cruzaba de brazos y miraba fijamente al tendero, mientras este pasaba el tiempo en el umbral de su local bostezando y sin dejar de observar al boticario.
La cámara de comercio parece haberse reconstituido como cámara de desempleo. Pero la escena también contiene otro grupo de holgazanes. El único artesano de toda la calle principal que trabaja es el relojero, «continuamente inclinado sobre su pequeño pupitre, con una lupa en un ojo, y contemplado siempre a través del cristal de su escaparate por un grupo de obreros». La irónica repetición (el observador observado) captura de un modo impecable la ociosidad de los obreros contemplativos pero inocuos, cuya forma de estar a la espera sin hacer nada resulta tan diferente a la del siniestro Orlick.
Estos obreros recorren prácticamente toda la carrera de Dickens, hasta llegar al grupo que está fuera de la casa del juez donde Pickwick y su séquito son arrestados en el capítulo XXV de Los papeles póstumos del club Pickwick. Estos holgazanes están tan desesperados por saber qué está sucediendo y tan indignados por la falta de información que se desahogan «dando patadas a la puerta y tocando la campanilla durante una hora o dos después». Bien podría tratarse de los lectores impacientes de la novela. Pero el deseo de saber lo que ocurre no empuja a todos los miembros del grupo hacia la misma actividad frenética. Tres o cuatro «individuos afortunados» descubren una rendija en la puerta que «dominaba una gran vista de la nada» y miran a través de ella «con infatigable perseverancia». Su perseverancia, según creo, es un reproche a la curiosidad: saben que no verán nada por donde no se ve nada. Los obreros de Grandes esperanzas sí ven algo, pero es como si no vieran nada, pues no sacan nada de hacerlo. Su infatigable perseverancia es también, creo, un reproche a la curiosidad, como también vacila la novela un instante antes de acercarse a la casa de Satis y, por lo tanto, a la incansable búsqueda de significado que se iniciará a partir de aquí.
DAVID TROTTER
1996
CRONOLOGÍA
1812 El 7 de febrero nace Charles John Huffam Dickens en Portsmouth, donde su padre trabaja como empleado de la oficina de pagos de la Armada Real. Es el primogénito de una familia de ocho hermanos, dos de los cuales murieron a temprana edad.
1817 Después de ser destinado a Londres y Sheerness, y de cambiar con frecuencia de domicilio, John Dickens se establece en Chatham con su familia.
1821 Asiste a la escuela local.
1822 La familia regresa a Londres.
1824 Su padre ingresa tres meses en la cárcel de deudores de Marshalsea. Durante ese período y algún tiempo después, Dickens trabaja en una fábrica de betunes, etiquetando botellas.
1825-7 Reanuda los estudios en la Wellington House Academy, en Hampstead Road, Londres.
1827 Trabaja como ayudante de un abogado.
1830-3 Se enamora de Maria Beadnell.
1830 Es admitido como lector en el Museo Británico.
1832 Trabaja como periodista político después de estudiar taquigrafía. Se pierde una prueba de interpretación en Covent Garden a causa de una enfermedad.
1833 Publica su primer cuento, «A Dinner at Poplar Walk», en el Monthly Magazine.
1834-5 Aparecen otros cuentos y artículos en el Monthly Magazine y en otras publicaciones periódicas.
1834 Empieza a trabajar como periodista en el Morning Chronicle.
1835 Se compromete con Catherine Hogarth, hija del editor del Evening Chronicle.
1836 Se publican la primera y la segunda entrega de Escenas de la vida de Londres por «Boz». Se casa con Catherine Hogarth. Conoce a John Forster, su consejero literario y futuro biógrafo. Se representan profesionalmente en Londres The Strange Gentleman, una farsa, y The Village Coquettes, una opereta pastoril.
1837-9 Dirige la publicación Bentley’s Miscellany.
1837 Los papeles póstumos del Club Pickwick se publica en un único volumen (en entregas mensuales durante 1836 y 1837). Nace el primero de sus diez hijos. Muere Mary Hogarth, su cuñada.
1838 Bentley’s Miscellany publica Oliver Twist en tres volúmenes (en entregas mensuales entre 1837 y 1839). Visita escuelas en Yorkshire como modelos de Dotheboys, la escuela a la que asistirá Nicholas Nickleby.
1839 Se publica Nicholas Nickleby en un volumen (en entregas mensuales entre 1838 y 1839). Se muda al número 1 de Devonshire Terrace, en el Regents Park de Londres.
1841 Declina la invitación de presentarse como candidato al Parlamento. Se publican, en volúmenes separados, La tienda de antigüedades y Barnaby Rudge después de aparecer por entregas semanales en Master Humphrey’s Clock entre 1840 y 1841. Se celebra, en su honor, una cena pública en Edimburgo.
1842 Desde enero hasta junio realiza su primer viaje a Norteamérica, que narra en los dos volúmenes de Notas de América. Georgina Hogarth, su cuñada, se muda con la familia de forma permanente.
1843 Imparte una conferencia sobre la prensa en la Sociedad de Impresores Retirados, seguida de otras a lo largo de su carrera en defensa de múltiples causas. En diciembre se publica «Canción de Navidad».
1844 Se publica Las aventuras de Martin Chuzzlewit en un volumen (en entregas mensuales durante 1843 y 1844). Viaja con su familia a Italia, Suiza y Francia. Dickens vuelve a Londres por poco tiempo para leer «Las campanas» a un amigo antes de que se publique en diciembre.
1845 Regresa de Italia con su familia. En Navidad se publica «El Grillo del Hogar». Escribe un «Fragmento autobiográfico» (?1845-1846), que no sale a la luz hasta la publicación de The Life of Charles Dickens de Forster (tres volúmenes, 1872-1874), donde se incluye.
1846 Es nombrado editor jefe del Daily News, pero renuncia al cargo después de diecisiete números. Se publica Estampas de Italia. Viaja con su familia a Suiza y París. En Navidad se publica «La batalla de la vida».
1847 Vuelve a Londres. Participa en la fundación y en la puesta en marcha de un hogar para mujeres sin techo de la señora Burdett Coutts.
1848 Se publica en un solo volumen Dombey e hijo (en entregas mensuales entre 1846 y 1848). Organiza y actúa en representaciones teatrales benéficas de Las alegres casadas de Windsor de William Shakespeare y Every Man in His Humour de Ben Jonson, en Londres y otras ciudades. En Navidad se publica «El hechizado».
1850 Household Words, un periódico semanal «Dirigido por Charles Dickens», nace en marzo y sigue en funcionamiento hasta 1859. Pronuncia un discurso en la primera reunión de la Asociación Sanitaria Metropolitana. Se publica David Copperfield en un volumen (en entregas mensuales entre 1849 y 1850).
1851 Muere su padre y su hija recién nacida. Más actividades teatrales en ayuda del Gremio de Arte y Literatura, entre ellas, una representación ante la reina Victoria. A Child’s History of England se publica por entregas en Household Words en tres volúmenes (1852, 1853, 1854). La familia se muda a la Tavistock House, en Tavistock Square, Londres.
1853 Se publica en un volumen La Casa lúgubre (en entregas mensuales entre 1852 y 1853). Dickens organiza por primera vez lecturas públicas (de «Canción de Navidad») para la beneficencia.
1854 Visita Preston, Lancashire, para observar la agitación de los obreros. Tiempos difíciles aparece por entregas semanales en Household Words y se publica en formato de libro.
1855 Conferencia a favor de la Asociación para la Reforma Administrativa. Encuentro decepcionante con la ahora casada Maria Beadnell.
1856 Compra la casa de campo Gad’s Hill Place, cerca de Rochester.
1857 Se publica en un volumen La pequeña Dorrit (en entregas mensuales entre 1855 y 1857). Actúa en el melodrama Profundidades heladas de Wilkie Collins y se enamora de la joven actriz Ellen Ternan. Aparece The Lazy Tour of Two Idle Apprentices, en Household Words, relato escrito con Wilkie Collins sobre unas vacaciones en Cumberland.
1858 Publica Reprinted Pieces (artículos de Household Words). Se separa de su mujer, y aparece una declaración en esa publicación. Organiza la primera lectura pública para su propio beneficio en Londres, y hace una gira por la provincia. Su cuñada Georgina asume la administración de la casa de Dickens.
1859 Nace All the Year Round, un periódico semanal de nuevo «Dirigido por Charles Dickens». Historia de dos ciudades, ambas publicadas por entregas mensuales en All the Year Round, aparecen en un volumen.
1860 Dickens vende la casa de Londres y se muda con la familia a Gad’s Hill.
1861 Grandes esperanzas se publica en tres volúmenes después de aparecer semanalmente en All the Year Round (1860-1861). Publica The Uncommercial Traveller (artículos de All the Year Round); aparece una edición ampliada en 1868. Más lecturas públicas entre 1861 y 1863.
1863 Mueren su madre y su hijo Walter, en la India. Se reconcilia con Thackeray, con quien se había peleado poco antes de la muerte de su hijo. Publica «La pensión de la señora Lirriper» en el número especial de Navidad de All the Year Round.
1865 Se publica en dos volúmenes Nuestro amigo común (en entregas mensuales entre 1864 y 1865). Dickens queda bastante afectado tras sufrir un accidente de tren en Staplehurst, Kent, cuando volvía de Francia con Ellen Ternan y su madre.
1866 Empieza otra tanda de lecturas. Compra una casa en Slough para Ellen. Aparece «Mugby Junction» en el número especial de Navidad de All the Year Round.
1867 Ellen se muda a Peckham. Viaja por segunda vez a América. Ofrece lecturas en Boston, Nueva York y Washington, entre otras ciudades, a pesar de su cada vez más deteriorada salud. Aparece «La declaración de Georg Silverman» en el Atlantic Monthly, y en 1868 en All the Year Round.
1868 Vuelve a Inglaterra. Ahora las lecturas incluyen el sensacional episodio de Sikes y Nancy de Oliver Twist. Su salud empeora.
1870 Más lecturas en Londres. El misterio de Edwin Drood se publica en seis entregas, y se intenta completar en doce. Muere el 9 de junio, después de un infarto, en Gad’s Hill, a la edad de cincuenta y ocho años. Lo entierran en la abadía de Westminster.
Grandes esperanzas
Mapa de Kent a inicios del siglo XIX, donde se indican algunos de los lugares mencionados en la obra.
I
Como mi apellido paterno es Pirrip, y mi nombre de pila Philip, cuando niño, en mi léxico infantil, no encontré manera más explícita de expresar conjuntamente estos dos nombres que con la sílaba Pip. De ese modo, pues, me llamé a mí mismo Pip, y por Pip me conoció todo el mundo.
Afirmo que el apellido de mi padre era Pirrip basándome en el hecho de que así consta en la losa de su sepulcro así como en la de mi hermana, Mrs. Gargery, quien contrajo matrimonio con el herrero. La circunstancia de no haber conocido a mi padre ni a mi madre, ni haber visto nunca retrato alguno de ellos (pues vivieron en una época muy anterior a la invención de la fotografía), me indujo, desatinadamente, a forjar mis primeras suposiciones acerca de cómo debía de ser la figura de mis difuntos progenitores, buscando su posible apariencia, no sé por qué, en la lápida de su tumba. La forma de las letras de la inscripción mortuoria de mi difunto padre me inspiró la extraña idea de que este debió de ser un hombre robusto, cuadrado, moreno, con cabello negro y rizado. De los caracteres y estilo de la inscripción —«Y Georgiana, esposa del anteriormente mencionado»— deduje puerilmente que mi madre tenía lunares en el rostro y una naturaleza enfermiza.
A las cinco pequeñas losas, de medio metro de longitud cada una, alineadas al lado del sepulcro de mis padres y consagradas a la memoria de mis cinco hermanitos (que muy prematuramente abandonaron la lucha por la vida) debo la creencia, que conservé religiosamente, de que nacieron tumbados de espaldas con las manos en los bolsillos, de los que nunca las sacaron mientras estuvieron en este mundo.
La región donde vivíamos, cruzada por el río y a unos treinta kilómetros del mar, estaba llena de pantanos. Creo que mi primera impresión clara de las cosas la tuve en un atardecer tan desapacible como inolvidable. Fue en esa ocasión cuando me convencí de que aquel terreno yermo cubierto de ortigas era el cementerio; de que Philip Pirrip, de esta parroquia y también Georgiana, esposa del antedicho, estaban muertos y enterrados; de que Alexander Bartholomew, Abraham, Tobias y Roger, hijos menores de los mencionados cónyuges, habían igualmente fallecido y estaban también allí enterrados; de que la llanura árida y sombría que se extendía al otro lado del camposanto, cruzada aquí y allí por diques, zanjas y barreras, y donde se veía algún rebaño paciendo, eran los pantanos; de que el cubil salvaje y lejano de donde salía el furioso rugido del viento, era el mar; y de que el cuerpo menudo, estremecido por continuos escalofríos, que se asustaba ante todo aquello y se echaba a llorar, era Pip.
—¡Silencio! ¿Por qué vienes aquí a meter ruido? —gritó una voz terrible al tiempo que un hombre salía de entre las sepulturas que había junto al pórtico de la iglesia—. ¡A ver si te callas, granuja, o te degüello!
Era un individuo espantoso, con traje gris de paño basto, y que llevaba un gran hierro en la pierna; sin sombrero, con los zapatos rotos y un trapo viejo atado alrededor de la cabeza. Un sujeto repulsivo empapado de agua y cubierto de barro, con los pies heridos por los guijarros, lleno de rasguños producidos por las ortigas y los zarzales. Cojeaba, tiritaba, iba refunfuñando y sus ojos centelleaban. Oí rechinar sus dientes cuando me cogió por la barbilla.
—¡Oh, no me degüelle, señor! —imploré, aterrorizado—. ¡Le suplico que no lo haga, señor!
—¡Dime cómo te llamas! —me conminó aquel hombre—. ¡Pronto!
—Pip, señor.
—Otra vez —exigió aquel sujeto, mirándome fijamente—. ¡Repítelo!
—Pip, Pip, señor.
—¿Dónde vives? Indícame las señas de tu casa y señálame en qué dirección está.
Señalé hacia la ribera baja, donde se encontraba nuestro pueblo, entre alisos y árboles descopados, a poco menos de dos kilómetros de la iglesia.
El desconocido, después de contemplarme por un instante, me volvió boca abajo y me vació los bolsillos. No había en ellos más que un pedazo de pan. Cuando la iglesia estuvo otra vez derecha (pues el movimiento fue tan brusco y violento que el panorama dio una vuelta completa ante mis ojos y llegué a ver el campanario debajo de mis piernas) me encontré sentado sobre una losa sepulcral, temblando de miedo, mientras el energúmeno devoraba mi mendrugo de pan.
—Tienes muy buenos mofletes, perrito —me dijo, lamiéndose los labios.
Creo que, en efecto, en aquel tiempo mi cara era regordeta, aun cuando, para la edad que tenía, era pequeño y no muy fuerte.
—Que me condene —agregó, moviendo la cabeza con aire amenazador—, si no sería capaz de comerme tus mejillas y si no siento el deseo de zampármelas ahora mismo.
Le expresé angustiosamente mi esperanza de que no lo hiciera y me agarré fuertemente a la piedra sobre la cual me había colocado, con objeto de no caer, y también para contener las lágrimas.
—Y ahora, otra cosa —añadió el salvaje—: has de decirme dónde está tu madre.
—Aquí, señor —contesté.
Él se sobresaltó, dio unos cuantos pasos rápidos, como disponiéndose a huir, pero luego se detuvo y me miró por encima del hombro.
—¡Aquí, señor! —repetí tímidamente—. «Y Georgiana...» Esta es mi madre.
—¡Ah! —exclamó él, regresando a mi lado—. ¿Y está tu padre aquí con tu madre?
—Sí, señor —respondí—; él también..., «de esta parroquia».
—Entonces ¿con quién vives? —murmuró, pensativo—. Suponiendo que decida no matarte, que aún no sé si lo haré...
—Con mi hermana, Mrs. Gargery, esposa de Joe Gargery, el herrero, señor.
—Conque herrero, ¿eh? —dijo mirándose la pierna. Luego alzó la cabeza, se acercó más a mí, me cogió por los brazos y, echándome hacia atrás tanto como pudo, fijó, sin soltarme, sus ojos penetrantes en los míos, mientras yo lo miraba suplicante y desamparado.
—Ahora, fíjate en lo que te digo —prosiguió— porque la cuestión es saber si voy a dejarte vivir o no... ¿Sabes lo que es una lima?
—Sí, señor.
—Y ¿sabes lo que son víveres?
—Sí, señor.
A cada pregunta me iba empujando un poco más hacia atrás, como pretendiendo darme una mayor sensación de impotencia y de peligro.
—Pues me proporcionarás una lima —dijo sin dejar de empujarme—, y víveres; de lo contrario voy a arrancarte el corazón y el hígado.
Yo estaba despavorido, y como la cabeza me daba vueltas hasta hacerme perder el equilibrio, me agarré a él con las manos y le supliqué:
—Si tuviera usted la bondad de dejarme poner de pie, quizá no me sentiría tan mareado y me sería posible prestarle más atención y la ayuda que me solicita.
Me hizo dar otra voltereta y me zarandeó con tanta violencia que me pareció que la iglesia saltaba por encima de la veleta del campanario. Después, sosteniéndome por los brazos de pie sobre la piedra del sepulcro, prosiguió en estos términos espeluznantes:
—Mañana por la mañana, muy temprano, me traerás la lima y los víveres que te he pedido. Lo llevarás todo a aquella antigua batería que hay allí abajo. Si cumples mi orden sin pronunciar palabra ni hacer ademán alguno que indique que has visto a alguien o que me has visto a mí, tal vez respete tu vida. Pero si me desobedeces, verás cómo te arranco el corazón y el hígado, y los aso y me los como. Te advierto que no estoy solo, como quizá te figures, pues tengo un compañero joven escondido, y yo, comparado con él, resulto un ángel. Este joven de quien te hablo tiene una manera muy especial de acercarse a un niño y arrancarle el hígado y el corazón. Es una habilidad suya peculiar y secreta. Es inútil que una criatura cualquiera pretenda huir de él ocultándose. Un niño puede haber cerrado la puerta de su habitación con llave, o haberse metido en la cama, tapándose incluso la cabeza con la manta, y aun así encontrará el modo de llegar hasta él y abrirlo en canal. Ahora mismo tengo que esforzarme mucho para evitar que te haga daño. Me cuesta muchísimo impedir que te descuartice. ¿Qué contestas a todo esto?
Le prometí que le procuraría la lima y todos los víveres que pudiera encontrar, y que se lo llevaría todo a la batería por la mañana temprano, tal como me había ordenado.
—Di inmediatamente: «¡Que Dios me mate si no lo hago!»
Repetí la frase funesta y el malvado vagabundo me bajó de la losa.
—Ahora —agregó—, no olvides lo que has prometido, piensa en el joven de quien te he hablado y ve a casa.
—Buenas noches, señor —dije con voz temblorosa.
—¡Y tan buenas! —replicó él volviéndose de espaldas para mirar la llanura húmeda y fría—. ¡Si al menos fuese yo una rana o una anguila!
Al mismo tiempo se abrazó el cuerpo, estremeciéndose, como si se sujetase a sí mismo para no caer hecho pedazos, y se alejó cojeando hasta el muro bajo de la iglesia. Mientras iba andando, buscando el camino entre los zarzales y las ortigas verdes, se me antojaba, en mi fantasía infantil, que procuraba evitar que le alcanzasen las manos de los muertos que salieran sigilosamente de sus tumbas para cogerlo por los tobillos y arrastrarlo hacia adentro.
Al llegar a la tapia de la iglesia, se encaramó en ella como el que tiene las piernas rígidas y ateridas, y después se volvió para mirarme. Al darme cuenta de que estaba contemplándome eché a correr a toda velocidad en dirección a mi casa. Pero poco después miré por encima del hombro y vi que avanzaba otra vez hacia el río, mientras iba abrigándose el cuerpo con sus propios brazos y tanteaba con sus pies lastimados los pedruscos diseminados por los charcos y las ciénagas, que servían de pasadera cuando la lluvia torrencial o el río inundaban el terreno.
Los pantanos formaban una línea negra, larga y horizontal cuando me detuve para observar al antipático personaje, en tanto que el río formaba otra línea horizontal, no tan ancha, pero igualmente oscura. El firmamento no era más que una extensísima franja con líneas rojas encendidas y otras negras y espesas entremezcladas. En la ribera, podía distinguir vagamente las dos únicas cosas que en todo aquel panorama parecían estar en pie; una de ellas era el faro que servía de orientación a los navegantes, semejante a un tonel sin aros colocado sobre un poste, que resultaba muy feo visto de cerca; la otra, una horca de la cual pendían unas cadenas de las que en cierta ocasión había colgado el cuerpo de un pirata. Vi que mi perseguidor se dirigía cojeando hacia aquella horca, como si fuese el mismo pirata resucitado que, tras descolgarse, pretendiera volver a ahorcarse. Sentí el escalofrío de horror al pensar en esta posibilidad, y al ver que las vacas que por allí pacían levantaban la cabeza para mirarlo, me pregunté si estas pensaban lo mismo que yo. Procuré descubrir al joven de que me había hablado aquel hombre, pero no lo vi por ninguna parte. De pronto volví a sentirme dominado por el miedo y eché a correr hacia casa sin detenerme.
II
Mi hermana, Mrs. Gargery, tenía veinte años más que yo y gozaba de gran «reputación» entre los vecinos porque me había criado «valiéndose de la mano». Como tuve que descubrir por mí mismo lo que significaba esta expresión que le había dado fama, y tras comprobar que mi hermana tenía la mano dura y pesada, pues solía descargarla tanto sobre su marido como sobre mí, deduje que tanto a él como a mí nos había educado «valiéndose de la mano».
Como mi hermana no era una muchacha agraciada, comprendí enseguida que fue valiéndose de la mano como consiguió que Joe se casara con ella. Joe era un hombre guapo, con rizos rubios, piel delicada y unos ojos de un color azul tan claro que parecía confundirse con el blanco de los mismos. Poseía un temperamento pacífico y afable, pero un poco gandul y algo atolondrado; una especie de Hércules por la fuerza que tenía, y también por su debilidad.
Mi hermana tenía el cabello y los ojos negros y un cutis tan excesivamente colorado que más de una vez me pregunté si en lugar de jabón usaba, quizá, un rallador. Era alta y huesuda, y siempre llevaba puesto un basto delantal sujetado por detrás con dos presillas, y por delante una especie de babero cuadrado erizado continuamente de alfileres y agujas. Parecía estar orgullosa de llevar siempre aquel delantal, como un severo reproche contra Joe. Pero yo no veo, en realidad, por qué tenía que llevarlo o por qué, si lo hacía, no podía quitárselo cada día.
La herrería de Joe estaba instalada en una casa contigua a la nuestra, que era de madera, como la mayor parte de las viviendas de nuestro país en aquella época.
Cuando llegué corriendo del cementerio, la herrería estaba cerrada y Joe se hallaba sentado, solo, en la cocina.
Como él y yo éramos compañeros de penas y fatigas, nos comunicábamos nuestros secretos, y tan pronto como levanté el picaporte y escudriñé por una rendija de la puerta, vino a abrir y me hizo una confidencia:
—La señora ha salido una docena de veces a buscarte, Pip, y ahora ha vuelto a salir para hacer la docena de fraile.
—¿De veras?
—Sí, Pip —respondió Joe—; y lo que es peor, se ha llevado el bastón de las cosquillas.
Al oír esta noticia alarmante quedé muy preocupado contemplando el fuego que ardía en la chimenea y haciendo girar el único botón de mi chaleco. El bastón de las cosquillas era un palo con el extremo encerado y reluciente debido a las frecuentes colisiones producidas entre él y mi cuerpo.
—Estaba sentada —explicó Joe—, y de repente se ha levantado y, cogiendo el bastón, ha salido precipitadamente. Esto es lo que he visto —añadió Joe hurgando el fuego con el atizador y contemplando las brasas—. Se ha marchado furiosa, Pip.
—¿Hace mucho de eso, Joe? —Siempre lo trataba como a un niño mayor, pero de mi misma condición.
—Esta última vez —contestó él echando un vistazo al reloj holandés—, debe de hacer unos cinco minutos que se ha puesto a alborotar. ¡Ahora viene! Escóndete detrás de la puerta y procura tener siempre el toallero entre tú y ella para resguardarte.
Seguí su consejo y en aquel preciso instante mi hermana abrió la puerta de un empujón y, al encontrar un obstáculo detrás de esta, adivinó de inmediato la causa, pero encargó a su «amigo», el bastón de las cosquillas, que completara la investigación, y acabó por lanzarme contra Joe (lo cual no era cosa nueva, porque yo le servía con frecuencia de «proyectil conyugal»). Joe me recibió contento de poder apoderarse de mí y protegerme de cualquier modo que fuese, y con este fin me hizo pasar al lado de la chimenea e interpuso su larga pierna a manera de barrera infranqueable.
—¿Dónde te habías metido, granuja? —preguntó ella, pataleando—. Dime enseguida y exactamente qué has estado haciendo para causarme un disgusto tan grande o te arranco de este rincón aunque fueses cincuenta Pips y tu protector cien Gargerys.
—Solo he ido al cementerio —respondí desde mi taburete, sollozando y restregándome los cardenales.
—¡Al cementerio! —repitió mi hermana—. ¡Si no fuese por mí ya haría tiempo que estarías en el camposanto! ¿Quién te crió valiéndose de la mano?
—Tú —contesté.
—¿Y por qué lo hice? ¡Eso quisiera saber! —exclamó.
—No lo sé —gemí con voz lastimera.
—¡Soy yo quien no lo sabe! —dijo exaltada mi hermana—. ¡Pero no me pillarán nunca más! ¡Eso sí que lo sé! Puedo decir, sin exageración, que no me he quitado este delantal desde que naciste... ¡No tengo bastante con ser la mujer de un herrero (¡y nada menos de un Gargery!) que encima he de cuidar de ti como si fuese tu madre!
Mis pensamientos se desviaron de esta cuestión mientras contemplaba el fuego desconsoladamente. Porque el fugitivo de los pantanos, con su hierro en la pierna, el joven misterioso, la lima, los víveres, el hurto que me veía obligado a cometer bajo aquel techo protector, todo se levantaba contra mí de entre aquellas brasas vengadoras.
—¡Ah! —exclamó mi hermana volviendo a poner el bastón de las cosquillas en su lugar acostumbrado—. ¿Al cementerio, decís? Podéis hablar del cementerio vosotros dos. —Ninguno de nosotros había dicho nada de eso—. Es a mí a quien llevaréis al sepulcro cualquier día de estos; y bonita pareja vais a formar cuando no me tengáis aquí.
Mientras ella disponía el servicio de té, Joe me miró por encima de su pierna, como si estuviese comparando nuestra talla y figura, pensando, quizá, en qué clase de pareja resultaríamos si se dieran las penosas circunstancias profetizadas. Después comenzó a acariciarse las rubias patillas y los rizos del lado derecho, mientras seguía con sus ojos azules los movimientos de su mujer, como solía hacer siempre que había bronca.
Mi hermana tenía una manera particularmente brusca de preparar el pan con mantequilla que solía darnos. Ante todo, con la mano izquierda sujetaba fuertemente el pan contra aquella especie de babero cuadrado que llevaba sobre el delantal, con lo que a veces quedaba clavado en él un alfiler o una aguja que luego encontrábamos en la boca al masticar. Después cogía un poquitín de mantequilla con la punta de un cuchillo y la extendía avaramente por encima de la rebanada a la manera de un boticario cuando prepara un emplasto. A continuación daba al cuchillo un enérgico restregón final en la corteza del pan y acababa de cortar la rebanada, que, aunque era bastante gruesa, dividía en dos mitades: una para Joe y otra para mí.
Esta vez, a pesar de que tenía mucho apetito, no me atreví a comer el pedazo que me correspondía, pues comprendí que debía reservar algo para aquel energúmeno que había tenido la mala suerte de conocer y para su joven compañero, todavía más tremebundo. Sabía que mi hermana era una administradora de las más rígidas, y que, por lo tanto, podía muy bien suceder que en mis indagaciones para el hurto de víveres no encontrara en la despensa nada aprovechable. Decidí, pues, guardar mi pedazo de pan con mantequilla bajo una de las perneras de mi pantalón.
La fuerza de voluntad de que tuve que echar mano para llevar a cabo mi propósito fue verdaderamente terrible. Era como si hubiese decidido arrojarme desde el tejado de una casa muy alta o zambullirme en un estanque muy profundo. Y Joe venía, inconscientemente, a complicar mi situación. En nuestro ya mencionado compañerismo de penas y fatigas, teníamos la costumbre de comparar todas las noches la manera como mordíamos y hacíamos desaparecer nuestro pedazo de pan, que ofrecíamos silenciosamente, de vez en cuando, a nuestra mutua admiración para estimular recíprocamente los esfuerzos devoradores de cada uno. Aquella noche, Joe me invitó varias veces, exhibiendo su media rebanada, que disminuía rápidamente al acercarla a la boca, a tomar parte en la acostumbrada competencia amistosa, pero cada vez me encontró con mi taza de té encima de una rodilla y mi pedazo de pan intacto sobre la otra. Al final consideré, con desesperación, que no tenía más remedio que hacer lo que me proponía mi compañero y familiar, y que lo mejor sería simularlo como lo permitieran las circunstancias. Aproveché, pues, un momento en que Joe dejaba de mirarme, y me metí rápidamente el pan en la pernera del pantalón.
Joe estaba visiblemente preocupado por lo que él se figuraba que era falta de apetito al ver que yo no comía, y dio a su trozo de pan una dentellada maquinal que no pareció producirle satisfacción alguna. Estuvo masticando más rato que de costumbre, y después de reflexionar por un instante se lo tragó como si fuese una píldora. Se disponía a dar otro mordisco, y estaba ladeando la cabeza para abarcar un buen bocado, cuando cayó en la cuenta de que todo mi pan había desaparecido.
Quedó boquiabierto de estupefacción, contemplándome con aire tan intrigado que mi hermana reparó en su actitud y preguntó, con tono áspero, al tiempo que dejaba su taza sobre la mesa:
—¿Qué pasa?
—¡Pero por Dios! —exclamó Joe, sacudiendo la cabeza con aire de seria reconvención—. Te va a hacer daño... Se te quedará atascado en alguna parte... No puedes haberlo masticado bien, Pip.
—A ver, ¿qué ocurre? —repitió mi hermana con más aspereza que antes.
—Si crees que tosiendo podrás vomitar una parte de lo que acabas de tragar, te aconsejo que lo hagas. La urbanidad es la urbanidad, pero tu salud está por encima de los modales...
En aquel preciso instante mi hermana, completamente desesperada, se abalanzó sobre Joe y, asiéndolo por las patillas, estuvo un rato golpeándole la cabeza contra la pared. Mientras tanto, yo seguía sentado en mi rincón contemplando la escena con expresión de culpabilidad.
—¡A ver si ahora te decides a explicarme qué sucede, especie de cerdo atontado! —gritó mi hermana entre furiosa y jadeante.
Joe levantó los ojos y miró a su mujer con desaliento, y con la misma expresión de desvalido, tomó otro bocado y se volvió hacia mí.
—¿Sabes, Pip? —dijo con tono confidencial mientras masticaba su último bocado, que le hinchaba el carrillo, como si estuviéramos completamente solos—, tú y yo siempre seremos amigos, y en ninguna ocasión te delataré... ¡Pero una... —movió su silla, miró el espacio de pavimento que había entre nosotros dos, y luego otra vez a mí, y añadió—: ...una engullida tan extraordinaria como esta!
—¿Se ha zampado el pan sin mascar? —gritó mi hermana, pero Joe, mirándome a mí y no a su mujer, con el bocado todavía en el carrillo, siguió diciendo:
—¿Sabes, querido?, cuando yo tenía tu edad, también tragaba sin masticar; había llegado a ser uno de los más tremendos engullidores, pero nunca tragué, ni vi hacerlo, un bocado tan extraordinario como el tuyo, Pip, y puedes dar gracias a Dios de que no hayas muerto.
Mi hermana se abalanzó esta vez sobre mí y, agarrándome por el cabello, solo pronunció estas palabras espantosas.
—Ven conmigo que voy a darte la medicina...
Algún médico brutal tuvo en aquella época el capricho de resucitar el empleo del agua de alquitrán como sistema profiláctico de excelente resultado, y mi hermana guardaba siempre una buena provisión de la misma en la alacena; pues tenía fe en sus virtudes, basada, sin duda, en su mal sabor. Algunas veces me obligaba a tomar tal cantidad de aquel «elixir», como reconstituyente de primer orden, que yo me daba perfecta cuenta de que iba por el mundo apestando como una valla acabada de embadurnar. Aquella noche la urgencia del caso requería una pinta de tan desagradable brebaje, que me fue echada al gaznate mientras, para mayor «comodidad» mía, Mrs. Gargery me sujetaba firmemente la cabeza debajo de su brazo. Joe no tuvo que tomar más que media pinta, pero se la tragó, muy a su pesar, mientras permanecía sentado, murmurando y reflexionando, junto al fuego, porque se le había revuelto el estómago. A juzgar por lo que me ocurría, no cabía duda que tuvo fuertes náuseas después, si no las tuvo antes.
La conciencia es algo terrible cuando acusa a quien sea, tanto si se trata de un niño como de una persona mayor. Pero cuando, en el caso de un niño, aquel peso secreto va unido a otro oculto en la pernera de sus pantalones, es, como puedo atestiguar, un gran castigo. Mi culpable intención de robar a mi hermana (jamás hubiera podido pensar que iba a robar también a Joe, pues nunca creí que nada de la casa le perteneciera) y la necesidad de tener continuamente una mano que aguantara mi pan mientras estaba sentado o cuando andaba por la cocina para hacer lo que se me ordenaba, me volvían loco. Luego, cuando el viento que venía de los pantanos avivó las llamas del hogar, me pareció oír en el exterior la voz del hombre del hierro en la pierna que me había hecho jurar que guardaría el secreto, manifestándome que no podía ni quería estar hambriento hasta el día siguiente y que tenía que comer de inmediato. Otras veces pensaba: ¿Y si el joven malvado, a quien él con tanta dificultad mantuvo alejado de mí, se dejase llevar por la impaciencia o equivocara el tiempo fijado y se creyera con derecho de arrancarme el hígado y el corazón esta noche en lugar de mañana? Si alguna vez el pavor erizó el cabello de alguien, el mío debió de erizarse entonces. Pero quizá esto nunca ocurre.
Era la víspera de Navidad y me encargaron revolver con la varilla de cobre el pudding que teníamos que comer al día siguiente, sin cesar de darle vueltas desde las siete hasta las ocho en punto. Procuré hacerlo cargando mi peso en la pierna (y esto me hizo pensar de nuevo en el peso de su pierna), y vi que no había manera de evitar que con aquel ejercicio el pedazo de pan asomara por debajo. Pero tuve la suerte de poder escabullirme para ir a mi cuartito de la buhardilla y depositar allí aquella parte de mi conciencia.
—¿No oyes? —le pregunté a Joe cuando hube terminado mi faena, y mientras me calentaba junto a la chimenea antes de que me mandasen a la cama—. ¿No será ese ruido el estampido de cañonazos?
—¡Vaya! —exclamó Joe—. Otro presidiario que anda suelto.
—¿Qué quieres decir, Joe? —inquirí, alarmado.
Mi hermana, que siempre se encargaba de dar las explicaciones, aun cuando no se lo pidiesen, repuso, refunfuñando.
—Escapado, escapado... —administrando la definición repetida y abundantemente como si fuese agua de alquitrán.
Mientras ella tenía la cabeza inclinada sobre la labor, yo hice con la cabeza y con labios el ademán de preguntar: «¿Qué es un presidiario?» Joe movió la boca pretendiendo darme una respuesta, y lo hizo con muecas tan primorosas que todo lo que pude entender fue la sílaba «Pip».
—Anoche se evadió un presidiario —explicó Joe en voz alta— después del cañonazo de la puesta de sol, y dispararon de nuevo para dar aviso de la fuga. Según me parece, hoy están disparando por el mismo motivo.
—¿Y quién dispara? —pregunté.
—¡Caramba qué chico más pesado! —intervino mi hermana mirándome con gesto huraño—. ¡Qué preguntón eres! No hagas preguntas y no te dirán mentiras.
Esta recomendación no me pareció muy cortés para consigo misma, pues con ella lo que venía a confesar era que decía embustes, aunque fuera yo quien preguntase. Pero no estaba acostumbrada a demostrar buena educación, excepto cuando había visitas.
En este punto Joe excitó mucho más mi curiosidad, al abrir la boca como para pronunciar una palabra que, según creí entender, era «sotones». Entonces moví mis labios para indicar: «¿De quién?» Pero Joe aparentó no darse cuenta, y volviendo a abrir completamente la boca, procuró imitar la palabra de manera muy distinta, a pesar de lo cual no entendí nada.
—Si no te causara molestia —le dije a mi hermana como último recurso—, desearía que me indicases de dónde vienen los cañonazos.
—¡Dios te ampare, chico! —exclamó mi hermana con un tono que más bien quería decir todo lo contrario—. ¡Pero qué tonto! ¡De los pontones!
Joe hizo una mueca, como queriendo indicar: «Ya te lo había dicho.»
—¿Queréis hacerme el favor de decirme lo que son esos pontones? —supliqué.
—¡Vaya muchacho fastidioso! —exclamó mi hermana, señalándome con la aguja enhebrada y sacudiendo la cabeza con gesto amenazador—. Contestadle a una pregunta y enseguida os hará otras doce. Los pontones son unos barcos que sirven de cárcel al otro lado de los pantanos.
—No sé a quién meten en esos barcos, y ¿por qué le meten a uno allí? —seguí interrogando, como hablando en general, con desesperación silenciosa.
Esto era ya demasiado para mi hermana, que se levantó bruscamente y exclamó, irritada:
—¡Ahora te lo diré, jovencito! No te eduqué valiéndome de la mano para que incordies a todo el mundo con tu ignorancia. Meten a los malhechores en esos barcos porque asesinan, roban, falsifican y cometen toda clase de fechorías... ¡y siempre empiezan haciendo preguntas! ¡Y ahora vete a la cama!
Nunca me daba una vela cuando me mandaba a acostarme, y mientras subía por la escalera a oscuras con un hormigueo en la cabeza (producido por el dedal de mi hermana, que había estado martilleando en ella para acompañar sus últimas palabras) caí en la cuenta, asustadísimo, de que los barcos-cárcel se hallaban muy cerca de mí, y que yo me encaminaba hacia ellos. Había empezado haciendo preguntas, y me disponía a robar a mi hermana.
Desde aquel momento pensé con frecuencia que pocos son los que saben hasta qué punto un niño puede ser reservado y cauteloso cuando el terror lo domina. Yo experimentaba un miedo mortal de mí mismo a consecuencia de la terrible promesa que me habían arrancado; no podía esperar auxilio de mi hermana todopoderosa, que todo me lo denegaba y no tenía para mí más que regaños a cada momento; me horroriza pensar lo que habría sido capaz de hacer, si me lo hubiesen exigido, en mi pavor secreto.
Si aquella noche llegué a dormir fue solo para soñar con que me hallaba flotando en el río, arrastrado por la corriente impetuosa hacia los barcos-cárcel, y que, al pasar por debajo de estos, un pirata espectral me gritaba que sería mejor que pusiera pie en la orilla y me hiciese ahorcar sin demora. En las largas horas que permanecí despierto temía conciliar el sueño, porque sabía que, al amanecer, tendría que robar lo que encontrase en la despensa. Por la noche no podía hacer nada, porque en aquella época no era posible conseguir luz con solo frotar una cerilla sobre una superficie áspera; me habría visto obligado a golpear el pedernal con un eslabón, lo cual habría producido un ruido como el del mismo pirata al hacer rechinar sus cadenas.
Tan pronto como la aterciopelada negrura que se veía a través de mi ventanita comenzó a cambiar al gris, me levanté y bajé a la cocina, mientras a cada paso que daba, cada escalón y cada tabla agrietada del suelo parecían gritar detrás de mí: «¡Ladrones!» «¡Levántese, Mr. Joe!» En la despensa, que estaba más provista que de costumbre debido a la estación del año, me llevé un gran sobresalto al ver una liebre colgada por las patas, pues me pareció que me guiñaba el ojo. No tuve tiempo de inspeccionar lo que había allí, ni de escoger los víveres, pues se me hacía tarde. Robé precipitadamente un poco de pan, unas cortezas de queso, medio tarro de carne picada (que envolví en mi pañuelo junto con el pedazo de pan que me abstuve de comer el día anterior), un poco de ron en una botella de barro, que vertí en otra de vidrio que yo había usado secretamente para hacer con regaliz aquel líquido embriagador al que damos el nombre de aguardiente español; un hueso de jamón con muy poca carne y una hermosa y bien rellena empanada de tocino.
Casi estuve a punto de marcharme de allí sin la empanada, pero sentí la tentación de asomarme a un estante para ver qué era lo que tan cuidadosamente estaba allí guardado en una cazuela tapada, y al comprobar que se trataba de aquella apetitosa empanada, me la llevé con la esperanza de que seguramente no estaba destinada a ser comida hasta que pasase cierto tiempo, y por ello tardarían en echarla en falta.
En la cocina había una puerta que comunicaba con la herrería. Hice girar la llave, descorrí el cerrojo, entré, revolví las herramientas de Joe y me apoderé de una lima. Luego abrí la puerta por la que había entrado el día anterior, salí, volví a cerrar y eché a correr hacia los brumosos pantanos.