PRÓLOGO
Dicen que el mayor enemigo del ser humano es el fuego, lo destruye todo a su paso... Pero lo que no saben es que, en realidad, su mayor enemigo es el miedo.
Si el miedo no existiera, no le temerías al fuego.
El miedo es el rival más peligroso al que tendrás que enfrentarte en tu vida. No solo te impide tomar decisiones, sino que, cuando te propones conseguir algo que será crucial en tu vida, te pone trabas y obstáculos para que llegues tropezando a esa meta... Si es que llegas.
Al menos, eso ocurre cuando eres afortunado y te toca solo una pequeña dosis de miedo. Hay, sin embargo, personas que nacen malditas y se ahogan lentamente mientras el terror las engulle en un rincón, donde nadie puede escuchar sus alaridos de desesperación.
El miedo invade tu vida desde que tienes uso de razón. Poco a poco, esa malicia endemoniada va creciendo dentro de tu mente y se apodera de ella hasta que, sin que te percates de lo que ocurre, acaba por consumirla.
Algunas personas son poco miedosas. Otras lo son más... Y después estoy yo, que llevo luchando desde pequeña para deshacerme del miedo que tengo retenido dentro de mí. Me ha castigado toda mi vida, acompañándome a todos lados, protagonizando mis pesadillas diurnas... Yo no tengo miedo, no: el miedo me tiene a mí.
Siempre me atrapa.
Por más que me escape de él y haga todo lo posible por salir corriendo, me vuelve a alcanzar. Es como una bestia: cuanto más huyes, más lo provocas, más se enfurece y más te atormenta. Sobre todo, regalándote errores del pasado sin ticket de devolución. Y por eso nunca avanzas, porque siempre vuelves a repetirlos una y otra vez... hasta que nacen los errores nuevos.
CAPITULO 1
ZOE
Un mes después...
—¿Adónde la llevo, señorita?
Escuché la voz del taxista cruzar el aire como si me estuviera hablando desde el extremo de un túnel y yo estuviera en el otro lado.
Al ver que no respondía de inmediato, el conductor chasqueó la lengua, impaciente. Eso no hizo que le diera una respuesta más rápida, sino más bien al contrario.
Le miré, avergonzada. Me sorprendía que la gente que no me conocía de nada no se diese cuenta de que me costaba hablar. O quizá sí lo hacían. Que me resultaba difícil era más que obvio, pero tal vez no sabían el esfuerzo mental y físico que requiere hacerlo cuando has estado librando una guerra durante semanas —cuatro semanas, para ser más exactos— y te encuentras en un estado de agotamiento espiritual.
Porque así era como me sentía yo. Ya no me quedaba espíritu, se había esfumado tan rápido que me dejó sorprendida la facilidad con la que podía perderlo.
Aun así, no estaba dispuesta a dejar que eso volviera a ocurrir nunca más. No pensaba recuperar mi espíritu. Eso hubiera sido como tratar de enchufar la batería de un dispositivo viejo con la esperanza de que funcione, y yo no iba a cometer ese error tan común y tonto. De hecho, ya había cometido bastantes. Lo que iba a hacer era intentar formarme yo misma un espíritu nuevo, porque estaba claro que me hacía falta uno. Me sentía como una muerta viviente vagando por ahí, transmitiéndole mi mala energía a cualquiera que pasase por mi lado.
Ni siquiera les prestaba atención a las cosas... ¿Cómo iba a prestarle atención a la gente?
El taxista suspiró para llamar mi atención. Me había olvidado completamente de él.
—¿Ya sabe adónde quiere ir?
—Me da igual. Lléveme a donde quiera —respondí con la boca pequeña y sin entusiasmo mientras me acomodaba en el taxi. Fuera hacía frío y estaba lloviendo. Lo que me faltaba.
La voz ronca del conductor me sacó de mi ensimismamiento.
—Eso es imposible, necesito que me dé una dirección o un lugar.
Dejé escapar un gruñido. Me sentía mal por ponerle las cosas difíciles al pobre hombre, porque estaba claro que él no había tenido un día fácil. De hecho, por la cara con la que me miraba, puede que estuviera hasta los huevos de clientes indecisos, pero si alguien allí había tenido un día de perros había sido yo —«de perros» era poco: en realidad, el día había sido una catástrofe total—. Así pues, decidí no sentirme tan mal por el hombre, que seguía mirándome con cara de malas pulgas.
—Ya le he dicho que me da igual —repuse, esta vez elevando un poco más el tono de voz, tal como se eleva al inicio de una discusión. Tuve que apoyar la mano en el asiento del taxi para intentar controlar mi enfado. Volví a recordarme que el pobre hombre no tenía por qué aguantar mis pataletas, que era un conductor, no un psicólogo. Pero allí estaba él, la única cuerda de la que podía tirar para liberar mi ira, ¡qué mala pata!
—Y yo le digo que eso es imposible, señorita, lo siento.
Aunque segundos antes había estado dispuesta a comenzar una pelea, en ese momento me quedé callada. Quizá reaccioné de ese modo porque el taxista me había hablado con voz calmada y educada o quizá fue porque, después, apoyó los codos suavemente en el volante y enterró la cara entre las manos, acompañando el gesto con un suspiro de cansancio.
Sí, creo que eso es lo que me hizo abrir los ojos y pensar. Había sido una egoísta al creer que era la única que tenía problemas.
—Mire. —Cogí aire mientras él alzaba la cabeza para mirarme a través del retrovisor—. Yo le entiendo mejor que nadie. Aunque no lo crea, seguro que tenemos cosas en común —le comenté incorporándome en el asiento para acercarme a él. El hombre hizo una mueca de disgusto sin creerse nada de lo que le decía—. Vamos a ver... Voy a intentar adivinarlo —insistí haciéndome la interesante—. Usted ha tenido un día de mierda, ¿verdad?
Se lo solté sin ninguna vergüenza y, al instante, el taxista se volvió hacia mí, pasmado.
—Bueno... —comenzó a decir, para seguirme el rollo—, aunque parezca que sí, tampoco ha sido para tanto.
—A mí no me engaña. No, porque lo reconozco en su mirada. Sé mucho de días malos y le prometo que yo he tenido un día peor que el suyo. Usted se ha ido cansando durante el transcurso de la jornada, lo que significa que ha ido perdiendo la energía a medida que pasaban las horas. Yo no. Yo he estado relativamente normal hoy y, de repente, en la última hora, todas mis defensas se han esfumado, dejándome más lacia que una acelga. Básicamente agotada. ¡Como usted! —Sonreí con ironía al final.
—Bueno, la verdad es que no ha sido uno de mis mejores días, no —confesó finalmente el taxista.
—¿Lo ve? ¡Ya tenemos algo en común! Así que le voy a pedir, y ya sé que estoy siendo superinsistente, que me lleve a algún lugar donde pueda despojarme de todo este cansancio que tengo. Como experto en esa sensación que es usted también, seguro que se le ocurre adónde llevarme.
Mi voz no sonó ni la mitad de lo desesperada, hecha polvo y angustiada que estaba, y apenas me tembló la mano cuando le di una palmadita en el hombro y me eché hacia atrás en el asiento y me puse a mirar por la ventana.
Porque lo estaba. Aun así, mientras el taxista por fin arrancaba el coche, me recliné aún más en el asiento para hacer exactamente eso que tanto necesitaba: despejar mi mente.
La lluvia comenzó a caer con más intensidad. Me concentré en las gotitas que se deslizaban por el cristal, eso me mantenía ocupada. Mientras el taxi giraba a la derecha por una calle —ni idea de cuál era—, toqué el cristal de la ventana. Transmitía el frío de la tarde noche. Como mi corazón, frío. Estaba frío y necesitaba que alguien lo calentara. Pero ese alguien no quería saber nada de mí.
Porque ya no era nada para él. Nada.
Por eso mismo intentaba evitar pensar en nada porque, cuanto más pensaba en nada, más pensaba en todo, porque ese «nada» lo era todo o, al menos, lo fue todo en un momento. Por eso mismo me había metido en aquel taxi y contemplaba las gotas de lluvia con el objetivo de dejar la mente en blanco. No quería pensar.
CAPITULO 2
ZOE
Un mes antes...
Pánico, tensión, agobio, terror, espanto, pavor. Todos esos sentimientos crecían dentro de mí, alimentándose de mi debilidad. Cualquiera que escuchara mis pensamientos aquel día diría que no había hablado con un hombre en toda mi vida.
Pero es que, más o menos, así era.
Sé que es triste, pero la culpa la tiene mi padre. Nunca me dio la libertad de una niña con una vida corriente, una vida en la que se pasa la mitad de las horas del día viendo a chicos, compañeros... ¡Hombres! Esa palabra no entraba en mi vocabulario. Nunca entró y, entonces, después de diecisiete años, no estaba segura de querer que así fuera.
Estaba a punto de entrar en mi nuevo instituto.
Para muchos, cambiar de instituto no es nada especial, lo sé. Pero, para mí, el cambio era enorme. Toda mi vida había ido a un colegio solo para niñas, y jamás me habían dado la posibilidad de cambiarme e ir a un instituto mixto.
Ni idea, tampoco, de si me había precipitado cuando le respondí a mi padre que sí, que quería ir a uno mixto.
De todos modos, ya era tarde: allí estaba yo, en una esquina, observando cómo chicas y chicos felices entraban en el centro con una facilidad, con una normalidad, que me parecía imposible.
El sol pegaba fuerte. El calor, atrapado en el asfalto a lo largo del día, subía hacia el cielo haciéndome sudar más de lo que ya estaba sudando. Me costaba pensar con claridad. Veía un halo de luz delante de mis ojos y tuve que pestañear varias veces para centrar la mirada en algo.
Me obligué a dar un paso hacia delante. Tampoco tenía que pensarlo más: aquello era lo que quería desde hacía años —creo que no es ningún secreto decir que estar en un centro solo de chicas es muy agobiante.
Claro, que también agobia ver a chicos por todas partes.
Perdón, rectifico: lo que me provocaba náuseas y un temblor en las rodillas era que me vieran.
Ya está, lo reconozco: me da vergüenza que me miren y sabía que, en cuanto cruzara la puerta del nuevo instituto, todos mis complejos y debilidades se multiplicarían por mil. Solo estaba acostumbrada a convivir con chicas. Sabía que, si lo hacía, mi vida iba a cambiar por completo a partir de entonces. Un giro de ciento ochenta grados se aproximaba a pasos agigantados.
¿Tenía que arrepentirme? Solo lo averiguaría si entraba.
No quería que nadie supiera que estaba desorientada, así que respiré hondo y, entonces, me puse a caminar.
No dejé de hacerlo, aunque una parte de mí me animara a dar media vuelta y escapar de allí. Seguí avanzando, cada vez más rápido. No era nada fácil: entre la puerta y yo había una multitud de gente altísima —que serían mis compañeros y compañeras— que, como iban charlando despreocupadamente, me pisaban y empujaban mientras pasaba entre ellos como podía.
Por lo menos, logré cruzar las puertas de la entrada. Aquello ya era todo un éxito, pero, antes de que me tuvieran que vendar las dos piernas por todos los pisotones y golpes que estaba recibiendo, me apoyé en una de las taquillas un poco más alejada de la muchedumbre.
Suspiré, cansada. Superar aquella primera prueba ya me había parecido una verdadera proeza, pero entonces...
¿Sabéis esa sensación que se tiene cuando sientes que alguien te está observando? Ese cosquilleo detrás de las orejas, ese picor en la coronilla, que me ponía nerviosa, porque encima era alguien que no conocía.
Pues yo tenía dos ojos marrones e inocentes posados en mí. Dos ojos que me miraban con un poco de pena, y de generosidad también. Bajé la cabeza para encontrarme con esa mirada. Una chica bastante mona, bajita y con un moño alto se acercó a mí.
—¡Hola! ¿Necesitas ayuda? —me preguntó, despreocupada, mientras abría una taquilla al lado de donde yo estaba y sacaba un montón de libros que metía en su mochila.
No tenía ni idea de si aquella chica sería un salvavidas para mí o un peso atado a mis pies.
—No quiero empezar mi primer día con mentiras, así que sí, necesito ayuda. Estoy más desorientada que una brújula escacharrada.
—¡Eres nueva! —medio preguntó medio afirmó la chica del moño. Entonces dejó todo lo que estaba haciendo y fijó toda su atención en mí—. ¿Cómo te llamas?
Parecía dispuesta a ayudarme y yo esperaba que así fuera, ya que estaba bastante perdida y no sabía adónde tenía que ir.
—Zoe. Zoe Miller.
—Espera... ¿Tú eres Zoe Miller? ¡Anda! ¡Mira qué casualidad, estás en mi clase! —anunció entusiasmada, como si hubiera descubierto la solución a un gran misterio. Entonces me agarró del brazo y comenzó a tirar de mí.
—¿Y eso cómo lo sabes? —le pregunté, mientras el corazón me daba un vuelco. Aun así, me esforcé por seguirle el paso. Para ser una pulguita, corría más rápido que una gacela. Llevaba unos botines preciosos de cuero con una hebilla dorada y unos tacones cuadrados no muy altos. Era el típico calzado que es discreto, que no está hecho para que lo miren, pero que a quien se fija en él le transmite claramente una cosa: su dueña tiene dinero y, aunque no se viste para que lo sepas, tampoco intenta ocultarlo.
—Marina —dijo, sin más.
—Marina, ¿cómo sabes que voy a tu clase?
En ese momento frenó tan fuerte que me paré con una sacudida, como si fuéramos montadas en un coche. Por lo visto, los botines servían también para eso.
—Aquí todo el mundo lo sabe todo, mujer. Si es algo informativo, ya se encargan los profesores de anunciarlo y, si es algo privado, ya se encargan los chavales de dar la voz.
Después de decir eso volvió a arrancar a toda velocidad, a esa hiperactividad que me costaba seguir. Yo iba a su lado ahora, porque, la verdad, con esa frase me había picado la curiosidad.
—¡Ah! —añadió entonces a toda velocidad. Porque no solo caminaba rápido, sino que hablando era todavía más veloz. ¿Aquella chica no tenía pausa o qué?—. Y, cuando no tienen de qué hablar, para eso está la imaginación, para esparcir rumores y mentiras. Pero, bueno, no te voy a asustar, que es tu primer día.
Asintió con la cabeza, y yo hice lo mismo como un acto reflejo. Intentar seguirle el ritmo a Marina me estaba mareando. Me quedé quieta, pensando en lo que acababa de soltar. ¡Menudo aterrizaje! Si mi miedo estaba escondido, podía notar cómo me arañaba la tripa justo en ese momento. Acto seguido, volvió a caminar rápido sin dejarme decir nada, hasta que llegamos frente a una puerta cerrada. De repente frenó. De nuevo, en seco. Deduje que esa sería nuestra clase.
Y, detrás de la puerta, se escuchaba un escándalo tremendo. Cuando digo «escándalo» no quiero decir «murmullo», esto es, ruido de gente hablando, alguna que otra voz por encima de otra. No: quiero decir «escándalo». Como si hubiera una fiesta al otro lado.
—¿Lista? —Marina me sonrió, emocionada, como si estuviéramos en la cola para montar en una atracción y de pronto nos tocara entrar. En cambio, yo tenía una cara de querer morirme en ese momento. Igual sí que había una fiesta.
Me cogió fuerte de la mano y, aunque estaba segura de que tenía suficiente fuerza en su pequeña y huesuda manita para tirar de cuarenta y cinco kilos o más, logré frenarla.
—No, no, espera... —Deshice la goma con la que me sujetaba el pelo, dejando sueltos mis rizos marcados y rubios. Odiaba mi pelo. De pequeña se reían de mí en el colegio llamándome Ricitos de Oro. De hecho, parecía cinco años más pequeña por mi pelo o, al menos, así me veía yo. Siempre que me sentía nerviosa, o preocupada, necesitaba arreglarme el pelo. Era una manía que tenía. Y en ese momento estaba muy muy nerviosa—. ¿Te importa que..., que me haga una trenza?
Me arrepentí enseguida de haber preguntado. A través de los grandes ojos de Marina podía ver la impaciencia que tenía dentro. Lo veía también en cómo su pie se movía, inquieto, y su respiración se aceleraba. Parecía toda ella un vídeo en time-lapse.
—Estás guapísima, vamos.
Entonces, tan rápido como hacía todas las cosas, tiró de mí y, sin dejarme replicar, me arrastró hacia dentro.
—¡Hija de puta! ¡Pensaba que eras un profesor!
Gotas de sudor se deslizaban por mi cuello de lo nerviosa que estaba en ese momento. Y aquel grito que nos acababan de pegar no ayudó demasiado a tranquilizarme. Me dio un repaso mirándome como lo hace esa gente que sabe que su sola presencia pone nervioso. Y me ponía nerviosa. En todas las clases hay uno, y ahí estaba. Un chulito.
Tampoco me tranquilizó mirarle a los ojos. Estaba sentado en una mesa, con los pies sobre la silla. Tenía la voz grave y áspera, como una lija. Daban ganas de golpearle en la espalda para que tosiera.
—Buenos días a ti también —le soltó Marina saliendo de la situación como si diera un salto con su voz cantarina, alegre como era ella. Sin embargo, no funcionó: había tensión en el aire. En ese preciso instante, toda el aula se quedó en silencio.
En las películas policíacas siempre sale el típico callejón sombrío, lleno de gente peligrosa, que sabes que nunca lograrás atravesar si te metes en él. Pues la gente que estaba en el aula parecía escapada de un callejón de mala muerte como ese. Sí, iban vestidos con uniformes de clase alta, como si intentaran camuflarse, pero, aun así, se veía a kilómetros de distancia que eran la clase de personas que te saludaba dándote manotazos en la espalda hasta dejarte sin aire, y eso si les caías bien. El típico gesto que desde fuera parece cordial, pero que está pensado para que te duela un poco más de la cuenta, para acoquinarte, para dejarte claro quién manda. Siempre ellos.
Y estaba claro, por la forma en que me miraban, que yo no les caía bien.
Me miraban con un odio que yo jamás sería capaz de sentir contra nadie a no ser que matasen a mi familia. Eso parecía, sí, exacto. Me miraban como si hubiera matado a sus familias. Y tuve miedo.
—¿Quién es esta, Marina? —preguntó el mismo chaval, mientras los demás me daban un repaso de arriba abajo con cara de desprecio. ¿Qué era? ¿Invisible? ¿Qué tenía que preguntarle a Mariana en vez de a mí? A ver, estaba claro que no lo era porque, por muy enferma que me pusiera su comentario, y sería capaz de admitir que me afectó hasta causarme dolor de tripa, seguía siendo atención, y me la estaba prestando. La misma atención que cuando pisas una mierda en la calle. Solo que no me hacía ni caso. Era invisible solamente para hablarme. Como si solo sirviera para ser observada y no para contestar.
—Esta es Zoe —respondió ella intentando aliviar la tensión. A cada paso que daba parecía que perdía más y más la paciencia y aquello, claro, me ponía nerviosa a mí. Me asaltaron unas ganas terribles de echar a correr, de esconderme en una esquina sola y llorar. Aun así, gracias a Marina, logré tranquilizarme. No la conocía de nada, pero su seguridad anterior me había causado la impresión de que íbamos a ser muy buenas amigas. Empezaba a pensar si me habría equivocado, y esperaba que no. En el poco rato que habíamos pasado juntas, se había convertido en una especie de fuente de ánimo y apoyo para mí y, si ella perdía el control, yo también.
Creí, en ese momento, que estábamos conectadas. Me había conectado a su seguridad y cariño desde el primer momento en que la vi.
—Zoooe —trató de imitar el tono de voz de Marina mientras se acercaba con las manos en los bolsillos, lentamente, en plan chulo. Se detuvo justo al lado de donde yo estaba de pie—. Zoe, ¿qué? —Abrí la boca para contestar, pero me interrumpió—: ¿Zoe Ricitos de Oro?
Tendría que haberme imaginado que ocurriría algo así. Ahí estaba: el insulto clásico, ese que, aunque en el fondo sabes que es el insulto fácil que, por no tener, no tiene ni originalidad, nunca deja de hacerte daño.
—¡Bueno! ¡Ya, ¿no?! —saltó a defenderme Marina. Igual sí que había acertado pensando que Marina era alguien bueno a quien tener cerca.
Pero él seguía mirándome con esa expresión de chulo, de superioridad.
—Y, a ti, qué apodo te ponemos, ¿eh? —Volvió la mirada hacia Marina. Yo también la miré, de reojo, para ver su reacción. Vista a través de los ojos de él, Marina, con su impaciencia y su movimiento constante, parecía un cachorrito enfadado, tan chiquitita y apretando los labios de modo que sus mofletes se habían hinchado ligeramente. Él chasqueó la lengua mientras esperaba una respuesta. De repente, le apareció en los labios una sonrisa llena de malicia—. Basurera. Podemos llamarla Basurera.
Cómo no, la gente a nuestro alrededor, que seguía observando toda la escena como un grupo de fieras hambrientas, estalló en gritos de halago ante la gran ocurrencia del chico.
Por lo que parecía, yo era la única que se daba cuenta del nivel de imbecilidad en el aula... Porque todos se echaron a reír como si fueran uno solo e incluso dos de ellos elogiaron con gritos aquella salida tan despectiva. Empecé a notar cómo se me movía la tripa, algo dentro de mí se estaba despertando... Y esta vez no era el miedo.
No pude aguantarme más.
—Basurera por qué, ¿eh? —Eché la cabeza hacia atrás al mismo tiempo que daba un paso al frente para encararme con él.
Ay. Dios. Mío. ¿Por qué había hecho eso? Era mi primer día, yo era la nueva. ¿Quién me mandaba enfrentarme al chulito de la clase? Pues mi coraje me lo mandaba. Esa especie de bestia que tengo dentro y que sale siempre en el peor momento.
Parecía sorprendido, pero no tanto como para no seguir con su broma.
—Porque le tenemos dicho que pare de ir recogiendo basura por ahí.
Los demás empezaron a cuchichear mientras él me miraba, con esa misma sonrisa cruel de antes, pendiente de mi reacción.
Quería controlarme. No quería que aquel idiota me hiciera llorar. Quería recuperarme del agujero que me había dejado en el pecho al fusilarme con sus repugnantes palabras. Así que no me quedaba otra que respirar profundamente y coger el máximo de aire posible. Pero algo más fuerte que las lágrimas seguía latiendo en el fondo de mi garganta. Algo que no era miedo, aunque se le parecía, pues quemaba igual. Era rabia.
No quería dejar que ganara. Pero tampoco quería que me expulsaran en mi primer día. En ese instante estaba haciendo uso de todo mi autocontrol para no derramar ni una lágrima.
—Mira, no sé cómo te llamas. —Seguí controlando la respiración, aspirando hacia los pulmones el aire con olor a humanidad que flotaba en esa sarnosa clase—. Pero tampoco me importa. Yo no he venido aquí a hacer amigos, y mucho menos quiero hacerme amiga tuya. He venido aquí a estudiar, y tendrás que aguantarme día sí y día también. Y la próxima vez que te metas con mi amiga, la vamos a tener.
Así había salido. La atmósfera que nos envolvía era como si se hubiera cortado. Ahora el que estaba cogiendo aire era él. Noté cómo se le inflaban las fosas nasales. El hecho de que yo me enfrentara a él le había molestado. Y estaba haciendo un verdadero esfuerzo para que no se le notara.
Y, justo cuando abría la boca para responderme, sonó el timbre y se abrió también la puerta de clase.
—¡Bueno! Pero ¡si tenemos a una alumna nueva y todo! —exclamó el profesor entrando en clase. Era un hombre alto y desgarbado, con la cabeza desproporcionadamente grande. Tenía el pelo negro, la piel muy blanca y llevaba unas gafas de culo de botella que le hacían los ojos más grandes de lo que ya eran. Aun así, su voz sonaba de lo más agradable cuando me preguntó—: Zoe, ¿verdad? —Asentí. Todavía estaba temblando por todo lo que nos había ocurrido a Marina y a mí al entrar—. Toma asiento, Zoe. Yo soy Steven, el profesor de matemáticas. ¿De dónde vienes?
—Del instituto para chicas de Beverly Hills —dije con la boca pequeña.
Ay. Lo había dicho sin pensar. Y nada más cerrar la boca ya me di cuenta de cómo sonaba. Era la costumbre, yo llevaba toda mi vida yendo allí y refiriéndome así a mi colegio. Pero entendía perfectamente cómo sonaba dicho en voz alta y lo que pensaría la gente de mí. Los nervios que todavía me daban patadas en el estómago no me habían dejado pensarlo mejor. Los chismorreos detrás de mí se hicieron aún más fuertes. Ya sabía yo que decir eso iba a ser un problema.
Steven, el profesor, me mandó sentar y por fin comenzó la clase. Una clase que, la verdad, fue bastante intensa. Al principio nos obligaron a todos a presentarnos y a contar algo sobre nosotros, porque al parecer eso era lo que hacían cuando llegaba un estudiante nuevo. Yo dije que me llamaba Zoe, aunque sabía perfectamente que mi nombre había sonado ya cuatro veces entre esas paredes. Pero no me apetecía que supieran nada más sobre mí. Cuando Steven insistió para que contara algo más, como, por ejemplo, mis aficiones, me aventuré y dije que me gustaba ir a clases de ballet. No pensaba volver a repetir otra vez que fui a un colegio para niñas. Igual así lograría sobrevivir a aquel infierno.
Después de dos horas de clase, sonó el timbre del recreo. Sé que dos horas de matemáticas suenan como una tortura, pero lo cierto es que Steven era un amor de profesor y de persona y disfruté mucho. Debía de ser querido entre los alumnos porque, cuando acabó la clase y preguntó si alguien necesitaba unos minutos para aclarar alguna duda, un par de chicas y un chico se quedaron.
Yo necesitaba airearme un poco, pero, antes de que pudiera cruzar la puerta, alguien me tiró del jersey, reteniéndome.
Ya sabía quién era. Me di la vuelta, agotada por su presencia, y eso que solo llevaba un día en el instituto. El bravucón se llamaba Matthias. Me acordaba de su nombre porque el profesor le había reñido varias veces por comportarse mal. De hecho, le había pedido que se quedara unos minutos al finalizar la clase. Así que ahí estábamos los dos, de pie, uno al lado del otro. Yo con una postura evidente de querer estar en cualquier sitio menos allí; él con una tranquilidad enorme. Volví a pensar en esa imagen del callejón de las películas. Su cuerpo decía claramente que él era el malo, era el que podía estar apoyado tranquilamente en la pared, como si el mundo, o al menos el que él pisaba, fuera suyo.
Nos quedamos unos segundos en silencio, yo con cara de abatimiento y él con cara de chulo; hasta se lamió el labio mientras me miraba de arriba abajo descaradamente, como si creyera que estaba muy buena, pero claramente riéndose de mí.
No pude evitar hacer una mueca de asco. Steven estaba demasiado atareado con la chica que le estaba preguntando alguna duda como para hacernos caso.
—Tú, nueva, ¿alguna vez has tenido novia?
—¿Novia? —Me seguía mirando de arriba abajo y me estaba empezando a poner nerviosa.
—Sí, ya sabes, como has estado en un colegio de chicas... —terminó la frase un amigo suyo que se acercó dándole una palmadita en el hombro. Los dos se rieron como si fuera la broma más ingeniosa del mundo y no una de las más viejas y pasadas de moda.
—No, no he tenido. —No sé ni por qué perdía energías con aquellos idiotas. Pero lo cierto es que, aunque la broma era fácil y cutre, cumplía su función, estaba volviendo a sentir cómo se apoderaba de mí la rabia. Menos mal que llegó Marina y, para evitar que siguieran molestándome, me arrastró hacia el exterior.
—No les hagas caso, son imbéciles —me dijo en un intento de quitarle hierro al asunto. Me tomó de la mano para arrastrarme fuera de la clase. Uno me tiraba del jersey, la otra de la mano...—. Vamos a desayunar.
Sabía que Marina solo estaba intentando ayudarme, de nuevo, pero su actitud ahora me cabreaba más que cualquier cosa. A pesar de que aquella mañana, al llegar al instituto, Marina había sido mi bote salvavidas y de que solo pretendía ser amable conmigo, no quería que eso se convirtiera en costumbre. Me negaba a tenerla pegada a mí como un imán. Siempre me había considerado una persona más independiente y solitaria que el viento, y la idea de tener a alguien junto a mí las veinticuatro horas del día comenzaba a estresarme.
Sacudí la cabeza. Tenía que calmarme porque todo el rollo de Matthias y lo que me quedaba por pasar el primer día era demasiado para asimilar, pero los pensamientos negativos regresaron con más fuerza.
¿Por qué nada más conocerme iba a querer hacerse amiga mía? Desde el primer momento Marina decidió ayudarme, defenderme, guiarme por el instituto y, seguramente, también querría presentarme a sus amigas. Yo no quería eso. No quería sentirme como si estuviera siempre arrastrando una bola de hierro encadenada a la pierna. Básicamente, porque yo nunca voy a un lugar en concreto y que una persona me vaya siguiendo sin rumbo me agobia, me hace pensar que tengo que seguir un recorrido para que esa persona esté cómoda, cuando la que debería estar cómoda soy yo. Es decir, no hay que confundir conceptos: me gusta tener amigas y soy muy sociable —a veces—, pero me angustiaba la idea de estar pegada a alguien por mucho tiempo. Prefería hundirme sola que con peso, la verdad.
Este tipo de pensamientos no me estaba llevando a ninguna parte, ya lo sé, pero aun así me resultaba difícil apartarlos de mi cabeza. Sí, cada vez me estaba agobiando más, incluso si la amistad de Marina me viniera bien mientras todavía era «la nueva»... Desgraciadamente ya no era una niña pequeñita que necesitara que la guiaran. Eso no quiere decir que yo supiera el camino, más bien que no me importaba perderme. Si me perdía, ya me orientaría de algún modo, aunque yo estaba segurísima de que no me iba a perder. No necesitaba que nadie me ayudara. Claro que quería llevarme bien con Marina, pero tampoco necesitaba que me siguiera hasta el baño.
—Oye —dije rompiendo el silencio en el que llevábamos sumidas desde que sonara el timbre del recreo. Ella me había llevado por un camino de piedras, uno por el que no tenía pinta que estuviera permitido que pasearan los alumnos y que atravesaba un jardincito que daba a las ventanas traseras de las clases. Marina se volvió hacia mí.
—Dime.
La observé, sintiéndome realmente culpable al verla tan mona, tan tierna y buena. Me daba apuro, pero, al final, decidí seguir adelante por la ternura que transmitía su mirada. Se lo diría con cariño, pero tenía que decírselo.
—Oye, que no hace falta que hagas todo esto por mí... Creo que ya me conozco bien los pasillos y los caminos. Si quieres, puedes volver con tu grupo de amigas.
Ya estaba. Lo había dicho. Ahora a esperar el disgusto. Era mi primera mañana en el instituto y ya me las había arreglado para tener una mejor amiga y una mejor enemiga, y que encima fueran la misma persona. Seguramente, diciéndole eso después de las molestias que se había tomado para ayudarme, Marina me iba a odiar por el resto de mis días. Pero no. No pasó nada de eso. Para mi sorpresa, ella comenzó a reírse descaradamente, como si, en realidad, en vez de reírse conmigo se estuviera riendo de mí.
Tragué saliva al mismo tiempo que un escalofrío me hacía pensar que había tomado una mala decisión.
—Sí, mira, ¿y te dejo aquí sola y sin nadie? —lo dijo en un tono como si aquello fuera algo malo, como si estuviera al cargo de cuidarme—. No soy tan cruel, pero, si quieres, podemos ir juntas y te presento a las demás. Y, luego, tú eliges.
Me dedicó una mueca de aprobación y yo la imité a modo de respuesta.
—Sí. La verdad, esa opción me gusta más.
Empecé a preguntarme por qué Marina no me lo había propuesto directamente en vez de tener que sacárselo yo. Me planteé que, a lo mejor, ella no quería que formara parte de su grupo de amigas, igual que yo no quería que ella me siguiera. Comencé a pensar, incluso, que a lo mejor ella estaba igual de desesperada que yo para que abriera la boca y le dijera educada e indirectamente que se largara.
Cerré los ojos, intentando dejar de lado aquellas paranoias que me asaltaban cada cinco minutos. Las odiaba. Lo que más me costaba era que, además de hacerme ser una persona superinsegura, siempre me mantenían sumergida en mis pensamientos y no me dejaban mirar tranquila el mundo exterior. Unos pensamientos que, tras instalarse en mi mente, crecían y crecían, tanto que ya apenas había espacio libre en mi pequeña cabecita. Me los imaginaba todos apelotonados y estrujados unos contra otros, y por eso, me decía, me dolía siempre la cabeza. Las paranoias me provocaban dolor de cabeza porque había tantas que ya no fluía el aire dentro de las paredes de mi cráneo.
No diré que eso no me preocupara. Soy demasiado joven para tener tantos demonios dentro. No quería ni pensar qué pasaría cuando fuera mayor. No me extrañaría que tuviera que terminar yendo a un psiquiatra para que intentara sacarme unos cuantos, aunque con ello solo lograra dejar espacio para los nuevos...
«Basta», me dije. Dios mío, tenía que dejar de dar tanta importancia a cosas innecesarias. Tenía que conseguir dejar de darle vueltas y más vueltas a todo cada cinco minutos y, especialmente, debía dejar de hacer una montaña de un granito de arena y dejarme llevar un poquito.
Estaba empezando el curso en un nuevo instituto, era la nueva, y eso podía ser un trampolín para decirle adiós a mi vieja yo y empezar de cero. Aunque, sí, vale, esa vieja yo era un poquitito tozuda y no se iría tan fácilmente. La conocía, llevaba toda la vida conmigo.
Cuando llegamos al fin del caminito de piedras, entramos por la parte trasera del edificio. Esa entrada tenía toda la pinta de no ser la principal y eso me reafirmaba en mi sensación de que ese caminito por el que habíamos llegado hasta allí debía de estar prohibido. Marina sabía los escondrijos del lugar y cómo funcionaba todo allí, de eso no cabía duda.
—Por aquí se tarda menos en llegar al otro lado del patio —susurró Marina poniendo morritos y colocándose el dedo índice entre los labios para pedirme silencio.
La seguí despacio, andando por aquel pasillo ancho y vacío que acababa en una encrucijada de otros cuatro pasillos más en los que se distribuían las aulas. Se escuchaba el sonido de la gente al otro lado de las puertas. Al fondo, la luz brillante del sol atravesaba las ventanas.
En aquel momento me detuve. Algo había captado mi atención. Era una bonita pintura protegida con un cristal. Estaba colgada en la pared, acompañada de muchas más alrededor, todas fijas en un marco de corcho, puestas en mitad del pasillo como si se tratara de una exposición.
Me salió una sonrisa involuntaria. Representaba un par de zapatillas de punta de ballet. Era un dibujo bastante sencillo, pero bien pintado en acuarela con tonos rosas y fondo blanco. Seguramente habría dibujos mejores alrededor, pero yo solo me fijé en aquel. En las zapatillas de ballet. Me hablaba a mí.
Llevaba bailando desde los cuatro años, y ya estaba en quinto grado. Me encantaba.
Me quedé mirando el dibujo, embobada, hasta que, después de un rato, me di cuenta de que había perdido de vista a Marina.
¡Genial! Me iba a matar, porque hacía un momento yo estaba chuleando sobre que no necesitaba una guía, y de repente el karma me había cruzado la cara de un guantazo.
Miré alrededor. No tenía ni idea de por dónde salir. Cada uno de los pasillos de la encrucijada acababa en una puerta, y no sabía por cuál de ellas había salido Marina.
—¿Te gusta el ballet?
Bajé la mirada. Allí estaba ella, a mi lado. No tenía ni idea de cómo ni cuándo había llegado hasta allí. Pero ahí estaba de nuevo. Y me había pegado un susto de muerte.
—Pensaba que te habías ido...
—Y yo pensaba que había hecho todos los esfuerzos posibles para demostrarte que no te voy a dejar sola. —Se pasó la mano por la cara en un gesto de cansancio—. Vámonos antes de que nos pongan una sanción...
O sea, que sí, que aquel atajo estaba prohibido.
Pero ya era demasiado tarde.
—Chicas, ¿qué hacéis aquí? —preguntó un profesor salido de la nada. Era más bien alto y, además, tenía una pose estirada, como rígida, aunque seguramente no ayudaba el hecho de que llevara la camis