30 DE AGOSTO DE 1999
El precioso encuentro
Joey
—Lo que tienes que hacer es pasar desapercibido y controlar ese genio. Eres un chico listo. Te las apañarás. Tú mantén la lengua a raya y pasa de tonterías. ¿Quieres que entre contigo?
—No me jodas.
—No pasa nada si estás nervioso, Joe.
—No estoy nervioso.
—Y tampoco pasa nada si tienes miedo.
—¿A ti te parece que tengo miedo? —gruñí molesto por sus mimos continuados—. Dar, no soy un bebé.
—Ya lo sé —concedió mi hermano mayor mientras subíamos el camino que llevaba al instituto público de Ballylaggin, un trayecto que él había recorrido cada día lectivo durante los últimos seis años. Su etapa en secundaria había acabado, mientras que la mía estaba a punto de comenzar—. Es que de verdad necesito que te vaya bien.
—Ya —resoplé—. Bueno, los dos sabemos que no va a ser así.
—Empiezas de cero, Joey —dijo—. Lo que ocurrió en primaria es agua pasada. No arrastres contigo ninguno de esos problemas.
—No se puede empezar de cero —contesté hastiado—. Solo cambiar de sitio para ver las mismas mierdas.
—Eres demasiado joven para ser tan cínico.
—Y tú demasiado listo para perder el tiempo y el aliento con esta charla motivacional —repliqué—. Tío, no soy Shannon. No necesito palabras de ánimo ni que me cojas de la mano.
—¿Tan malo es que quiera despedirme de ti tu primer día de instituto?
—Podrías haberlo hecho en casa —le recordé—. No hacía falta que me acompañaras. No soy un bebé.
—Eres mi hermanito.
—Dar, nunca me han molado los diminutivos.
—Siempre tan duro. —Negando con la cabeza, me dedicó una sonrisa triste—. Bueno, a lo mejor quería pasar más tiempo contigo.
—Compartimos habitación —sentencié al tiempo que me cambiaba de hombro la mochila, que pesaba como una tonelada de ladrillos—. Ya pasamos bastante tiempo juntos.
—Te quiero, Joe —declaró provocando mi desconcierto—. ¿Verdad que lo sabes?
—¿Que me quieres? —Con los pies vacilantes, me volví y elevé la mirada hacia él—. Pero ¿a ti qué coño te pasa?
—Nada —contestó con un tono que destilaba emoción—. Solo… quería que lo supieras.
—¿Por qué? —exigí perplejo ante su repentina afirmación. Estaba fuera de lugar y no me había dado buena espina—. ¿Qué pasa?
—Nada. —Sonriendo, me puso la mano sobre la cabeza y me despeinó—. No pasa nada, idiota. Solo quería decírtelo.
—Vale… —Lo miré con desconfianza; no estaba seguro de creerme lo que me decía—. Pero si se te ocurre abrazarme delante de toda esta gente, te voy a dar una patada en los huevos.
—Empiezas a hacer gallos con la voz —observó riéndose entre dientes—. Mi hermanito se hace mayor…
—No me hace falta tener una voz profunda para patearte el trasero —le respondí hecho una furia.
Él puso los ojos en blanco.
—Lo que tú digas, voz de pito.
—¿Aquí todas las chicas llevan la falda tan corta? —Con los ojos como platos, observaba cómo un grupo de chicas se bajaba del autobús escolar y se incorporaba al sendero justo delante de nosotros—. Retiro lo dicho, Dar —le dije a mi hermano con sonrisa burlona—. Creo que me va a gustar el instituto.
—Quítatelo de la cabeza —soltó entre risas—, esas chicas son de último curso, para ellas no eres más que un niñito de primero.
—Ya te he dicho que no me molan los diminutivos —repuse guiñándole un ojo antes de volver a centrarme en el glorioso espectáculo de piernas desnudas y culos de melocotón.
—¿No eres un poco joven para tener opiniones sobre las chicas?
—Tengo trece años.
—Los cumples en diciembre.
—Seguro que he visto más tetas que tú.
—Las de mamá no cuentan.
Los dos nos reímos, lo que hizo que se giraran algunas de las chicas que teníamos delante.
—¡Ay, Dios! ¡Darren Lynch! —chilló una de las rubias ofreciéndole a mi hermano una cálida sonrisa mientras iba directa hacia él—. ¿Qué haces aquí? ¿No sacaste como mil puntos en los exámenes de acceso a la universidad el pasado junio? No puede ser que repitas segundo de bachillerato.
—No, no repito. Solo he venido a acompañar a mi hermano pequeño en su primer día —contestó Darren mientras recibía el medio abrazo que le daba la chica—. Aunque yo podría preguntarte lo mismo: ¿qué hace una chica del Tommen por estos barrios tan bajos con el uniforme del Ballylaggin?
—Pues… Me han transferido aquí. Cursaré el último año en este centro —contestó la rubia en tono forzado—. Bueno, bien mirado, supongo que es lo mejor, ¿no?
—Sí. —Mi hermano asintió y sus ojos se llenaron de compasión, lo que me dejó la hostia de confundido—. Supongo.
—¿Y cómo va todo, Dar? —dijo ella apresurándose a dejar de lado lo que coño fuera que les había hecho mirarse con tanta intensidad. Yo puse los ojos en blanco y reprimí las ganas de vomitar—. No he vuelto a verte desde aquel fin de semana.
—He estado por ahí —contestó él rascándose la nuca—. A mis cosas, ya sabes.
—Sí. —Se volvieron a encontrar en otra mirada intensa—. Ya lo sé.
—Pues yo no —me entrometí; porque, ¿qué coño?—. ¿Os importaría contarme de qué cojones estáis hablando?
Mi hermano suspiró resignado antes de hacer rápidamente las presentaciones.
—Caoimhe, este bocazas de mierda es mi hermano pequeño. —Se volvió hacia mí y señaló a la chica—. Joe, esta es Caoimhe Young. Probablemente eras muy joven para recordarla de la escuela primaria, pero su hermana pequeña es amiga de Shannon.
Sus ojos azules aterrizaron en mi cara y sonrió.
—Así que tú eres el siguiente Lynch en la jerarquía, ¿eh?
—Eso parece. —Me encogí de hombros de forma evasiva antes de volverme hacia Darren—. ¿Has acabado de buscar en el baúl de los recuerdos o me tengo que quedar aquí parado otros diez minutos?
—Ostras, Dar —exclamó ella riéndose—, ¡vaya peligro tiene!
—Qué me vas a contar —respondió mi hermano con un suspiro—. Me alegro de verte, Caoimhe. —Entonces me agarró por la nuca y, dirigiéndome alrededor del grupo de chicas, seguimos avanzando por el camino que llevaba al instituto—. Cuídate.
—¡Tú también, Dar! —gritó detrás de nosotros—. ¡Ya me dirás algo!
—¿Ya me dirás algo? —Sacudí la cabeza para librarme de su mano—. ¿Y eso qué coño significa?
—Ni idea —murmuró Darren—, ya sabes cómo son las chicas.
—¿Te has acostado con ella?
—¿Qué? —Se detuvo y me giró para que lo mirara a la cara—. No, no me he acostado con ella. ¿Por qué me preguntas eso?
—No te hagas el remilgado conmigo. —Me reí y le di unos empujones de complicidad en el pecho—. Sé que has estado con chicas.
Darren suspiró profundamente.
—No de esa manera.
—Bueno, creo que a esa le gustas —comenté mientras me ponía de nuevo a su lado—. Te miraba en plan empalagoso.
—Empalagoso… —repitió con una risa sofocada—. Eres la hostia.
—Pero ¡es verdad! —repliqué riéndome—. Me sorprende que no se haya desmayado al verte. —Aclarándome la garganta, me puse el dorso de la mano contra la frente y la imité—: Oh, Darren Lynch. ¿Eres tú a quien ven mis ojos? ¡Cálmate, mi palpitante corazón!
—Qué imbécil eres —dijo mi hermano entre carcajadas.
—Y tú eres una caja de sorpresas —repuse guiñándole un ojo y dándole con el codo en las costillas—. ¿Hay más rubias merodeando por el instituto esperando para caer rendidas a tus pies? Porque yo estaría encantado de quitártelas de encima.
—Déjalo ya —pidió moviendo la cabeza con pesadumbre—. De verdad, no va de eso. Caoimhe es solo una buena amiga.
—Dar, no te preocupes. Sé que eres gay. Solo estaba bromeando…
—¡Joey, por Dios! —espetó Darren agarrándome el hombro con la mano. Miró a nuestro alrededor, con unos ojos desorbitados que reflejaban su pánico, y luego soltó un suspiro y murmuró—: No lo digas tan alto, ¿vale?
—¿Por qué lo haces? —le pregunté dejando atrás las risas mientras me sacudía su mano de encima y notaba cómo me iba cabreando—. ¿Por qué ocultas quién eres?
Él movió la cabeza hacia los lados; sus ojos azules estaban llenos de dolor.
—Joey.
—No, es una gilipollez, Dar —insistí sin intención de dejarlo pasar—. Yo no me avergüenzo de ti, y tú tampoco deberías hacerlo.
—No me avergüenzo de mí mismo —declaró en voz baja.
—Genial —le solté—. Porque no tienes una mierda de que avergonzarte.
—Ya, bueno, según papá, sí.
—Ya, bueno, que le den por culo a papá —solté—. Él es quien debería estar avergonzado de sí mismo, no tú.
—¿Tú te das cuenta de que hasta hace seis años ser gay se castigaba como un delito en este país?
—Sí, igual que usar condones o cualquier otro método anticonceptivo —bramé—. Lo que demuestra que las leyes son una mierda.
—Joe…
—Darren, este país está atrasado. Lo sabes tan bien como yo —argumenté—. Es cierto que va mejorando, pero a ninguno se nos escapa que los cimientos sobre los que se construyen nuestras leyes tienen mucho más que ver con la religión que con el sentido común.
—Joe, de verdad que no quiero hablar de eso.
—Bueno, pues yo no quiero verte por ahí con el rabo entre las piernas sin ningún motivo —repliqué—. Son gilipolleces, Darren. Todas las palabras que salen de la boca de ese hombre son una completa gilipollez, así que no permitas que te haga sentir mal contigo mismo. Papá vive en la Edad Media; no te atrevas a dejar que te arrastre hasta allí con él.
—¿Y qué quieres que haga, Joey? —preguntó en tono cansado—. ¿Me doy de hostias con él?
«Exacto».
—Puedes con él.
—Claro que no —contestó—. Además, no todas las desavenencias de la vida tienen que resolverse con una pelea de perros.
—En nuestro caso, sí —corregí acaloradamente—. Así que más te vale hacerte a la idea y asegurarte de que eres el perro más grande.
—¿Como tú, voz de pito?
—Puede que no sea el perro más grande de la pelea —concedí a regañadientes—, pero mis dientes siempre son los más afilados.
—¿Como en la cita esa que dice que lo importante no es el tamaño del perro, sino el fervor con el que luche?
Asentí con la cabeza.
—Ahora empezamos a entendernos.
Darren me miró extrañado.
—Entonces, según tú, ¿en el mundo impera la ley del más fuerte?
—No es que yo lo diga, Dar. Es que es un hecho.
—¿Sabes? —musitó en tono melancólico—. No sé si esas agallas que tienes van a ser tu salvación o tu perdición.
—Pase lo que pase, por mí no hay problema —dije encogiéndome de hombros—. Porque no podría importarme menos.
—Eso no es cierto —sostuvo—. Claro que te importa.
—No. —Me reí con desgana—. La verdad es que no.
—Pues necesito que empiecen a importarte las cosas, Joey.
—Me importan —refunfuñé—. Me importáis tú, Shan, Tadhg, Ols…
—Necesito que también te importen tus cosas, Joe.
—Hostia puta.
Mis pies se detuvieron de golpe en el instante en que mis ojos se posaron sobre una rubia alta con cara de ángel que estaba sentada en el muro de contención de la entrada del instituto.
—¿Qué pasa? —preguntó Darren mirando a nuestro alrededor—. ¿Dónde está el incendio?
Me quedé mudo al verla y, ya sin ninguna intención de seguir conversando con mi hermano, señalé a la chica cuya larga melena rubia se mecía a su alrededor con la brisa.
—No la conozco —dijo mi hermano—. Debe de ser de primero.
Nunca había visto nada igual. La observé chupar un chupachups, totalmente indiferente hacia el chico que intentaba hablar con ella mientras sus largas piernas colgaban pared abajo.
—Madre mía. —Lancé un suspiro—. Me da igual que seas gay. No puedes negar que esa chica es lo más bonito que han visto tus ojos.
De repente, ella desvió su mirada hacia la mía. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí como si me dispararan un rayo de calor directamente contra el pecho.
Me cago en mi vida.
Estaba seguro de que iba a sonrojarse y apartar la vista. No lo hizo. En lugar de eso, inclinó la cabeza hacia un lado y me escrutó con una mirada que con toda seguridad se parecía mucho a la mía. Arqueando una ceja, se sacó lentamente el chupachups de la boca y me contempló expectante.
Desvié una inquisitiva mirada hacia el chaval moreno que seguía realizando intentos fallidos por llamar su atención y luego la volvía a llevar hacia su rostro. Tras alzar la barbilla con gesto desafiante, me miró como diciendo: «¿A qué esperas?».
«Joder, vaya mierda».
¿A qué estaba esperando?
—Tranquilo, hermanito. —Darren se reía mientras me forzaba a seguir avanzando por el camino hacia el edificio principal y me alejaba de la rubia—. Es guapa, pero no te tires a la piscina todavía. Te aseguro que en tu curso habrá otras cincuenta chicas igual de encantadoras.
«Lo dudo».
—No quiero otras cincuenta chicas —contesté girándome para ver que seguía mirándome—. Solo quiero a esa.
—Ay, quién pudiera volver a ser de primer año. —Entre risas, Darren me arrastró junto a él hasta que la chica quedó fuera de mi campo de visión—. Si hay algo que quiero que recuerdes de todo lo que te he enseñado durante estos doce años es esto: mantén esos humos a raya, la cabeza en los libros, el culo fuera de las calles y las manos lejos de ese tipo de chicas.
—¿De qué tipo de chicas?
—De las que llevan «Rompecorazones» escrito en la frente.
—En otras palabras, que me pase los próximos seis años de instituto viviendo como un cura —refunfuñé antes de zafarme de él en cuanto llegamos al edificio—. ¿Dónde hay que firmar?
—Oye, es lo que yo hice. —Mi hermano se rio entre dientes, recreándose en mi disgusto—. A mí me funcionó.
—Porque tú eres un puto muermo —le dije—. En serio, Dar. Parece mentira que seamos familia.
—Bueno, pues lo somos —me recordó antes de darme un abrazo—. Pase lo que pase, siempre seré tu hermano, ¿vale? No lo olvides.
—¿Qué te he dicho hace un rato? —protesté separándome de él antes de que alguien me viera abrazando ni más ni menos que a mi propio hermano—. Debería cumplirlo y darte una patada en los huevos.
—Cuídate. —Su voz rezumaba emoción mientras me contemplaba con el ceño fruncido—. Te quiero.
—Joder, déjate ya de ñoñerías —farfullé con una profunda sensación de incomodidad—. Que empiezo la secundaria, imbécil, no me voy a la guerra.
Asintió con rigidez.
—Ya lo sé.
Desconcertado, lo miré con recelo antes de hacer un gesto de negación con la cabeza y dirigirme hacia la entrada.
«Espera».
«No te vayas».
«Pasa algo».
«Date la vuelta».
«Nada de esto tiene sentido».
—Dar… —Con aire indeciso, me di la vuelta y vi cómo se alejaba—. Te veo después del instituto, ¿vale?
Mi hermano no respondió.
—¿Dar?
Tampoco se volvió para mirarme.
—¿Darren?
Lo que hizo fue subirse la capucha y seguir alejándose de mí.
—Entonces ¿ese tío es tu guardián o eres capaz de pensar por ti mismo? —me preguntó una voz de chica; y yo me giré y me encontré nada menos que a la rubia del muro plantada frente a mí… Hostia puta, de cerca era todavía más guapa.
Olvidada ya cualquier idea sobre la extraña despedida de Darren, me centré por completo en el rostro que me miraba. Pómulos altos, labios rosados y carnosos, unos enormes ojos verdes y una melena como sacada de una revista: sin duda era la cosa más preciosa que había visto en mi vida.
—Te aseguro que puedo pensar por mí mismo.
—Me viste antes —dijo serenamente con los ojos clavados en mí.
—Sí, te vi.
—Y seguiste andando.
Asentí como un tonto.
—Sí.
—No vuelvas a hacerlo.
«La madre que me parió».
—Entendido.
Me miró de nuevo e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Eres muy guapo.
«Joder, flipo».
—Lo mismo digo.
—Mmm. —Torció el morro—. Entonces ¿tienes nombre, chico-que-puede-pensar-por-sí-mismo?
—¿Acaso importa? —repliqué intentando recuperar algo del terreno que había perdido ante el torbellino de fuerza que era esta chica—. Los dos sabemos que acabarás llamándome «cariño».
Se pasó la lengua por los labios para ocultar su sonrisa.
—¿Ah, sí?
Me acerqué un poco más.
—Dímelo tú, rubia.
Ahora sí sonrió, y fue un espectáculo asombroso.
—Vale, tienes mucha labia.
Se me dibujó una sonrisa de medio lado.
—Gracias.
—Me llamo Aoife. —Se reía mientras me tendía la mano.
—Joey —dije a mi vez aceptando su pequeña mano en la mía.
—Joey… —Inclinó la cabeza hacia un lado y me analizó sin una pizca de timidez—. Te pega ese nombre.
—Podría decir lo mismo del tuyo —contesté—; significa «resplandor y belleza», ¿no?
Esbozó una sonrisa burlona.
—Sabes irlandés.
Sí, sabía irlandés, pero no tanto. Había una chica en mi escuela de primaria que se llamaba Aoife y no dejaba de parlotear sobre cómo le habían puesto ese nombre por una reina guerrera irlandesa cuya belleza se rumoreaba que rivalizaba con la de Helena de Troya.
Pero eso no tenía pensado decírselo a esta Aoife en particular.
Porque necesitaba conseguir toda la ventaja posible.
—¿A qué clase te han asignado? —preguntó sacando un horario doblado del bolsillo de su corta falda plisada—. Yo estoy en Primero 3.
«No tengo ni puta idea».
Extendí la arrugada bola de papel en que había convertido mi horario de clases del año escolar. Me emocioné un huevo cuando leí «Primero 3» en la página.
—Yo también.
Estaba en mi clase.
Puede que mi suerte estuviera cambiando.
—Entonces eres un estudiante tan mediocre como yo. —Sonrió—. A mi hermano lo asignaron a Primero 1. Es la clase de los cerebritos.
—¿Sois mellizos?
Ella asintió.
—Por desgracia.
—Entonces ¿somos la tercera clase más lista?
—O la tercera más idiota —repuso riéndose—. Depende de cómo lo mires.
—¿Por qué? ¿En cuántas clases está dividido nuestro año?
—En cuatro.
—Mierda. Eso no dice mucho de nosotros, ¿verdad?
—No. —Sonrió—. Más bien al contrario. ¿Y de qué escuela primaria vienes?
—Del Sagrado Corazón —respondí—. ¿Y tú?
—De St. Bernadette —dijo con una mueca. —Es la…
—¿… escuela primaria de monjas solo para chicas que está a las afueras de la ciudad? —Hice un gesto de dolor como muestra de solidaridad—. Pues vaya mierda de suerte la tuya, ¿eh?
—Sí. Ocho años con las monjas. ¿No ves cómo resplandece mi aureola?
—Claro, me está dejando ciego.
—La hermana Alphonsus dice que debería continuar mi educación en un entorno solo de chicas —musitó con una sonrisa traviesa—. Al parecer tengo un lado salvaje y cierta inclinación por las formas masculinas que no hay oración que pueda eliminar. —Puso los ojos en blanco—. Y todo porque dije que el tío que hacía de Jesús en una película que pasaron me parecía monísimo.
Arqueé una ceja.
—¿Monísimo?
—¿Qué pasa? Lo era.
—Bueno, me parece que necesitas pasar menos tiempo rezando de rodillas y más…
—No lo digas —me advirtió mientras se acercaba para taparme la boca con la mano.
—… con las formas masculinas. —Me reí entre dientes y, con la mano, le aparté los dedos de mis labios.
—Entonces ¿debería pasar más tiempo con las formas masculinas en general… —planteó con sus dedos ya entrelazados con los míos— o contigo? Porque te puedo asegurar que la forma masculina que tengo delante me tiene impresionada.
—¿Es tu manera de decirme que no tienes novio?
—No, es mi manera de decirte que tendré novio cuando me lo pidas.
—Joder. —Se me aceleró el ritmo cardiaco—. No reculas ante nada, ¿eh?
Me guiñó un ojo y se deslizó la mochila por el hombro.
—¿Qué tiene eso de divertido?
Descolocado por aquella chica, cogí la mochila que me tendía y me la colgué del hombro que me quedaba libre.
—Eso es —dijo con un gesto de aprobación mientras admiraba su mochila rosa chillón sobre mi hombro—. Con eso debería bastar.
—Bastar ¿para qué?
—Para ahuyentar a las otras chicas.
Alcé ambas cejas.
—¿Me acabas de marcar con tu mochila?
—Por supuesto que sí —afirmó sonriéndome dulcemente antes de girar sobre sus talones y ponerse a caminar sin prisa hacia el instituto—. Vámonos ya, cariño.
Me reí, porque, la verdad, ¿qué otra cosa podía hacer?
Tenía el presentimiento de que iba a seguir muchas veces a esa chica.
Aun así, mis pies fueron tras ella.
PRIMERO
30 DE NOVIEMBRE DE 1999
Los monstruos de debajo de mi cama
Joey
Con el sonido de mi propio pulso retumbándome en los oídos, fijé la mirada en el suelo de mi cuarto y me concentré en mi respiración, en las grietas del zócalo, en el agujero recién horadado de mi calcetín, en lo que fuera menos en el gilipollas que aporreaba la puerta y exigía entrar.
«¡Abre la puerta, chaval, que te voy a enseñar modales!».
«Eres un cabroncete inútil, igual que tu hermano».
«Ya no eres tan hombre, ¿verdad, gilipollas?».
«¡Saca el culo de ahí, desgraciado, o tiro la puta puerta!».
El corazón me latía con violencia en el pecho, tenía golpes y magulladuras en cada centímetro de mi cuerpo y, aunque sabía que mi madre estaba indefensa ahí afuera, juro por Dios que no fui capaz de volver a pelearme con el hombre al que ella llamaba «marido». Sobre todo porque me había ganado muy fácilmente esa noche.
Tragándome la sangre que me chorreaba por la garganta, giré la cabeza hacia un lado y consideré mis opciones.
«Luchar».
«Morir».
«Huir».
«Morir».
«Contarlo».
«Morir».
«Esconderme».
«Morir».
«Morir».
Tras dedicarle una egoísta cantidad de tiempo a la idea de llevarme un cuchillo a las muñecas, apreté los ojos y tensé todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo hasta que el esfuerzo me hizo temblar.
«No lo hagas, tío».
«Aún no te toca».
«No le des esa satisfacción».
«Piensa en los otros».
Desesperado por distraerme de la tentación, contuve el aliento y me concentré en pensar por qué no podía irme de casa.
Por qué debía quedarme.
«Shannon. Tadhg. Ollie…».
Poco a poco, a medida que mi mente se resignaba al hecho de que de ningún modo iba a dejar a tres niños inocentes con los monstruos que nos habían creado, sentí cómo se me destensaban los músculos, lo que hizo que me hundiera más y más en un estado depresivo.
«Atrapándome…».
El rencor borboteaba en mi interior y tenía la mente fija en una sola cara.
«En un nombre».
Darren podía irse a la mierda por dejarme aquí solo.
Mamá lloraba en su habitación; tenía la ropa desparramada por todas partes y se había despojado de toda dignidad ante mi padre, así que yo no podía hacer una mierda por ella.
«Y, como la última vez, no pude salvarla».
«Y, como todas las veces anteriores, no pude detenerlo».
El grave timbre de voz de mi padre resonaba en las paredes de mi cuarto, mientras las amenazas que había estado profiriendo contra mí hasta altas horas de la noche se transformaban lentamente en gruñidos frustrados y, por último, en insultos de borracho.
«Puto imbécil» fue lo último que le oí llamarme antes de que sus pesados pasos se alejaran torpemente de la puerta.
Volví a oír su voz a los pocos minutos, pero en esta ocasión al otro extremo del descansillo, con mi madre otra vez como blanco de su rabieta inducida por el whisky.
Cogí el despertador de la mesilla de noche y entrecerré los ojos para intentar distinguir la hora con la única ayuda de la tenue luz de la calle que se filtraba por la ventana.
Las 02.34.
Joder.
Dejé el reloj en su sitio, lancé un suspiro de frustración y traté de calmarme de una puta vez mientras repiqueteaba los dedos sobre el pecho.
Aunque no iba a ser fácil.
«Al menos esta noche».
Porque Darren se había ido y él seguía ahí.
La única persona de la que dependía en momentos como ese (en noches como esa) se había marchado sin tan siquiera mirar atrás.
«Lo sé bien. Vi cómo se iba».
Papá nunca le pegó a Darren como me pegaba a mí.
Él era el primogénito, el niño bonito. Yo era el de repuesto.
A Darren le daba bofetadas con la mano abierta. A mí me daba puñetazos. Darren era diplomático. Era el que mejor sabía persuadir a nuestro padre de toda la casa y hacerlo entrar en razón… Bueno, la mayoría de las veces.
Al lanzar una furiosa mirada hacia su litera vacía, intacta desde su marcha, sentí cómo me invadía una conocida oleada de amargura que se llevó consigo una parte más de mi infancia.
Acababa de empezar primero, por el amor de Dios, y aún me quedaba un mes para cumplir los trece… ¿Qué posibilidades tenía contra un hombre el doble de grande que yo?
Ninguna. Darren lo sabía perfectamente, y, aun así, me había dejado ahí, indefenso.
Tenía doce años y era un soldado de primera línea en la guerra que asolaba el hogar familiar. Me enfrentaba a un enemigo más grande y fuerte que yo, y mi aliado me había abandonado cuando más lo necesitaba.
Durante los primeros días tras la repentina marcha de mi hermano mayor, había esperado con el corazón en un puño, rezando para que, de algún modo, todo pasara y Darren volviera a entrar por la puerta principal.
No fue una reacción normal en mí.
Aunque tampoco es que rezara realmente.
Pero la tarde en la que llegué a casa después de mi primer día de instituto y descubrí que se había ido, me puse a susurrarle promesas y juramentos al hombre de los cielos, ofreciéndole todo lo que se me ocurría a cambio de que me devolviera a mi hermano sano y salvo.
«A mi aliado».
Mis plegarias no obtuvieron respuesta, y había perdido más terreno del que podía permitirme durante las semanas transcurridas desde entonces.
Asqueado de mí mismo por esconderme tras una puerta cerrada, traté de razonar con mi orgullo, aunque en el fondo sabía que salir de allí esa noche equivalía a firmar mi propia sentencia de muerte.
Entonces el sonido de alguien sorbiéndose los mocos inundó el cuarto, y, reprimiendo un gruñido, dejé caer la cabeza contra la puerta de la habitación en la que me apoyaba, con el hurley en la mano.
—No le hagas caso —le ordené a uno de mis hermanos (no tenía ni idea de a cuál, porque los tres que aún residían en ese agujero de mierda estaban escondidos bajo mi edredón)—. Haz como si no lo oyeras.
—Da mucho miedo, Joe. —Tadhg se sorbió los mocos y salió de debajo de mi edredón en la litera de arriba—. ¿Y si le está haciendo daño a mamá otra vez?
—No le está haciendo daño —solté consciente de la mentira que le estaba contando a mi hermano de seis años—. Está de maravilla. Duérmete.
—No puedo —rezongó.
—Pues tienes que hacerlo —le susurró mi hermana de diez años—. Ya sabes lo que pasará si se da cuenta de que estamos despiertos.
—Cállate, Shannon —dijo Tadhg entre gemidos—. Tengo miedo…
—Ya lo sé, Tadhg —prosiguió ella dulcemente mientras salía de entre las sábanas con Ollie, nuestro hermano de tres años, acurrucado en su regazo—. Por eso tenemos que estar callados.
—Tenéis que iros todos a dormir de una puta vez —ordené asumiendo el papel de protector que se me había asignado sin ningún miramiento—. Tú estás genial. Mamá está genial. Todos estamos genial. Todo es la hostia de genial.
—Pero ¿y si le está haciendo daño otra vez?
No tenía ninguna duda de que, efectivamente, le estaba haciendo daño otra vez.
El problema era que no podía hacer una mierda al respecto.
«Dios sabe que lo había intentado».
La nariz rota que lucía desde un rato antes demostraba lo poco que podía hacer para detener al animal al que llamábamos padre.
Afortunadamente, Tadhg y Shannon no parecían entender de qué manera nuestro padre estaba lastimando a nuestra madre. Yo, en cambio, tenía diez años cuando aprendí el significado de la palabra «violación».
No era la primera vez que veía cómo la forzaba, ni tampoco la primera vez que oía esa palabra en una conversación, pero sí que fue la primera vez que relacioné la palabra con los hechos y entendí lo que le había estado pasando a mi madre.
«Entendí lo que aquel animal le había introducido en el cuerpo a la fuerza».
«Una y otra vez».
Mi intervención había sido infructuosa y solo había conseguido que mi madre (golpeada, magullada, ensangrentada, desnuda de cintura para abajo y tirada en el suelo) me echara de la cocina. Me culpó con la mirada de algo que escapaba a mi control, ya una vez que mi padre le había propinado unos buenos golpes a mi cuerpo prepúber.
Después de aquello, mi determinación de mantener la boca cerrada sobre lo que había pasado en casa se vio aún más reforzada.
Sabía que Darren había sufrido agresiones sexuales durante los seis meses que pasamos en una casa de acogida al final de la educación infantil. Había oído hablar lo suficiente sobre aquello (con la intención de hacer que me sintiera culpable) como para saber que había sido tan horrible que no debía contárselo a nadie ni airear los asuntos privados de la familia.
«Joey, recuerda que por muy mal que se ponga papá, nada será peor que aquello…».
«¿Crees que eso es malo? No sabes la puta suerte que tienes…».
«Tu familia de acogida te dio tarta y helado, a mí me destruyeron…».
«No puedes quejarte de nada, comparado conmigo. Lo tuviste fácil, así que deja de compadecerte de ti mismo…».
«¿Sabes lo que pasa en esas casas de acogida? ¿Quieres que Tadhg acabe como yo? ¿Quieres eso para Shannon? Mantén la boca cerrada. En esta casa no pasa nada tan malo como para que merezca la pena volver allí. Nada…».
Cuando lo vi con mis propios ojos, supe que de ninguna manera iba a poner a mis hermanos en una situación en la que pudiera pasarles algo así.
Antes me moriría… Y no estaba siendo dramático.
Lo decía en serio.
Después de aquel episodio, no dormí por las noches durante años. No me atrevía. Llevaba los ruidos (los putos sonidos que ella hacía) grabados a fuego en la memoria, repitiéndose una y otra vez en un bucle de destrucción mental. E incluso cuando había calma, tenía los nervios de punta. El silencio me inquietaba casi tanto como sus gritos.
Porque sus gritos significaban que aún respiraba.
Su silencio podía significar que estaba muerta.
Recuerdo estar tumbado en mi cuarto, más o menos como esa misma noche, con el cuerpo rígido mientras me esforzaba por oír cada uno de los chirridos del colchón, cada uno de los repugnantes gruñidos y gemidos que procedían de la puerta cerrada que había al otro lado del descansillo.
El pánico me consumía y, nueve de cada diez veces, saltaba de la cama y montaba guardia frente a la habitación de mi hermana, aterrado de que ella poseyera algo que un animal como nuestro padre acabara yendo a buscar.
Al menos, cuando todos estábamos bajo el mismo techo, podía protegerla, podía protegerlos a todos, ser yo quien soportara parte de su dolor y permitirles tener algo similar a una infancia.
Si lo contaba, nos pondrían en acogida. Y estando en acogida era muy probable que nos separaran. Y si nos separaban, no podría protegerlos de los depredadores que, según me había advertido Darren, estaban por todas partes.
La mera idea de que le sucediera algo a Shannon, Ollie o Tadhg hacía que se me erizara la piel y se me cerrara la boca de golpe.
Podía soportar la presión. Podía soportar los golpes. Podía soportar las rabietas que propiciaba el whisky. Podía soportar lo que fuera si de ese modo les libraba a ellos de hacerlo.
Como si se tratara de un juramento de sangre sagrado, reafirmé mentalmente la promesa que me había hecho a mí mismo la noche después de que Darren se marchara, que no era otra que proteger a mis hermanos y a mi hermana con todo lo que estuviera en mi mano. No iba a permitir que les pegaran, como hacían conmigo, ni que abusaran de ellos, como le ocurría a nuestra madre, ni tampoco que los agredieran sexualmente, como había pasado con nuestro hermano.
Iba a dejarme la piel protegiéndolos y defendiéndolos de cualquier daño. No tendrían que sentarse detrás de una puerta atrancada con un hurley en la mano. Yo lo haría por ellos.
Sabía lo que se sentía cuando tu protector te abandonaba, y jamás iba a permitir que eso les ocurriera a ellos. Sí, a la mierda Darren por abandonar a nuestros hermanos y a nuestra hermana a su suerte con un monstruo. A la mierda por convertirme en el principal saco de boxeo de nuestro padre.
«Siempre lo has sido, chaval…».
Y, ya que nos ponemos, a la mierda también el instituto. Desvié la mirada hacia mi mochila sin abrir, que contenía una montaña de deberes. No tenía la menor intención de hacer las gilipolleces que nos asignaban los profesores, cuyas opiniones sobre mí eran la última de mis preocupaciones.
Sí, podía decir sin temor a equivocarme que el instituto era otra pifia.
Según mi nuevo director, el señor Nyhan, yo tenía «malas pulgas» y era «indiferente a la autoridad». Si él tuviera que aguantar la mitad de mierdas que yo, seguro que tampoco sería tan receptivo a la autoridad.
«Gilipollas».
Disfrutaba haciéndolo enfadar.
El motivo de mi descarada aversión hacia él era sencillo: en su época había jugado al hurling con mi padre.
Hurling.
Me recorrió un escalofrío.
Era tanto mi gran salvación como una auténtica pesadilla.
Mi padre me obligaba a jugar desde los cuatro años y, como me aterrorizaba la idea de que ese peso cayera sobre los hombros de Tadhg de la misma forma en que había caído sobre los míos cuando Darren lo dejó, me esforcé por seguir jugando.
Y se me daba bien.
Era mejor de lo que nunca habían sido mi padre o Darren, y creo que eso lo hizo odiarme aún más: no era un completo inútil, como él no dejaba de recordarme.
«Capullo».
Fueron ese tipo de pensamientos, y las noches de mierda como la que estaba viviendo, los que me llevaron a aceptar la propuesta de Shane Holland, un chico unos años mayor que yo del instituto de Ballylaggin, que en quinto me ofreció darle mi primera calada a un porro. Cuando me prometió que me relajaría la mente y me ayudaría a dormir, aspiré esa mierda con tanta fuerza hacia los pulmones que casi me ahogo.
¿Y qué fue lo que pasó?
Que funcionó.
Esa noche me fui a casa y dormí como un bebé, feliz en la ignorancia de todo lo que ocurría más allá de la puerta cerrada de mi habitación. Tras esa primera noche de sueño ininterrumpido en años, me convertí al instante y decidí que la hierba estaba hecha para mí.
Después de fumar, me relajaba más de lo que nunca había sido capaz. Podía cerrar los ojos por la noche y no oírla a ella en mi cabeza.
Tenía paz.
El sábado anterior, por ejemplo, después del trabajo, había quedado unas horas con Shane y otros de los chicos mayores del instituto. A la mayoría ya los conocía, puesto que nos habíamos criado en la misma zona. Eran todos bastante inofensivos… Bueno, casi todos, al menos.
No era tan ingenuo como para creer que Shane o cualquiera de los gilipollas de sus amigos eran amigos míos de verdad. Tan solo me ofrecían una escapatoria al mayor gilipollas de mi mundo.
«Mi padre».
Además, la perspectiva de colocarme me había resultado muchísimo más atractiva que la de llevarme una puta paliza de mi viejo por fallar un 65 (el equivalente a un córner en el hurling) durante el partido de la mañana.
Así que no dudé en aprovechar la oportunidad de escaparme una noche.
«Solo para hacer que todo se detuviera…».
A la mañana siguiente se desató un verdadero infierno cuando me abroncaron por mi aventura nocturna, pero no me arrepentía de nada. No recordaba haber llegado a casa. La puta mezcla de hierba, sidra Devil’s Bit y pastillas me había subido demasiado como para enterarme de lo que pasaba.
«O como para que me importara».
Joder, volvería a hacerlo sin pestañear, conseguía librarme de la realidad de mi vida (de ellos) durante unas horas.
«Hostia, ojalá pudiera fumar ahora mismo…».
—Creo que le está haciendo daño otra vez —farfulló Tadhg, alejándome de mis pensamientos, cuando los gemidos de dolor de nuestra madre flotaron en el aire, seguidos de unos gruñidos salvajes.
«Sí, ya lo sé».
—Por última vez, no le está haciendo daño.
—¿Estás seguro?
«No».
—Sí.
—¿Lo prometes?
«No».
—Sí.
—Joe, gracias por dejar que nos quedemos contigo.
—No hay problema.
—¿Quieres que te hagamos un huequito aquí entre nosotros?
«¿Y que dos tercios de vosotros os meéis encima de mí por la noche?».
—No, gracias.
—¿Estás seguro de que no quieres…?
—A dormir. Ahora mismo.
De un humor más sombrío, dejé que mis pensamientos volvieran a Darren mientras me metía en la cama para pasar la noche con la única compañía de mi rencor y mi hurley.
«Gilipollas».
14 DE FEBRERO DE 2000
Cualquiera menos ella
Joey
—Y luego solo tienes que volver a conectar los cables así, y a correr —me explicó Tony Molloy el jueves por la tarde después de clase mientras me pasaba el cortaalambres.
El motor del coche cuyo cableado había estado renovando se puso a rugir.
Sonreí.
—Hostia, qué pasada.
Elevó una de sus canosas cejas.
—Te lo enseño por si hay alguna emergencia, no para que te des ningún paseíto por ahí a medianoche en cualquier cacharro ni para que hagas ninguna de las mierdas que hagáis los jóvenes de por aquí.
—Por supuesto.
—Oye, pásame el comprobador de corriente.
Fascinado a más no poder, hacía lo que me pedía, empapándome de todo lo que ese hombre me enseñaba y sintiéndome más que agradecido de que el año anterior se la hubiera jugado conmigo, aunque eso significara que me asignaran el papel de lacayo con pretensiones de Tony.
No es que echar gasolina en la explanada que había junto al taller fuera muy emocionante, pero descubrí que me gustaba tener la oportunidad de trabajar con motores. Más que gustarme, era justo la distracción que necesitaba.
Ganaba poco dinero, cinco pavos la hora, pero era demasiado joven como para conseguir un trabajo de oficina, aparte de que mi impulsividad me habría impedido mantenerlo aunque hubiera tenido la edad suficiente.
No parecía que pudiera evitarlo. Para mí era un problema mantener la calma. La rabia que se acumulaba en mi interior siempre que me enfrentaba a un altercado o a algún gilipollas empeñado en discutir conmigo era incontrolable.
Había algo dentro de mí que exigía que me defendiera, por pequeña o insignificante que fuera la discusión. Escapaba a mi control. Era como si bajo la superficie de mi piel viviera un demonio que estaba harto de recibir patadas tirado en el suelo y se negara a recibir una sola más.
Además, el alivio que reflejaba la cara de mi madre cuando le entregaba mi sueldo los viernes por la noche hacía que todo mereciera la pena. Si pudiera evitarle tan solo una décima parte de la carga que soportaba sobre sus frágiles hombros, depositada allí por el hijo de puta inútil con el que se había casado y que se negaba a buscar trabajo, estaría encantado de aguantar lo que fuera por cinco pavos la hora.
Hacía todas las horas que me daban; trabajaba la mayor parte de las tardes después de clase hasta las nueve o las diez de la noche y el sábado durante todo el día, a menos que necesitara tomarme algunas horas libres para los partidos.
—¿Y cómo van los estudios, muchacho? —preguntó Tony poniéndose de pie—. Espero que estés más centrado después de la expulsión de la semana pasada.
No me entusiasmaba el instituto y mi jefe lo sabía. Se podría decir que lo odiaba a muerte. Pero, sopesando mis opciones, me habría quedado a vivir en él (o allí mismo) si eso significaba no tener que volver a casa.
—Ya te lo dije —contesté siguiendo a Tony hasta el despacho que hacía las veces de sala para empleados—. El capullo de Rice se pasó de la raya.
—Y tú estabas más que dispuesto a ponerlo en su sitio —sugirió Tony. Encendió la tetera y señaló mi ojo amoratado—. Si sigues viniendo así a trabajar, vas a asustar a todas las viejas que se acercan a echar gasolina.
Me encogí de hombros.
—Mira, Joe, tienes que aprender a mantener la cabeza fría —continuó diciendo mientras servía dos tazas de té—. Ese mal carácter te convierte en un peligro, chaval. No te dejará avanzar en la vida.
«O me mantendrá vivo el tiempo suficiente para hacerme mayor y largarme de este pueblo».
—Es posible —convine pasándome la lengua por el corte recién cicatrizado del labio inferior.
—Ya no te está dejando avanzar —dijo tendiéndome una de las tazas, antes de embarcarse en una de sus frecuentes charlas motivacionales acerca de mi gran potencial.
Me hundí en una silla que había en el lado opuesto de la mesa, le di un sorbo al té y desconecté de su voz, asegurándome de asentir e indicar que estaba de acuerdo en los momentos precisos, puesto que ya había oído cada una de sus putas palabras, pero con la profunda convicción de que Tony no era el enemigo.
Todas las palabras que soltaba me resultaban familiares porque ya las había oído.
De él. De la tata Murphy. Del director del instituto de Ballylaggin. De mis entrenadores y preparadores.
«Bla, puto bla, bla, bla…».
—Hola, papá —espetó una voz de mujer desde la puerta del despacho interrumpiendo la perorata de Tony y acelerándome el corazón en el pecho. Dirigí la mirada a la familiar rubia de piernas largas que estaba plantada en la puerta luciendo el mismo tipo de uniforme escolar que yo había llevado un rato antes, y tuve que ahogar un gruñido.
«Madre de Dios».
Esa chica…
Sí, esa chica era un grano en el culo.
—Aoife. —A Tony se le iluminaron los ojos—. ¿Qué haces aquí?
—Estaba estudiando en la biblioteca con Paul —respondió su hija con las mejillas sonrojadas mientras dejaba caer la mochila al suelo y se dirigía hacia su padre—. Tenemos exámenes parciales la semana que viene. Perdí la noción del tiempo y me dijiste que no volviera a casa caminando de noche. —Sonriéndole a su viejo de un modo angelical, pestañeó con sus enormes ojos verdes y preguntó—: ¿Crees que me podrías llevar a casa?
—Así que ¿perdiste la noción del tiempo en la biblioteca? —Tony arqueó una ceja con aire incrédulo—. ¿A las siete y media de la noche de San Valentín? ¿Crees que me acabo de caer de un guindo?
Resoplé; su excusa también me había parecido ridícula.
Ella me miró entrecerrando sus preciosos ojos verdes en señal de advertencia y yo me encogí de hombros.
Como si me importara una mierda que se la estuviera intentando colar a su viejo.
Debería haberse inventado una mentira mejor.
Aquella era patética.
—¿Exámenes parciales? —Tony me miró—. Joey, hijo, tú vas a la misma clase que mis gemelos. ¿Has oído algo en el instituto sobre unos exámenes parciales?
—Ni una palabra —contesté recordando vagamente haber oído que tendríamos exámenes en breve, pero disfrutando demasiado de su incomodidad como para darle la cuerda que sin duda necesitaba para salir de ese agujero.
—Como si él fuera a saberlo —replicó Aoife Molloy con un gruñido—. Papá, no le hagas ni caso. Joey Lynch pasa más tiempo en el despacho del director que en clase con…
—¿Contigo y con Paul? —sugerí.
Tony elevó las cejas.
—¿Ese tal Paul es su novio?
—Más bien es un capullo —afirmé mofándome.
—Vaya, Joey. —Volvió a mirarme con los ojos entornados—. Me sorprende que hayas sacado la cabeza de tu culo el tiempo suficiente como para haberte aprendido los nombres de tus compañeros.
—Estamos en el mismo equipo de hurling.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
—Vale, ¿y qué?
—Que por eso me sé su nombre —dije recostándome en la silla—. Nada de cabezas en culos. Y Paul Rice es un capullo.
Tony se rio y retrocedió rápidamente en la conversación.
—Espera, ¿ese no es el chaval con el que te peleaste la semana pasada y por el que acabaste expulsado?
—El mismo —confirmé.
—Porque le pegaste sin motivo —refunfuñó Molloy acudiendo de inmediato a defender a su novio.
—Eso es lo que tú te crees —repliqué.
—En fin, me da igual —soltó—. ¿Me llevas o no, papá? Necesito ir a casa. Tengo que hacer un montón de deberes.
—¿Por qué no los hiciste en la biblioteca? —me burlé disfrutando más de la cuenta el hecho de estar sacándola de quicio—. Mientras estudiabas con Paul con tanto ahínco.
—¿Por qué no cierras la boca? —repuso indignada—. Métete en tus asuntos.
—Y, lo más importante, ¿por qué no te ha acompañado a casa ese Paul? —interrumpió Tony ya en tono serio—. ¿Qué clase de caballero deja a su novia sola en la ciudad por la noche?
—Su madre lo fue a recoger para llevarlo a entrenar —explicó encogiéndose de hombros.
Tony me miró.
—¿A entrenar?
Negué con la cabeza.
—Hoy no hay entrenamiento de hurling.
—Tai chi —corrigió ella encendida—. No todo gira en torno al hurling.
—¿Tai chi? —repitió Tony frunciendo el ceño—. Pensaba que eso tenía algo que ver con decorar la casa.
—Papá, eso es el feng shui.
Ahogué una carcajada.
Molloy me lanzó una mirada feroz.
—¿Y su madre no te ha llevado a casa?
Nerviosa, se encogió de hombros.
—No se lo he pedido.
Su padre arrugó el entrecejo.
—¿Y por qué no se lo pidió él por ti?
—¿Lo ves? —dije mirando a su padre con complicidad—. Es un capullo.
—Papá —soltó ella ignorándome con diligencia—. ¿Me llevas o no?
—No.
—¿Qué? Papá, necesito ir a casa. Ya te he dicho que tengo un montón de deberes.
—Cariño, lo siento, pero tengo que hacerle una revisión completa a un Corolla antes de cerrar. Aún me quedan unas cuantas horas de trabajo.
—Papá.
—Hija.
—¡Padre!
—Carne de mi carne.
—Vale —accedió resoplando con dramatismo mientras recogía su mochila—. No te molestes en llevar a tu indefensa hija adolescente a casa por la noche. Me arriesgaré a ir andando.
—Ni se te ocurra —le ordenó su padre—. Siéntate. Puedes ir haciendo los deberes mientras termino y luego te llevo a casa.
—No me voy a quedar aquí hasta que cierres —replicó ella molesta ante la idea—. Hay solo tres kilómetros. Veinte minutos, como mucho. Además, aquí hace frío y me aburro, y tengo que…
—… hacer los deberes —dijo su padre completando la frase—. Creo que eso ya lo has dicho. Bueno, sola no vas a ir.
—Pues no me pienso quedar —contraatacó desafiante con la coleta rubia balanceándose sobre sus hombros mientras se colgaba la mochila y se encaminaba hacia la puerta—. No me va a pasar nada.
—¡Virgen santa! —farfulló Tony sacudiendo la cabeza—. Joey, hijo, hazme un favor y asegúrate de que la cabezota de mi hija llegue a casa de una sola pieza. Después puedes irte.
—No necesito niñero —argumentó ella con cara de espanto.
Su padre puso fin a la discusión.
—O te acompaña a casa o esperas aquí a que yo acabe de trabajar. Tú eliges.
Vacilante, pareció sopesar sus opciones antes de clavar sus ojos en los míos.
—Bueno, ¿me acompañas a casa o no?
«Me cago en todo…».
Se suponía que iba a aprender a cambiarle las bujías al viejo Corolla de Danny Reilly, pero en vez de eso había acabado acompañando a casa a una adolescente furiosa en contra de su voluntad. Nunca llegaría a comprender cómo me había metido en aquella mierda.
Si Tony me conociera lo más mínimo, enseguida se habría dado cuenta de que su hija iba a estar mejor sola que conmigo. Yo no merecía la pena; mi madre ya había tenido a bien decírmelo muchas veces.
Caminaba junto a Aoife Molloy con las manos en el interior del bolsillo delantero de la sudadera, escuchándola despotricar sobre el machismo, la diferencia de trato que recibía por ser chica y la doble moral que implicaba el hecho de que tuviéramos la misma edad y a su padre no le supusiera ningún problema que yo volviera a casa solo, por no mencionar el resto de las gilipolleces que soltó desde que dejamos a su progenitor en el taller.
Sinceramente, a esas alturas su dramático desvarío debería estar volviéndome loco. En cambio, la encontraba bastante entretenida.
—Es una vergüenza —protestó mientras caminaba enérgicamente por el sendero con sus zapatos escolares de tacón alto y enseñando los muslos bajo el trozo de tela gris al que llamaba «falda»—. Su comportamiento es del todo irracional…
—¿Me permites que te interrumpa? —intervine levantando una mano.
—Sí —dijo volviéndose hacia mí con mirada expectante—. ¿Por qué?
—Por nada —respondí—. Solo quería que dejaras de hablar.
—¿Sabes, Joey? A veces puedes ser muy gilipollas. —Llena de frustración, movió la cabeza con gesto de desaprobación y se puso a caminar por delante de mí—. Muy gilipollas.
Por mí, genial.
No aceleré el paso ni la perseguí, como sospechaba que estaba acostumbrada a que hicieran los tíos. Cuando se dio cuenta, se dio la vuelta para mirarme.
—Esta noche me has dejado con el culo al aire con lo de la biblioteca —profirió más exaltada de lo necesario con su razonamiento—. Podrías haberme apoyado o sencillamente no haber dicho nada. Sin embargo, has preferido meterle a mi padre ideas en la cabeza, como hacer que se preocupe por mi relación con Paul o insinuar que, en lugar de estudiar, estaba haciendo vete tú a saber qué cosas con él.
—¿Y no era así? —bromeé señalando la purpúrea marca que tenía en el cuello, sin duda cortesía de los labios del capullo de Paul.
—Esa no es la cuestión —gritó dando un zapatazo contra el suelo—. Podrías haberte callado. Haberme ignorado, como haces siempre. Pero, en lugar de eso, has intentado crearme problemas.
Me encogí de hombros, parcialmente de acuerdo con su afirmación.
—Es evidente que ahora mismo no quieres estar aquí conmigo. Soy la última persona a la que te apetece acompañar a casa. Dime, ¿por qué te molestas en hacerlo?
—Me lo ha pedido tu padre.
—Bueno, pues yo te pido que no lo hagas.
—Tú no me pagas un sueldo.
—Ufff. —Lanzó otro suspiro de frustración—. Eres tan irritante…
—Y tú eres una puta princesa —respondí sin el menor rubor—. Quejándote y tocando los huevos porque tu padre se preocupa lo suficiente por ti como para querer asegurarse de que vuelves a casa sana y salva. —Puse los ojos en blanco—. Sí, Molloy, ya veo que estás teniendo un día muy duro.
Sus pies se detuvieron en seco y se volvió para mirarme a la cara.
—¿Por qué no te gusto?
—¿Qué más te da?
Se quedó boquiabierta con mis palabras y, de nuevo, negó con la cabeza.
—Estamos en la misma clase, ya hace casi un año, y sigues comportándote como si yo no existiera. Soy buena persona, ¿sabes? Nunca te he dicho nada malo, pero me evitas como si tuviera la peste. Te portas fatal conmigo en el instituto, y no lo entiendo. —Soltó una profunda exhalación—. ¿Qué ha cambiado?
—Nada.
—Y una mierda —me espetó—. El primer día te gusté y luego, de repente, ya no. Dime, ¿qué ha cambiado?
«Mi vida se desmoronó y me di cuenta de que eras la hija de mi jefe».
—Nada.
—¡Eres un mentiroso! —afirmó sin intención de dejarme en paz de una puta vez, que era lo que yo necesitaba—. Nos entendimos, y lo sabes.
—No es ningún delito que un tío cambie de opinión, Molloy —sentencié—. Asúmelo y sigue adelante, ¿vale?
—Podría hacerlo si no me evitaras a propósito.
—Yo no te evito.
—Me evitas constantemente —dijo corrigiéndome—. Solo te diriges a mí cuando te ves obligado a hacerlo, que suele ser en presencia de mi padre y únicamente para burlarte y tomarme el pelo. Con el resto de las chicas de clase sí que hablas, Joey. Con todas. Pero conmigo no. Nunca.
«Deberías alegrarte por ello», pensé para mis adentros.
—Tienes novio —le recordé pese a la amargura que ese pensamiento me causaba—. ¿Por qué ibas a querer que te hablara?
—¿Por ser agradable?
—Yo no soy agradable.
—Sí que lo eres.
—Te equivocas.
—Dime algo agradable.
—Molloy.
—Venga —exigió—. ¿A que no te atreves?
—Tienes unas piernas bonitas —concedí de forma inexpresiva—. Ya está, ¿contenta?
—Eres agradable con todas las chicas de nuestra clase, menos conmigo —alegó.
—Molloy…
—Te he visto ser agradable con Danielle Long y con Rebecca Falvey, y también con un montón de chicas más de nuestro curso.
Le dirigí una incisiva mirada que decía todo lo que necesitaba decir al respecto.
—¿Has estado con todas? —preguntó antes de soltar un gemido—. Es repugnante.
—No más que cuando Paul Rice te metió las manos en las bragas la semana pasada.
Se le sonrojó la cara.
—¿Perdona?
—Ya me has oído. —La combinación de sentimientos de mierda que crecía en mi interior me empujó a cachondearme de ella—. Tanga rosa de encaje, por lo que me ha llegado. ¿Cuánto hace que sales con él? ¿Una semana? Parece que ha encontrado una manera muy rápida de meterse en tus bragas.
—¿Te lo ha dicho él?
—Molloy, se lo ha dicho a todo el mundo.
—¿A quién? —La cara se le caía de vergüenza y yo me sentía como un trozo de mierda—. ¿A quién se lo ha dicho?
La tristeza que reflejaban sus ojos hizo que me entraran ganas de volver a zurrar a ese capullo. La expulsión había merecido la pena.
Oír cómo Paul Rice le contaba a la mitad de los chavales de nuestra clase de Educación física que la hija de Tony era tan estrecha que apenas le dejaba meterle un dedo me había hecho estallar contra él en el vestuario.
Lo hice por Tony, que no estaba allí para hacerlo él mismo. Al menos eso es lo que no dejaba de repetir para mis adentros.
—Es un capullo, Molloy —declaré con desdén—. Y los capullos hablan, así que ya lo sabes: nunca hagas nada con ellos si no quieres que se entere todo su círculo de amistades.
—Tú no lo haces.
—¿Nada con ellos?
—Hablar.
—Porque no soy un capullo. Soy gilipollas, ¿te acuerdas?
Le pasé por al lado y crucé la calle en dirección a su casa, sin mirar hacia atrás para ver si me seguía. Sabía que lo estaba haciendo por el ruido que hacían sus tacones al chocar con el suelo.
—A ver, aprovechando que estás tan comunicativo esta noche, dime por qué ya no te gusto.
—Queda muy desesperado hacerle esa pregunta a un tío.
—¿A un gilipollas, quieres decir? Y ya sabes que no lo digo en ese sentido.
—Aun así queda desesperado.
—Contéstame de todos modos.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—¿Porque no? Venga, Joey. Por favor.
—No somos compatibles —dije resoplando con frustración.
—¿Para conversar?
—Para hacer nada juntos.
—Entonces ¿lo que quieres decir básicamente es que te crees demasiado bueno para ser mi amigo? —Se puso las manos en las caderas—. ¿Para pasar el rato o que te vean conmigo?
«Justo lo contrario».
—Me has hecho una pregunta —expuse mientras abría la verja y le hacía un gesto para que entrara—. Te la he contestado. Tómatelo como quieras.
—Con eso no basta.
—Me da igual —respondí con la mano en la verja—. Ya te he traído a casa sana y salva, con tiempo de sobra para que hagas tus preciados deberes. De nada.
Ella no hizo ademán de entrar, prefirió quedarse bajo la farola y mirarme fijamente, mientras yo seguía sujetándole la puerta como un imbécil.
—Es por mi padre, ¿verdad? —insistió mientras su coleta ondeaba al viento de la noche—. ¿Cambiaste de opinión por eso? ¿Por qué ni siquiera quieres que seamos amigos? ¿Te dijo algo?
—Entra, Molloy.
—Joey, no me digas lo que tengo que hacer.
—Vale. Como quieras. —Moviendo a un lado y a otro la cabeza, solté la verja y me giré para irme—. Total, ¿a mí qué me importa?
—¿Sabes qué? Creo que sí te importa —dijo detrás de mí—. De hecho, creo que te gusto. Y por eso actúas de ese modo. Por eso has puesto a mi padre en contra de Paul esta noche. ¿A que tengo razón? Te gusto.
Joder, claro que me gustaba. Ella fue lo primero que captó la atención de mis ojos cuando crucé la puerta del instituto público de Ballylaggin en septiembre, y su cara ha sido la única que he buscado sin cesar desde entonces.
«—Nuestra Aoife es buena chica —dijo Tony observándome con sus ojos oscuros llenos de recelo. Se había ido mostrando cada vez más agitado desde el día en que fui a trabajar después de empezar la secundaria y mencioné que a su hija y a mí nos habían asignado a la misma clase—. Es un poco alocada, pero qué joven no lo es hoy en día. Y aunque no recula ante nada, en el fondo es una buena chica. Muy inocente, además…
»—Te entiendo, Tony —me apresuré a señalar, puesto que necesitaba ese trabajo más que verme envuelto en ningún otro drama innecesario. Además, en casa tenía responsabilidades, mierdas que estaban por encima de cualquier otra cosa. Incluso de preciosas rubias con piernas muy muy largas—. No tengo ninguna intención de acercarme a tu hija.
»—Tú también eres buen chaval —respondió aliviado—. No es que no me gustes, muchacho. Sabes que sí. Pero no quiero que salgáis juntos y compliquéis las cosas en el trabajo. Sobre todo siendo ella…
»“Demasiado buena para alguien como tú”.
»—No te preocupes —interrumpí—. Sé cómo son las cosas. No me meteré en ese jardín. Por mi parte, no tienes nada de que preocuparte.
»Sabía que Tony me tenía aprecio. Yo era un buen trabajador, aunque no lo bastante bueno para su hija…
»—Buen chico —dijo soltando una risita—. Pero si pudieras echarle un ojo por mí, asegurarte de que no se aprovechan de ella ni pierde la cabeza, te debería una.
»—De acuerdo…».
—Estás delirando, Molloy.
—Y tú niegas lo evidente, Lynch. —Puso los brazos en jarra y me echó una mirada de pura frustración—. Te estuve esperando, ¿sabes?
Arqueé una ceja.
—¿Me esperaste?
—Ajá. —Asintió y se apartó un mechón de pelo de la cara—. Esperé durante meses a que te pusieras las pilas y me pidieras salir. —Me miró fijamente a los ojos cuando reveló—: Paul no era mi primera opción.
—¿Qué quieres decir?
—Ay, perdona —se disculpó en tono sarcástico—. No sabía que necesitabas que te hiciera un croquis, gilipollas.
«Vale, joder».
La verdad es que si Tony no fuera su padre, y yo no me jugara tanto con mi trabajo, no habría tenido que esperarme ni de coña. Lo que estaba claro es que no estaría tonteando por ahí con ese capullo pretencioso de Paul Rice, eso segurísimo.
Pero yo tenía responsabilidades que ella nunca podría entender. Tenía una hermana a la que proteger, hermanos a los que alimentar y una madre por la que preocuparme hasta altas horas de la madrugada. No podía permitirme el lujo de perder el tiempo como hacía Paul, ni contaba con las credenciales o la reputación que cualquier padre desearía para el novio de su hija.
No culpaba a Tony por querer que me mantuviera alejado de su niña. Yo sentiría lo mismo hacia mí.
—Bueno, parece que te has cansado de esperar —me oí decir mientras me lanzaba a mí mismo patadas mentales por no dar por finalizada la conversación y marcharme, tal como sabía que debía hacer—. Te las has arreglado para liarte con el hijo de un Garda que vive en una zona buena de la ciudad, así que podríamos decir que te ha salido bien la jugada, Molloy.
—Sí. —Exhaló con frustración—. Eso parece, ¿no?
No sabía qué contestarle.
Qué decirle.
«Vaya puta mierda».
—Entra y acaba los deberes como una niña buena —opté por decir finalmente ignorando el extraño dolor que me llenaba el pecho mientras me daba la vuelta para irme—. Ah, y no te olvides de quitarte el olor a Paul, el capullo.
—Ja. ¡Lo sabía! —Extendió el brazo, me cogió la mano y me atrajo hacia ella—. Sabía que te gust