Aún no estoy muerto

Fragmento

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Prólogo

 

Grandes éxitos y pequeños achaques

No oigo nada.

Por mucho que intente echarla abajo, la obstrucción del oído derecho no cede. Intento hurgar un poco con un bastoncillo de algodón. Sé que se aconseja no hacerlo: el tímpano es sensible, en especial si ha estado sometido a toda una vida tras la batería.

Pero estoy desesperado. Mi oído derecho está kaput. Y ese es mi oído bueno, pues el izquierdo lleva una década fastidiado. ¿Eso es todo? ¿La música, finalmente, ha acabado conmigo? ¿Me he quedado definitivamente sordo?

Imagina la escena (y los lectores de carácter aprensivo tal vez prefieran desviar la mirada ahora): estoy en la ducha. Es marzo de 2016 y estoy en casa, en Miami. Es la mañana de un concierto muy especial: es la primera vez que subo al escenario en años y, lo que es más importante, es la primera vez que actúo en público junto a uno de mis hijos, Nicholas, que tiene catorce años.

El chaval va a tocar la batería, el viejo va a cantar. Ese es el plan al menos.

Rebobinemos un poco: el año 2014 vio el lanzamiento de Little Dreams USA, la sección estadounidense de la organización benéfica que mi exesposa Orianne y yo fundamos en Suiza en el año 2000. Little Dreams ayuda a los niños con becas, instrucción y orientación en los ámbitos de la música, las artes y el deporte.

Para poner todo en marcha en Estados Unidos, y recaudar algo de dinero, teníamos planeada una gala para diciembre de 2014. Pero mientras tanto yo había sufrido un montón de problemas de salud. Al llegar el día del concierto, no me encontraba en condiciones de cantar.

Tuve que llamar a Orianne, la madre de Nic y de su hermano Mathew, quien acababa de cumplir los diez, y decirle que había perdido la voz y no me era posible actuar. No le conté que también había perdido la confianza: no caben tantas malas noticias en una llamada telefónica a tu exesposa. En particular, quizá, cuando es tu tercera exesposa.

Dieciséis meses más tarde, aún quedan muchas cosas que arreglar. Pero 2016 parece haberme dado no solo un nuevo año sino un nuevo yo: estoy listo para este concierto. Sin embargo, no estoy preparado para una función completa, por lo que necesitamos un buen elenco de artistas.

No obstante, incluso con esa ayuda musical, me doy cuenta de que esta función va a recaer principalmente sobre... mis hombros. Es una situación que me resulta familiar tras cuarenta años de gira tras gira y tres décadas de álbum tras álbum, tanto de Genesis como en solitario: una vez más me veo atrapado en un guion que no he escrito solo yo. Pero renunciar de nuevo no es una opción. No si quiero vivir para cumplir sesenta y seis años.

Algunos antiguos compadres de profesión me acompañan durante los ensayos en Miami, al igual que Nic. Él sabe que vamos a tocar In The Air Tonight, pero, una vez que resulta evidente que se ha convertido en un gran batería, añado más canciones: Take Me Home, Easy Lover y Against All Odds.

Los ensayos van de maravilla; Nic ha hecho los deberes con ganas. Es más: es mejor de lo que era yo a su edad. Al igual que me ocurre con todos mis hijos, no quepo en mí de orgullo paterno.

Además, me tranquiliza que esta vez mi voz suena con fuerza. En cierto momento el guitarrista Daryl Stuermer, compañero desde hace muchos años, dice: «¿Podéis ponerme la voz por mi monitor?». Es buena señal: nadie quiere al cantante por el monitor cuando suena fatal.

A la mañana siguiente, el día de la gala, estoy en la ducha. Es entonces cuando el oído me traiciona. Y si no puedo oír, no puedo cantar.

Llamo a la secretaria de uno de los muchos expertos médicos de Miami que a estas alturas tengo en marcación rápida. Una hora más tarde estoy en un quirófano y un otorrino me aplica a ambos oídos un aparato de succión que parece recién sacado de una mina. Alivio instantáneo. Todavía no estoy sordo.

Esa noche en el Jackie Gleason Theater tocamos Another Day In Paradise, Against All Odds, In The Air Tonight, Easy Lover y Take Me Home. Nic, cuya aparición sobre el escenario tras el número inicial recibe una sonora ovación del público, maneja la situación con brillantez.

El éxito es enorme, mucho mejor (y mucho más divertido) de lo que me esperaba.

Después del concierto, me quedo solo en el camerino. Me siento ahí, absorbiéndolo todo, recordando los aplausos, pensando: «Cuánto lo echaba de menos». Y: «Sí, Nic es muy bueno, de verdad. Muy, muy bueno».

No esperaba volver a vivir la sensación de un concierto bien hecho. Cuando me retiré de mis giras en solitario en 2005, de Genesis en 2007 y de los estudios en 2010, estaba convencido de que eso era todo. A esas alturas ya me había dedicado a tocar, componer, actuar y entretener durante medio siglo. La música me había dado más de lo que habría podido imaginar, pero también me había arrebatado más de lo que jamás habría temido. Ya lo había dado todo.

Y, sin embargo, aquí, en Miami, en marzo de 2016, descubro que la música hace lo contrario de lo que ha hecho durante años. En lugar de separarme de mis hijos, de Simon, Nic y Matt y sus hermanas Joely y Lily, me está uniendo a ellos.

Si hay algo capaz de sacudir las telarañas, es tocar con mis hijos. Si me ofrecieran mil millones de dólares al día por formar de nuevo Genesis, no bastarían para que volviera a la carretera. La oportunidad de tocar con mi hijo, sí.

Pero antes de seguir adelante, hay que volver atrás. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y, sobre todo, ¿por qué?

Este libro es mi verdad acerca de las cosas. Lo que sucedió, lo que no sucedió. No saldo cuentas pendientes, pero reparo ciertas injusticias.

Al volver la vista atrás y contemplar mi pasado, sin duda me he encontrado con sorpresas. Cuánto había trabajado, por ejemplo. Si recuerdas la década de los setenta, es evidente que no estuviste en tantas giras de Genesis como Tony Banks, Peter Gabriel, Steve Hackett, Mike Rutherford y yo. Y si recuerdas la década de los ochenta, pido disculpas por mí y por el Live Aid.

Es 2016 y hemos perdido a muchos de mis compañeros, así que he tenido motivos para reflexionar sobre mi mortalidad, mis flaquezas. Pero también, gracias a mis hijos, he tenido que pensar en mi futuro.

Aún no estoy sordo. Aún no estoy muerto.

Dicho lo cual, estas no son nuevas sensaciones. Me golpeó la muerte cuando mi padre falleció justo en el momento en que la decisión de su hijo hippy, que rechazó una vida en su compañía de seguros por una vida en la música, comenzaba a dar frutos. Me volvió a golpear por el lado ciego cuando, en un lapso de apenas dos años, murieron Keith Moon y John Bonham, ambos a los treinta y dos. Yo los idolatraba. Pensé entonces: «Estos tíos deberían estar dando guerra para siempre. Son indestructibles. Son baterías».

Me llamo Phil Collins y soy batería, y sé que no soy indestructible. Esta es mi historia.

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No me ahogo, pero chapoteo

 

O: mis inicios, mi infancia y cómo la relación con mi padre siempre estuvo a merced del oleaje

Pensamos que las madres y los padres lo saben todo. Pero en realidad están improvisando todo el tiempo. Todos los días tocan de oído, por la voluntad, y ponen buena cara (a veces sin ganas). Es algo que sospecho durante toda mi infancia, aunque solo lo confirmo en la edad adulta, y únicamente gracias a la ayuda del Otro Lado.

Una grisácea tarde otoñal de 1977 voy a ver a una médium. Vive en Victoria, en el centro de Londres, en la zona poco recomendable tras el Palacio de Buckingham, en un apartamento situado casi en lo más alto del edificio. No es una caravana gitana, pero supongo que así se encuentra más cerca del cielo.

No siento particular afinidad por los espíritus (eso es algo que me sucederá mucho, mucho más tarde, y no será tanto una afinidad como una obsesión), pero mi esposa, Andy, siente esa inclinación. Tampoco mi madre es ajena al tablero de la ouija. En nuestro hogar familiar en las afueras al oeste de Londres, mi madre, mi abuela y mi tía, junto a Reg y Len, a quienes llamábamos tíos, disfrutaron muchas tardes felices a finales de los cincuenta y principios de los sesenta convocando a los difuntos del más allá. Mucho más entretenido que los sosos programas monocromos que parpadeaban en el nuevo aparato de televisión.

La razón de la visita que hacemos Andy y yo a esta Madame Arcati de las alturas: un perro travieso. Ben, nuestro precioso bóxer, tiene la costumbre de sacar de debajo de nuestra cama un montón de mantas eléctricas. Las estamos guardando para nuestros hijos —Joely, de cinco años, y Simon, de uno—, para cuando dejen de mojar la cama y necesiten un poco más de calor. No se me ha ocurrido que esas mantas eléctricas dobladas prometen algo más que una cama calentita: los filamentos torcidos pueden romperse y prender fuego. Quizá Ben sí es consciente de ello.

Andy llega a la conclusión de que hay un elemento supernatural en ese ritual nocturno de Ben. Es probable que Ben no sea clarividente, pero resulta obvio que algo hay que los humanos no comprendemos.

Por aquella época yo ando como loco, de gira con Genesis: hemos lanzado nuestro álbum Wind & Wuthering y acabo de relevar a Peter Gabriel como cantante. Por lo tanto, con frecuencia soy un marido y padre ausente, así que a menudo estoy a verlas venir cuando se trata de los asuntos de la casa y la familia. Como se espera de mí, no me opongo a esta medida tan poco ortodoxa.

Así pues, a una médium vamos. Llegamos a la bulliciosa Victoria, subimos al ascensor del bloque de pisos, llamamos a la puerta, charlamos un rato con el marido, que está viendo una serie en la tele, Coronation Street. No podía ser todo menos espiritual. Por fin se aparta de la televisión y asiente con la cabeza: «Ahora os recibe…».

Ella es un ama de casa de aspecto común, encaramada detrás de una mesita. Ni rastro de otras virtudes místicas. De hecho, tiene una apariencia del todo normal, realista. Este hecho me desconcierta por completo y en cierto sentido me decepciona, y mi escepticismo se manifiesta con un toque de confusión y un atisbo de malhumor.

Dado que las consultas del I-Ching han revelado a Andy que son los fantasmas de mi familia quienes molestan al perro, me toca bailar con la más fea y entrar en los dominios de lo sobrenatural. Con los dientes apretados, le cuento a la médium las travesuras nocturnas de Ben. Ella asiente, seria, cierra los ojos, espera durante un tiempo considerable y al fin responde:

—Es tu padre.

—¿Perdón?

—Sí, es tu padre y quiere que recibas unas cuantas cosas: su reloj, su cartera, el bate de críquet de la familia. ¿Quieres que le pida a su espíritu que hable a través de mí? Así podrías oír su voz. Pero a veces los espíritus no quieren marcharse y eso puede ser un poco incómodo.

Farfullo que no. Comunicarse con mi difunto padre no era fácil cuando estaba con vida. Hablar con él ahora, casi cinco años después de su muerte en las Navidades de 1972, por medio de un ama de casa de mediana edad, en este escenario doméstico tan soso como desconcertante, en un bloque de pisos en pleno corazón de Londres, sería demasiado raro.

—Bueno, dice que le regales unas flores a mamá y que le digas que lo siente.

Por supuesto, al ser un joven de veintiséis años bastante racional al que le gustan las cosas en su sitio y bien puestas (al fin y al cabo, soy batería), debería haber pasado por alto toda la charlatanería de esta farsante. Pero concedo que la costumbre de nuestro perro de sacar las mantas eléctricas de debajo de la cama es un comportamiento sin explicación posible en el plano terrenal. Por si fuera poco, Madame Arcati ha dicho algunas cosas sobre mi padre que era imposible que supiera, como lo del bate de críquet. Ese bate ha formado parte del escaso material deportivo del clan Collins desde que me alcanza la memoria. Aparte de la familia, nadie sabía nada de ese bate. No diría que me ha convencido, pero me ha picado la curiosidad. Andy y yo salimos de esa antesala a la otra vida y regresamos al mundo real. De nuevo en tierra firme, le cuento la noticia. Andy me responde con una mirada que se comprendería a ambas fronteras de la vida:

—Ya te lo dije.

Al día siguiente llamo a mi madre y le cuento los sucesos de la tarde anterior. Se muestra despreocupada y animada, y no le sorprenden ni el mensaje ni la médium.

—Me apuesto lo que sea a que quiere regalarme flores —dice, medio riéndose, medio carraspeando.

Entonces me lo cuenta todo. Mi padre, Greville Philip Austin Collins, no fue un marido fiel a mi madre, June Winifred Collins (Strange de soltera). Tras ser contratado a los diecinueve años, mi padre trabajó toda su vida, al igual que su padre antes que él, en la London Assurance Company, en la City de Londres. Y «Grev» había empleado esa existencia de bombines, de viajes diarios a la ciudad, de jornadas de nueve a cinco, para mantener una vida secreta con una novia de la oficina.

Mi padre no tenía la pinta que uno espera de un galán o un mujeriego. Era un tanto rechoncho y el bigote de piloto de la RAF contrastaba con las entradas de su pelo ralo. Es evidente que yo he heredado todo mi atractivo de mi madre.

Pero, al parecer, tras esa fachada afable de vendedor de seguros se ocultaba una suerte de donjuán. Mi madre me habló de un incidente en concreto. Alma Cole era una señora adorable que trabajaba con mi madre en la juguetería que regentaba para un amigo de la familia. Alma venía del norte de Inglaterra y siempre había un tono conspiratorio en todo lo que decía.

Ella y mi madre estaban muy unidas y un día Alma, un tanto ofendida, le soltó:

—El sábado te vi con Grev en el coche y ni siquiera me saludaste.

—Pero ¡si el sábado no fuimos en coche!

La pasajera, a todas luces, era la amiguita de papá, a quien llevó a dar un paseo romántico en nuestro Austin A35 negro.

Ahora, casi cinco años después del fallecimiento de mi padre, aunque me parece maravilloso que mi madre confíe en mí de esta manera, oír estas revelaciones me deja al mismo tiempo triste y enojado. Ahora sé que el matrimonio de mis padres, en vez de disolverse, se esfumó, en parte debido a que mi padre se encontraba, por así decirlo, distraído en otra parte. Su infidelidad era toda una novedad para mí.

Pero ¿cómo no iba a serlo? Yo era solo un niño por aquel entonces y para mí mis padres parecían locos de felicidad. La vida en casa me parecía normal y bastante tranquila. Sencilla, sin dobleces. A mi entender, mi madre y mi padre estuvieron felizmente enamorados durante todo su matrimonio.

Pero yo soy el pequeño de la familia, con mucha diferencia: casi siete años más joven que Carole, mi hermana, y nueve menos que Clive, mi hermano. Sin duda, los matices de la vida adulta en casa eran demasiado sutiles para mí. Ahora, cuando reflexiono sobre los sucesos de esa tarde de 1977, pienso que puedo adivinar un trasfondo de malestar en la casa, algo a lo que fui ajeno por aquel entonces. Dicho esto, tal vez lo presentía entre las sábanas: mojé la cama hasta una edad bochornosamente tardía.

Más tarde, cuando le cuento esta noticia devastadora, Clive me habla sin rodeos. ¿Todas esas largas caminatas a las que de repente me llevaban mis hermanos? ¿Esos paseos lentos y confusos ante las viviendas prefabricadas de la posguerra en Hounslow Heath junto a mi hermano y mi hermana? No lo habitual en una infancia feliz y anodina de las afueras de una ciudad a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. De hecho, sin yo saberlo estaba siendo cómplice de hacer la vista gorda.

Que mi padre se tomara a la ligera los votos matrimoniales es algo que todavía me cuesta aceptar. Su indiferencia por los sentimientos de mi madre me resulta incomprensible. Y antes de que nadie me diga: «Tiene gracia que tú digas eso, Collins», que quede constancia: entiendo lo que dices.

Me decepciona haber estado casado tres veces. Me decepciona incluso más haberme divorciado tres veces. Me molesta mucho menos el hecho de que esos divorcios resultaran en acuerdos con mis exesposas de unos cuarenta y dos millones de libras. Tampoco me inquieta demasiado que esas cantidades se hayan aireado tanto en los medios y sean de conocimiento público. En esta época ya no hay nada privado. Internet se ha encargado de eso. Además, aunque esos tres divorcios tal vez sugieran una actitud desenfadada respecto al concepto del matrimonio, nada más lejos de la verdad. Soy un romántico que cree y espera que el matrimonio sea una unión duradera y preciada.

Aun así, es evidente que ese trío de divorcios demuestra mi incapacidad de coexistir felizmente y de comprender a mis parejas. Sugiere que soy incapaz de formar una familia y permanecer en ella. Es un fracaso sin paliativos. A lo largo de las décadas he dado lo mejor de mí mismo para que todos los aspectos de mi vida, profesional y personal, funcionaran como un reloj: aunque a menudo he tenido que reconocer que lo mejor de mí mismo no ha sido suficiente.

De todos modos, sé qué es una vida normal: forma parte de mi ADN, crecí en ese tipo de vida, o al menos en algo parecido, en las afueras de Londres... y a eso aspiro mientras intento ganarme la vida con la música.

He tratado por todos los medios de ser sincero con mis hijos acerca de mi historia personal. Son parte de ella. Les afecta. Viven con las consecuencias de mis acciones, inacciones y reacciones todos los días de su vida. Intento ser tan sincero y directo como me es posible. Voy a hacer lo mismo a lo largo de este libro, incluso en las partes en las que no acabo oliendo precisamente a rosas. Como batería estoy acostumbrado a aporrear mi instrumento. También he tenido que acostumbrarme a que me aporreen a mí.

Sin embargo, para volver a mi madre: su estoicismo, fuerza y sentido del humor ante los deslices de mi padre (por usar esa expresión tan burguesa) dice mucho acerca de la generación que vivió la guerra y que las pasó canutas para salvar sus matrimonios. Todos podríamos aprender de eso, yo el primero.

Dicho esto, cuando pienso en mi infancia ahora, con la perspectiva de los años, tal vez ese malestar y confusión emocionales me impregnaran de joven, sin que yo ni siquiera me diera cuenta.

 

* * *

 

Nací en el hospital de maternidad de Putney, al suroeste de Londres, el 30 de enero de 1951, el tardío (y, a decir de todos, inesperado) tercer hijo de June y Grev Collins. Al parecer mi madre en un principio ingresó en el West Middlesex Hospital para darme a luz, pero no fueron muy amables con ella, así que cruzó las piernas, se marchó y se dirigió a Putney.

Fui el primer hijo londinense, ya que tanto Carole como Clive habían nacido en Weston-super-Mare, donde London Assurance había realojado a toda la familia antes de los bombardeos de Londres. A Carole no le hizo mucha gracia mi llegada. Ella había querido una hermanita. Clive, por su parte, estaba encantado: por fin, un hermano pequeño con quien jugar al fútbol, pelearse y, cuando se aburriera de todo lo demás, al que sujetar contra el suelo y torturar con calcetines malolientes.

Como mi madre y mi padre tenían treinta y siete y cuarenta y cinco años respectivamente, mi llegada los convirtió, para esa época, en padres viejos. A mi madre no le molestó en absoluto. Durante toda su vida siguió siendo una mujer generosa y amable y nunca dijo una mala palabra de nadie hasta su cumpleaños de 2011, el día que murió a los noventa y ocho años. Dicho lo cual, una vez llamó gilipollas a un policía londinense que la reprendió por ir conduciendo por el carril del autobús.

Mi padre, que nació en 1907, procedía de Isleworth, un barrio por aquel entonces de moda, situado junto al río, al oeste, en las afueras de Londres. La casa familiar era grande, oscura, anticuada, muy imponente y un poco aterradora. Lo mismo se podría decir de su familia. No recuerdo a mi abuelo paterno, empleado durante muchos años en London Assurance, ejemplo que seguiría su hijo. Sin embargo, sí guardo recuerdos muy vívidos de la abuela. Era una mujer cariñosa, comprensiva y muy paciente conmigo, pero parecía atrapada en la época victoriana y siempre iba vestida con largos vestidos negros, como si quisiera demostrarlo. Tal vez aún guardara luto por el príncipe Alberto.

Ella y yo estábamos muy unidos. Yo pasaba mucho tiempo en sus habitaciones del sótano, constantemente húmedo, mirando cómo pintaba acuarelas de barcas y el río, con un entusiasmo que he heredado.

La hermana de mi padre, la tía Joey, era una mujer formidable, armada con una boquilla y una voz ronca y áspera, un poco como la mala de Los rescatadores, la película de Disney: «Paaasa, entra, amorcito». Su marido, el tío Johnny, también era todo un caso. Siempre llevaba monóculo y gruesos trajes de tweed, otro Collins perteneciente a una época olvidada en el siglo XX.

Según la leyenda familiar, un par de los primos de mi padre habían sido encarcelados por los japoneses en la infame Prisión de Changi, en Singapur. Se les ensalzó: eran héroes de guerra, supervivientes de la despiadada campaña en el frente oriental. Al parecer, otro primo fue el primer tipo que trajo las lavanderías a Inglaterra. A ojos de la familia paterna, eran, todos ellos, alguien. O, en otras palabras, unos encopetados. Decían que H. G. Wells visitaba con frecuencia el hogar de los Collins.

Sin duda, la familia de mi padre moldeó su actitud vital, por no hablar de su vida laboral, aunque descubrí, después de su muerte, que había intentado escaquearse de London Assurance para enrolarse en un marino mercante. Pero esa rebelión marina fue breve y le dijeron que espabilara, sentara la cabeza y aceptara el yugo de vendedor de seguros que le impuso su padre. Conformarse era lo habitual por entonces. Con esto en mente, se podría sugerir que mi padre se sintió un poco celoso de la libertad que los años sesenta ofrecieron a Clive, Carole y a mí mismo en las profesiones que elegimos: dibujante de cómics, patinadora sobre hielo y músico. ¿Te parecen trabajos de verdad? A mi padre, no.

Existen pocas pruebas de que Grev Collins llegara a acostumbrarse al siglo XX. Cuando se comercializó el gas del mar del Norte y todas las calderas del Reino Unido tuvieron que actualizarse, mi padre intentó sobornar a la compañía de gas para que no nos viéramos afectados por la conversión, convencido de que en alguna parte alguien suministraría gas solo para la familia Collins.

Por alguna razón, a mi padre le encantaba lavar los platos e insistía en hacerlo los domingos, después de comer en familia. Prefería hacerlo solo, pues así evitaba tener que charlar en la mesa. Todo iba bien hasta que sonaba un golpetazo en la cocina. Todas las conversaciones se detenían y mi madre se acercaba a las ventanas francesas y echaba las cortinas. Unos momentos después del golpe, oíamos a mi padre soltar palabrotas y a continuación el sonido de la vajilla al ser introducida en una cacerola. La puerta trasera se abría con estruendo y la vajilla era esparcida ruidosamente por el jardín, donde mi padre la pateaba al otro lado de la ventana, acompañado de más palabrotas altisonantes.

—Vuestro padre está matando los platos —explicaba mi madre, cansada, mientras los niños, en silencio, encontrábamos en el mantel algo interesantísimo donde clavar la mirada. Otra comida dominical de una típica familia británica.

Mi padre no era ignorante en cuestiones de mejoras hogareñas, pero en realidad no le interesaban. Por lo que a él respectaba, mientras las cosas funcionaran todo iba bien. Esto era sobre todo cierto cuando se trataba de la electricidad. A principios de los cincuenta, los enchufes eran de baquelita marrón y los cables llevaban un revestimiento de tela. No eran muy fiables y en el cuarto de atrás, donde estaba la radio, a menudo el enchufe principal en el rodapié alimentaba otros cinco o seis enchufes. Según los electricistas, eso era un árbol de Navidad. Nuestro árbol con frecuencia chisporroteaba, un sonido que nadie quiere oír cuando se trata del sistema eléctrico de una casa, y Clive, como era el mayor, siempre era el escogido para colocar otro enchufe en esa toma ya sobrecargada. Carole y yo lo observábamos con una fascinación maliciosa cuando invariablemente recibía una descarga que le recorría el brazo como un cosquilleo violento.

—Eso quiere decir que la electricidad funciona. Ningún problema —comentaba mi padre antes de acomodarse con su pipa para escuchar la radio o ver la tele, ajeno al pobre Clive y su brazo humeante.

Antes de mi llegada, la familia no tenía coche, ya que mi padre no aprobó el examen de conducir hasta 1952, un año después de mi nacimiento. Era tan solo su séptima tentativa. Si el coche no se portaba bien, mi padre solía insultarlo, convencido de que ese vehículo defectuoso formaba parte de una conjura en su contra. Esa icónica escena de la serie Fawlty Towers, en la que Basil Fawlty, interpretado por John Cleese, pierde los estribos y suelta una paliza a su desleal Austin 1100 Countryman refleja con precisión nuestra vida familiar.

Fue por esa época cuando, armado con su primer coche, mi padre decidió llevarnos a Carole y a mí a dar una vuelta por Richmond Park. También se le ocurrió aprovechar esa oportunidad para llevar a cabo ciertas comprobaciones aleatorias sobre la seguridad de su nuevo vehículo. Yo iba en el asiento de atrás y todo parecía ir bien. De repente, sin previo aviso, mi padre probó los frenos. Salí volando sobre los asientos a una velocidad considerable. Por suerte, el salpicadero y mi cara interrumpieron mi caída. Aún tengo cicatrices a cada lado de la boca.

Mi padre estaba tan enraizado en el pasado que cuando se introdujo la conversión al sistema decimal en 1971, declaró que eso supondría su muerte. La nueva moneda de la nación fue una nueva amenaza. Si lo veo con más perspectiva, no me cabe duda alguna de que la desaparición del chelín contribuyó a matarlo de preocupación.

Mi madre era otra londinense de toda la vida. Creció en North End Road, en Fulham, una de tres hermanas costureras. Su hermano, Charles, era piloto de un caza Spitfire que había sido derribado y había muerto en la guerra. Una de sus hermanas, Gladys, vivía en Australia y siempre intercambiábamos casetes en Navidades. Ella también murió antes de que pudiera conocerla. La otra hermana de mi madre, la tía Florrie, era encantadora y de joven yo iba a visitarla una vez a la semana a su apartamento de Dolphin Square, en Pimlico. Mi abuela materna, a quien yo llamaba Nana, era un ángel y fue otra influencia femenina poderosa y clave en mi juventud.

A principios de los años treinta, cuando aún no había cumplido los veinte años, mi madre bailó con Randolph Sutton, la estrella del music-hall, célebre por On Mother Kelly’s Doorstep, antes de encontrar trabajo en una tienda de vinos. La familia de mi padre siempre dejó claro que él se había casado por debajo de su clase social al hacerlo con una tendera. Pero se conocieron en St Margarets en un viaje en barco por el Támesis y fue amor a primera vista. Al cabo de seis meses ya se habían casado, el 19 de agosto de 1934. Mi madre tenía veinte años; mi padre, veintiocho.

Cuando me presenté yo, unos dieciséis años más tarde, la familia Collins estaba viviendo en Whitton, en el municipio de Richmond-upon-Thames. Luego vino una gran casa de tres plantas de estilo eduardiano en el 34 de St Leonards Road, en East Sheen, otro rincón al suroeste de Londres.

Como mi madre trabajaba a tiempo completo en la juguetería, Nana me cuidaba mientras Clive y Carole iban al colegio. Nana me adoraba y forjamos un vínculo maravilloso y cercano. En nuestros paseos en cochecito me llevaba por Upper Richmond Road, donde solía comprarme un bollo de un penique en la panadería. El hecho de que recuerde con tanta viveza este festín diario dice mucho de lo unido que me sentía a mi abuela.

A todas luces mi padre no era amigo del progreso ni de trastornos, al menos a primera vista, hasta tal punto que cuando mi madre le preguntó si podíamos mudarnos de St Leonards Road a una casa un poco más grande, un poco mejor, un poco menos húmeda, mi padre respondió: «Nos podemos mudar si quieres. Pero tienes que encontrar una casa que cueste lo mismo que esta; saldré a trabajar por la mañana y volveré por la tarde a la casa nueva y todo estará ya en su sitio». Y mi madre, bendita sea, lo logró.

Así es como, a los cuatro años, me encuentro en el 453 de Hanworth Road, en Hounslow, donde mi ingeniosa madre encontró una casa y realizó la mudanza en un solo día.

Como suele ocurrir, la casa donde vives de niño parece enorme. Visitarla años más tarde puede ser asombroso. ¿Cómo cabíamos todos ahí? Mi madre y mi padre duermen en la habitación principal, como es obvio, y hay un pequeño cuarto al lado para Carole. Clive y yo dormimos en la parte de atrás de la casa, en literas. Es una habitación tan diminuta que no hay espacio ni para cambiar de opinión. De adolescente, bajo la cama a duras penas cabe esa colección de revistas eróticas que de un modo u otro han llegado a mi poder. Mi hermano y yo compartimos ese cuarto durante toda mi infancia, hasta que en 1964, a los veintidós años, Clive se va de casa.

Nacer a principios de los cincuenta significa crecer en un Londres que aún se está recuperando de los destrozos de Hitler. Sin embargo, no guardo recuerdos de lugares bombardeados ni de ningún tipo de devastación en nuestro barrio.

La única vez que recuerdo ver algo similar a los efectos de un bombardeo fue cuando la familia se aventuró por Londres con motivo de las representaciones del trabajo de mi padre. London Assurance ofrecía obras teatrales con su sociedad dramática y la familia diligentemente realizaba ese largo viaje desde Hounslow, pasando por Cripplegate, hasta el distrito financiero de Londres. Mis recuerdos de esos trayectos están repletos de imágenes de terrenos baldíos y arrasados a lo largo del viejo muro de Londres, como en las escenas de Clamor de indignación, esa comedia de los estudios Ealing de 1947, sin olvidar los golfillos callejeros que jugaban entre los escombros.

De hecho, el Londres de mi infancia era como el de esas películas de Ealing o mi ídolo cómico, Tony Hancock, que vivía en la muy londinense y ficticia dirección de Zanjas Ferroviarias 23, East Cheam. No había tráfico, ni siquiera en el centro de Londres, y menos aún atascos ni problemas para aparcar. Tengo una película casera grabada por Reg y Len de Great West Road y se pueden contar los coches que pasan. Por el puente de Waterloo avanzaba con dificultad un gentío de caballeros con bombín. Muchedumbres de aficionados al fútbol, todos ellos con gorros. Vacaciones en la costa (en el caso de nuestra familia, Bognor Regis o Selsey Bill, en West Sussex), donde los hombres se animaban tanto junto a la playa que se aflojaban un poquito la camisa y la corbata. En casa el sábado a las cinco menos cuarto de la tarde se celebraba el ritual familiar de sentarse alrededor de la tele, con té, tostadas y manteca, para escuchar los resultados de los partidos de fútbol. Y un vistazo al resto del mundo gracias a Davy Crockett, rey de la frontera, esa película de Disney de 1955, una revelación que inspiró un interés por El Álamo que me duraría toda la vida.

Es todo idílico, en cierto sentido, un idilio muy propio de cierta época y cierto lugar. Mi época, mi lugar, mi rincón de límites muy definidos.

Hounslow está en los confines de Middlesex, donde la capital se encuentra con los condados de alrededor. Es el extremo occidental, la última parada en la línea de metro de Piccadilly. Muy lejos del centro de cualquier lugar. A cuarenta y cinco minutos en tren del West End. Está en Londres, pero no es Londres. No es ni esto ni aquello.

¿Cómo me siento al crecer al final de la línea? Bueno, todo está a un paseo, y luego un autobús, y luego otro pequeño paseo, y luego un tren. Todo supone un esfuerzo. Así que hay que aprender a divertirse por uno mismo. Por desgracia, lo que es divertido para algunos niños no es divertido para mí.

En el Nelson Infants School me acosa todo el tiempo Kenny Broder, un estudiante de St Edmund’s Primary, situado, para complicar las cosas, al otro lado de la calle. Como yo, solo tiene diez años, pero luce cara de boxeador, de pómulos salientes y una nariz que ya empieza a acostumbrarse a la acción. Me aterra que Broder salga por la puerta de su escuela al mismo tiempo que yo. Me iría mirando de arriba abajo todo el camino a casa, una silenciosa amenaza que promete violencia. Me parece que siempre se meten conmigo… y me parece que siempre sin motivo. ¿Llevo una diana pegada en la frente o un cartel en el trasero que dice: «Dame una patada»?

Incluso mi debut con el sexo opuesto se ve deformado bajo el prisma de la violencia colegial. Llevo a Linda, mi primera novia, a la feria de Hounslow Heath, los bolsillos a rebosar con las monedas que tanto me ha costado ahorrar y con las que voy a pagar la entrada al tobogán del amor o a los coches de choque, según donde haya menos cola. En cuanto llegamos un escalofrío me recorre la espalda. «Oh, Dios —pienso—, ahí están Broder y su pandilla».

Pensando que estaré más seguro en las alturas, me monto en el tiovivo con Linda. Pero mientras dan vueltas los caballos al galope, cada vez que paso la pandilla tiene la mirada clavada en mí y cada vez parece aumentar en número. Con toda certeza, sé que me espera una tunda. Y, de hecho, en cuanto me bajo, Broder se acerca con aire fanfarrón y me vapulea. Este vaquero intenta no llorar. Vuelvo a casa con un ojo morado. Mi madre pregunta:

—¿Qué te ha pasado?

—Me han pegado.

—Vaya, ¿qué has hecho?

Como si fuera culpa mía.

A pesar de todo, a los doce años consigo perder mi virginidad de peleón en el parque, junto a la juguetería de mi madre. Por lo general, nos reunimos ahí, cerca de un enorme abrevadero de días ya lejanos y de una cuesta donde dan la vuelta los autobuses de la línea 657. Porque, recuerda, estamos al final de la línea.

El parque, por tanto, es nuestro territorio. Yo no formo parte de una pandilla de verdad; solo somos unos pequeños aspirantes a tipos duros que se dedican a proteger su terreno. En especial si hay por ahí otros chicos del barrio mayores que nosotros dispuestos a echar una mano.

Un día el parque se ve invadido por otro grupo de chicos. Hay un intercambio de palabras fuertes: «¿Quién te va a dar, pardillo?». «¿A quién llamas pardillo?». Es como los Sharks y los Nets de West Side Story, pero con menos fanfarria. El acoso continúa y no tardo en encontrarme pegando y empujando a otro muchacho. Al cabo de un rato nos paramos. No estamos yendo a ningún lado. Empate. Tal vez sangró una nariz.

Ambos sentimos que hemos parado con honor. Pero entonces llegan los mayores e insisten en dejar bien patente la victoria de los del barrio. Me sonsacan dónde están los infiltrados. Dave el Gordo (a quien casi nadie le llama así a la cara, y menos aún yo) se decide a poner orden. No hace caso a mis gritos de: «¡Para, hemos dicho que era un empate!». Me siento fatal porque desde lejos veo a Dave el Gordo dando saltos sobre la bicicleta de mi rival, aparcada al otro lado, justo frente a la juguetería. Vaya, por lo menos van a dejar en paz Hounslow durante un tiempo.

Ahí, en medio de ninguna parte, uno se divierte donde y cuando puede. Lo malo son las trifulcas cotidianas entre colegiales, la violencia motivada por el aburrimiento. Lo bueno es que mi madre trabaja en una juguetería, es decir, puedo escoger los juguetes nuevos en cuanto llegan. No son gratis, pero tengo un acceso privilegiado. Lo que me interesa son las maquetas de aviones, así que cada vez que llega un modelo de Airfix me lanzo sobre él como un Lancaster sobre el Ruhr.

Los alrededores del pub del barrio, The Duke of Wellington, pronto se convierten en un lugar predilecto y entablo amistad con el hijo del dueño del pub. Charles Salmon es un par de años más pequeño que yo, pero nos hacemos amigos enseguida. Durante nuestros años de adolescencia adquirimos malos hábitos compartidos, como sisar bebidas alcohólicas de la licorería del pub o, cuando atiende la barra Teddy, la hermana mayor de Charles, saquear cigarrillos a puñados. Nos escondemos en el cobertizo y fumamos hasta marearnos. Me fumo habanos, puros delgados, cigarrillos franceses, todo. Antes de cumplir los quince ya estoy fumando en pipa, como mi padre.

También me hago buen amigo de dos chicos del barrio, Arthur Wild y su hermano pequeño, Jack. Más adelante las vidas de Jack y la mía se van a entrelazar: niños actores, compartimos escenario del West End, donde él interpreta a Charley Bates, el mejor amigo de Artful Dodger, en la primera representación del musical Oliver! Sin embargo, me gana por la mano al interpretar a Dodger en la oscarizada película dirigida por Carol Reed en 1968.

Así es mi vida aquí, al final de la línea. No sé qué ocurre ni siquiera al otro lado de la calle. Hounslow se acaba y más allá… ¿Londres? Parece otro mundo. La ciudad en sí, donde trabaja mi padre, ni siquiera aparece en mis pensamientos.

Al igual que para cualquier otro chico, el fútbol tiene una gran importancia en mi vida. A principios de los sesenta soy un ferviente seguidor del Tottenham Hotspur y mi ídolo es Jimmy Greaves, esa máquina de marcar goles. Aún recuerdo la alineación del equipo, hasta tal punto llegaba mi pasión. Pero los Spurs son un club del norte de Londres y el norte de Londres es como si estuviera en Marte. Ni se me pasaría por la cabeza alejarme tanto de la seguridad de mi casa.

Brentford FC es el club de fútbol más cercano a Hounslow, así que asisto a sus partidos con frecuencia. Acudo incluso a las sesiones de entrenamiento y me llegan a conocer por ahí. A veces voy a ver jugar al Hounslow FC, pero es un equipo muy poca cosa. Tan poca que un día el equipo rival ni siquiera se presenta.

Mis horizontes se amplían un poco gracias al Támesis. Puede que mi padre no ofrezca muchas muestras de pasión, pero todo el entusiasmo que tiene lo reserva para lo relacionado con el río.

Grev y June Collins son ambos marinos entusiastas y ayudan a organizar el nuevo Converted Cruiser Club. Forman parte de un círculo social amplio, amantes del río, entre quienes se encuentran Reg y Len Tungay, los por así decir tíos que he mencionado antes. Reg y Len tienen su propio barco, Sadie. Sadie es un veterano de guerra, miembro de la flotilla de Dunkerque, y es tan grande que nos podemos quedar a dormir, lo que hago encantado en numerosas ocasiones.

Casi todos los fines de semana y bastantes jueves (la noche reservada para las reuniones de los miembros del club) los pasamos en compañía de otros dueños de barcos: vamos a una sede temporal del club, echamos amarras en cualquier lugar o remamos por ahí por puro placer, pasando el tiempo en el río como en esa vieja canción, Messing about on the River. Aunque en la mayoría de las ocasiones lo único que hacemos es hablar de pasar el tiempo en el río. No tardo en compartir el amor paterno por la vida acuática.

En Platt’s Ait, Hampton, se celebra un evento anual donde los miembros del club se reúnen un fin de semana con sus queridas embarcaciones y hay carreras de remos, juegos de tira y afloja o competiciones de nudos. Yo sé hacer nudos y remar en bote desde muy temprana edad y no me da miedo el agua. Para un pequeñajo como yo es embriagador y fomenta una sensación de camaradería. En el mundo actual tal vez suene un poco aburrido, pero no era así en mi juventud. Incluso asistir a la escuela infantil Nelson es una cuestión de honor.

Una observación sobre el agua y su influencia en nuestra familia: mi padre jamás aprendió a nadar. Su padre le inculcó el miedo a que el agua le cubriera por encima de la cintura: un poco más y se ahogaría. Le creyó. Y este es el mismo hombre que intentó huir y alistarse en la marina mercante.

De una manera o de otra, el Támesis tiene un papel fundamental en mis primeros años. Casi todos los fines de semana, incluso desde una edad muy temprana, me subo en un bote de remos y me paso el día de un puente a otro. Por aquella época el Converted Cruiser Club carece de sede, así que para las reuniones y encuentros sociales usamos el astillero Dick Waite’s Boathouse, en la orilla de St Margarets, donde mi padre amarra su pequeña lancha, Teuke. Con el tiempo Pete Townshend compra el lugar y lo convierte en el estudio de grabación Meher Baba Oceanic. Tengo una vieja fotografía en la que salgo en los brazos de mi madre en ese mismo lugar, así que le hice una copia a Pete. Él, siempre tan caballeroso, me escribió una carta encantadora y emocionada para darme las gracias. La foto estuvo colgada en su estudio muchos años.

A finales de los años cincuenta el club alquila baratísimo un terreno en Eel Pie Island. Paso gran parte de mis primeros años ayudando a construir la sede permanente y luego participo en los espectáculos y representaciones que organizan los miembros. Puedo reivindicar que he tocado en ese célebre lugar en medio del Támesis (sede de la explosión británica del blues en los años sesenta) mucho antes que los Rolling Stones, Rod Stewart y los Who.

Aparte de eso, yo sigo tonteando por el río. Pero estas frecuentes revistas en el club náutico me dan, con el paso del tiempo, la oportunidad de tocar la batería en público por primera vez. Hay imágenes grabadas de mí con diez años tocando en la banda Derek Altman All-Stars, dirigida por el maestro acordeonista. Carole y Clive también participan y actúan en números cómicos. También mi madre pone su granito de arena, cantando Who’s Sorry Now? con cierta emoción.

De hecho, toda la familia forma parte de esa compañía teatral ribereña. Mi padre con frecuencia saca a relucir su canción, que nunca envejece, acerca de un granjero, con un generoso despliegue de sonidos malsonantes para imitar a los animales. Incluso ahora entretengo a mis hijos pequeños con esa canción: «Había un granjero que tenía una vieja vaca…» (insertar pedorretas varias).

Estas son las raras ocasiones en las que mi padre se desprende del bombín, el traje y la corbata y se convierte en un pícaro encantador. Por desgracia, no guardo suficientes recuerdos claros de mi padre, felices o no. Las imágenes que conservo las utilizo más adelante en una canción, All Of My Life, en … But Seriously, mi álbum de 1989: mi padre que llega a casa del trabajo, se quita el traje, se sienta para cenar y luego pasa la noche viendo la tele con la pipa por toda compañía. Mi madre ha salido; yo estoy arriba escuchando discos.

Al recordar ahora esa escena, me embarga la tristeza. Cuántas cosas podría haber preguntado a mi padre si hubiera sabido que iba a morir cuando yo solo tenía veintiún años. Simplemente, no existía mucha intimidad o diálogo entre nosotros. Tal vez he bloqueado esos recuerdos. Tal vez no existen.

Lo que sí recuerdo con nitidez es mojar la cama y dormir con una sábana de hule debajo de la sábana de algodón. Si «tengo un accidente», la sábana de hule solo sirve para evitar que la humedad se extienda, de modo que duermo en un pequeño charco de pis estancado. ¿Qué hacer en una situación como esa? Ir a dormir con mamá y papá y mojar su cama. Sin duda, esto me granjearía el cariño de mi padre… No hay ducha en nuestra pequeña casa adosada y no tenemos la costumbre de bañarnos por la mañana temprano, así que me temo que durante unos buenos años mi padre acude todos los días al trabajo con un leve rastro de orina.

Tal vez inevitablemente, por mucho que le guste el río, mi padre de vez en cuando es incapaz de evitar cometer alguna acción insensible. Tengo una prueba cinematográfica. Una película casera rodada por Reg Tungay nos muestra a mí y a mi padre al borde del agua en Eel Pie Island. Tengo unos seis años. Ante mí, la caída al Támesis es de más de cuatro metros. Soy tan consciente de ello ahora como lo era entonces: es un río muy peligroso. Las corrientes son de una fuerza fabulosa y hay muchos flujos y reflujos. Con frecuencia aparecen cadáveres arrastrados ante las compuertas del puente de St Margarets. Como saben bien todos los miembros del Converted Cruiser Club, con el Támesis no se juega. En esta vieja secuencia se ve a mi padre darse la vuelta de repente y marcharse. Es evidente que no me dice nada, no me hace ninguna advertencia ni muestra interés. Me deja ahí, sin más, tambaleándome ante el borde. La caída a la orilla, pedregosa y azotada por las olas, es brutal. En caso de caer, me haría muchísimo daño, si es que no me arrastra la corriente. Pero mi padre me abandona ahí sin siquiera mirar atrás.

No quiero decir que no le importara, pero creo que a veces actuaba sin pensar. Tal vez, cuando me dejó colgado al borde del Támesis, tenía la cabeza, las emociones, en otro lugar. Iba improvisando cada día.

Cuando sea adulto, yo también lo voy a hacer. En parte, de una manera benéfica, creativa: soy intérprete y compositor e improvisar es parte del trabajo. Pero, en parte, lo admito, también de un modo negativo. Mientras fui de gira sin parar por todo el mundo durante cuatro décadas, con Genesis y en solitario, siempre llevaba a cuestas una ficción: que podía mantener una sólida existencia familiar al mismo tiempo que me ocupaba de mi carrera musical.

Nosotros, padres y madres, no lo sabemos todo. Ni mucho menos.

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Viajando al ritmo de otro tambor

 

O: las aventuras sesenteras de un joven iluso que se estrena sobre el escenario tras una batería

La culpa es de Papá Noel.

Sí, estoy echando la culpa a ese tipo grandullón, barbudo y enrojecido en un intento de explicar el origen de una pasión que dura toda la vida, un hábito instintivo que me llevará a golpear objetos con entusiasmo variable hasta ese momento fatídico, medio siglo más tarde, en el que primero la carne y luego el espíritu comienzan a fallarme.

Por si no armara ya bastante jaleo siendo un niño pequeño y típicamente tiránico, a los tres años recibo un tambor de plástico como regalo de Navidad. Como es habitual en esta época del año, la familia Collins tiene la compañía de Reg y Len Tungay. Armado con este nuevo tambor, dejo claro a todo el mundo de una manera tan inmediata como ruidosa que me encanta. O que yo le encanto al tambor. Incluso a esta edad tan temprana, no me caben dudas acerca de la brillantez de este nuevo juguete. Ahora puedo «comunicarme» aporreando las cosas hasta quedarme a gusto.

Los hermanos Tungay, invitados habituales en el 453 de Hanworth Road, en especial durante las comidas del domingo —la ocasión semanal para que mi madre hierva todas las verduras hasta convertirlas en grisuras—, notan mi entusiasmo por la percusión y el ritmo. Tal vez no estén al tanto de la opinión de mi padre al respecto.

Cuando tengo cinco años, Reg y Len me montan un kit casero. Atornillan dos tablas de madera para formar un travesaño. En cada extremo perforan un agujero, en los que introducen sendos postes. Estos cuatro postes los coronan dos latas de galletas, un triángulo y una pandereta de plástico barata. Es plegable y se guarda en una maleta marrón.

Llamarlo batería sería ir demasiado lejos. Es más Heath Robinson que Buddy Rich. Pero estoy en el paraíso y este estruendoso artilugio de aporrear me servirá de instrumento musical y de mejor amigo durante muchos años ruidosos.

Practico en todas partes y a todas horas, pero sobre todo en el salón cuando todo el mundo está viendo la tele. Me acomodo en un rincón y toco para acompañar ese programa de variedades obligatorio a finales de los años cincuenta, Sunday Night at the London Palladium. Mi madre, mi padre, Reg, Len, Clive y Carole aguantan pacientes mi estruendo contrahecho mientras intentan ver los últimos números de los cómicos Norman Vaughan y Bruce Forsyth y del artista que tocara esa semana en esos años anteriores al rock’n’roll.

Yo golpeteo para acompañar a The Harmonics y sus armónicas acompasadas. Proporciono un redoble a los chistes de los comediantes. Acompaño la introducción y la conclusión de la Jack Parnell Orchestra. Ni siquiera tiene que haber un número. Yo acompaño lo que sea, a quien sea. Ya por aquel entonces era un batería versátil.

Al acercarme a la adolescencia mi dedicación no hace más que aumentar. Pieza a pieza, voy juntando una batería medio decente. Al tambor militar le siguen los platillos y a estos el bombo, comprado al tipo que vive al otro lado de la calle. Este apaño me sirve hasta los doce. Entonces, a punto de entrar en los años de adolescencia, mi madre me dice que compra a medias conmigo una batería de verdad.

Corre el año 1963 y los sesenta avanzan a todo gas. Han llegado los Beatles y el futuro puede comenzar. Su primer single, Love Me Do, había aparecido el anterior octubre y la Beatlemanía ya me tiene atrapado. Realizo el sacrificio definitivo: voy a vender el juego de trenes de juguete de mi hermano para conseguir mi mitad del dinero. Ni se me pasa por la cabeza que tal vez le debería haber pedido permiso.

Eufóricos con nuestras cincuenta libras, mi madre y yo vamos a Albert’s Music Shop, en Twickenham, y compramos una batería Stratford de cuatro piezas, color blanco perla. Ante esa batería aparezco sentado en una fotografía a los trece años que sirve de portada de Going Back, mi álbum de 2010.

Siento que mi destreza con la batería va en aumento, en buena medida porque toco siempre que me es posible. Estoy seguro de que le he dedicado mis diez mil horas antes incluso de llegar a la adolescencia, tal como confirmarían mis vecinos del 451 y el 455 de Hanworth Road. Cuando estoy en casa toco la batería y no hago caso a prácticamente nada más, hecho del que probablemente darían fe los profesores que corregían mis deberes, primero en el Nelson Infants School y luego en el Chiswick County Grammar.

Pero la batería no me deja sin baterías: apruebo los exámenes de acceso a secundaria. Eso me permite saltarme las por aquel entonces cargantes normas de un sistema educativo corriente y entrar en un colegio más selectivo.

Estoy dispuesto a admitir, sin embargo, que, a pesar de pasar tanto tiempo en mi cuarto, no dedico demasiado tiempo a estudiar. La batería Stratford domina el espacio y yo me siento ahí, sin parar, tocando y tocando y tocando, situado frente al espejo. En buena medida debido a la vanidad, por supuesto, pero también como parte del aprendizaje. He observado a Ringo Starr con fogosa fascinación y, si no logro sonar como él, tal vez pueda intentar parecerme a él cuando toca. Cuando a principios de 1964 los Rolling Stones alcanzan el número tres en las listas de grandes éxitos con su tercer single, Not Fade Away, yo, joven voluble, paso a imitar a Charlie Watts.

A pesar de mi fervor por la batería, comienzo a forjar otro interés: la interpretación. Las semillas se plantan en esas obritas del club náutico, representadas en el Isleworth Scout Hall, cuando dejo a todo el mundo boquiabierto al hacer de Humpty Dumpty y de Buttons. Durante una de estas estelares actuaciones, mi padre, vestido de sir Francis Drake, sale a tomar el aire. Al lado hay una antigua iglesia con varias tumbas abiertas, cortesía de las bombas de Adolf. Entre el humo de la pipa y la bruma nocturna del río, mi padre parece un fantasma recién salido de la tumba. Esta aparición queda iluminada por los focos deslumbrantes de un automovilista que pasaba. Tras frenar de golpe y girar en un santiamén, llama a la policía local. A su vez, la policía llama al periódico local. Y así llegamos al titular de esa semana del Richmond and Twickenham Times: «El fantasma de sir Francis Drake se aparece en Isleworth».

Más o menos por aquella época trabajo de modelo infantil durante un periodo desventurado pero afortunadamente breve. Junto a otra media docena de adolescentes, todos nosotros con una mirada reflexiva perdida en la media distancia, aparezco en anuncios y patrones de punto. Dotado de un flequillo rubio de película y una sonrisa angelical, los pijamas me quedan de maravilla y los jerséis de lana ni te cuento.

Aún impresionados tras ver mi Humpty Dumpty digno de Shakespeare y mi brillantez de Zoolander pionero, mi entusiasta madre me convence para que acuda los sábados por la mañana a clases de elocución en un adusto sótano en Jocelyn Road, Richmond, impartidas por una señora llamada Hilda Rowland. Hay suelo de linóleo, espejos de ballet en la pared y el leve aroma de hormonas femeninas en el aire. La señora Rowland tiene una amiga «especial» que se llama Barbara Speake, quien fundó la escuela de danza que lleva su nombre en Acton en 1945. Mi madre se hace amiga de la señorita Speake. Sin nada que hacer ahora que ha dejado la juguetería, mi madre comienza a trabajar con ella y monta la agencia teatral de la escuela desde nuestra casa. June Collins proporciona niños cantarines y bailarines al West End de Londres y al naciente mundo de la televisión y el cine.

En estos primeros días de los anuncios televisivos, siempre hay necesidad de niños. El niño de las chocolatinas Milky Bar es el papel más jugoso. Al hacer el casting de este y otros anuncios, mi madre se encuentra con el desafío diario de decidir qué niño de los que representa satisface mejor los requisitos. Se dedica a ello en cuerpo y alma, y así es cómo, en 1964, se entera de las audiciones de Oliver! El musical de Lionel Bart que adapta Oliver Twist, la novela de Charles Dickens, va por la cuarta de sus diez exitosas temporadas. Me presento para hacer de Artful Dodger, papel que Davy Jones, futuro miembro de los Monkees, ya ha interpretado y volvería a interpretar en Broadway.

Tras muchas audiciones y tras un rechazo tras otro, para gran sorpresa y entusiasmo del jovencito de trece años que era yo entonces, me escogen para el papel. Estoy contentísimo. Por lo que a mí respecta, el espabilado y ocurrente Dodger es el mejor papel infantil de la obra. ¿Y Oliver, ese buenazo de sonrisa bobalicona? Ni se acerca.

Concierto una cita para ver al director del Chiswick County Grammar, mi colegio, y darle la buena nueva. El señor Hands tiene aterrorizado a todo el alumnado. Es un estricto pedagogo de la vieja escuela, siempre arrastrando la toga, que ondea como alas de murciélago, por los suelos, de camino a la asamblea de profesores y alumnos, el birrete plantado con firmeza sobre la cabeza, los mofletes rubicundos, dispuesto a afrontar otro día de estrictas lecciones.

Ir a su despacho solo puede significar dos cosas. O te espera una zurra con la palmeta o tienes que informarle de algo que más te vale sea muy importante. He de reconocer que se muestra complacido al saber que he logrado un papel destacado en una producción teatral bien conocida que ha recibido críticas elogiosas. Pero es su sombrío deber informarme de que si acepto ese papel, no le quedará otra opción que expulsarme del colegio.

En esta época las normas que rigen el trabajo de los menores de quince años en el West End son estrictas. El máximo periodo de tiempo que uno puede actuar en cualquier lugar es nueve meses. Esto conlleva tres contratos trimestrales, periodo durante el cual los niños deben disfrutar de tres semanas libres por contrato. El señor Hands no puede consentir tal relajación de horarios. Mucho más tarde descubriré, gracias a Reg y Len, que el señor Hands siguió mi carrera con gran interés y no poco orgullo. Fue una gran sorpresa para mí, pues siempre se mostró muy poco interesado y seco en cuestiones de ocio. En cuanto a si el señor Hands era más seguidor de Genesis o de Phil Collins, el jurado aún no ha alcanzado un veredicto.

Les cuento a mi madre y a mi padre su ultimátum de teatro o estudios y la respuesta de ambos es rápida y sucinta: estudia teatro. Me sacan del Chiswick County Grammar y me matriculan en la escuela de interpretación de Barbara Speake, que acaban de fundar. Mi madre ha tenido tanto éxito al encargarse de la agencia teatral de Barbara Speake que entre ambas han convertido la escuela de danza en toda una institución para la enseñanza de las artes escénicas.

En muchos sentidos, para mí esto es perfecto. Para empezar, puedo actuar tanto como quiera. Además, en el Barbara Speake Stage School las chicas superan en número a los chicos por un margen considerable. En mi nueva clase, estoy yo, un chaval que se llama Philip Gadd y una docena de chicas.

De hecho, es pluscuamperfecto. Dado que la prioridad es mejorar las interpretaciones, presentarse a audiciones y obtener papeles, en ese momento mis estudios formales se interrumpen por completo. Como soy un adolescente nada atípico, me siento en el paraíso. Más adelante desearé haber recibido un poquito más de estudios tradicionales y un poco menos de ballet. Aun así, me habría encantado estudiar claqué. Todos los grandes baterías de los comienzos, leyendas como Buddy Rich, sabían claqué. Además, grandes bailarines como Fred Astaire fueron también grandes baterías. Esas dos destrezas son parientes cercanos de la familia del ritmo y lamento no haber sentido más interés. ¿A quién no le habría gustado un poquito de claqué en el Live Aid?

Cuando me matriculo en la escuela de artes escénicas tengo trece años. Mis años de adolescencia comienzan a lo grande, en todos los sentidos. Soy batería, que queda chulo en la escuela. Estoy en un gran espectáculo en el West End, que es la envidia de mis compañeros. Y soy uno de los dos únicos chicos en una clase a rebosar de chicas: chicas extrovertidas y de carácter artístico.

No sé si acabé tonteando con la totalidad de las alumnas durante los cuatro años que pasé en la escuela de teatro, pero sospecho que solo una o dos chicas se libraron de mis atenciones. Nunca he molado tanto. Nunca volveré a molar tanto.

La historia sugiere que tengo catorce años cuando mantengo relaciones sexuales por primera vez. Digo «sugiere» porque se acaba tan rápido que tal vez, en el sentido carnal de las cosas, no cuenta. Pero las opciones de un adolescente cachondo en un barrio cerrado de las afueras son limitadas. Cuando te encuentras en una situación en la que tal vez ocurra, ya te has metido en un lío y has oído el pistoletazo de salida. Y as

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