

1. Cabezas burguesas y cabezas proletarias, o por qué el himno terminaba por importar
Hacia 1927, circulaba en el norte de la provincia de Buenos Aires el boletín Justicia. Órgano de los obreros y campesinos de Chacabuco, una publicación impulsada por los militantes comunistas del lugar. Las características materiales de publicaciones de este tipo, con algunas raras excepciones, eran en aquellos tiempos reiteradas: pocas páginas, escritas a máquina y reproducidas a mimeógrafo, presumiblemente; alguna ilustración a cargo de los propios militantes, cuando no se apelaba al clisé que proporcionaba la organización y que hacía que las imágenes que ilustraban la conmemoración de alguna fecha importante fueran las mismas en Haedo y en Flores, por ejemplo.
Si bien luego vendrían tiempos todavía más duros, la militancia en el Partido Comunista no era por entonces sencilla. Para quienes se encargaban de la prensa, además, había problemas específicos: sostener un boletín, aun si aparecía de manera irregular, reclamaba contar con cierta logística para su redacción e impresión, y luego para distribuirlo, aunque esta última actividad estaba parcialmente aliviada por la escala de los emprendimientos. Es que este tipo de periódico, como venimos sugiriendo, era en buena parte y con claridad fruto del esfuerzo de la militancia de base local, si bien es visible que recibía algún apoyo de las estructuras regionales de la agrupación.
Por otro lado, la propia naturaleza de estos intentos impedía una uniformidad absoluta en lo referido a las secciones, los contenidos, la información en general: dado que incluían el análisis de aquellos aspectos de la situación local que, suponían, eran importantes para sus lectores, los artículos específicos tenían relevancia. El riel proletario, publicado por la célula comunista ferroviaria de Haedo en estos mismos años, estaba naturalmente orientado a la crítica de la situación laboral en el ferrocarril, a veces en un nivel tan cercano que se incluían nombres propios de trabajadores o capataces, mientras que Justicia, en cambio, denunciaba los modos de la explotación en las estancias. Pero también, muy previsiblemente, había temas e informaciones en común, así como evocaciones compartidas en ocasión de las efemérides proletarias y comunistas: el 1º de Mayo, los homenajes a la Unión Soviética y a Lenin, la denuncia del imperialismo. Ésas eran las zonas de los planteos de estos periódicos donde sonaba con más claridad la voz de la estructura del partido.
A mediados de 1927, en al menos tres de estos boletines se publicaron pequeños artículos sobre un acontecimiento a primera vista peculiar. El 25 de Mayo de ese año, en la gala celebrada en el Teatro Colón, se había estrenado una versión del Himno Nacional propuesta por una comisión de eruditos nombrada por decreto del presidente radical Marcelo T. de Alvear en 1924. Tal comisión, entendiendo fundarse en un documento auténtico de Blas Parera, introdujo modificaciones en la música. La nueva versión fue cuestionada por el tradicional diario porteño La Prensa, que encabezó una campaña contra esos cambios con un éxito notable. Políticos de varios grupos e intelectuales importantes expresaron sus posiciones, así como menos destacadas “agrupaciones de maestros, clubes de barrio, pequeños periódicos, simples particulares”, tal como ha señalado Esteban Buch en su libro sobre el Himno Nacional. Los especialistas de la Junta de Historia y Numismática, que en 1938 se transformaría en la Academia Nacional de la Historia, también fueron consultados.
El 9 de Julio, una multitud, que La Prensa estimaba en cincuenta mil personas, se reunía luego del desfile a cantar el himno en su versión tradicional ante la Casa de Gobierno, en lo que sin duda era un desafío. El episodio terminó con unos treinta heridos y veinte detenidos; finalmente, una nueva comisión volvería atrás con los cambios poco más tarde.
Frente a los hechos de julio, los activistas de Justicia proclamaban que “con reforma o sin ella, el himno pertenece a la burguesía” y denunciaban a los grandes diarios que, decían, “se acuerdan de la libertad y los derechos del pueblo” porque los heridos y los detenidos eran “personas de alcurnia e hijos de papá”. En coincidencia inicial, sus compañeros de Haedo, que publicaban Juan Pueblo. Órgano mensual defensor de los intereses de los obreros, estimaban que el hecho de que “el himno sea una tarantela o una jota no nos interesa”. Pero, agregaban, en el episodio de la represión lo verdaderamente lamentable era que las “cabezas rotas” no habían sido “de burgueses sino de trabajadores”. Insistiendo en esa línea interpretativa, expresaban una queja: “Qué mejor sería que se preocuparan los trabajadores de la defensa de sus intereses”, en lugar de prestar atención a “una pavada”.
Son varias las observaciones que sugiere este empeño de los activistas comunistas dedicados a las tareas de prensa en la base por asumir un tema que, según ellos mismos manifestaban, entendían menor. Por una parte, la crítica al himno —así como a la bandera y otros símbolos— en tanto creación burguesa era una posición oficial de los partidos comunistas por entonces. A partir de mediados de los años treinta, esa actitud cambiaría, pero hacia 1927 no hay sorpresas en esa crítica. En la mirada del PC, la nación burguesa tenía sus símbolos, que remitían a un pasado que se pretendía común, y el partido proletario, los suyos; sus banderas, su himno en La Internacional, sus héroes, símbolos también de su propio pasado y del pasado de la clase obrera. La pregunta que se insinúa como la más relevante no remite, entonces, a la actitud ante el himno, dado que el rechazo derivaba de la posición partidaria. La cuestión parece ser por qué unos militantes anónimos, que con tanto esfuerzo y riesgo publicaban un boletín, dedicaban algo del poco espacio que tenían a abordar un tema que públicamente persistían en caracterizar como “una pavada”.
Es significativo, al mismo tiempo, el matiz que introduce Juan Pueblo: la cuestión del himno había logrado convocar a sectores populares y obreros, los mismos que el partido buscaba alcanzar masivamente. Esta observación hubiera sido previsible en las páginas de La Prensa, que insistía desde ya en lo popular de su propia campaña. Más interesante resulta que quede a cargo de las células comunistas que militaban allí, donde se encontraban los grupos a los que deseaban llegar. La amplitud de los sectores involucrados en la cuestión del himno parece quedar, entonces, fuera de duda; también en este punto puede abrirse una línea de reflexión.
Ocurre que todo el episodio resulta, en una de sus dimensiones, una disputa que atañe al pasado. Si se prefiere, puede plantearse que esta puja por el himno que habría de ejecutarse en los actos oficiales, en pleno siglo XX, tenía una dimensión inevitablemente histórica. Ello sucedía, por una parte, porque los argumentos que se expusieron en las polémicas eruditas y públicas apuntaban a tener en cuenta como factor decisivo la condición tradicional de una pieza musical. Lo que los estudiosos debían decidir era si la nueva versión se fundaba en la música original y auténtica, la de los primeros años posteriores a la Revolución de Mayo de 1810, y si esa originalidad alcanzaba para desestimar las versiones musicales más recientes. Por otra, porque el himno era, como la bandera, como el escudo, uno de los sostenes en los que pretendía apoyarse la identidad colectiva nacional, que buscaba su legitimidad en el pasado.
Los usos del pasado: disputas por el presente, peleas por la historia, futuros en juego
Fenómenos semejantes al que acabamos de mencionar, en lo que hace a sus actores y sus objetos de discusión, fueron frecuentes también en otros ámbitos nacionales, al menos en Europa y en América, y en otros períodos. El Estado, a través de sus funcionarios y sus agencias, los intelectuales, la prensa —desde el boletín barrial hasta los diarios de gran tirada—, los grupos políticos y sociales han sostenido disputas de este tenor desde, al menos, los tiempos de la Revolución Francesa.
En rigor, todavía continúan teniendo lugar: en octubre de 2006, por ejemplo, el Instituto Nacional contra la Discriminación de la Argentina sostenía que “la necesidad de revocar los símbolos del avasallamiento de los pueblos aborígenes a partir de la conquista” era la razón por la cual proponía al Poder Ejecutivo Nacional la “eliminación del 12 de Octubre como feriado nacional”. La decisión acerca del festejo del 12 de Octubre, como se verá, había sido tomada en 1917 mediante un decreto firmado por el presidente Hipólito Yrigoyen. También, si se amplía la perspectiva, debe reconocerse que las actuales políticas de la memoria, las acciones judiciales y los debates en torno a los años setenta y al terrorismo de Estado son fenómenos en los que están en disputa distintas lecturas del pasado. De todos modos, en esta ocasión los efectos jurídicos son más directos que en otras, y los actores incluyen a los organismos de derechos humanos y a la autoridad judicial. Así, en todos estos casos —el del himno, el del 12 de Octubre, el de los años setenta—, se realizan esfuerzos por ofrecer interpretaciones de algún segmento particularmente significativo del pasado, y por difundir una versión e imponerla a otras que compiten con ellas.
A la luz de los ejemplos que acabamos de mencionar, resulta evidente que esas imágenes, representaciones, evocaciones del pasado, desplegadas o breves, no se forjan sólo en los gabinetes de los historiadores, ni son fruto exclusivo de una silenciosa y larga tarea en los archivos. Tampoco son sus sostenes únicamente los libros y los artículos de historia con pretensiones de cientificidad, sino también los ritos y los emblemas de la liturgia escolar o militar y los que se juegan en fiestas más espontáneas, la toponimia urbana y rural, las estatuas, los calendarios y las efemérides, incluso algunos afortunados textos de ficción, entre otros. Así, por ejemplo, la instalación de un monumento o la imposición de un feriado, las movilizaciones de un partido para homenajear a sus héroes, la exposición de los argumentos más formalizados y eruditos de un historiador, y también las discusiones que se suscitan alrededor de estas acciones, pueden ser concebidos como los puntos de condensación de un proceso de construcción de interpretaciones del pasado menos estridente y visible, pero más constante y regular, y de esfuerzos por hacerlas triunfar. Unos esfuerzos cuyos resultados son inciertos y que, a pesar de mostrar momentos de alza y de baja y una relativa dispersión en sus escenarios, muy pocas veces se llaman a sosiego.
Es de todas maneras pertinente preguntarse qué razones harían, por ejemplo, que ciertos funcionarios estuvieran dispuestos a cargar contra el 12 de Octubre a casi noventa años de su instalación como feriado. La respuesta es que en este tipo de conflictos lo que está en juego no son sólo imágenes de la historia. Lo que hace que muchos actores —cantores del himno tradicional; anónimos comunistas de Haedo; dirigentes políticos— entiendan que vale la pena intervenir en ellos es la certeza tan extendida de que esas representaciones del pasado tienen el poder de tornar legítimas las posiciones presentes y de influir en las batallas de la hora. Y de tales batallas dependerá el futuro que pueda construirse.
Así concebida, la utilización de representaciones del pasado exhibe características propias. La primera de ellas es que siempre se trata de una competencia y un debate entre varias lecturas de la historia. La segunda, que esos debates tienen un objeto declamado, y ciertamente auténtico, constituido por las imágenes del pasado, y otro implícito, tan auténtico como el anterior, que se define en el presente y está asociado a los conflictos político-sociales del momento. Y eso sucede, incluso, si las intenciones originales de los autores de esas representaciones estaban en principio más inclinadas al polo científico: historias eruditas producidas por historiadores profesionales fueron también utilizadas para librar los combates del presente.
Historia y nación
Por otra parte, desde hace tiempo las luchas por el pasado suelen tener lugar en el marco de un tipo particular de formación política: los Estados nacionales, cuya construcción culminó, en Europa, en las décadas finales del siglo XIX. Aunque pueden registrarse excepciones, estas historias en conflicto han tendido a ser en muchos casos historias nacionales, o referidas a algún tramo del pasado nacional. Al mismo tiempo, prácticamente no existen ideas significativas de nación posteriores a la Revolución Francesa que no incluyan, entre los elementos decisivos para la definición de esa colectividad, la suposición de la existencia de una historia compartida: las naciones, se entendía, tenían un pasado común. Así, las querellas sobre el pasado se enlazaron con las disputas sobre la nación en cuestión, en particular con aquellas referidas a la construcción de un orden social y político presente.
Sin embargo, como es sencillo de prever, la construcción de esos Estados nacionales no fue un proceso que avanzara a ritmos regulares y sin resistencias, fracasos o disidencias, que en ocasiones tenían lugar en torno a la extensión de los sentimientos de pertenencia a la nación en la sociedad. Un ejemplo puede hallarse en el caso que citamos al comienzo: aquellos comunistas se negaban a admitir que debieran discutir acerca de qué versión del himno era la auténtica y, por ende, la que encarnaba la nacionalidad. El anarquismo, de fuerte presencia en los sectores populares y en la clase obrera en la Argentina de principios del siglo XX, asumió posiciones similares en ese punto. En ambos casos, las agrupaciones se dotaban de un pasado que les daba identidad e impugnaban otras versiones disponibles.
No debe, de todas maneras, despreciarse la capacidad que los mecanismos estatales, así como la del sistema político y aun el peso de algunas prácticas culturales más espontáneas, tuvieron para estandarizar, disciplinar, incluir y controlar a los díscolos. El propio Partido Comunista, como anticipamos, poco más de una década después de las fechas que evocamos, inscribía las luchas de la clase obrera argentina en la tradición progresista de Mayo y exaltaba el himno antes denostado. Ello ocurría como resultado de una tendencia a la incorporación plena del PC a la vida política argentina, que ganó fuerza y visibilidad desde mediados de los años treinta aunque hubiera algún anticipo. A medida que el partido pasaba a concebirse como uno más en el mundo político local, ofrecía su propia interpretación del pasado nacional y se filiaba con una tradición progresista argentina que, como cualquier otra, era en parte una construcción.
Un ejemplo de la Argentina posterior permite exponer la tensión entre la aceptación, el rechazo y la reinterpretación de símbolos y héroes que el Estado propone. A fines de los años sesenta y comienzos de