Puertoaéreo flotaba sobre el viento vespertino. Las enormes bolsas de gas de la ciudad volante estaban tocadas por la luz dorada como las nubes del ocaso, pero el terreno de abajo estaba en sombra, excepto en aquellos lugares donde el agua reflejaba el cielo, en las huellas de las cadenas tractoras que horadaban llanuras y colinas. Aquí y allá, un grupúsculo de luces móviles delataba una población o una pequeña ciudad-tracción que se abría camino a través de un crepúsculo cada vez más profundo. Una lenta y antigua ciudad mercante avanzaba hacia el sur, haciéndose paso entre las montañas, y una manada de ciudades depredadoras trituraba el terreno tras ella esperando una oportunidad para atacar. Allí abajo solo se podía cazar o ser cazado.
Sin embargo, en Puertoaéreo nadie tenía que preocuparse por aquellas cosas. Nadie cazaba en Puertoaéreo, donde los aviadores y mercaderes del aire procedentes de las ciudades-tracción se relacionaban en términos casi amistosos con los pilotos de las fortalezas estáticas de la Liga Antitracción. A la luz de los faroles, en las salas comunes de techo bajo del Bolsa de Gas y Góndola, la mejor taberna de Puertoaéreo, los mercaderes londinenses hacían tratos con los comerciantes de Lahore, y los viajeros procedentes de los Traktiongrads escuchaban las últimas canciones de Nuevo Maya. Había buena comida y bebida, y camas mullidas para aquellos aviadores que buscaban mejorar los estrechos camastros de sus naves. Y lo mejor de todo era que se podían escuchar historias, porque nadie contaba mejores historias que los hombres y mujeres que se ganaban la vida en los Caminos de las Aves y nadie se complacía más que ellos en contarlas.
Aquella noche había un concurrido grupo alrededor de la mesa circular de la barra principal, bajo una de las hélices de la vieja nave rápida Tardigrade, reconvertida en ventilador de techo. Allí estaba Nils Lindstrom, el capitán del carguero Garden Aeroplane Trap, poniéndole la carne de gallina a todo el mundo con un relato sobre los hechos sobrenaturales que había presenciado en los Desiertos de Hielo. Ahora, Yasmina Rashid, de la nave corsaria Zainab, contaba una persecución que tuvo con cometas piratas sobre las rojas colinas secas de Yemen mientras Jean-Claude Reynault, de La Bella Aurore, la interrumpía con el relato de una batalla parecida sobre el mar Amarillo. Coma Korzienowski, comandante de la Todeswurst, una nave blindada de reconocimiento del Traktionstadt Coblenz, lo escuchaba todo con una expresión en el rostro que dejaba intuir a los demás que tenía una historia propia que contar y que se trataba de una buena historia.
—¿Y qué hay de ti, Anna Fang? —preguntó Reynault cuando Yasmina terminó con sus piratas—. Tú has volado más lejos que ninguno de nosotros. ¿No tienes ninguna historia que compartir?
La mujer a la que se dirigía estaba sentada en la punta más alejada de la mesa. Había inclinado la silla de modo que el respaldo se apoyaba contra la pared y tenía el rostro en penumbra. Una mujer atractiva, con la piel curtida por el viento y mechas blancas en el corto cabello negro. Había escuchado todos los relatos de la noche y había reído tan alto como la que más en los momentos cómicos, pero no había pronunciado palabra. Y tampoco lo hizo entonces; solo se limitó a sonreír a Reynault. Tenía los dientes manchados de rojo, de zumo de nueces de areca.
—Anna no cuenta sus historias —dijo Yasmina—. Ella es más de dar respuestas cortas a preguntas largas. Te dirá: «Crecí en las celdas de esclavos de Arkangel y construí mi nave con piezas robadas», pero nunca te contará ni cómo ni cuándo.
—O te dirá: «En una ocasión sobrevolé los desiertos embrujados de América» —dijo Lindstrom—, pero nunca te contará lo que vio allí. Se cuentan muchas historias sobre Anna, pero la propia Anna nunca cuenta ninguna.
—Es espía de la Liga Antitracción —dijo Coma Korzienowski—. Está entrenada para no contarle nada a nadie. Y, cuando lo hace, lo más probable es que sea mentira. ¿No es así, Anna?
Anna Fang rio.
—Escuchemos la historia de Coma —respondió—. Lleva toda la noche muriéndose de ganas de contarla.
Coma replicó que no era cierto, pero luego comenzó a contarla igualmente. Era una historia que Anna ya había oído, así que no se molestó en intentar seguir el hilo. Se concedió disfrutar del sonido de la voz de Coma, de la risa de los demás, de sus rostros a la luz de los faroles. Les tenía mucho cariño a todos: algunos eran viejos amigos y otros, antiguos adversarios, y allí, en Puertoaéreo, aquella diferencia tampoco importaba demasiado. Pero Anna no quería compartir sus historias con ellos. Las historias cambian cada vez que se cuentan. Se inventan detalles nuevos para satisfacer a los oyentes, hay cosas que se exageran o se sacan del relato y el narrador no tarda en llegar a creer que la nueva historia es la verdadera. Anna quería que sus historias se mantuvieran igual, tan genuinas como su memoria fuera capaz de conservarlas.
«Pero quizá debería contárselas a alguien», pensó. Tal vez, cuando volara de regreso a casa, a Shan Guo, se las contaría a Sathya, la niña descalza que había rescatado en Kerala y que era lo más parecido que Anna tenía a un pariente. Comenzaría desde el principio, con la historia sobre Anna Fang que todo el mundo conocía, la de cómo había escapado de las jaulas de esclavos de Arkangel cuando apenas era una niña, en una nave que ella misma había construido.
Salvo que la historia de verdad, como todas las cosas de verdad, había sido más complicada de lo que los relatos sobre ella la hacían parecer…
Anna supo lo que eran en cuanto los vio: aeromotores gemelos Jeunet-Carot llegados directamente desde París. La nave de sus padres había estado propulsada por motores como aquellos. El padre de Anna siempre decía que eran los mejores aeromotores que jamás se habían construido. Habían transportado el barco aeromercante Sirena por los Caminos de las Aves durante toda la infancia de Anna sin dar un solo problema. No había sido culpa de los motores que el viento hubiera cambiado inesperadamente un día mientras sobrevolaban las montañas de Tannhäuser y se hubieran atascado con la finísima ceniza procedente de un volcán.
Incluso entonces podrían haberlos reparado. Los padres de Anna consiguieron acoplar la nave a una pequeña ciudad-tracción con un puerto aéreo decente y se pusieron manos a la obra, pero, antes de poder terminar las reparaciones, una tormenta barrió la población y en el ojo de la tormenta apareció Arkangel, el Martillo del Alto Hielo, la mayor ciudad depredadora del norte.
Anna vislumbró un horrible atisbo de la Entraña plagada de fraguas mientras las enormes mandíbulas giraban sobre sus goznes y se abrían. Cuando se cerraron sobre la ciudad indefensa, la zona donde Anna y sus padres se habían refugiado cedió. Su madre se soltó de la mano de Anna y cayó dando vueltas por una grieta repentinamente abierta entre dos plataformas y se precipitó directamente hacia los grasientos mecanismos de las gigantescas cadenas tractoras de la ciudad. En aquel momento, las cadenas tractoras funcionaban a toda potencia y trituraron a la madre de Anna en un instante, pero no consiguieron liberar a la población de las mandíbulas de Arkangel, así que fueron engullidos desde la retaguardia por la Entraña de la ciudad en medio de una cacofonía de maquinaria y metal en tensión. El estruendo era tal que Anna ni siquiera oyó sus propios gritos cuando los soldados de Arkangel la separaron de su padre y los arrastraron a los dos para que se unieran al resto de los esclavos.
Desde entonces, había vivido en el interior del vientre de Arkangel mientras la ciudad patinaba incesantemente por las placas de hielo sobre sus inmensas roldanas. Lo había perdido todo: incluso le habían cambiado el nombre por un número, el K-420. Se había convertido en una de las innumerables cautivas que trabajaban en las máquinas de desguace y los inmensos motores. («Cautivos» era como denominaban a sus esclavos en Arkangel. Anna suponía que a los habitantes de las cálidas y cómodas plataformas superiores les parecería que sonaba mejor).
Ahora, Arkangel había devorado otra ciudad, y a la cuadrilla de Anna le habían encomendado clasificar los montones de objetos rescatados que habían obtenido de ella para que las gigantescas sierras, sopletes y tenazas metálicas pudieran comenzar a arrancarle los niveles superiores.