Una llanura tenebrosa (Mortal Engines 4)

Fragmento

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1
Supermosquitos sobre Zagwa

Theo había estado escalando desde el amanecer. Primero, por las empinadas pistas, senderos y caminos de cabras que había detrás de la ciudad; luego, cruzando resbaladizas llanuras de grava suelta; y, finalmente, por la yerma ladera de la montaña, agarrándose como podía a las hendiduras y a las grietas sobre las que flotaban las sombras azules. El sol ya estaba en lo alto del cielo para cuando alcanzó la cima. Se detuvo allí un momento para beber agua y recuperar el aliento. A su alrededor, las montañas se estremecían tras los velos de calima que surgían de las rocas calientes.

Con muchísimo cuidado, Theo avanzó hacia un estrecho espolón que sobresalía de la cima de la montaña. A ambos lados, unos escarpados barrancos se precipitaban en una caída de miles de metros llena de rocas puntiagudas, árboles y ríos blancos. Una piedra se desprendió, cayó silenciosamente y dio vueltas sobre sí misma, sin fin. Frente a él, Theo no veía más que el cielo desnudo. Se irguió, inspiró hondo, corrió los últimos metros hasta el borde de la roca y saltó.

Cayó sin parar, cada vez más y más abajo, aturdido por el centelleo montaña-cielo, montaña-cielo. Los ecos de su primer grito se fundieron con el silencio y ya no escuchó más que el latido de su corazón acelerado y el rugido del viento que zumbaba en sus oídos. Dando volteretas en el aire, emergió de la sombra del peñasco a la luz del sol y atisbó bajo sus pies —muy abajo— su hogar: la ciudad estática de Zagwa. Desde allí arriba, las cúpulas cobrizas y las casas pintadas parecían juguetes; las aeronaves, yendo y viniendo del puerto aéreo, eran pétalos arrastrados por el viento; y el río que serpenteaba por su garganta, un hilo plateado.

Theo la contempló con cariño hasta que el lomo de una de las montañas volvió a ocultarla. Hubo una época en la que creyó que jamás regresaría a Zagwa. En el campo de entrenamiento de la Tormenta Verde le habían inculcado que el amor al hogar y la familia era un lujo, algo que debía olvidar si quería cumplir con su cometido en la guerra para reverdecer el mundo. Más tarde, siendo un esclavo en la ciudad-balsa de Brighton, había soñado con su hogar, pero había creído que su familia no querría que regresara. Eran antitraccionistas chapados a la antigua y dio por hecho que, al escapar para unirse a la Tormenta, se había condenado a ser siempre un proscrito. A pesar de todo, allí estaba, de regreso a sus colinas africanas, y ahora era el tiempo que había pasado en el norte lo que le parecía un sueño.

Todo era obra de Wren —pensó mientras caía—. Wren, la extravagante, valiente y divertida muchacha que había conocido en Brighton, su compañera esclava.

—Vuelve con tu madre y tu padre —le había dicho después de que escaparan juntos—. Aún te quieren, y te recibirán encantados, estoy segura.

Y llevaba razón.

Un ave sobresaltada pasó volando junto al costado izquierdo de Theo y le recordó que estaba en el aire, rodeado por un montón de rocas de aspecto amenazador y descendiendo a toda velocidad. Abrió la enorme cometa que llevaba atada a la espalda y dejó escapar un grito triunfal cuando las alas tiraron de él hacia arriba y su vertiginosa caída se convirtió en un grácil y remontado vuelo. Mientras surcaba el aire, el rugido del viento fue apagándose, desplazado por otros sonidos más amables: el susurro de los amplios paneles de seda de silicona, el chirrido del cordaje y las varillas de bambú.

Cuando era más joven, Theo solía llevar allí su cometa para poner a prueba su valor en los vientos y las corrientes. Muchos jóvenes zagwianos lo hacían. Desde que había vuelto del norte, seis meses atrás, a veces observaba con cierta envidia cómo sus alas brillantes se recortaban frente a las montañas, pero no se había atrevido a acompañarlos. El tiempo que había estado fuera le había cambiado demasiado. Se sentía mayor que los chicos de su edad y, a pesar de ello, tímido cuando estaba en su compañía. Se avergonzaba de las cosas que había sido: un piloto de los Acróbatas, un prisionero, un esclavo... Aquella mañana, no obstante, todos los demás jinetes de las nubes se habían quedado en la ciudadela para ver a los extranjeros. Y, consciente de que tendría el cielo entero para él solo, Theo se había despertado deseoso de volver a volar.

Se deslizó por el viento como un halcón, contemplando cómo su sombra nadaba por los espolones de la montaña bañada por la luz del sol. Los verdaderos halcones, suspendidos en el cielo cristalino a sus pies, se apartaban con agudos graznidos de sorpresa e indignación cuando él pasaba planeando a su lado, un esbelto muchacho negro bajo una vela azul celeste que invadía su elemento.

Theo hizo una pirueta y deseó que Wren pudiera verlo. Pero Wren estaba muy lejos, surcando los Caminos de las Aves a bordo de la aeronave de su padre. Después de escapar de la Nube 9, el palacio aéreo del alcalde de Brighton, y de alcanzar la ciudad-tracción de Kom Ombo, Wren había ayudado a Theo a conseguir un pasaje en un carguero que se dirigía hacia el sur. En el muelle, mientras la aeronave se preparaba para partir, se habían despedido y él la había besado. Y, aunque Theo ya había besado antes a otras chicas (algunas, mucho más guapas que Wren), el beso de Wren aún seguía con él. Su mente continuaba reviviéndolo incluso en momentos tan inesperados como aquel. Cuando la había besado, todas sus risas y gestos irónicos la abandonaron. Se quedó temblorosa, y seria, y muy quieta, como esforzándose en escuchar algo que no alcanzaba a oír. Durante un momento, tuvo deseos de decirle que la quería y pedirle que fuera con él, o de ofrecerse a quedarse con ella. Pero Wren estaba tan preocupada por su padre, que había sufrido una especie de ataque, y tan furiosa con su madre, que les había abandonado y se había precipitado con la Nube 9 hacia el desierto, que hacerlo habría sido aprovecharse de ella. Su último recuerdo de Wren era cuando la vio echar la vista atrás mientras su nave se alejaba por el cielo. Ella le dijo adiós con la mano y se fue haciendo más y más pequeña hasta desaparecer del todo.

¡Hacía seis meses! Medio año ya… Definitivamente, iba siendo hora de dejar de pensar en ella.

Así que, durante un rato, no pensó en nada. Simplemente descendió en picado, giró en el aire juguetón y viró hacia poniente frente a la montaña que lo separaba de Zagwa, una montaña verde donde los jirones y bancos de niebla fluían desde el dosel formado por el bosque nuboso.

Medio año. El mundo había cambiado mucho en ese tiempo. Cambios repentinos, estremecedores, como el movimiento de las placas tectónicas cuando las tensiones acumuladas durante los largos años de guerra de la Tormenta Verde se liberaron de improviso. Para empezar, la stalker Fang había desaparecido. Ahora, en la pagoda de Jade había un nuevo líder, el general Naga, que tenía reputación de ser un hombre duro. Su primera acción como líder había sido hacer retroceder el avance de la Traktionstadtsgesellschaft por los pantanos de Rustwater y destruir las ciudades eslavas que llevaban años picoteando en las fronteras septentrionales de la Tormenta. Pero entonces, para asombro del mundo entero, desmanteló su flota aérea y firmó una tregua con las ciudades-tracción. De todos los territorios de la Tormenta Verde llegaban rumores sobre prisioneros políticos que estaban siendo liberados y duras leyes que estaban siendo derogadas; se decía, incluso, que Naga planeaba disolver la Tormenta y restablecer la antigua Liga Antitraccionista. Ahora había enviado una delegación para entablar conversaciones con la reina y el consejo de Zagwa, una delegación liderada por su propia esposa, la señora Naga.

Aquello era lo que había hecho que Theo se despertara al amanecer y llevara su vieja cometa a los promontorios que había sobre la ciudad. Las conversaciones comenzaban aquel día y su padre, su madre y sus hermanas habían acudido a la ciudadela para intentar atisbar a los forasteros, aunque fuera de lejos. Estaban emocionados y rebosantes de esperanza. Zagwa se había retirado de la Liga Antitraccionista cuando la Tormenta Verde se había hecho con el poder, horrorizada por la doctrina de la guerra total y los ejércitos de cadáveres reanimados. Pero ahora (o eso había oído decir el padre de Theo), el general Naga había propuesto un tratado oficial de paz con las ciudades bárbaras e incluso parecía estar dispuesto a desmantelar el ejército de stalkers de la Tormenta. Si así lo hacía, Zagwa y las demás ciudades estáticas africanas tal vez se unieran en la defensa de las zonas verdes del mundo. El padre de Theo quería que su mujer y sus hijos estuvieran en la ciudadela y presenciaran aquel acontecimiento histórico; y también quería echarle una ojeada a la señora Naga, de quien había oído decir que era muy joven y hermosa.

Pero Theo ya lo había visto todo de la Tormenta Verde y no se fiaba de nada de lo que Naga o sus emisarios dijeran. Así que, mientras el resto de Zagwa se agolpaba en los jardines de la ciudadela, él surcaba y remontaba el viento dorado, y pensaba en Wren.

Entonces, debajo de él, vio movimiento donde nada debería estar moviéndose; nada, salvo las aves, y aquellas cosas eran demasiado grandes para ser aves. De entre la niebla blanca sobre el bosque nuboso se elevaban dos pequeñas aeronaves con las cubiertas pintadas a franjas amarillas y negras, como las avispas. Theo, a quien habían obligado a memorizar las siluetas de las naves enemigas durante su adiestramiento en la Tormenta Verde, reconoció enseguida las reducidas góndolas y las aerodinámicas vainas de los motores. Aquellos eran supermosquitos Cosgrove, que las ciudades de la Traktionstadtsgesellschaft usaban como cazabombarderos.

Pero ¿qué hacían allí? Theo nunca había oído que los Traktionstadts enviaran naves a África, y mucho menos tan al sur como se encontraba Zagwa.

Entonces pensó: Están aquí por las conversaciones de paz. Aquellos cohetes que alcanzaba a ver, brillantes como cuchillos en los soportes que había bajo las góndolas, no tardarían en precipitarse sobre la ciudadela, donde estaba la esposa de Naga, donde estaba la reina. Donde estaba la familia de Theo.

Tenía que detenerlos.

Era extraño lo poco que le inquietaba la situación. Hacía un momento, se sentía bastante en paz mientras disfrutaba del sol y el aire limpio. Ahora, probablemente, estaba a punto de morir y, aun así, todo parecía bastante natural; otro elemento más de la mañana, como el viento y el sol. Ladeó su cometa y descendió hacia el segundo supermosquito. Los aviadores todavía no lo habían visto. Los mosquitos eran naves pilotadas por dos personas, y dudaba que estuvieran vigilando con mucha atención. La cometa lo acercó cada vez más, hasta que alcanzó a ver la pintura descascarillándose en la cubierta de las vainas de los motores. Pintado en los grandes timones estaba el símbolo de la Traktionstadtsgesellschaft, un puño blindado y con ruedas. Theo se encontró con que estaba casi admirando el valor de aquellos aviadores que se habían adentrado tanto en territorio antitraccionista con sus inconfundibles naves.

Echó la cometa hacia atrás y quedó suspendido en el aire, tal y como había aprendido a hacer cuando era más joven, cuando cabalgaba sobre las corrientes térmicas en el lago Liemba con sus amigos del colegio. Esta vez, sin embargo, no aterrizó sobre el agua, sino sobre la dura y curvada cubierta de la aeronave. El aterrizaje se le antojó terriblemente ruidoso, pero se acordó de que los hombres que había abajo, en la góndola, no podían oír nada más que el rugido de los grandes motores. Se liberó de las correas de su cometa y trató de engancharla en el flechaste que se extendía sobre la cubierta, pero el viento la atrapó y tuvo que dejar que se la llevara para evitar ser arrastrado con ella. Se aferró al flechaste y observó, impotente, cómo la cometa revoloteaba dando tumbos hacia la popa.

Theo había perdido su único medio de escape. Antes de poder preocuparse por ello, una escotilla se abrió a su lado y una cabeza enfundada en un casco de cuero se asomó y lo observó a través de unas gafas de aviador tintadas. Después de todo, alguien sí lo había oído llegar. Se abalanzó sobre el aviador y los dos entraron rodando juntos por la escotilla, cayeron por una corta escalerilla y aterrizaron pesadamente sobre una pasarela metálica que había entre dos de las células de gas. Theo se incorporó como pudo, pero el aviador yacía en el suelo inmóvil, aturdido. Era una mujer, tailandesa o laosiana, a juzgar por su aspecto. Theo nunca había oído que hubiera orientales luchando por los Traktionstadts. Y, sin embargo, allí estaba, en una de sus naves y vestida con uno de sus uniformes, volando hacia Zagwa con los depósitos bien cargados de misiles.

Era un misterio, pero Theo no tenía tiempo de pensar en ello. Amordazó a la aviadora con su propio pañuelo. Luego le quitó el cuchillo del cinturón, cortó una medida de cuerda de la red que envolvía las células de gas y la usó para maniatarla a la barandilla de la pasarela. La mujer se despertó cuando él ya estaba asegurando los últimos nudos y comenzó a revolverse mientras lo fulminaba con una mirada furiosa a través de sus gafas de aviador resquebrajadas.

Theo la dejó allí, debatiéndose, y corrió por la pasarela hacia otra escalerilla para descender al abrigo de las sombras de las células de gas. El ruido de los motores estallaba a su alrededor ahogando rápidamente las maldiciones amortiguadas que procedían del nivel superior. Cuando se dejó caer sobre la góndola, la luz de las ventanillas lo deslumbró. Parpadeó y vio al piloto, que manejaba los controles de espaldas a él.

—¿Qué era? —preguntó el hombre en aeroesperanto.

(¿Aeroesperanto? Era la lengua franca del cielo, pero Theo pensaba que los Traktionstadts hablaban en alemán…).

—¿Un pájaro? —preguntó el hombre. Hizo algo en los controles y se giró.

Era otro oriental. Theo lo empujó contra una mampara y le mostró el cuchillo. Afuera, la ciudadela empezó a despuntar tras un saliente de las montañas. La tripulación del supermosquito que iba a la cabeza, que no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo a bordo de su hermana, ladeó el timón y empezó a girar hacia ella.

Tras obligar al piloto a ocupar de nuevo su asiento, Theo manoseó los controles del aparato de radio. Era idéntico al que había en la cabina de su Acróbata-bomba durante su estancia con la Tormenta. Gritó por el micrófono:

—¡Zagwa! ¡Zagwa! ¡Os están atacando! ¡Dos aeronaves! ¡Estoy en la de atrás! —añadió apresuradamente mientras las ráfagas de fuego antiaéreo empezaban a estallar en el cielo a su alrededor, la metralla repiqueteaba contra la góndola blindada y el cristal de la luna se agrietaba.

El piloto eligió ese preciso instante para intentar luchar, se impulsó desde la silla y embistió con la cabeza a las costillas de Theo. Theo soltó el micrófono y el piloto aferró el cuchillo que tenía en la mano. Ambos lucharon por la posesión del cuchillo hasta que todo estuvo lleno de sangre. Theo miró y se dio cuenta de que era la suya. El piloto volvió a apuñalarlo y Theo gritó de furia, miedo y dolor mientras intentaba esquivar la hoja. Mirando a su oponente con el rostro contraído de rabia, ni siquiera se dio cuenta de que la nave que iba a la cabeza desaparecía tras un manto de llamas color azafrán. La onda expansiva llegó por sorpresa, hizo estallar a la vez todas las lunas de la góndola y los restos de la explosión sacudieron y chirriaron contra la cubierta. La hélice de un propulsor arrancado atravesó la góndola como una guadaña. El piloto salió dando volteretas a través del inmenso tajo que había en lo que antes era el fuselaje lateral, dejando grabada en las retinas de Theo la imagen de sus ojos enormes, incrédulos.

Theo se tambaleó hasta el aparato de radio y aferró el micrófono oscilante. No sabía si seguía funcionando, pero gritó a través de él de todos modos, hasta que el agotamiento, el terror y la pérdida de sangre pudieron con él. Lo último que escuchó, mientras se desplomaba sobre la cubierta, fueron unas voces que le decían que la ayuda estaba en camino. Desde la ciudadela se elevaban volutas gemelas de humo, y, sobre ellas, azules como libélulas, las aeronaves de las Fuerzas Aéreas Zagwianas ascendían por el cielo dorado.

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2
Asuntos del aire

De: Wren Natsworthy

NAM Jenny Haniver

Peripatetiápolis

14 de abril de 1026 E. T.

Querido Theo:

Espero que la vida en Zagwa no sea demasiado aburrida. Por si acaso, he pensado que debería sentarme a escribirte una carta en condiciones y contarte todo lo que he estado haciendo últimamente. Me cuesta creer que ya haya pasado tanto tiempo… Parece como si hubiera sido ayer: Brighton, la Nube 9, mamá…

Poco después de que te marcharas a Zagwa, también nos dejó el profesor Pennyroyal: tiene amigos en otras ciudades y se ha ido para quedarse con algunos de ellos… O para gorronearlos, más bien, porque no llevaba consigo nada de las ruinas de la Nube 9 (solo su ropa, y era demasiado extravagante como para poder venderla en el bazar de Kom Ombo). Casi me dio pena. Nos ayudó mucho; primero, llevándonos a Kom Ombo; y luego, plantándoles cara a los médicos del hospital hasta que atendieran gratis a mi padre. Pero quiero pensar que estará bien (me refiero a Pennyroyal). Me dijo que estaba pensando en escribir un libro nuevo y contar toda la verdad sobre la batalla de Brighton. Me prometió que no mentiría, sobre todo acerca de ti y de mí, pero estoy segura de que es una de esas promesas de las que se olvidará en cuanto se siente frente a su máquina de escribir.

Mi padre también está bien. Aquellos médicos de Kom Ombo le mandaron tomar unas cuantas pastillas verdes, y eso le alivia un poco los dolores. No ha tenido ningún ataque desde aquella espantosa noche en la Nube 9. Pero parece tremendamente anciano y terriblemente triste. Es por mamá, claro. La quería mucho, a pesar de cómo era. Estar sin ella, sin saber siquiera si está viva o muerta, lo entristece tremendamente, aunque intenta ser valiente.

Creía que cuando estuviera lo suficientemente recuperado querría llevarme directamente a casa, a Anchorage-in-Vineland, pero ni siquiera me lo ha sugerido. Así que, desde entonces, nos hemos dedicado a surcar los Caminos de las Aves, a ver algo de mundo y a comerciar un poco, sobre todo con antigüedades y Vieja Tecnología (pero solo cosas inofensivas, no tan horribles como el Libro de Hojalata). Nos ha ido bastante bien, lo suficiente como para darle una capa de pintura nueva a la nave y reparar los motores. Le hemos devuelto su nombre a la Jenny Haniver, que es como se llamaba antes de que el profesor Pennyroyal se la robara a papá y mamá hace muchos años. Al principio dudamos de si no sería peligroso, pero no creo que nadie recuerde ya que ese era el nombre de la antigua nave de la stalker Fang. Y si alguien se acuerda, la verdad es que nos da igual.

¿Te has enterado de lo de la tregua? (yo siempre pensé que el general Naga era de los buenos. Cuando la Tormenta nos capturó en la Nube 9, sus soldados estaban más que dispuestos a empujarme con sus pistolas, pero Naga les impidió que lo hicieran. Es bueno saber que el nuevo líder de la Tormenta se opone firmemente a los empujones). Sea como sea, todo el mundo está muy emocionado con la tregua, esperando que la guerra se acabe, y yo también lo espero.

Estoy bastante acostumbrada a la vida de mercader del aire. Si pudieras verme, me notarías muy cambiada. Me he cortado el pelo a la última, con un estilo asimétrico, así que por un lado me llega por debajo de la barbilla, pero por el otro, solo hasta la oreja. No quiero parecer presumida, pero me queda de lo más sofisticado, aunque cuando me miro a veces me da la impresión de estar torcida. También tengo unas botas nuevas, de caña alta, y un abrigo de cuero. No como el que llevan papá y los aviadores anticuados, sino una túnica con un forro de seda rojo y unas cositas puntiagudas en el borde que se llaman puntillas, o juntillas, o algo así. Y ahora mismo estoy sentada en un café detrás del puerto aéreo de Peripatetiápolis sintiéndome como una aviadora de verdad y disfrutando de estar a bordo de una ciudad. Nunca llegué a imaginar cómo serían las ciudades de verdad, criándome como me crie en la tranquila Anchorage, pero, ahora que paso la mitad del tiempo en ellas, me he dado cuenta de que me encantan: las multitudes y el trajín, y los motores, que hacen que los suelos vibren como si Peripatetiápolis entera fuera un gigantesco animal vivo. Estoy esperando a papá, que ha ido a una de las plataformas superiores para ver si los médicos peripatetianos encuentran unas pastillas más efectivas que las que le recetaron los de Kom Ombo. (Como era de esperar, no quería ir, pero al final ¡conseguí convencerlo!). Y aquí sentada me he puesto a pensar en ti, como me pasa a menudo, y he pensado…

«Mejor no», decidió Wren. Arrugó la página y la lanzó, hecha una bola, a una papelera cercana. Estaba afinando bastante la puntería. Aquella debía de ser la vigésima carta que le escribía a Theo y hasta el momento no le había enviado ni una sola. Le había mandado una tarjeta por Navidad porque, aunque Theo no era muy creyente, vivía en una ciudad cristiana y probablemente celebrara todos sus antiguos y extraños festivales, pero lo único que había escrito era «Feliz Navidad» y unas cuantas líneas con noticias de ella y de su padre.

El problema era que, a esas alturas, Theo, probablemente, ya se hubiera olvidado de ella. Y, aunque la recordara, era muy poco probable que estuviera interesado en la ropa que llevaba, o en su corte de pelo, o en el resto de cosas. Y la parte sobre lo mucho que le gustaba la vida urbana seguramente le alarmaría, porque él era antitraccionista de pura cepa, y podía llegar a ser bastante cuadriculado…

Pero ella no podía olvidarse de él, de lo valiente que había sido en la Nube 9. Y su beso de despedida, en el muelle aéreo de Kom Ombo, entre todas aquellas cuerdas grasientas, los choques de los vagones apilados del tren aéreo, los gritos de los estibadores y el rugido de los motores. Wren nunca antes había besado a nadie. La verdad es que no sabía muy bien cómo hacerlo; no estaba segura de dónde se suponía que debía poner la nariz, y cuando sus dientes chocaron, temió estar haciéndolo todo mal. Theo se rio y dijo que había sido raro aquel beso, y ella dijo que creía que podría pillarle el truco con un poco más de práctica, pero entonces el capitán de su nave comenzó a gritar: «¡Todo el mundo a bordo!», y empezó a soltar las abrazaderas de amarre, y ya no hubo tiempo…

Eso había sido seis meses antes. Theo le había escrito una vez —una carta que Wren recibió en enero, en un desvencijado aerocaravasar en las Tannhäuser— para decirle que había llegado a casa sano y salvo y que su familia lo había recibido como si fuera el «hijo pródigo» (fuera lo que fuera lo que eso significara). Pero Wren no había sido capaz de redactar una contestación.

—¡Maldita sea! —dijo, y pidió otro café.

*   *   *

Tom Natsworthy, el padre de Wren, se había enfrentado a la muerte en muchas ocasiones y se había expuesto a todo tipo de situaciones temibles, pero nunca había experimentado un miedo tan frío como aquel.

Estaba tumbado, prácticamente desnudo, sobre una helada mesa metálica en la consulta de un especialista de corazón, en la segunda plataforma de Peripatetiápolis. Sobre él, una máquina con un largo y articuladísimo cuello hidráulico giraba su cabeza metálica de lado a lado y lo examinaba con aire suspicaz. Tom estaba bastante seguro de que aquellas lentes verdes y brillantes y aquel mecanismo procedían de un stalker. Supuso que las piezas de stalker debían de ser fáciles de conseguir en aquellos tiempos, y pensó que debía alegrarse de que tantos años de guerra hubieran generado, al menos, unas cuantas cosas buenas: nuevas técnicas médicas o máquinas de diagnóstico como aquellas. Pero cuando la roma cabeza metálica descendió cerca de su torso y escuchó el chirrido y el zumbido del mecanismo en el interior de aquellos deslumbrantes ojos, lo único que se le vino a la cabeza fue el antiguo stalker Shrike, que los había perseguido a Hester y él por toda la Región Exterior durante el año en que Londres murió.

Cuando todo hubo terminado, el doctor Chernowyth desenchufó la máquina y salió de su pequeño cubículo de paredes de plomo, pero lo que le dijo a Tom no fue nada que él no se hubiera imaginado ya: tenía el corazón delicado. Era culpa de la bala que Pennyroyal le había disparado hacía tantos años en Anchorage. Estaba empeorando y un día terminaría por matarlo. Le quedaban un año o dos, tal vez cinco, no más.

El médico frunció los labios, sacudió la cabeza y le dijo que se tomara las cosas con tranquilidad, pero Tom se limitó a reír. ¿Cómo podía uno tomarse las cosas con tranquilidad en el tráfico aéreo? La única manera de tomarse las cosas con tranquilidad era volver a casa, a Anchorage-in-Vineland, pero nunca podría hacerlo después de lo que había descubierto sobre Hester. Él no tenía nada de lo que avergonzarse —no había vendido la ciudad de hielo a los Cazadores de Arkangel ni tampoco había asesinado a nadie en sus calles nevadas—, pero se sentía avergonzado de su mujer y estúpido por haber vivido tanto tiempo con ella sin sospechar jamás las mentiras que le había contado.

De todas formas, Wren nunca le perdonaría que la llevara a casa ahora. Tenía el mismo anhelo de aventuras que el propio Tom a su edad. Estaba disfrutando de la vida en los Caminos de las Aves y tenía madera para convertirse en una buena aviadora. Se quedaría con ella, volando y comerciando, enseñándole las costumbres del cielo. Y cuando la Dama Muerte viniera para llevárselo a la Región de las Sombras, le dejaría a Wren la Jenny Haniver y ella podría elegir qué tipo de vida quería para sí: la paz de Vineland o la libertad de los cielos. Las noticias que llegaban del este sonaban esperanzadoras. Si aquella tregua se mantenía, pronto se abrirían todo tipo de oportunidades para el comercio.

Inmediatamente después de salir de la consulta del doctor Chernowyth, Tom se sintió mejor. Allí afuera, bajo el cielo nocturno, le parecía imposible que fuera a morirse. La ciudad se mecía suavemente mientras avanzaba hacia el norte por la pedregosa linde occidental del Gran Territorio de Caza. Sobre el mar plateado, iluminado por la puesta de sol, una ciudad pesquera les seguía el paso bajo una nube de gaviotas. Tom las contempló durante un momento desde la plataforma de observación, luego montó en un ascensor para volver a la plataforma base y se dio un paseo por el ajetreado mercado de detrás del puerto aéreo rememorando su primera visita a aquella ciudad, con Hester y Anna Fang, hacía veinte años. Le había comprado a Hester un pañuelo rojo en uno de aquellos puestos para que no tuviera que seguir ocultando su rostro deforme con la mano…

Pero no quería pensar en Hester. Cuando lo hacía, siempre acababa recordando la forma en que se habían separado, y lo que le había hecho le enfurecía tanto que su corazón se aceleraba y se retorcía en su interior.

Ya no podía permitirse seguir pensando en Hester.

Empezó a caminar hacia el puerto, ensayando mentalmente lo que le diría a Wren sobre su visita al médico («Nada de lo que preocuparse. Ni siquiera merece la pena operar…»). Al pasar junto a la Casa de Subastas de Vieja Tecnología Pondicherry, se detuvo para dejar salir a un gran grupo de mercaderes y le pareció reconocer a uno de ellos, una mujer más o menos de su edad, bastante guapa. Aparentemente, la subasta le había ido bien porque cargaba con un paquete grande y pesado. Ella no vio a Tom y él siguió caminando mientras intentaba recordar su nombre y dónde la había conocido. Era Katie, ¿verdad? No, Clytie, eso era. Clytie Potts.

Se detuvo, se volvió y se quedó mirándola. No podía ser Clytie. Clytie era una historiadora del Gremio, un año mayor que él, cuando Londres fue destruida. MEDUSA la había matado, al igual que al resto de la población de su ciudad. Sencillamente, no podía estar paseando por las calles de Peripatetiápolis. Sus recuerdos le estaban jugando una mala pasada.

¡Pero se le parecía tanto!

Retrocedió unos cuantos pasos por la calle por la que había venido. La mujer se apresuraba por una escalera hacia el nivel donde amarraban las aeronaves.

—¡Clytie! —gritó Tom, y su rostro se volvió hacia él. Era ella. De repente, Tom no tuvo ninguna duda. Tras una carcajada de asombro y felicidad, volvió a llamarla—: ¡Clytie! ¡Soy yo! ¡Tom Natsworthy!

Un grupo de mercaderes pasó frente a él, bloqueándole la visión de la mujer. Cuando volvió a mirar, ella ya se había marchado. Comenzó a correr hacia las escaleras, ignorando los leves pinchazos de advertencia que le llegaban desde el pecho. Intentó imaginar cómo Clytie habría podido sobrevivir a MEDUSA. ¿Se encontraría fuera de la ciudad cuando esta fue destruida? Había sabido de otros londinenses que lograron escapar de la explosión, pero todos eran miembros del Gremio de Mercaderes que se encontraban en ciudades lejanas cuando sucedió aquello. En la Percha de los Bribones, Hester había tenido un encuentro con aquel horrible ingeniero, Popjoy, pero él estaba en la Entraña Profunda cuando MEDUSA estalló…

Se abrió camino a empellones por las escaleras atestadas de gente y vio que Clytie huía corriendo de él por entre los puntales de acoplamiento de larga estancia. Ni siquiera podía culparla, después de cómo le había gritado. Seguramente estaba demasiado lejos como para que ella pudiera reconocerlo, y lo había confundido con una especie de lunático, o con un mercader rival furioso porque hubiera superado su puja en la casa de subastas. Trotó tras ella, deseoso de poder explicarse, y la vio subir corriendo, a buen ritmo, por otra escalera hasta la plataforma siete, donde había atracada una pequeña y aerodinámica nave. Se detuvo al pie de las escaleras apenas el tiempo suficiente para leer los detalles escritos con tiza en la pizarra que había allí, y así supo que la nave era la Arqueópterix, registrada en Puertoaéreo y comandada por Cruwys Morchard. Entonces, con mucho cuidado de no correr ni gritar ni hacer nada que pudiera alarmar a la mercadera del aire, subió las escaleras tras ella. Naturalmente, gracias a su adiestramiento en el Gremio, Clytie Potts no habría tenido ningún problema en conseguir un pasaje en una nave mercante de Vieja Tecnología. Sin duda, aquel tal capitán Morchard la había contratado como compradora experta y por eso había salido de la casa de subastas.

Tom se detuvo en lo alto de las escaleras para recobrar el aliento, con el corazón martilleándole violentamente. La Arqueópterix se erigía sobre él a la luz del crepúsculo. Estaba camuflada: la góndola y las partes inferiores de la cubierta y de las vainas del motor, pintados de azul celeste; y las partes superiores, con un patrón de camuflaje de deslumbramiento en tonos verdes, marrones y grises. Al pie de la pasarela móvil, dos miembros de la tripulación esperaban bajo un tenue haz de luz eléctrica. Tenían un aspecto rudo y andrajoso, como el de los basureros de la Región Exterior. Cuando Clytie se les acercó, Tom escuchó que uno de ellos decía en voz alta:

—¿Los ha conseguido buenos, entonces?

—Sí —contestó Clytie, señalando con la cabeza el paquete que sostenía.

El otro hombre se acercó para ayudarla y entonces vio que Tom la estaba siguiendo. Clytie debió de darse cuenta de que su expresión cambiaba y se volvió para ver por qué.

—¿Clytie? —dijo Tom—. Soy yo, Tom Natsworthy, aprendiz de tercera clase del Gremio de Historiadores, de Londres. Sé que probablemente no me reconozcas. Han pasado…, ¿cuántos? ¡Casi veinte años! Seguramente creías que estaba muerto…

En un primer momento, no tuvo duda de que ella le había reconocido y se alegraba de verlo, pero luego su mirada cambió. Retrocedió un paso, alejándose de él, y miró hacia los hombres de la pasarela. Uno de ellos, alto, de aspecto cadavérico y con la cabeza rapada, se llevó una mano a la espada y Tom le escuchó decir:

—¿Este individuo la está molestando, señora Morchard?

—No pasa nada, Lurpak —dijo Clytie, haciéndole un gesto para que no se moviera del sitio. Se acercó un poco más a Tom y dijo amablemente—: Disculpe, señor. Me temo que debe de haberme confundido con otra dama. Yo soy Cruwys Morchard, dueña de esta nave. No conozco a nadie de Londres.

—Pero tú… —empezó a decir Tom.

Analizó su rostro, avergonzado y confundido. Estaba seguro de que era Clytie Potts. Había ganado algo de peso, igual que él, y su cabello, antaño oscuro, estaba espolvoreado de nieve, como si sobre él se hubieran asentado telarañas. Pero su rostro era el mismo…, salvo porque el espacio entre sus cejas, allí donde Clytie Potts había exhibido orgullosamente el tatuaje del ojo azul del Gremio de Historiadores, estaba vacío.

Tom empezó a dudar de sí mismo. Al fin y al cabo, habían pasado veinte años. Tal vez se hubiera equivocado.

—Lo siento; se parece tanto a ella… —le dijo.

—No se preocupe —respondió la mujer con una sonrisa encantadora—. Tengo una de esas caras. Me confunden constantemente con otras personas.

—Se parece tanto a ella —repitió Tom medio esperanzado, como si de repente ella pudiera cambiar de idea y recordar que, después de todo, sí era Clytie Potts.

Ella le hizo una reverencia con la cabeza y se volvió. Sus hombres no apartaron la vista de Tom mientras la ayudaban a subir la pasarela con su paquete. No había más que añadir, así que volvió a decir: «Lo siento», y él mismo dio media vuelta, sonrojándose acaloradamente mientras bajaba de la plataforma. Comenzó a cruzar el puerto hacia el lugar donde su propia nave estaba atracada, y no había dado ni veinte pasos cuando escuchó a sus espaldas que los motores de la Arqueópterix cobraban vida con un rugido. Vio cómo la nave se elevaba en el cielo nocturno, ganando velocidad rápidamente tras surcar el espacio aéreo de la ciudad, y se alejaba volando hacia el este.

Era curioso, porque Tom estaba seguro de que en la pizarra de la plataforma ponía que estaría estacionada en Peripatetiápolis durante dos días más.

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3
La misteriosa señora Morchard

—¡Estoy seguro de que era ella! —dijo Tom aquella noche durante la cena en el Dirigible Feliz—. Era mayor, claro, y ya no tenía la marca del Gremio en la frente, lo cual me hizo dudar un poco; pero los tatuajes se pueden borrar, ¿verdad?

—No te alteres, papá —dijo Wren.

—No estoy alterado, ¡solo intrigado! Y si es Clytie, ¿cómo puede ser que esté viva? ¿Y por qué no me ha reconocido?

Tom no durmió mucho aquella noche. Wren también se quedó despierta, tumbada en su pequeño camarote, en la cubierta de la Jenny, escuchando cómo su padre recorría la pasarela desde la cabina de popa y repiqueteaba calladamente en la cocina mientras se preparaba uno de sus tés de las tres de la mañana.

Al principio se preocupó por él. No había creído su versión sobre lo que le había dicho el cardiólogo y estaba bastante segura de que no era bueno que pasase la noche en vela, preocupado por aviadoras misteriosas. Poco a poco, sin embargo, empezó a dudar de si su encuentro con la mujer no habría sido bueno, después de todo. Mientras hablaba de ella en la cena, su padre parecía más vital de lo que Wren le había visto en meses. La desgana que se había apoderado de él después de que su madre se marchase había desaparecido, y había vuelto a ser su antiguo yo, siempre rebosante de teorías e interrogantes. Wren no sabía si lo que le atraía era el misterio, la idea de una conexión con la ciudad perdida que había sido su hogar o si, simplemente, le gustaba Clytie Potts. Pero, fuera lo que fuera, ¿no le vendría bien tener algo en lo que pensar que no fuera su madre?

Así que, a la mañana siguiente, en el desayuno, dijo:

—Deberíamos investigar. Descubrir más sobre esa supuesta Cruwys Morchard.

—¿Cómo? —preguntó su padre—. A estas alturas, la Arqueópterix ya debe de estar a cientos de millas de aquí.

—Dijiste que compró algo en las salas de subasta —dijo Wren—. Podríamos empezar por ahí.

*   *   *

El señor Pondicherry, que era un caballero orondo y lustroso, pareció volverse aún más orondo y lustroso, si cabe, cuando levantó la vista de sus dietarios para contemplar cómo Tom Natsworthy y su hija entraban en su pequeño cubil. La Jenny Haniver había vendido varias piezas valiosas a través de la Casa de Subastas de Vieja Tecnología Pondicherry.

—¡Señor Natsworthy! —Rio—. ¡Señorita Natsworthy! ¡Cuánto me alegro de verlos! —Se incorporó para saludarlos y se remangó un buen trozo de manga bordada en plata, dejando a la vista una pulposa mano marrón que Tom estrechó—. Espero que ustedes dos estén bien. ¿Les tratan bien los dioses del cielo? ¿Qué tienen hoy para mí?

—Solo preguntas, me temo —confesó Tom—. Me preguntaba qué podría contarme sobre una arqueóloga independiente llamada Cruwys Morchard. Hizo una compra aquí ayer…

—¿La dama de la Arqueópterix? —se sorprendió el señor Pondicherry—. Sí, sí, la conozco bien. Pero me temo que no puedo compartir demasiada información…

—Por supuesto —dijo Tom—: Lo siento, lo siento.

Wren, que medio se esperaba aquello, sacó del bolsillo de su chaqueta un hatillo de tela que depositó sobre el secante del escritorio del señor Pondicherry. El subastador ronroneó como un gato cuando lo desenvolvió. En su interior había una delgada y plana carcasa de metal plateado, engastada con oblongas teselas en las que aún se adivinaban unos números desvaídos.

—Un teléfono móvil antiguo —dijo Wren—. Se lo compramos el mes pasado a un basurero que ni siquiera sabía lo que era. Mi padre tenía pensado vendérselo a un particular, pero estoy segura de que no le importaría hacerlo a través de Pondicherry si…

—¡Wren! —dijo su padre, sorprendido por su atrevimiento.

El señor Pondicherry había agachado la cabeza para acercarse a la reliquia y hacía girar una lupa de joyero frente a su ojo.

—¡Oh, qué bonito! —dijo—. ¡Qué hermosamente conservado! Y el tráfico de chucherías como estas definitivamente va a aumentar, ahora que despunta la paz. Dicen que el general Naga ya no tiene tiempo para librar batallas, ahora que se ha buscado una bonita y joven esposa. Casi tan bonita como Cruwys Morchard… —Miró a Tom y le guiñó un ojo enorme, aumentado por la lupa—. Muy bien. Que quede entre nosotros: la señora Morchard, efectivamente, estuvo aquí ayer. Compró un lote de bobinas Kliest.

—¿Y por qué diantres iba a querer algo así? —se preguntó Tom.

—¿Quién sabe? —El señor Pondicherry sonrió y abrió mucho las manos, como diciendo: «Una vez que yo me he embolsado mi porcentaje, ¿qué más me da lo que mis clientes hagan con la basura que compran?»—. No tienen absolutamente ninguna utilidad. Para el comercio de bienes, supongo. Esa es la profesión de la señora Morchard. Es tratante de Vieja Tecnología. Una de las buenas, creo. Lleva en los Caminos de las Aves desde que no era más que una chicuela.

—¿Alguna vez ha hecho alguna mención al lugar de donde viene? —preguntó Wren con impaciencia.

El señor Pondicherry se lo pensó un momento.

—Su nave está registrada en Puertoaéreo —dijo.

—Ya, eso lo sabemos. Me refiero a si sabe dónde se crio, dónde recibió su formación. Verá, creemos que es londinense.

El subastador sonrió a Wren con indulgencia y volvió a guiñarle el ojo a Tom mientras deslizaba el antiguo teléfono en uno de los cajones laterales de su escritorio.

—Ay, señor N., ¡qué ideas tan románticas tienen las jóvenes damas! ¡De verdad, señorita Wren! Ya nadie es londinense.

*   *   *

Después tomaron café en la terraza de una cafetería y miraron hacia poniente sobre las interminables praderas del gran Territorio de Caza. Era uno de esos cálidos y dorados días de primavera. Una bruma verde inundaba los gigantescos surcos y huellas que las cadenas tractoras de las ciudades dejaban sobre la tierra al pasar, y el cielo estaba plagado de vencejos que viraban bruscamente. Al este, en la lejanía, una ciudad minera roía una hilera de colinas que, de alguna manera, habían conseguido pasar desapercibidas hasta entonces.

—Lo raro —comentó Tom con aire pensativo— es que estoy seguro de que he oído antes ese nombre. Ojalá pudiera recordar dónde. Cruwys Morchard. Supongo que sería en los Caminos de las Aves, en los viejos tiempos… —Le sirvió a Wren más café—. Debes de pensar que soy un estúpido por dejar que algo así me afecte tanto. Es solo que la idea de que haya otro historiador aún vivo después de todos estos años…

No podía explicarlo. Últimamente había estado pensando mucho en sus años mozos en el Museo de Londres. Le entristecía pensar que, cuando muriera, el recuerdo de aquel lugar también lo haría con él. Pero, si realmente había otro historiador vivo, alguien que se hubiera criado en las mismas galerías polvorientas y los mismos pasillos con olor a cera de abeja que él, que hubiera cabeceado en las conferencias del anciano Arkengarth y hubiera escuchado cómo Chudleigh Pomeroy rezongaba sobre los endebles amortiguadores del edificio, entonces la responsabilidad de tener que recordar todo aquello se aliviaría. El eco de todas aquellas cosas sobreviviría en otras memorias incluso después de que él hubiera muerto.

—Lo que no entiendo —dijo Wren— es por qué no lo reconoce. Sin duda, sería un atractivo comercial para una mercader de Vieja Tecnología decir que es londinense y que se formó en el Gremio de Historiadores.

Tom se encogió de hombros.

—Yo siempre lo mantuve en secreto cuando tu madre y yo comerciábamos. Londres no era muy popular en aquella época. Lo que el Gremio de Ingenieros había hecho trastocó el equilibrio del mundo entero. Asustó a muchas ciudades y dio lugar al alzamiento de la Tormenta Verde. Supongo que ese es el motivo de que Clytie adoptara otro nombre. Los Potts son una familia londinense de renombre; estuvieron procurando ediles y jefes de gremio a la ciudad desde los tiempos de Quirke. El abuelo de Clytie, el viejo Pisistratus Potts, fue lord mayor de Londres durante muchos años. Si quisieras fingir que no eres londinense, no sería buena idea ir por ahí llamándote Clytie Potts.

—¿Y qué me dices de esas cosas que compró en Pondicherry? —quiso saber Wren.

—¿Las bobinas Kliest?

—Nunca había oído hablar de ellas.

—No hay razón para que lo hubieras hecho —respondió su padre—. Proceden del Imperio eléctrico, que fue muy próspero en esta zona antes de la aparición de la cultura del Metal Azul, alrededor del año 10000 a. T.

—¿Para qué sirven?

—Nadie lo sabe —dijo Tom—. Zanussi Kliest, el historiador londinense que se dedicó a su estudio por primera vez, afirmaba que su función era concentrar cierta especie de energía electromagnética, pero nadie ha conseguido deducir nunca su utilidad práctica. Parece que el Imperio eléctrico fue una especie de callejón sin salida en términos tecnológicos.

—Entonces, ¿esas bobinas no son valiosas?

—Solo como curiosidad. Son bastante bonitas.

—Entonces, ¿qué va a hacer Clytie Potts con ellas? —preguntó Wren.

Tom volvió a encogerse de hombros.

—Supongo que tendrá un comprador. Tal vez conozca a algún coleccionista.

—Deberíamos ir tras ella —dijo Wren.

—¿Adónde? Anoche pregunté en la oficina del puerto. La Arqueópterix se marchó sin dejar información sobre su destino.

—Se dirigirá al este —dijo Wren con la seguridad de quien había estudiado el tráfico aéreo durante una temporada entera y sentía que le había tomado la medida—. Todo el mundo se dirige al este ahora que la tregua parece mantenerse, y nosotros también deberíamos hacerlo. Aunque no encontremos a Clytie Potts, el comercio será bueno, y me encantaría ver el Territorio de Caza central. Podríamos ir a Puertoaéreo. La oficina de registro debe de tener más detalles sobre la supuesta Cruwys Morchard y su nave.

Tom se terminó el café y dijo:

—Estaba pensando que tal vez quisieras ir al sur esta primavera. Tu amigo Theo sigue en Zagwa, ¿verdad? Esperaba que pudiéramos conseguir permiso para aterrizar allí…

—Ah, la verdad es que no había pensado en eso —dijo Wren como si tal cosa, y se ruborizó con un rojo intenso.

—Me cayó bien Theo —continuó Tom—. Es un buen chico. Amable y educado. Y guapo también…

—¡Papá! —dijo Wren con dureza, advirtiéndole que no bromeara con eso. Luego se relajó, suspiró y le cogió la mano—. Mira, el motivo por el que Theo tiene tan buenos modales es que es muy pijo. Su familia es rica y viven en una ciudad que pertenecía a una gran civilización cuando nuestros antepasados aún llevaban pieles de animales y se disputaban las sobras en las ruinas de Europa. ¿Por qué iba a estar Theo interesado en mí?

—Sería un idiota si no lo estuviera —dijo su padre—. Y a mí no me pareció un idiota.

Wren dejó escapar un suspiro de exasperación. ¿Por qué su padre no era capaz de entenderlo? Theo estaba en su propia ciudad, rodeado de montones de chicas mucho más guapas que ella. Era posible que, para entonces, su familia ya lo hubiera casado. Y aunque no lo hubiera hecho, seguramente se habría olvidado completamente de Wren. Aquel beso que tanto había significado para ella, probablemente no había significado nada en absoluto para Theo. No quería quedar en ridículo persiguiéndolo hasta Zagwa, llamando a su puerta y esperando que retomaran las cosas donde las habían dejado.

—Vamos al este, papá —dijo—. Vamos al este y encontremos a Clytie Potts.

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4
La señora Naga

Theo, que llevaba días a la deriva en medio de lentas oleadas de dolor y anestesia, emergió finalmente a la superficie en una limpia y blanca habitación del hospital de Zagwa. A través de los velos de las mosquiteras y los recuerdos borrosos, atisbó una ventana abierta y la luz del atardecer sobre las montañas. Su madre, su padre y sus hermanas, Miriam y Kaleo, estaban reunidos frente a su cama. A medida que fue recuperando los sentidos, Theo se dio cuenta de que sus heridas debían de ser realmente graves porque, en lugar de meterse con él y decirle lo ridículo que estaba allí tumbado, lleno de cardenales y vendas, sus hermanas parecían a punto de echarse a llorar y de besarle.

—Gracias a Dios, gracias a Dios —no dejaba de repetir su madre.

Inclinándose sobre él, su padre le dijo:

—Te vas a poner bien, Theo. Pero, por un momento, hemos pensado que no salías de esta.

—El cuchillo —dijo Theo, recordándolo todo y tocándose el vientre, envuelto en vendas limpias y tirantes—. Los cohetes… ¡Alcanzaron la ciudadela!

—Explotaron en los jardines sin causar mayores daños —le aseguró su padre—. Nadie sufrió ningún daño. Nadie más que tú. Estabas gravemente herido, Theo, y perdiste mucha sangre. Cuando nuestros aviadores te rescataron, los médicos estuvieron a punto de darte por muerto. Pero la embajadora supo de tu situación (la embajadora de la Tormenta, la señora Naga) y vino a tratarte ella misma. Antes de su matrimonio era una especie de cirujana. Sabe un par de cosas sobre las entrañas humanas, sin duda. Menudo reclamo, ¿eh, Theo? ¡Te ha curado la mismísima esposa del general Naga!

—Como tú le salvaste la vida, ella salvó la tuya —dijo Miriam.

—¡Le encantará saber que estás mejor! —dijo la señora Ngoni—. Quedó muy impresionada por tu valentía y se interesa mucho por ti. —Señaló con orgullo un ramo de flores colocadas en la esquina de la habitación de Theo, enviadas por la señora Naga—. Vino a verme en persona para decirme cómo había ido la operación. —Sonrió, evidentemente cautivada por la visitante de Shan Guo—. La señora Naga es muy buena persona, Theo.

—Si tan buena es, ¿qué está haciendo en la Tormenta Verde? —preguntó Theo.

—Un accidente del destino —sugirió su padre—. De verdad, Theo, te caería bien. ¿Quieres que envíe un mensaje a la ciudadela para avisarla de que estás mejor? Estoy seguro de que querrá venir y hablar contigo…

Theo sacudió la cabeza y dijo que no se sentía con fuerzas suficientes. Se alegraba de haber podido detener a los bárbaros y le estaba agradecido a la señora Naga por haberle salvado la vida, pero le incomodaba estar en deuda con un miembro de la Tormenta Verde.

*   *   *

Le permitieron regresar a casa un día después. Durante las semanas siguientes, a medida que iba recobrando lentamente las fuerzas, intentó no pensar en la señora Naga, si bien sus padres la mencionaban a menudo. En efecto, Zagwa entera hablaba de la señora Naga. Todo el mundo se había enterado de que se había quitado sus elegantes ropas y las había sustituido por un pijama de médico para salvar la vida del joven Theo Ngoni. A medida que transcurrían las semanas fueron surgiendo nuevas historias, como que había visitado la antigua iglesia de la catedral, excavada en la roca viva del monte Zagwa en los Siglos Oscuros, y que había rezado allí con el mismísimo obispo. Aquello le parecía una buena señal a todo el mundo, salvo a Theo. Él sospechaba que no era más que otra de las tretas de la Tormenta Verde.

Dos de los consejeros de la reina vinieron a preguntarle qué recordaba sobre la nave que había abordado. Le dijeron que la aviadora que habían capturado estaba siendo interrogada, pero que se negaba a cooperar. Le felicitaron por su valentía.

—No estaba siendo valiente. No tenía otra opción —respondió Theo. Pero en secreto se sentía orgulloso y muy complacido de que en Zagwa todo el mundo le considerara un héroe, en lugar de recordar que una vez se había fugado para unirse a la Tormenta—. Me alegro de haber podido detener a esos urbanitas antes de que hicieran daño a alguien —les dijo a los consejeros.

Los consejeros intercambiaron extrañas y consideradas miradas cuando dijo aquello. El más joven de los dos parecía a punto de decir algo, pero el mayor lo detuvo, y poco después se marcharon.

Fuera de casa de sus padres, Zagwa se cocía al sol. Vista a ras de suelo, la ciudad no era tan espléndida: los edificios estaban desvencijados, la pintura clara de las paredes estaba descascarillada, los tejados estaban combados. Las malas hierbas proliferaban en el pavimento agrietado. Hasta las cúpulas de la ciudadela tenían vetas de verdín. Los días gloriosos de Zagwa estaban a mil años de distancia: el poderoso imperio que solía gobernar había sido devastado por las hambrientas ciudades. Los hombres se reunían por las tardes a la sombra del árbol paraguas que había en la acera de enfrente para comentar, enfurecidos, las últimas noticias sobre las atrocidades urbanitas cometidas en el norte. Tal vez, algunos de los más jóvenes se enfurecerían tanto que un día se marcharían para unirse a la Tormenta, como había hecho Theo. Theo, a veces, los observaba desde la ventana y trataba de recordar cómo era estar tan convencido de las cosas, pero no podía.

*   *   *

Una tarde, casi un mes después del ataque aéreo, estaba leyendo en la habitación del jardín cuando su padre y su madre trajeron a un visitante que venía a verlo. Theo apenas levantó la vista de su libro cuando entraron porque se había acostumbrado a las visitas de sus numerosos tíos y tías, todos vergonzosamente interesados en ver sus cicatrices y en recordarle lo travieso que solía ser cuando tenía tres años, o en presentarle a las guapas hijas de sus amigos. Hasta que su madre no le dijo: «Theo, cariño, ¿te acuerdas del teniente general Khora?», no se dio cuenta de que aquella visita era distinta.

Khora era uno de los mejores aviadores de África y el comandante de las Fuerzas Aéreas Zagwianas. Era un hombre alto y aún apuesto, aunque rondaba la cincuentena y su cabello estaba empezando a encanecer. Llevaba su armadura ceremonial y de sus hombros pendía la tradicional capa de la guardia de la reina: amarilla, con un patrón de puntos negros que representaban el pelaje de una criatura mítica llamada leopardo. Hizo una profunda reverencia ante Theo, saludándolo como a un igual. Luego se dijeron unas cuantas cosas nimias, inconsecuentes, que Theo estaba demasiado abrumado como para recordar. Khora llevaba siendo su héroe desde que era pequeño. Cuando tenía nueve años, se pasó toda la estación de lluvias entretenido construyendo una maqueta de la nave insignia de Khora, el aerodestructor Mwene Mutapa, que tenía un diminuto Khora, de un centímetro, de pie en la galería de popa. Le resultaba tan sorprendente verlo allí, a tamaño real, en el familiar ambiente de su casa, que Theo tardó varios segundos en darse cuenta de que no había venido solo. Junto a él había dos sirvientas, dos forasteras ataviadas con sendos vestidos de seda multicolor. Tras ellas, vestida con ropas más sencillas, había otra mujer, muy bajita y delgada, que Theo reconoció por las fotografías de las gacetas de noticias zagwianas.

—Theo —dijo el teniente general Khora—, he traído a la señora Naga a conocerte.

Theo sabía lo que debía decir: «No quiero conocerla, no quiero tener nada que ver con ella ni con su gente», pero la presencia de Khora lo hizo enmudecer. De todos modos, cuando la embajadora se acercó a él y vio su delicado rostro y sus gruesos anteojos negros (que no llevaba en las fotografías de las revistas), descubrió que la conocía.

—¡Estabas en la Nube 9! —se le escapó, sorprendiendo a Khora y a las sirvientas, que esperaban un recibimiento un poco más formal—. ¡La noche que vino la Tormenta! ¡Eres la doctora Zero! ¡Estabas con Naga y…!

—Y sigo con Naga —contestó la mujer con una leve y desconcertante sonrisa. Era joven y muy guapa, de una manera un tanto masculina. Su cabello, que llevaba corto y verde cuando Theo la conoció, ahora había crecido y era completamente negro. Llevaba abierto el cuello de su túnica de lino y del hueco de la garganta le colgaba una cruz de hojalata barata que debía de haber comprado en uno de los puestos que había fuera de la catedral. Alzó la mano para tocarla mientras decía—: ¿De modo que estuvo con nosotros en la Nube 9 el año pasado, señor Ngoni? Me temo que no lo recuerdo…

Theo asintió con vehemencia.

—Estaba con Wren. Usted nos alejó de la stalker Fang y le preguntó a Wren por el Libro de Hojalata…

Su voz se desvaneció. Acababa de recordar el uniforme que la mujer vestía aquella noche.

«Era una especie de cirujana», le había dicho su padre, pero aquella era una verdad a medias: había sido cirujana mecánica, una fabricante de stalkers para el temido Cuerpo de Resurrección de la Tormenta Verde.

—¿Aquel eras tú? —le preguntó ella, aún sonriendo—. Lo siento mucho. Pasaron tantas cosas aquella noche, y han pasado tantas desde entonces… ¿Qué tal tienes la herida? ¿Se está curando?

—La tengo mejor —respondió Theo con valentía.

Khora rio y dijo:

—¡Los jóvenes se curan rápido! Yo mismo resulté herido una vez, en Batmunkh Gompa, allá por el año 07. Un maldito londinense me clavó la espada en el pulmón. Todavía me duele a veces.

—Theo, hijo mío —dijo su padre—, ¿por qué no le enseñas a Lady Naga los jardines?

Avergonzado, Theo señaló la puerta abierta y Lady Naga lo siguió afuera mientras sus doncellas los seguían a una distancia de cortesía. Echó la vista atrás. Vio que Khora estaba enfrascado en una conversación con sus padres y que sus hermanas le observaban a él y se reían divertidas. Theo se dio cuenta de que seguramente estarían aventurando de cuál de las sirvientas de la embajadora iba a enamorarse. Las dos muchachas eran muy hermosas. Una era de la etnia Han, o shanguonesa; la otra debía de proceder de algún lugar del sur de la India. Su piel era oscura, como la de Theo, y sus ojos, que se cruzaron con los de él cuando la miró, eran del negro más oscuro que había visto en su vida.

Apartó la mirada rápidamente y trató de ocultar su desconcierto señalando el sendero que llevaba a su parte favorita del jardín: la terraza con vistas a la garganta. El camino quedaba a la sombra de unos árboles cargados de flores de azahar y Lady Naga se detuvo a recoger una que había caído al suelo. Mientras caminaban, la hizo girar entre sus manos. Al observarla, Theo se dio cuenta de que tenía los pequeños dedos moteados con zonas de piel descolorida y manchas del color del té.

—Productos químicos —le explicó ella cuando vio que se había dado cuenta—. Durante mucho tiempo trabajé en los Cuerpos de Resurrección. Los productos químicos que usábamos…

Theo se preguntó a cuántos soldados muertos habría convertido en stal

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