PRÓLOGO
Estancia “Los Sauces”, enero de 1991, Entre Ríos
Apenas la vio, quedó prendado de ella. Era diferente. Tenía un cutis suave, como suelen tenerlo las muchachas de la ciudad, a fuerza de usar jabones finos y cosméticos. Su piel translúcida parecía de opalina, el negro cabello realzaba su blancura y un halo de sensualidad embriagadora la rodeaba, haciéndolo tambalear ante la profundidad de aquellos ojos azules, de mirada magnética y desafiante.
Él no era un romántico. En los pocos años que llevaba trabajando como peón en la finca de los Pereyra había alternado con casi todas las muchachas del lugar, las criollas y las pueblerinas, sólo para divertirse: bailaba con ellas en la romería o les echaba miraditas mientras daba rebencazos en el palenque, fingiendo espantarle las moscas al zaino.
Esta moza, sin embargo, era algo especial. Venía aureolada por el encanto de lo nuevo. Con su talle elástico, casi de muchacho, vestida siempre con ropa ajustada que denotaba una precoz seducción, eclipsaba a las demás mujeres del campo, más sencillas en sus modales discretos.
La joven aparentaba dieciocho años. Él contaba veintidós, aunque el rostro curtido de mocetón fuerte, acostumbrado a las rudezas del campo y a las solitarias vigilias en el monte, mentía veinticinco o más.
Ella lo había distinguido entre los mozos que acompañaron al patrón hasta la estación de ferrocarril a darle la bienvenida, porque tenía unos bellos ojos oscuros y un modo de mirar que petrificaba, no sabía si de agrado o de miedo. Quiso que fuera él quien la condujera al corral a elegir un caballo para recorrer la finca por las tardes. Él, loco de felicidad, le ofreció la hermosa yegua roana, “la Elisa”, que se dejó ensillar dócilmente.
“Qué bonitas piernas tiene”, pensó el joven mientras le ajustaba la cincha.
Ella reía divertida cuando lo aventajaba, sin darle tiempo a montar su propio potro.
Isabel cabalgaba con estilo. Sabía acompañar los movimientos del animal con suaves ondulaciones del cuerpo y su porte erguido completaba la armonía del conjunto. Él la contemplaba admirado sin sospechar que también su figura, firme aunque algo tosca, ofrecía un hermoso cuadro, mezcla de nobleza y salvajismo.
Galopaban hacia el monte y el joven se complacía en nombrarle las aves que se cruzaban en su camino y que ella apenas distinguía en el confuso trinar que poblaba los árboles.
La escena se repetía todas las tardes y, así, él se convirtió en un mozo de compañía de la joven a partir de las seis, cuando los trabajos de afuera terminaban y se podía gozar del fresco atardecer sin peligro de insolarse.
—A ver si estás picando demasiado alto —le decían los compañeros cuando se reunía con ellos para matear—. No vaya a ser que te caigas de espaldas.
Y reían. Porque tampoco ellos eran románticos. Y además no los encandilaban los aires aristocráticos de Isabel. La trataban con respeto, pero en su interior les disgustaban sus modales autoritarios y su condescendencia hacia los peones, como si les hiciera un favor al hablarles.
El mozo, en cambio, veía en ello un rasgo de superioridad que distinguía a esa muchacha de las mujeres recatadas que acostumbraba a ver.
El padre de Isabel era un viejo conocido de los dueños de la finca. Hasta se decía que el patrón pensaba iniciar con él un negocio de comercialización de yerba mate de los campos de Misiones. Se había esmerado en la educación de su única hija para que ella pudiese aspirar a casarse con alguien encumbrado, como el hijo de los Pereyra, que estudiaba en la Capital. Y era con la intención de encontrarse con el muchacho, que cursaba su último semestre, que Isabel y su padre pensaban quedarse unos días más en “Los Sauces”.
Mientras tanto el mozo, cada vez más hechizado por Isabel, la cortejaba abiertamente, llevándole flores arrancadas al atardecer cuando ella, vestida de blanco impecable, descendía al jardín para tomar el fresco, o bien alcanzándola hasta el pueblo cada vez que lo requería. La joven, halagada por tantas atenciones, encontraba atractivo a ese muchacho que no empleaba las cortesías habituales ni los piropos a los que estaba acostumbrada.
Los demás no veían bien tanta zalamería en público. Rumiaban algo nefasto detrás de aquello.
—Esa señorita —decían— lo tiene perdido y va a hacer una locura un día de estos.
Una tarde en que galopaban hacia el monte como siempre y el mozo se adelantaba para abrirle camino a “la Elisa” con su machete, evitando que se rasgara el cuero con los arbustos espinosos del sendero, Isabel, risueña y coqueta, elogió la destreza con que lo veía golpear a derecha y a izquierda, columpiándose sobre el zaino para esquivar las ramas bajas.
A un costado, corría el agua de la acequia, limpia y fresca.
—Bajemos —dijo imperiosamente la muchacha—. Quiero beber.
—No vaya a hacerlo, señorita. Puede enfermarse. Usted no está acostumbrada.
—¿Y tú sí? ¡Tonto! En la ciudad el agua es más turbia que ésta y sale de las cañerías —rió Isabel.
Así diciendo, desmontó y se agachó entre la hierba para sumergir sus manos finas en el agua. El rumor se deshacía a lo lejos, acallando los demás ruidos del monte. Todo el atardecer se concentraba en ese surco de agua que reflejaba las últimas luces del día.
—Se hace noche —advirtió el mozo.
—¿Y qué? Yo no tengo miedo. Papá y el señor Pereyra fueron hasta Montiel y van a volver tarde, así que hoy voy a cenar sola.
Isabel calló un momento y luego agregó, con suavidad:
—¿Me quieres acompañar?
El tono de la muchacha, dulzón y provocativo, oprimía al peón como una tenaza.
—No puedo, señorita. Usted sabe que nosotros comemos afuera, en los galpones.
—¿Y si yo ordenara que te sirvieran adentro? ¿No te gustaría hacer de patrón aunque fuera por una noche?
El mozo se sintió mosqueado. ¿Qué era eso de proponerle ocupar el lugar de otro, como si el suyo valiera poco? Herido su orgullo, la susceptibilidad de hombre de campo lo hizo reaccionar:
—¿Para qué? ¿Qué necesidad tengo de hacerme el patrón si yo soy lo que soy? Acá nadie vale si no es por ser hombre, señorita. Yo soy peón porque ése es mi trabajo.
Al tiempo que hablaba, se arrepentía de la celeridad de su despecho.
Isabel parecía divertida.
—Vamos, no te enojes. No lo dije para ofenderte. Si a mí me gusta como eres.
En la débil claridad del anochecer, los ojos azules de la joven se veían transparentes como el agua que corría, tumultuosa y sorda a las voces de ellos dos.
—¿Habla usted en serio? —dijo él bajando la voz, transportado por la felicidad del momento—. ¿De veras le gusto?
—Claro —respondió ella con cierto nerviosismo.
El lugar solitario, la mirada quemante del joven y los avances que ella hacía casi sin pensar, la alteraban de un modo agradable, causando una excitación desconocida en su vida de placeres mundanos ajenos a la sencillez del campo.
—Y yo, ¿te gusto también?
No lo miraba. Coqueteaba con él como lo habría hecho con cualquier muchachito de manos cuidadas y costumbres similares a las suyas.
El mozo no captaba el sentido, sino la melodía de aquella voz.
—¿Y lo pregunta? Claro que sí, señorita. Cómo no va a gustarme… si hasta creo que la quiero.
Asustada de su atrevimiento, Isabel rió con una carcajada quebrada que infundió malestar al muchacho. Él se había vuelto ciego para todo lo que no fuese ella, su cuerpo gracioso y su cara bonita, perfecta como un diamante pulido.
Se acercó, aprovechando la oscuridad creciente que ocultaba su audacia, y con tosquedad la tomó por la cintura. Al verse así apretada contra el cuerpo firme del hombre, la joven no supo cómo resolver esa situación jamás vivida con tanta nitidez. Y cuando él la besó con brusquedad, aplastando esos labios suaves bajo los suyos, forzándola a recibirlo, ella lo empujó con toda la fuerza de su dignidad ofendida y se limpió la boca con el dorso de la mano, escupiéndole a la cara sus palabras hirientes:
—¿Qué te has creído? ¡Bruto! ¡Animal! ¿Sólo porque te permito acompañarme te tomas confianza? No me vuelvas a tocar, ¿entendiste? ¡Una basura, eso es lo que eres, un lavacaballos!
Estaba histérica. La mirada de león herido del muchacho la aterrorizaba.
El instinto llevó la mano de él al machete que colgaba de su cintura. Al ver ese rápido movimiento, ella gritó aterrada y entonces él soltó el cuchillo para tomarla nuevamente en sus brazos, esta vez con brutalidad, y besarla con furia, manteniéndola tan apretada contra su cuerpo que parecían una sola figura en la oscuridad.
Poco a poco, los gemidos de ella cesaron y entonces él la dejó caer al suelo descalabrada y blanda, como un títere viejo que ya no divierte.
Se quedó mirándola, temblando de rabia, respirando con dificultad, como si el pecho le quedara chico para tanto dolor, y después musitó calmosamente, con deliberada claridad:
—Perra…
La luna había subido al monte y desde allí, pálida y sepulcral, daba forma a la escena de la joven tendida a los pies del hombre vejado y extrañamente inerte, como si también él estuviese muerto.
En la fantasmal claridad, el rostro de Isabel se veía ceniciento y sus labios, amoratados por el beso furioso, se habían tornado azules. El joven, todavía conmocionado, se inclinó sobre ella para sacudirla y volverla en sí. El corazón le palpitaba como pájaro enjaulado al ver que la muchacha no reaccionaba. ¡Sólo había sido un beso!
De pronto, una humedad pegajosa en su mano lo obligó a mirarse con pavor. Sangre. ¿De quién? Su daga no había salido del cinto. Sin embargo allí estaba, mojando sus manos y el costado de la muchacha. El cuchillo. Al moverlo, había quedado con el filo hacia fuera, en un descuido.
El vértigo lo traspasó como un latigazo y con desesperación sacudió a la joven por los hombros para cerciorarse de que estaba viva. Quiso llorar de gratitud cuando Isabel abrió los ojos enturbiados por el golpe, pero no alcanzó a evitar que retrocediera espantada, arrastrándose entre los pastos húmedos, dispuesta a huir de él como de un monstruo.
—Señorita, está herida —le dijo, en un intento vano de apaciguarla.
Esas palabras precipitaron la reacción de la muchacha, que se puso de pie tambaleante y corrió a ciegas hacia su yegua. Montó como pudo, medio de costado, y el animal, asustado por la maniobra, salió disparado rumbo al barranco.
—¡Espere! —gritó él, y el eco de su grito se perdió en el monte.
Escuchó los cascos apagarse en la oscuridad y, sin detenerse a pensar en nada, montó a su vez y taloneó enloquecido al zaino para alcanzarla a tiempo.
Al llegar a donde el monte se cortaba en dos por el barranco, se detuvo en seco. “La Elisa” se encontraba justo en el límite, cojeando de la mano izquierda y lanzando pequeñas coces que levantaban terrones de tierra colorada.
El barranco.
El horror demudó su rostro oscuro al comprobar que la yegua había perdido su silla y no se veía a Isabel por ningún lado. El mozo desmontó con lentitud y se acercó al borde. La luna traidora señaló con un tajo de luz el lugar donde la pequeña figura se dibujaba, en el fondo de la hondonada.
La noche lo envolvió silenciosa, en un capullo de miedo que lo aisló de todo. No escuchaba el aleteo de las aves nocturnas ni veía dónde ponía los pies. Estaba caminando en círculos. El pecho aún le latía con fuerza, aunque el temor había ocupado el lugar del odio y un pensamiento constante batía el mismo estribillo en su cabeza: “huir… huir…”
¿Adónde?
Se miró las manos. No había señales en ellas y sin embargo deberían estar ahí, marcándolo. El hombre cayó de rodillas y escondió la cabeza entre esas manos culpables. Durante unos minutos, formó parte del leve palpitar de la noche, meciéndose como si el aire fresco pasara entre los matorrales.
Huir… huir… El repiqueteo de esa idea le taladraba las sienes y una fuerza desconocida lo enraizaba a la tierra. ¿Por qué no huía de una buena vez? No pasaría mucho tiempo antes de que extrañaran la presencia de la joven señorita y él sería el primero al que preguntarían. Vendrían voces perentorias, miradas acusadoras que leerían en su cara las huellas del crimen.
Siempre se dejan huellas.
Se levantó, sumido en una especie de trance, y desandó el camino hacia el sitio donde se había desgraciado. Los pasos lo llevaban a través de pajonales y senderos estrechos, mientras su mente se alejaba, vagando sin rumbo hacia un lugar tranquilo donde nadie supiera, donde pudiese empezar de nuevo.
Nueva identidad. Una vida sin pasado.
No podía dejarla allí, no podía. Él no era un criminal, sólo un estúpido enamorado. ¿Cómo explicarlo? ¿Quién lo escucharía? Por su imaginación desfilaron escenas de espanto, en las que hombres de uniforme lo sacaban a empujones de la barraca, mujeres llorosas le gritaban improperios, un padre vengativo le tajeaba la cara y, sin embargo, las huellas no se borraban. Aunque recorriese el mundo entero bajo un nombre falso, aunque se inmolara arrojándose al barranco, nada cambiaría.
Irguió el pecho y tomó una decisión. Buscaría el cuerpo de la muchacha y se entregaría, ofreciendo su alma y su vida al carcelero. Sería como morir, lo sabía, pues la gente de su linaje no soportaba el encierro bajo ninguna forma, ya lo había demostrado la historia. Sin embargo, no tenía elección: una vida por otra, ésa era la ley.
Un batir de cascos lo retuvo en la espesura, aguardando como un tigre al acecho. Su aguzado oído le dijo que eran más de dos cabalgaduras. Quienquiera que galopase de ese modo en la noche, estaba detrás de algo, o bien huyendo. La prudencia le aconsejó permanecer escondido hasta que el retumbar se volvió lejano. Luego se incorporó, sintiéndose miserable, y caminó sin hollar siquiera la hojarasca hasta donde debía estar “la Elisa” pastando, pobre animal. Debería curarle la pata, aunque ya no importaba, dada la magnitud del desastre que se avecinaba.
Bajó por la pared de rocas casi rebotando, sujetándose en los matojos que crecían entreverados, resbalando con sus zapatillas de esparto y arañándose la cara y las manos con los espinos. No sentía nada.
De pronto se detuvo, desconcertado. Paseó la mirada a su alrededor, intentando recordar. Era allí, estaba seguro. El mismo rumor del arroyo cercano, la hierba crecida. ¿Cómo…?
Con pavor, recorrió el sitio a grandes zancadas, escudriñando las sombras. No vio más que una nube de luciérnagas y la figura del atajacaminos en medio del sendero.
El ruido de los cascos reverberó en sus oídos como si se repitiese.
¡La habían encontrado antes que él!
Ni siquiera el honor de reconocerse culpable le quedaba. Respiró hondo, intentando calmar la alocada sucesión de imágenes que desfilaban por su mente. Lo encerrarían, lo condenarían, ya no podría asumir su destino con la dignidad del que se sabe merecedor de un castigo porque lo atraparían como a una liebre, le robarían lo único que poseía la gente como él: el buen nombre.
Un grito agorero zumbó a su lado: el caburé. El sonido lo sacó del trance en que se hallaba y levantó la vista hacia las estrellas: la Cruz del Sur, nítida y hermosa, se desplegaba ante sus ojos como una flecha en un arco tensado por la mano del destino. La visión titilaba, apuntando hacia la tierra de sus ancestros.
Acostumbrado a interpretar las señales que se le cruzaban por delante, el hombre sintió en los huesos el mandato.
CAPÍTULO I
Pueblo de Los Notros, sur argentino, marzo de 1995
Oscurecía. El final del verano creaba sombras nuevas en el valle. Ñires y lengas anunciaban el oro rojo que teñiría sus hojas durante el otoño.
En la cima de la colina, el hombre que hachaba leña se detuvo a contemplar el espectáculo. Su figura imponente, oscura, se delineaba contra el arco azul formado por los cerros en el poniente.
Inmóvil, respirando el aire diáfano de la cordillera, el rostro vuelto hacia el sol, parecía un extraño tótem enclavado entre las montañas y el bosque, un Dios de piedra custodiando el valle.
El otoño era la época más hermosa en la montaña, cuando alternaban el verde profundo con el rojo y el dorado, cuando el río serpenteante perdía su ímpetu y retozaba entre los maitenes amarillos como si fuera inofensivo. Aquí y allá, algunos arbustos ofrecían todavía sus flores intensamente rojas. Los notros. Su abundancia en aquel rincón de la Patagonia había dado nombre al pueblo.
Newen no frecuentaba el pueblo. Prefería su vida solitaria y resguardada en la cabaña del monte. Como ayudante nativo de la oficina de Parques Nacionales, no podía evitar bajar a la civilización de vez en cuando para presentar sus informes o comprar provisiones. Él mismo se procuraba la mayor parte de ellas, pues conocía a fondo lo que ofrecía la naturaleza en el majestuoso escenario del bosque andino. Sabía, por ejemplo, que además de adornar el valle con sus manchones rojos, los notros tenían virtudes curativas. Había usado sus hojas en llagas y heridas y hasta para aliviar el dolor de muelas.
A pesar de haber vivido muy lejos de aquella tierra en otros tiempos, llevaba en sus venas la sangre puelche-guénaken y sabía que sus ancestros habían dejado allí sus huesos, en la comarca del Nahuel-Huapi y el Neuquén.
Puelche: “gente del Este”, como los habían bautizado los indios del otro lado de la cordillera de los Andes.
Gente del Este: altos, delgados y ligeros. Rostro ancho y serio, de pómulos marcados y ojos como obsidiana. Cabello liso y negro y boca gruesa de dientes magníficos. Ésa era toda su herencia. Ni el río ni el bosque le pertenecían ya, como tampoco habían pertenecido a su abuela ni a los abuelos de ella.
La tierra se había perdido hacía mucho a manos de otros indios y de los blancos.
Pero Newen tenía la suerte de poder vivir allí, de haber conseguido el puesto de ayudante de guardaparque, lo que, en cierto modo, lo había salvado de la humillación de emigrar. La tierra no era suya, pero vivía de ella y en ella, y la disfrutaba como si fuera su dueño.
Aquel atardecer era sólo para él y lo gozaba con los ojos y la piel como si fuera el último día de su vida. El presente era lo único cierto y no pensaba más allá del próximo amanecer.
Un gruñido lo distrajo de su ensimismamiento.
—Dashe… —murmuró en tono gutural.
Sin mirar, extendió su mano morena y callosa hacia la enorme cabeza gris que se frotaba contra su pierna. Ambos contemplando el anochecer, hombre y animal, formaban una imagen espléndida de fuerza y bravura.
Cuando titilaron las primeras estrellas, Newen abandonó el risco de la colina y se encaminó hacia la leñera, seguido de cerca por el silencioso perro lobo. Uno y otro sabían desplazarse sin ruidos, como fantasmas en la noche o espíritus del bosque.
Los rasgados ojos de Newen veían en la lejanía con la agudeza del halcón, mientras que Dashe atravesaba las sombras con sus ojos amarillos. Eran la pareja perfecta.
Newen tomó su camisa de franela de la roca donde la había dejado y cubrió su torso moreno, lustroso y bien formado. Cogió el hacha y, echándosela al hombro, subió el corto trecho que separaba la leñera de su cabaña.
La rústica vivienda, instalada en un promontorio rocoso del cerro antes de su descenso en picada hacia el bosque, ya estaba envuelta en la oscuridad.
Newen encendería el farol, avivaría el fuego y daría de comer a Dashe. Luego podría fumarse un cigarro, mientras se cocinaba la liebre que había cazado en la mañana.
Esa noche necesitaba reflexionar, tomar una decisión que podría alterar su modo de vida solitario. Sentía gran dolor al pensar en lo que estaba a punto de perder, pero no podía postergar más la solución al problema de los cazadores furtivos. Había descubierto cinco la semana pasada. Eso, sin contar los que seguramente lo habrían eludido. El territorio era demasiado extenso para que pudiese dominarlo sólo un hombre con su perro. El comisario de Parques se mostraba satisfecho con su trabajo, aunque eso podía cambiar si él no conseguía mantener a raya a los cazadores. Cada año se multiplicaban. El turismo creciente en la región había empeorado las cosas y, si bien Los Notros era un poblado alejado del circuito turístico tradicional, los cazadores tenían un olfato especial para descubrir rincones vírgenes que luego convertían en cotos de caza donde podían satisfacer su pasión depredadora.
Hablaría con Medina. En el fondo de su pensamiento detestaba la idea y, no obstante, no podía hacer otra cosa. Pediría un ayudante, alguien capaz de sobrevivir a la soledad, al frío y a su propio carácter. Sonrió interiormente al pensar en esto último. No era necio y sabía que él no tenía un ápice de gracia o de compasión para tratar con la gente. No le importaba, aunque entendía la dificultad de los otros para tratar con él en los asuntos cotidianos.
El mismo Medina lo sufría, siendo como era un hombre astuto que había sabido apreciar las cualidades de Newen como rastreador y conocedor de la tierra, su amor por los animales y también, por qué no reconocerlo, su condición de hombre desesperado.
Medina era astuto, sí. Jamás había preguntado, pero sus ojos celestes, achicados por las arrugas de la piel curtida, descubrieron un punto vulnerable en Newen, algo que él no supo esconder del todo en la primera entrevista.
Y si bien él llegó a perfeccionar su máscara con el correr de los años, aquel resquicio por donde escapó en un instante su alma torturada perduró entre ambos como un secreto.
En realidad, el empleo de Newen no era oficial. Las autoridades del Parque podían procurarse baqueanos para facilitar el trabajo, única razón por la que Newen había conseguido el puesto. Sin estudio y sin oficio, pocas oportunidades habría tenido de escapar al destino marginal de tantos otros nativos excluidos de la civilización blanca. Tuvo la suerte de presentarse a pedir trabajo en el momento adecuado, en medio de un aluvión de turistas atraídos por la filmación de una película en los alrededores del lago Nahuel Huapi. Medina lo había contratado prácticamente sin papeles.
“Ya arreglaremos”, le dijo. Y cumplió su palabra. Al cabo de un mes de finalizada la película, le presentó su carnet y su designación como ayudante personal. Nada formal, apenas una carta garabateada por el propio guardaparque, pero eso bastaba.
Era lo mejor que podía esperar un fugitivo como Newen.
“En fin”, pensó mientras aplastaba su cigarro con la bota blanda sobre la tierra apisonada del suelo. “No hay más remedio.”
Solicitaría un ayudante. No sabía si Medina estaría de acuerdo. Le plantearía la gravedad de la situación del modo más crudo: o contaba con ayuda, o los ciervos y cóndores de la región se volverían leyenda.
Agachado frente al fuego, fue dando vuelta lentamente la espineta donde había ensartado el cuerpo de la liebre. Dashe soltó un gruñido apagado que hizo sonreír a Newen.
—Ya comiste.
El perro lobo estiró sus patas hacia delante y apoyó el enorme hocico en ellas, en actitud suplicante y engañosamente sumisa. Newen volvió a sonreír en su modo peculiar, sin mover los labios, sólo entrecerrando los ojos.
Dashe sabía lo que eso significaba y sacudió la cola, alentado.
—Ni hablar. Este bocado es mío.
Más audaz a cada momento, Dashe ensayó la técnica de girar de costado, mostrando su panza blanquecina y echando la cabeza hacia atrás.
Newen sacó su cuchillo de monte en un hábil movimiento y cortó una lonja de carne asada. Los ojos amarillos del perro, matizados de ámbar por el reflejo de las llamas, se entrecerraron de modo curiosamente parecido a los de su amo. Atento y expectante, fingía adormecerse, aunque la quietud de su abdomen lo delataba. Al gesto repentino del brazo de Newen reaccionó con una poderosa dentellada que arrancó el manjar de los dedos del hombre.
—Vas a dejarme manco —protestó Newen, y su comentario traslucía orgullo por los reflejos atávicos de Dashe.
Era su compañero, el mejor, el más fiel.. Ese pensamiento lo inquietó. Lo llevó a considerar de nuevo el tema del “intruso”. ¿Cómo se llevaría Dashe con otro hombre en su territorio? No mejor de lo que podría llevarse él mismo. El tema de Dashe era un asunto difícil, pues ni siquiera Medina aprobaba del todo su presencia.
El perro lobo se había acercado una noche al patio de tierra de su cabaña, goteando sangre de una fea herida en el anca derecha. Una mordida que a Newen le recordó la marca que dejaban los pumas en el ganado, allá en las tierras donde él vivió en otro tiempo. Pero ya no se veían grandes gatos en el territorio de Los Notros.
El puma había padecido el destino de todo lo salvaje: si no se domestica, desaparece. Y como la naturaleza domesticada deja de ser salvaje, desaparece de todos modos.
Newen curó la herida del enorme perro con delicadeza y prudencia. No lo abordó enseguida porque, aunque estaba herido y buscaba ayuda, era un animal salvaje y desconfiado. Lo dejó arrimarse al abrevadero y dormir en la leñera, tumbado sobre los troncos recién cortados. Al segundo día, mientras limpiaba de malezas el patio trasero, observó con el rabillo del ojo cómo el perro lo vigilaba anhelante. Entonces dejó como al descuido un trozo de carne fría sobre el banco de afilar. Esa noche, el perro durmió junto a la entrada de la cabaña, alerta a los movimientos del hombre en su interior.
Al tercer día, cuando Newen estaba listo para emprender su recorrida, el animal lo miró con expresión sufriente. Newen se agachó lentamente hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. Comenzó a balancearse con suavidad, hacia delante y hacia atrás, murmurando una letanía con voz ahuecada y profunda hasta que el perro, hipnotizado, se dejó caer de lado. Sin abandonar esa lengua extraña, Newen se acercó con cautela y pasó una mano abierta sobre el flanco de la bestia herida.
Como si presintiese que aquello era bueno para él, el perro se entregó manso al dolor. Newen sacó de su zurrón la mezcla molida que ya tenía preparada desde el día anterior y la extendió suavemente sobre la zona lastimada. El polvo actuaría como desinfectante para poder aplicarle después el otro mejunje, un ungüento hecho con aloe vera que ayudaría a cicatrizar. Si el animal se lo permitía, probaría sujetarle el emplasto con una tela alrededor del anca.
De este episodio que los había unido para siempre hacía ya tres años.
Newen no permitiría que nada ni nadie interfiriera en su relación con Dashe. Las pocas veces en que él bajaba al pueblo, lo hacía solo y siempre regresaba antes del anochecer. Jamás nadie subía a su refugio. Ni siquiera sabían a ciencia cierta dónde se encontraba. Desde el valle no se veía la cabaña, que estaba construida en la ladera opuesta y oculta por un bosquecillo de arrayanes.
Y, por supuesto, Newen no invitaba a nadie. No deseaba compañía.
Por eso lamentaba tener que pedir ayuda a Medina. Lo último que quería era compartir su refugio con otra persona, pero sabía que las cosas habían llegado al límite.
También por eso trabajaba en la leñera hasta el anochecer. Había empezado a construir una segunda vivienda, lo más alejada posible de la suya, para el nuevo ayudante. Si su pedido no era escuchado, de todos modos resultaría útil como depósito de herramientas o algo parecido.
La nueva cabaña no era más que una habitación minúscula con una sola ventana, orientada hacia el poniente de manera que no pudiera verse su propia casa desde allí, con suelo de tierra apisonada y techo de coihue. Suficiente para un muchacho que supiese apreciar las ventajas de un trabajo y un plato de comida. Él no vivía mucho más holgadamente tampoco.
Su refugio, de forma rectangular y mirando al sur, había sido edificado de acuerdo con los principios que seguían sus antepasados cuando levantaban sus toldos. Sólo que, en su caso, la cabaña poseía paredes de gruesos troncos firmemente atados en lugar de palos y el techo no era de cuero de guanaco, sino de un delicado entramado de caña del que él estaba especialmente orgulloso. En el interior, el único ambiente había sido dividido en dos niveles: el salón, presidido por la chimenea de piedra, y el altillo, al que se ascendía por una escalerita de troncos limados que se apartaba por las noches. Las únicas aberturas, además de la puerta, eran una ventana que permitía vigilar el sendero de acceso a la cima, y otra, mucho más pequeña, como una concesión al sol del este, que dibujaba círculos dorados en el piso todas las mañanas.
Newen no precisaba más. Aun lo que tenía era demasiado para él, pero no iba a tolerar que otro compartiera su refugio, fuera quien fuese. Su soledad era sagrada y más valía que el nuevo, cuando llegase, aprendiera su primera clase de supervivencia: no importunarlo.
No alteraría su modo de vida por nada ni por nadie.
Después de la cena se levantó, malhumorado por sus propios pensamientos y resquemores, se puso su chaleco de lana rústica y salió a la noche a serenarse bajo la luz de las estrellas. Lo invadió el aire frío y cortante de las montañas, embalsamado con los aromas penetrantes del humo y de las agujas de pino.
Respiró hondo, ensanchando su pecho, y dirigió su vista al cielo, donde las estrellas ya habían tejido su encaje rutilante.
Dashe acompañó el silencioso paseo nocturno hasta el camino por el que se bajaba al valle, un sendero apenas, y luego se escabulló entre los matorrales para cazar sus presas.
El pueblo de Los Notros se adivinaba en la lejanía por un resplandor tenue que emergía del fondo del valle. Aunque la luna no había aparecido aún, Newen podía decir con exactitud dónde terminaba el bosque, dónde se abría la primera cascada, o en qué recodo del río los maitenes se inclinaban lo bastante como para rozar las aguas.
Se sintió mejor. “Lo que ha de ser será”, se dijo, mientras volvía a su casita iluminada por la calidez de las brasas y el farol que colgaba en la ventana.
Al trasponer la puerta de troncos, el primer rayo de luna recortó su figura corpulenta junto a la silueta flexible y poderosa de un lobo gris de las montañas.
CAPÍTULO II
—¡Padre, mire quién viene!
Don Luis no hizo caso del llamado excitado de su hijo, continuó sudando y refunfuñando en su intento de arrastrar un enorme cajón de manzanas verdes a través de la pequeña tienda de comestibles. Bufando, inclinado sobre el cajón de madera, con su trasero levantado hacia el techo y su cabeza embutida en una boina marrón que desaparecía entre los brazos rollizos y desnudos, el viejo almacenero parecía un torpe animal de los bosques avanzando con dificultad.
Hizo un alto en sus intentos para limpiarse la frente con el dorso de la mano.
De reojo, vio a su hijo menor prácticamente encaramado en el mostrador para observar mejor lo que sucedía afuera. Masculló algo. Aquel chico inútil no le servía de mucho en el trabajo, la verdad. Su madre le había llenado la cabeza con ideas de estudiar carreras cortas que le permitieran trabajar en el pueblo con los turistas, que cada día llegaban en mayor número. Ahora ella estaba muerta y él debía lidiar con un muchacho desmañado que no había desarrollado el suficiente sentido común para comprender que uno debía apañarse con lo que hubiera a mano, en este caso, el almacén de su padre, que bien provistos los tenía. Gracias a él comían a diario, pagaban sus deudas y se daban algún que otro gusto, como tomarse vacaciones en la ciudad después de la alta temporada.
Arrastró el cajón un corto trecho más y se detuvo para doblar su cintura hacia atrás, dolorido.
Fue entonces cuando lo vio.
Comprendió la excitación de su hijo, después de todo. No todos los días se veía la gallarda figura del ayudante de guardaparque en el pueblo. A decir verdad, ni siquiera en vísperas de fiesta.
—¿Cuándo vino por última vez?
—Ni idea —respondió Don Luis, frotándose el lugar donde ya empezaba a sentir los síntomas de lumbago.
—¿Fue para Navidad, padre?
—Qué va, hace mucho más.
—¿Más? ¡Pero no puede ser! Se habría muerto de hambre —exclamó consternado el muchacho.
Se adivinaba cierta admiración en su tono, como si el personaje que estaba a punto de trasponer la puerta de la tienda tuviera algún poder oculto que explicaba su extraña conducta. El padre suspiró resignado. La mañana recién empezaba y prometía ser larga. No le molestaba venderle sus mercancías al ayudante indio del guardaparque, pero su presencia lo ponía nervioso.
Don Luis no simpatizaba con la población indígena del lugar, aunque reconocía que algunos vivían miserablemente. A menudo los acusaban de pequeños robos a los turistas o en las casas, pero mientras no afectase su negocio, la situación con los indios no le interesaba.
El ayudante de Parques era otra cosa. Tenía un trabajo reconocido, no merodeaba por los alrededores ni se emborrachaba como otros y su actitud huraña lo volvía misterioso a los ojos de todos los pueblerinos. Don Luis había observado que nadie se metía con él. Tampoco había muchas oportunidades para hacerlo. Podían contarse con los dedos de las manos las ocasiones en que Newen Cayuki bajaba al pueblo de Los Notros. Ésta, al parecer, iba a ser una de ellas.
Tomasito seguía mirando, pasmado, la figura impresionante del puelche hasta que se recortó sobre el zaguán, mitigando la claridad creciente de la mañana.
Las campanillas de la puerta vibraron y Newen entró en la estancia junto con una bocanada de aire frío. Movió la cabeza en señal de saludo y en dos zancadas estuvo junto al mostrador. Tomasito, que seguía encaramado, echó su boina hacia atrás y sonrió.
—Buenas —le dijo en tono campechano.
Newen le dirigió una mirada no exenta de simpatía que sorprendió un poco a Don Luis. El tendero dejó el cajón de manzanas a medio camino entre el mostrador y la trastienda y ocupó su sitio para atender al recién llegado. Éste no parecía tener prisa y dejó vagar sus negros ojos por el recinto, como evaluando qué podía haber allí que le interesara. Después de una breve inspección, fijó su vista en el rostro sudoroso del dueño que, a pesar suyo, sintió cierta debilidad, como si los ojos del indio lo atravesasen hasta la nuca, y dijo con voz bronca:
—Lo de siempre.
Don Luis suspiró. Pretendía que recordase su compra de la última vez, probablemente de cinco meses atrás. Para ganar tiempo mientras pensaba, se colocó un delantal gris sobre la barriga prominente y azuzó a Tomás para que fuese separando mercancías.
—A ver, tráeme la lata del tabaco.
El chico corrió presuroso hacia la estantería del fondo, donde se alineaban frascos, latas y bolsas de arpillera en pintoresco desorden.
La “esquina” de Don Luis conservaba el típico aspecto del almacén de ramos generales de la campaña, remozado a través de los años. Estaba en el cruce de calles que dividía al pueblo de la zona rural. Podía decirse que se alzaba al comienzo o al final de la civilización, según de qué lado se lo mirara.
Era un edificio rectangular, pintado a la cal, que ostentaba en el techo de tejas una caña alta con una banderita en el extremo, un resabio de los tiempos en que la pulpería atraía a los gauchos del desierto desde lejos, anunciando la oportunidad del descanso y el jolgorio. De aquella época quedaba sólo un tosco banco de madera bajo el alero y el palenque, justo enfrente de la ventanita cuadrada, todavía enrejada como entonces. Don Luis había tratado de disfrazar los rasgos de pulpería para dar a su negocio un toque más moderno y, dentro de lo posible, distinguido. No había tenido mucho éxito. Todavía se notaban las marcas de ganado que en sus tiempos los paisanos hacían a cuchillo en las paredes, pese a las pintadas con cal de cada verano. Y aunque la esquina ya formaba parte del damero urbano, su condición de mojón en el desierto se denunciaba en los detalles del interior: una reja de madera recorría todo el mostrador a lo largo, separando claramente a los parroquianos del dependiente, lo mismo que otra reja separaba las botellas del alcance de los clientes. En concesión a la modernidad, Don Luis había agregado algunas mesitas de madera con sus sillas, invitando a los visitantes a permanecer como si su local fuese confitería.
Tenía que reconocer que había sido ingenuo al intentarlo. Sólo algún que otro cliente perezoso se sentaba allí a degustar un licor mientras se le preparaba el envío y, en esos casos, era más molestia que ganancia, porque con su cháchara solía aburrirlo hasta el cansancio.
Su esposa, que Dios tuviese en su gloria, había tenido razón al vaticinar que, con pueblo y todo, aquello no dejaba de ser un páramo. Casi se desmaya la pobre la primera vez que vio el ancho foso con que, en tiempos de guerra, se trataba de mantener a raya al indio. Se extendía alrededor de la pulpería como un aro de protección, pero Don Luis se había apresurado a rellenarlo. De todas maneras, todos sabían que allí estaba, lo mismo que el mangrullo construido más de cien años antes para avistar a los “malones” a lo lejos.
¿Cómo se verían aquellos indios que atacaban las poblaciones que se atrevían al desierto?
Don Luis miró el rostro serio de Newen, con sus pómulos altos y anchos y la nariz orgullosa. Fieros, sin duda, los indios. Meterían mucho miedo.
Al final, el peso de la historia había caído sobre ellos. Los malones fueron retrocediendo, haciéndose menos frecuentes y, debilitado por el contacto con el blanco, el indio perdió su tierra y su dignidad. El ayudante de guardaparque parecía conservarla. Erguido y con la frente alta, miraba lo que Tomasito iba amontonando sobre el mostrador.
—Yerba, sal, azúcar… Hay galleta, no sé si…
—Póngala.
—Bueno, hmm… Tengo miel de caña y de la otra, no sé…
—No.
—Entonces, sólo esto y el tabaco, ¿no?
—¿Papel de fumar, señor? —intervino Tomasito entusiasmado.
Al chico le maravillaba saber que Newen armaba sus propios cigarros, a la vieja usanza. Para Don Luis era un engorro. En lugar de venderle sus paquetes de cigarrillos, tenía que proveerse de tabaco suelto y papel de hilo. No era el único que prefería liarse sus cigarros. Había otros que mantenían las viejas costumbres, pero esos pocos lo obligaban a disponer de tabaco en lata, una molestia poco redituable.
Newen observó los barriles de aceitunas en salmuera y los cajoncitos de pasas de uva e higos. Su frugalidad llegaba al punto de que rara vez probaba algo por el solo placer de disfrutar. Pero Don Luis había traído verdaderas golosinas esta vez y, teniendo en cuenta que no pensaba volver hasta dentro de un mes, por lo menos…
El tendero hundió su mano carnosa en el montón de higos.
—Recién traídos, mire. De lo mejor del otro lado de la cordillera. Sírvase probar uno, si gusta —y extendió la tentadora fruta hacia Newen.
—Ponga de esos también —se limitó a decir el indio.
Tomasito le alcanzó una bolsa de papel y Don Luis la llenó hasta rebasar.
Con paciencia, esperó a que el ayudante de guardaparque le indicara algunas otras mercaderías. Nada especial, por supuesto. Apenas lo necesario para no morir de hambre. ¿De qué se alimentaría ese hombre?
Cuando el montón de productos estuvo empaquetado y Don Luis se aprestaba a calcular el monto, Newen dijo de pronto:
—Necesito una lámpara, querosene y una hornalla de fogón. Y algo de… —miró en derredor, desconcertado—. Algo de loza.
—¿Loza? ¿Platos, tazas? Tengo una vajilla entera de…
—No. Sólo una taza, un plato y cubiertos. Ah, y una cafetera.
—Bueno, aquí me queda una de aluminio bastante grande. Vea.
—Está bien, la llevo.
Newen parecía molesto por tener que decidir sobre asuntos que no eran los habituales. Sin decir nada más, Don Luis preparó una caja con los pocos utensilios pedidos y la ató con hilo grueso. Se preguntaba si el hombre habría comido sin vajilla hasta entonces, pues no recordaba que le hubiera comprado artículos de bazar alguna vez. Hizo la cuenta con su lápiz, se la tendió a Newen y recibió el dinero sin intercambiar ni una mirada. Cuando estaba a punto de rodear el mostrador para ayudarle a cargar los paquetes, la puerta se abrió de un golpe y apareció el rostro flaco de Tincho, el muchacho del hotelito del pueblo.
—Necesito jamón, queso y nueces, Don… Mi patrón dice que se apure porque llegaron huéspedes y no tiene mucho para el almuerzo.
El chico parecía sofocado pero alegre, entusiasmado por la novedad de gente nueva en el pueblo.
—¿Qué le pasó a tu patrón, se quedó corto con el pedido de la otra vez? Ya sabía yo que le iba a pasar. ¿Y cuánto precisa, eh?
—Eh… no me dijo.
—¿Cuánta gente vino, entonces? ¿Eso sí te lo dijo?
—Creo que una persona.
Tincho se había sacado la boina y se rascaba la nuca con aire confuso.
—¿Sólo un huésped y tanto aspaviento? Si yo fuera a hacerme problemas cada vez que se me juntan dos clientes en el almacén…
—Es que parece un tipo pesado, de esos que exigen cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Y de dónde viene para exigir cosas justo aquí, en un pueblito de morondanga?
Tomasito, que estaba escuchando con interés, intervino con algo que detuvo a Newen en su gesto de impaciencia por marcharse:
—¿No será el ayudante del guardaparque?
Don Luis miró a Newen. El puelche parecía inescrutable en su expresión, pero la mano que sujetaba uno de los paquetes apretaba tanto el papel madera del envoltorio, que crujió.
Tincho lo miró también. La curiosidad pudo más que el temor o la discreción.
—¿Será su ayudante, señor? —aventuró.
La noticia del pedido de Newen a la oficina de Parques ya era conocida en todo el pueblo. Cualquier noticia, en realidad, corría por todo el pueblo como la llama por una mecha empapada de combustible. Pero especialmente se cotorreaba sobre la llegada de gente de afuera para quedarse. Era lo que más expectativas creaba: si venía solo o en familia, si sería amable o reservado, si se adaptaría. Las preguntas y las respuestas se entrecruzaban de un lado al otro de Los Notros hasta que, por fin, la novedad se aplacaba con el conocimiento del recién llegado que, en la mayoría de los casos, optaba por volver a irse.
Newen sintió una oleada de aversión que recorrió todas sus fibras.
Tan pronto.
No esperaba que Medina solucionara su problema apenas veinte días después de planteárselo. Contaba con un período de gracia de dos meses, por lo menos. Kooch, ni siquiera había terminado la casita. Si recién llevaba la primera compra para proveerla: la loza y la cafetera. Era lo menos que podía ofrecer, para no presentarle al nuevo una vivienda desnuda.
Como todos parecían aguardar algo de él, se limitó a encogerse de hombros.
—Puede ser —respondió secamente.
Y se encaminó a la calle sin esperar ayuda de Don Luis. Tomasito, que era rápido y afable, se apuró a seguirlo, cargando una de las bolsas.
—¿Dónde la pongo, señor Cayuki?
El muchacho miraba en todas direcciones, buscando algo que transportase la compra y a su callado dueño hacia el cerro: un caballo o una camioneta, aunque jamás había visto al puelche montando un vehículo.
No había nada.
—Dame, gracias.
Newen cargó una bolsa sobre el hombro y colocó la otra bajo el brazo que le quedaba libre. Observó malhumorado el último paquete, el de la vajilla, que no podría levantar a menos que lo llevase sobre la cabeza o sujeto entre los dientes.
Tomasito se hizo cargo de la situación y se ofreció a acompañarlo, pero Newen fue tajante:
—No, lo dejo por ahora. Que tu padre me lo guarde. Mañana vuelvo.
Dios mío, eso sentaba un precedente extraordinario. ¡Newen Cayuki frecuentando el pueblo dos días seguidos! Tomasito murmuró algo amable y volvió al almacén, mientras sobre su hombro miraba al guardaparque encaminarse hacia el sendero que subía entre los pinos.
El camino de ascenso se hizo fatigoso por el peso de las bolsas y por la tensión acumulada. Si era cierto que había llegado su ayudante, tendría que trabajar hasta tarde acondicionando la casita, que era apenas una cáscara todavía. También podía dejar que el nuevo se la acondicionara él mismo. Después de todo, si servía para el trabajo, tendría que abastecerse como lo hacía él. Sería una buena manera de descubrir si era apto o no.
Lo que quería evitar, en realidad, era compartir su propia vivienda con otra persona. Fue por puro egoísmo que había decidido construir otra cabaña. Podía engañar a Medina con eso —quizás— pero no iba a mentirse a sí mismo. Quería mantener alejado de su apacible vida al nuevo ayudante y la única forma era facilitarle todo para que se las arreglara solo: casa, mantas, vajilla y chimenea.
No creía que esperase nada más, como tampoco él había esperado nada. Hasta le sorprendió que el comisario de Parques le hubiese enviado los materiales para construir su propia cabaña. Había sido un refugio de excursionistas abandonado, que Newen reparó y acondicionó a su gusto. La vivienda del nuevo no sería tan grande ni tan cómoda, pero tendría todo lo que Newen juzgaba suficiente.
Ceñudo, llegó a la cima de la colina con su carga, resollando y apenas consciente de los saltos de Dashe a su alrededor. Cuando él bajaba al pueblo, el animal se iba también, Newen no sabía adónde, y aparecía ni bien él regresaba, como si estuviera conectado con su espíritu.
Depositó las bolsas en el interior de su cabaña y encendió el fuego enseguida, aunque no tenía frío en absoluto. La larga caminata y el impacto de la noticia le habían calentado la sangre. Contempló las llamas unos segundos, ensimismado.
Tendría que asegurarse. Averiguar con disimulo si el recién llegado era o no su ayudante. Después de todo, había sido la suposición de un niño. Podía estar equivocado. Pero algo en su interior le decía que no, que se avecinaba un cambio. Y lo mejor era que se preparara para recibirlo.
Se levantó, tomó el hacha que apoyaba siempre atrás de la puerta y salió al patio de tierra para cortar más leña. Proveería la chimenea del nuevo por única vez. Después, debería cortarse su propia leña, como también cocinarse su propia comida.
“Y comérsela en su propia cabaña”, pensó.
El primer hachazo hizo saltar astillas en todas direcciones.
CAPÍTULO III
El hotel de Los Notros no merecía siquiera ser llamado posada. Por supuesto, llevaba el nombre del pueblo. Cualquier otra cosa habría significado un alarde de imaginación impensable en aquel sitio.
Cordelia frunció la nariz con disgusto cuando miró a través de la empañada ventana de su habitación. Desde el primer piso se veía la calle de enfrente y, más allá, una lomada que ascendía suavemente, sembrada de arbustos florecidos en rojo y de pinos enanos. La vista podría haber sido bonita, pues a lo lejos se alzaban los primeros picos azules de la cordillera, pero la afeaban los negocios de la vereda: un kiosco de mala muerte que promocionaba sus artículos con paneles en la calle y un toldo de rayas amarillas y rojas; al lado, un pequeño local de lotería con la vidriera tapizada de billetes y rodeada de bombitas de colores que, Cordelia suponía, se encenderían por la noche. Más allá, un negocio de artesanías. No se veía gran cosa: era un galpón de chapa que ostentaba en la entrada un letrero de madera donde se había grabado una leyenda en una lengua desconocida para ella. Se trataba de un lugar bastante grande y, por lo que ella pudo deducir en el tiempo que llevaba mirando por la ventana, funcionaba como una feria, pues había visto armar catres de exposición y acarrear mantas coloridas y banquitos de madera.
Apartó la mirada para recorrer de nuevo la modesta habitación: una cama doble, dos mesitas de luz de madera de pino pintada de amarillo, un solo velador con pantallita torcida, dos sillas de diferentes juegos y una cómoda pequeña, también de pino, con tres cajones, que hacía las veces de ropero y de escritorio. Sobre las paredes encaladas habían colgado cuadros y tapices sin ton ni son. Los tapices eran bonitos, piezas artesanales que tendrían su valor. Los cuadros, hechos con pinceladas de acuarela, eran horribles: representaban tímidos paisajes montañeses de colores grises que causaban tristeza en lugar de alegrar el cuarto. “Si Emilio los viese”, pensó Cordelia, “diría: gris, gris, gris, como el grillo del mal artista”.
Cordelia se preguntó por enésima vez si no estaría loca al seguir adelante con el plan. Estaba dispuesta a todo con tal de ayudar a su hermano y, apenas logró convencerlo, emprendió la aventura sin detenerse a medir las consecuencias.
Siempre había sido así entre ellos: si él necesitaba ayuda, ella se la brindaba aún antes de que la pidiera; y si ella tenía problemas, él acudía de inmediato. Como algo natural que ni siquiera se pensaba. La tía Joséphine decía que se debía a que eran gemelos y estaban unidos por un vínculo invisible anterior al nacimiento.
El abuelo soltaba maldiciones al oírla y decía que más valía que no existiese vínculo alguno porque Emilio era un inútil que arrastraría a su hermana a la perdición.
Cordelia frunció el ceño al recordar las violentas discusiones con el abuelo.
Desde pequeños, había sido ella la que lo enfrentó, gritando hasta perder el color y causando el pánico de la pobre Joséphine, que corría en busca de las sales y el alcohol por si la chica se desmayaba. Aunque de constitución delicada, Cordelia era una niña fuerte. Todo lo contrario de Emilio, que había nacido sofocado y en peligro de asfixia. Pero la muerte lo había desdeñado para llevarse sólo a su madre, la bella Yolanda.
Cordelia era su viva imagen: lánguida, rubia, sonrosada. A medida que crecía, sin embargo, su carácter decidido y su temperamento vivaz habían demostrado que llevaba más de la sangre de los Ducroix de lo que se pensaba. Como su padre, espesas pestañas oscuras enmarcaban sus bellos ojos grises, “ojos de humo” que daban a su expresión, aun de pequeña, una madurez desconcertante.
Los ojos de Emilio, también hermosos, eran más azulados. Ésa era la única diferencia, aparte del temperamento, porque ambos poseían una extraordinaria cabellera rubia, casi platinada, con raros matices lunares, una nariz aristocrática y un cutis nacarado que los hubiera hecho parecer tan etéreos como de otro mundo si no fuera por sus bocas sensuales, de labios llenos y rosados.
Para disimular un rostro demasiado bello para ser masculino, Emilio usaba una barba a medio afeitar que, cosa curiosa, no era rubia sino rojiza. Así, según decía su hermana, parecía un capitán vikingo.
Emilio era su otra mitad y Cordelia haría cualquier cosa para protegerlo y ayudarlo.
Por eso estaba allí, en un pueblito perdido de la cordillera, representando un papel que no estaba segura de poder sostener por mucho tiempo. Debía resistir, por lo menos, hasta que su hermano se repusiese de su último ataque de asma.
Y todo por culpa del abuelo.
—Su almuerzo, señor —se escuchó tras la puerta.
Cordelia no había querido almorzar en el restaurante del hotel. Cuanto menos se expusiera, más segura estaría.
—Un momento.
Buscó el gorro tejido que había desechado minutos antes y se lo encasquetó hasta las cejas. Luego, subió el cuello del enorme pulóver gris que llevaba hasta que no pudo verse de su rostro más que la nariz y los ojos.
Tras una mirada al espejo del cuarto de baño, que le devolvió la imagen encapuchada de un muchachito enclenque, carraspeó y volvió a responder, con voz cascada:
—Ya abro.
Una jovencita ansiosa le sonrió detrás de una bandeja cubierta con una servilleta.
—Su almuerzo, señor. Lo que usted pidió.
Cordelia no había visto antes a la muchacha, pero supuso que se trataba de una camarera. Mantuvo el gesto huraño cuando extendió los brazos para tomar la bandeja. De ningún modo iba a permitir que la joven entrara en la habitación. La menuda camarera no advirtió la delicadeza de las manos de aquel joven misterioso. Estaba extasiada ante la perspectiva de cambiar unas palabras con él y su desilusión fue evidente cuando la puerta se cerró en sus narices.
Con el corazón batiendo adentro del pecho, Cordelia apoyó la bandeja, se quitó el gorro de un tirón y dejó caer sobre la espalda su espléndida cabellera platinada. Le picaba el cuero cabelludo de usar el gorro tejido todo el día.
Cerró la puerta con llave y arrimó una de las desvencijadas sillas para sentirse segura. Corrió las cortinas de la única ventana y se sentó sobre el borde de la cama para llenarse el estómago de una vez por todas.
Su camuflaje la había obligado, durante el largo viaje, a no detenerse en ningún parador del camino, por miedo a ser descubierta. La llegada al hotel había sido una prueba de fuego que, al parecer, había pasado con éxito, a juzgar por la expresión embobada de la chica del servicio, pensó malhumorada.
Destapó la bandeja y aspiró el vapor que emanaba del tazón de sopa.
“Por lo menos es algo caliente.” Contempló dudosa el caldo anaranjado con lánguidos fideos flotando perdidos. El otro plato no era mucho mejor: rollitos de jamón acompañados de dos mitades de huevo rellenas con aceitunas y nueces picadas. Un pobre almuerzo para quien había viajado durante veintiséis horas sin probar más que un café o dos y un par de manzanas.
Una compotera llena de trocitos de fruta de la zona, coronada con un firulete de crema batida, completaba el servicio.
Cordelia devoró su almuerzo en un santiamén. “El hambre es buena escuela de vida, diría el cínico de Emilio.”
En la casa del abuelo, estarían comiendo vol-au-vent de langostinos, pechugas de pollo a la cerveza con espárragos gratinados y alguna creación de Lily como postre. Su favorito era la crema de cerezas con frutos del bosque.
Emilio siempre convencía a la vieja cocinera de la mansión de que le preparara algo a su gusto, porque solía ser remilgado para las comidas, cosa que disgustaba profundamente a su abuelo. El formidable Monsieur Ducroix se comportaba en familia como un mariscal del ejército prusiano, inflexible y autoritario. De todos modos, Lily se compadecía de Emilio y le preparaba aparte unas natillas con canela o una mousse de chocolate. Quedaba entre ellos el secreto. Cordelia no imaginaba qué argumentos utilizaría su hermano para obtener de Lily todo cuanto quería. Tal vez no hiciese falta insistir demasiado. La buena mujer pretendía reemplazar las carencias de los gemelos con exquisiteces de su cocina.
De cualquier modo, la comida no sería su única privación en los días que seguirían.
Con desaliento, dejó a un lado la bandeja vacía y se dirigió a la cómoda donde había apoyado sus bolsos. Abrió el más pequeño, una especie de mochila que cargaba sobre su espalda, y sacó del interior un nécessaire de cuero rojo. Con cuidado, lo colocó delante del reducido espejo que había sobre la cómoda y se sentó, dispuesta a iniciar el rito de cuidar su cutis. Generalmente lo hacía por las noches, antes de acostarse. Después de un viaje tan largo y ajetreado por caminos polvorientos, sentía que le era más necesario que nunca. Extrajo del pequeño maletín tres potes iguales con etiquetas de diferentes tonos de azul, las alineó en el orden de uso y luego recogió sus preciosos cabellos en un original moño en la coronilla.
Del prodigioso nécessaire sacó también trocitos de algodón y un frasquito que dejaba ver un aceite nacarado en su interior. Utilizó el aceite de almendras para repasar toda su cara. Tuvo que esmerarse y hacerlo dos veces, ya que la suciedad del camino se había adherido a su piel. Luego destapó el primer pote y esparció la sedosa crema rosada sobre sus mejillas, sus párpados y la porción de cuello que dejaba ver el pulóver. Cerró los ojos para experimentar mejor la voluptuosidad del aroma de la gardenia. Con un cuadradito de papel tisú absorbió el exceso y procedió a masajearse con dos dedos distintos puntos clave del rostro. El segundo pote contenía un gel transparente que Cordelia extendió sobre los párpados y los labios, para terminar su toilette con un pellizco de la crema blanca del tercer pote, con la que untó las sienes, el huequito que se formaba entre el cuello y la clavícula y la parte de atrás de las orejas. El aroma a jazmín inundó sus sentidos y se sintió completamente repuesta del cansancio y el desgano que la habían aquejado desde su llegada al hotel. Un baño caliente y estaría como nueva. Tenía que recuperar fuerzas para enfrentar el desafío del día siguiente.
Sus averiguaciones le habían hecho comprender que no le convenía dirigirse a su destino en ese mismo momento, porque posiblemente su llegada fuese inoportuna.
Había pedido en la recepción que la despertasen al alba. Quería arribar a su objetivo antes de que comenzaran los trabajos diarios.
Con energía renovada, guardó sus cosméticos en el maletín y se dirigió al cuarto de baño, dispuesta a darse una ducha relajante.
Procuraría dormir lo mejor posible esa noche, para estar en plena forma al día siguiente, su primera jornada de trabajo.
Newen se encontró mirando estúpidamente el hotel esa tarde. Con la excusa de pasar por el galpón de artesanías, había hecho el camino del pueblo por segunda vez en el día. Trató de no imaginar qué pensarían las gentes de Los Notros ante semejante acontecimiento.
Se encontraba a las puertas del Galpón de las Artes, el edificio de chapa que Cordelia había observado desde su ventana. Llevaba en la mano una de sus tallas de madera, la primera que encontró más o menos presentable. A menudo traía alguna estatuilla de las que fabricaba en los momentos de descanso, para ofrecerla en los puestos a los turistas. El indio Cipriano se encargaba de las ventas y de la distribución de las ganancias.
Hoy no estaba interesado en la estatuilla, sin embargo, sino en la segunda ventana del hotel de Los Notros. El chico de los mandados le había confiado que el nuevo huésped se encontraba alojado en ese cuarto, el segundo en la hilera de ventanas del primer piso. Newen trataba de penetrar el grueso lienzo de las ventanas con su vista, ya que desde que él llegó nadie se había asomado ni había signos de que aquel cuarto estuviese ocupado.
Pensó por un momento sentarse en la cafetería del hotel y aguardar a que el recién llegado bajase, pero la extrañeza que causaría esa actitud insólita en él lo disuadió inmediatamente. Tampoco quería preguntar en forma directa. No era su manera de ser. Él prefería observar. Observar sin ser observado. Quería tener una imagen del nuevo ayudante, si es que se trataba de él, antes de que se presentase en su refugio.